Europa inquieta Europa inquieta

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Los grupos del Parlamento Europeo y el narcisismo de las pequeñas diferencias

La decisión de los liberal-demócratas de aceptar en el grupo europarlamentario a UPyD y Ciutadans no es una maniobra política tan incoherente como pudiera parecer en un primer momento, ni como muchos amigos me han hecho llegar, entre la sorpresa («¿cómo es posible?») y la mofa («¡menudo parlamento!»).

La oposición de CiU y PNV, dos formaciones nacionalistas que ya estaban en ALDE, a compartir grupo con otras dos formaciones nacionalistas (pero centralistas, en vez de separatistas), no ha hecho el efecto deseado. Guy Verhofstadt ha zanjado la disputa con un comunicado rotundo: «… ensuring the territorial integrity of the State…».

En este sentido, no hay mucho más que añadir. La posición oficial de ALDE está bastante clara: a la hora de hacer política europea, que dos partidos de un mismo país tengan opiniones diferentes sobre la estructura del Estado al que representan es una cuestión menor. Y a otra cosa.

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Gráfico de VoteWatch sobre el voto de los grupos en el PE (AMPLIAR PARA DETALLE).

Lo que los liberales vienen a decir es que el nacionalismo no es una ideología, o al menos no una ideología que deba ser un factor crucial para evitar que los partidos compartan escaños del mismo color. Un adelanto europeísta, sin duda, y que celebro. Tanto UPyD como CiU y PNV comparten mucho más (disimulado por ese narcicismo de las pequeñas diferencias) de lo que los separa.

Otra cuestión es, y es lo que quería traeros a colación de esta pseudopolémica, la unidad interna de los grupos que forman el PE, que merece una explicación. Estamos acostumbrados, en España, a que las formaciones parlamentarias sean sólidas, impermeables: un todo sin fisuras ni debates: un rodillo en el que el disenso interno no existe o si llega a existir, no se airea públicamente.

El Parlamento Europeo no se estructura así. Es verdad que el hemiciclo se agrupa en función de similitudes ideológicas: los socialdemócratas, los conservadores, los liberales, etc. Pero dentro de estas, los grupos están compuestos por diferentes partidos que responden a un conjunto de tradiciones históricas, sociales y políticas moldeadas en el caldo de cultivo de cada país miembro.

Esta aparente desunión, que no incoherencia, afecta en mayor o menor medida a todos los grupos de la Eurocámara. Una naturaleza indefinida que, en opinión de muchos de los que siguen la actualidad bruselense, tanto desde dentro como desde fuera, es una fuente de satisfacción política, en el sentido más elogioso y sagrado que tiene esta palabra.

La cohesión nunca es al 100%

Cada partido nacional en el PE tiene que defender su parcela, pero supeditándola no a su interés nacional, sino en beneficio del grupo, del que forman parte otros partidos similares, pero de otros estados miembros. Lo colectivo por encima de lo nacional es, en este sentido, lo que hace grande y necesario al Parlamento Europeo, y que quizá es su mejor clase de pedagogía para los europeos.

Como muestra de que los grupos del PE no son bloques homogéneos, en este enlace de votewatch se analiza el porcentaje de cohesión interna de los votos de cada grupo del Parlamento durante la pasada legislatura (2009 – 2014). De los grandes, el ALDE es el que muestra un porcentaje de coherencia interna menor (un 88%), pero es que incluso el grupo con un porcentaje más alto, el de los populares europeos, apenas supera el 92%, y los socialdemócratas el 91%.

 

¿Por qué los llamamos ‘inmigrantes’ europeos cuando son ‘ciudadanos’?

Estadística y sociológicamente lo son, sí. Inmigrantes europeos. Cualquiera. Los franceses que vienen a España o los irlandeses que deciden marcharse a Italia. Pero esta denominación, con apariencia de locución aséptica, resulta un absoluto desprecio hacia los ciudadanos de los Estados que componen Europa.

Lo digo a propósito de esto. Alemania se plantea limitar el acceso de los ‘inmigrantes’ europeos a las prestaciones sociales y restringir sus permisos de residencia. Una barbaridad, de consumarse la idea. Porque, entre otras cosas, estos llamados inmigrantes son, en realidad, ciudadanos de la Unión Europea de pleno derecho, inclusive el derecho a la libre circulación.

Un grupo de rumanos coloca su equipaje en un autobús que los llevará desde Bucarest hasta Bélgica (EFE).

