Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

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Europa como forma recurrente de hastío

En un lenguaje hoy ya extraño para nosotros, bajo unas amenazas que tampoco son las nuestras, el filósofo Edmund Husserl dijo que el mayor peligro que corría Europa era el hastío. Fue en la muy recordada y citada conferencia de 1935 en Viena. Europa ha cambiado muchísimo desde entonces, pero el hastío, o una versión contemporánea del mismo, lo sigue impregnando todo.

Si no fuera por la exótica sorpresa de Podemos, por la anemia galopante de votos del PP y del PSOE y por la subsiguiente crisis interna, de las elecciones europeas de hace apenas una semana no quedarían ni las sombras. Eso que falta todo por resolver: alianzas que concretarse, un Parlamento por recomponerse y un presidente de la Comisión por ser elegido.

El sueño (Picasso).

El sueño (Picasso).

Y pese a lo anterior, la sensación que trasmiten las conversaciones, construidas sobre el tedio de lo local hasta límites caricaturescos, es que lo importante, lo que remueve las vísceras, sucede a la puerta de casa. El debate (en el mejor y menos frecuente de los casos) y el cruce balbuciente de insultos (en el peor y más común) se dirigen solo a satisfacer nuestra sed cainita y nuestros prejuicios más acendrados.

Es como si tras los comicios, los ciudadanos hubiéramos tirado al mar un fardo con nuestros votos y no nos hayamos preocupado por saber dónde acabará, si se hundirá para siempre o alguien se encargará de recogerlo. Reproducimos los mismos vicios de siempre, pese a las advertencias. Votamos un Parlamento del que luego nos desentendemos con irresponsable facilidad.

Una muestra cuantitativa de este hastío fue el barómetro publicado por el Instituto Elcano unos días antes de las elecciones, y del que no os había hablado… para no alentar el desaliento. Desconocimiento sideral, falta de interés, percepción de que lo que se votaba no servía para absolutamente nada. Podemos echar la culpa a la casta política, a los medios de información de masas. Faltaría más, aunque es demasiado fácil.

Sin duda con algo de melancolía, y más allá de que existan problemas de comunicación entre las instituciones comunitarias y los ciudadanos, deberíamos aceptar que si el común de la población no está informado de Europa, no la siente ni la vive ni la aprecia, es porque, sencillamente, no quiere hacerlo… ni ahora ni en el futuro. La gente quiere una final de Champions perpetua, lo contrario es engañarse.

En aquella conferencia de Husserl, el «gran hastío» (y el nihilismo) solo podía ser superado a través del «heroísmo de la razón» que impulsaría un «nuevo hálito espiritual» al continente. Palabras sabias, abstractas y arcanas bastante alejadas de las formas y términos en los que hoy se promociona Europa. Hasta hoy, solo los populistas parecen haber despertado del letargo, el resto siguen o seguimos soñando el aburrimiento.

La Unión Europea es una ilusión que los países del sur conjugan solo en pasado

Es decir: casi una desilusión. Desengaño espiritual y fractura ideológica. Dos ingredientes que combinados pueden resultar deletéreos para el proyecto de integración. Este es, a vuela pluma, el diagnóstico de una parte de la élite académica europeísta que el pasado martes se reunió en la sede en Madrid del European Council on Foreign Relation (ECFR) para debatir sobre lo que queda del sur de Europa y presentar el renacer de East, una revista italiana de vocación continental.

Gracias a la amable invitación de @josepiquerm pude asistir —¡y sin pertenecer a la élite!— a este chequeo razonado (y razonable) del enfermo, que sirvió ante todo para diagnosticar con precisión y algo menos de urgencia de lo habitual los males presentes. Fue Andrés Ortega, miembro del consejo del ECFR, el que más se acercó a una explicación última de lo que sucede hoy cuando afirmó que los países del sur del Europa «asumen políticas, pero que no las crean» (somos —precisó— decision takers, no decision makers).

La bandera de la UE y la de Grecia, en la acrópolis de Atenas (ARCHIVO 20MINUTOS)

La bandera de la UE y la de Grecia, en la acrópolis de Atenas (ARCHIVO 20MINUTOS)

«El error de base ha sido no construir una Europa del sur», razonó Ortega, para quien actualmente existen dos divergencias en Europa: la económica y la política. Esta última es la principal, aunque mediáticamente pueda ser la menos visible. Los países del sur confían menos que los del norte en sus propias instituciones, lo que genera todavía más desconfianza hacia las instituciones supranacionales de la UE y repercute en lo que José Ignacio Torreblanca, director del ECFR y presente en el debate, llamó «falta de articulación de la propia integración».