Un grupo de rumanos coloca su equipaje en un autobús que los llevará desde Bucarest hasta Bélgica (EFE).

¿Por qué entonces se les denomina, les denominamos, en los medios de comunicación, inmigrantes? Quizá porque son rumanos y búlgaros (desde enero, iguales a nosotros), y en el imaginario colectivo de las sociedades occidentales no se termina de aceptar que ellos son ciudadanos de un mismo Todo, lo mismo que lo somos los españoles o los portugueses.

El asunto del léxico sobre la inmigración es peliagudo. Las palabras pesan, y  a menudo las usamos sin tener en cuenta la carga de demonización que portan para un colectivo naturalmente frágil. La preocupación deontológica es, en este caso, justa, y las recomendaciones al respecto, bienvenidas (la deontología periodística no siempre lo es).

Por eso, creo, habría que tratar de evitar estas denominaciones, también cuando nos refiramos a personas que proceden de otros territorios de la UE que no son el nuestro. Hay una invisible carga eufemística al hablar de ‘inmigrantes europeos’, pues lo que viene a continuación, la posible sustracción de un derecho, se justifica gracias a esa imprecisión semántica que atenúa la solidaridad.

Parece que un titular que diga ‘Alemania estudia expulsar a los inmigrantes europeos si llevan seis meses sin trabajo’ nos resulta menos agresivo para la conciencia que otro que dijera ‘Alemania estudia expulsar a los ciudadanos europeos si llevan seis meses sin trabajo’. Pero no debiera.

Tres discursos europeos: el de los ciudadanos, los despachos y los estados

Tengo a medio leer el que, dicen, y doy fe, es uno de los ensayos sobre Europa más inteligentes y clarividentes del presente (tan poco sobrado de inteligencia y tan turbio). Se trata de El paso hacia Europa (Galaxia Gutenberg, 2013), del historiador y politólogo Luuk van Middelaar (aquí, una entrevista con el autor y aquí una reseña de la obra).

Van Middelaar no es un outsider, en el sentido de que no es crítico de la Unión Europea que habla desde fuera de las murallas. Más bien al contrario. Este holandés, premiado con el galardón de ensayo de la UE, trabaja actualmente mano a mano con el que todavía es el presidente del Consejo Europeo, Herman Van Rompuy, a quien ayuda a escribir muchos de sus discursos.

Luuk van Middlelaar ( Twitter: @LuukvMiddelaar)

Luuk van Middlelaar ( Twitter: @LuukvMiddelaar)

El libro da para una crítica y explicación mucho más extensa, en la que hoy no me voy a entretener, pero que sí tengo en mente para cuando lo termine de leer. Hoy simplemente os traigo un aperitivo. Van Middelaar da mucha importancia al discurso, al discurso del poder en un sentido foucaultiano (no hay referencias concretas, pero algunas de sus argumentaciones me recuerdan a El orden del discurso, una de obras más salvables del filósofo francés).

Huyendo de lo que él llama la «lógica binaria de los artículos de opinión», Van Middlelaar se encara con la historia y el presente de Europa de una forma peculiar. Adelanta, además, que a la Unión no le espera ninguno de los dos destinos más comúnmente en boga: para nada habrá una revolución, puesto que Europa es «paciente», y tampoco se disolverá, «porque es tozuda». Así pues, para el autor, la UE es un proyecto en construcción permanente, que continuará y continuará… (algo que en este blog he tratado de justificar de diferentes maneras).

Van Middlelaar, para enlazar con el título del post de hoy, parte de un análisis de los tres discursos predominantes que se pueden aislar cuando se habla de política europea: por un lado, el discurso de la «Europa de los Estados«, por otro el de «la Europa de los ciudadanos» y, por último, «el de la Europa de los despachos». Los tres equivalen, grosso modo, a tres formas de organización política: el confederalismo, el federalismo y el funcionalismo.

Esos tres discursos han tenido, desde los años cincuenta del siglo pasado, diferentes acoples y mayor o menor preeminencia dependiendo del momento. El discurso de los despachos, por ejemplo, sería el discurso de Bruselas, de la burocracia. Un discurso que prima la eficacia y el trabajo soterrado por encima de la vida política, que considera ineficaz. Pero a este discurso, que hoy podría ser considerado tecnocrático o dominante, se contrapone al discurso de los Estados. Los Estados no se oponen a Europa, sino que quieren cooperar entre sí, sin diluirse, sin perder la soberanía para —juntos, pero no demasiados revueltos— «apuntalar la unidad Europea».

Por último, de esta terna, quedaría por hablar de los ciudadanos. De alguna manera este es el discurso mediáticamente más favorecedor. Es el discurso, por ejemplo, del Parlamento Europeo (aquí un bueno ejemplo de cómo se legitima filosóficamente esta institución de cara al exterior). Según Middlelaar, este también es el discurso de los intelectuales, tipo Habermas o Enzensberger (los nombres los pongo yo). Es un discurso cultural y también político, de neta vocación federalista. Su legitimidad, dice el autor, descansa sobre «un electorado europeo».

Esta forma de acercarse al ruido europeo, aunque pudiera parecer en un primer momento densa o demasiado técncia, es muy útil y lúcida. Y como prueba de su utilidad más allá de la teoría, las próximas elecciones europeas, donde los tres discursos lucharán a buen seguro entre sí para anteponer su particular visión de la Unión Europa. ¿Quién ganará?

Ignacio Samper: «Todo lo que sale del Parlamento Europeo les afecta a los ciudadanos en su vida cotidiana»

Fue una entrevista en bandeja de plata (me temo) y a salto de malta. En un impersonal escenario de maderas nobles y moqueta omnipresente que casi daba congoja pisar: la antesala del cuestionado hemiciclo de la sede del Parlamento Europeo en Estrasburgo. Cuota simbólica del pasado siglo y peaje metafórico de la construcción europea complicado de explicar hoy.

Alrededor, un discreto trasiego de gentes acostumbradas a vestir con pulcritud oficinesca, que desfilan desenvueltos con ese aire de impenetrabilidad tan propio de quien parece desayunarse a diario con asuntos trascendentes. Rodeados de decenas de pequeños sets de televisión, la quinta esencia domesticada de la sociedad del espectáculo, el director de la oficina en España del PE, Ignacio Samper, contraponía, con un discurso paciente y trabajado, «desafección» y «pedagogía».

(IMPORTANTE: La entrevista, grabada en vídeo, dura aproximadamente 15 minutos. Las respuestas de Samper son precisas y jugosas –sobre todo leídas entre líneas–, pero extensas, y mis preguntas a veces se alargan demasiado. He preferido por tanto transcribir, para no extenderme innecesariamente, las primeras preguntas y a continuación publicar la entrevista grabada al completo. Que la disfrutéis).

¿Cómo interpreta la falta de sintonía entre los ciudadanos y las instituciones europeas?
Nos preocupa mucho esa desafección de la política por parte de los ciudadanos. Creo que hay mucho eurocriticismo. Los ciudadanos no es que sean euroescépticos, son simplemente críticos. Tenemos que hacer una enorme pedagogía para decirles que desde el PE llevamos muchos años ocupándonos de la crisis económica. Y que estamos haciendo legislación –en forma de directivas y reglamentos- que tienen que ver con la crisis. Quizá durante muchos años no hemos explicado bien, hemos informado, pero no explicado bien cómo y quién toma las decisiones. Todo lo que sale de este parlamento les afecta a los ciudadanos en su vida cotidiana. Legislamos para 500 millones de ciudadanos y todos están afectados por nuestras leyes.

¿Y cuáles van a ser específicamente las herramientas con las que quieren trasmitir esa utilidad del PE que los ciudadanos ahora no perciben?
Vamos a hacer una laborar de pedagogía importante en dos ámbitos. Uno en lo que son los valores europeos, que es nuestro ADN europeo (todos los europeos estamos atados por los mismos valores: democracia, derechos humanos, solidaridad…). Y otra nuestra labor legislativa. Demostrarles a los ciudadanos que llevamos legislando desde hace mucho tiempo, sobre todo después del Tratado de Lisboa, y que legislamos en casi todos los órdenes de la sociedad.

¿Qué leyes son sentidas como más europeas por la ciudadanía? ¿Con qué normas emanadas del PE se identifican más los europeos?
Me gustaría que fuera con todas, pero no es así. Pero a las personas a las que les afectan sí las conocen. Por ejemplo, las leyes sobre la Política Agraria Común o la Ley Bancaria son ejemplos de esto. Los ciudadanos están viendo que queremos reactivar la economía. Austeridad tiene que haber, pero también hay que tomar medidas para reactivar la economía: invertir en desarrollo, en redes de transporte transeuropeas, pequeñas y medianas empresas.