El otro mal presente, más difuso pero aún así perceptible, es la falta de ilusiones realmente embriagadoras. La UE no es que ya no las genere, sino que no consigue renovar las ilusiones del pasado, actualizarlas. En este sentido Giuseppe Scognamiglio, diplomático italiano y vicepresidente de East, resumió breve y diacrónicamene el asunto.

Hasta 1992 la ilusión de los europeos era Maastricht; luego vino la ilusión del euro y, posteriormente, la de la gran ampliación hacia el este. ¿Y ahora? Para Scognamilio Europa vive únicamente de «ilusiones técnicas que no calientan los corazones». Si a esto se le añade, en su opinión, la falta de líderes que estén a la altura que los tiempos demandan, el resultado lógico es esa sensación tan extendida de estancamiento y déficit democrático.

El debate, en el que además de los mencionados tomaron la palabra investigadores y periodistas, también sirvió para poner sobre la mesa los principales asuntos de actualidad europea, como la supremacía perezosa de Alemania, los presupuestos generales, aprobados finalmente esta pasada semana, los comicios de 2014 y la elección directa de candidatos a la CE, todo un hito que emana del Tratado de Lisboa.

Aunque como conclusión diré que no hubo conclusiones, me guardo para un futuro post una reflexión entre pesimista e indulgente, y que no es la primera vez que la escucho en contextos similares: El problema de Europa no es un problema de ideas, la élite europea produce muchas ideas magníficas, simplemente sucede que la gente está a otra cosa.

El segundo rapto de Europa

(Una confesión modestamente audaz: no soy un experto en Europa. Tampoco formo parte de ningún think tank ni estoy a sueldo de grupos de presión, instituciones internacionales o asociaciones de víctimas. Me gustaría poder presentarme como espectador comprometido, a la manera de los muy europeos Albert Camus y Raymond Aron, pero ese es un privilegio que te otorgan siempre los demás, y nunca antes de cumplir 47 años.)

Los europeos somos moralistas y descreídos. Moralistas hacia afuera y descreídos hacia dentro. Nos juzgamos con una severidad impropia de otras civilizaciones (quizá por haber sido los inventores, como recuerda a menudo John Luckacs, de esa mosca cojonera que se conoce como conciencia histórica). Nuestro deporte preferido –fútbol aparte– consiste en indagar día sí y día también sobre la naturaleza brumosa de nuestra incómoda identidad común.

Montañas de papel a la entrada de la sala de prensa del PE de Bruselas. (N. S)

Montañas de papel a la entrada de la sala de prensa del PE de Bruselas. (N. S)

Tantas preguntas (demasiado a menudo sin respuesta) sobre nosotros mismos, algo a priori inteligente y que revela madurez como pueblo, nos ha conducido a una delicada situación. Europa –y su criatura política, la UE– se han convertido en una corte bizantina, en una profesión (procesión) para (de) especialistas. Algo así como un interminable documento PDF ahíto de tecnicismos, metáforas gastadas y de acceso muy, muy restringido.

Europa ha pasado tantas décadas dormitando en el pesebre de sus propias discusiones ontológicas –la prosperidad y la seguridad parecían a salvo– que ha descuidado una parte importante de la ecuación: sus ciudadanos. Hoy, cuando la historia –es decir, el conflicto– ha regresado al continente, los mitos fundacionales de la Europa moderna parecen frágiles castillos en el aire, inocuidades de privilegiados con demasiado tiempo libre para mirarse en el espejo.

Del confortable qué somos hemos pasado, en muy poco tiempo, al urgente y leninista qué hacemos. Qué hacemos para devolver la confianza a unos ciudadanos desafectos que cada vez sienten menos Europa; qué hacemos para recuperar la solidaridad entre Estados que se ha resquebrajado; qué hacemos para sustituir a una élite que en su momento impulsó la idea de un estados unidos europeo y que ahora languidece.

Mural que representa el mito del Rapto de Europa, situado en la última planta del PE de Bruselas.

Mural que representa el mito del Rapto de Europa, situado en la última planta del PE de Bruselas.

Escribir sobre Europa se ha convertido en un vicio circular, casi onanista. Hay pocos textos sobre el continente que no contengan su buen puñado de clichés europeístas (o euroescépticos). Desde un desganado ensayito de Habermas, el intocable, a un pomposo documento del Comité de Sabios, cualquier reflexión está aquejada de los mismos lugares comunes: superficialidad intelectual, inmovilismo institucional y artificiosidad académica. Es el peligro de escribir sobre Europa: uno se siente cómodo no llegando a ningún sitio.

No me engaño ni os engaño: indefectiblemente, cometeré Europa. Caeré alguna vez –espero que pocas– en los defectos arriba mencionados. Seré superficial y banal, en ocasiones; previsible y burocrático, en otras. Seré, ay, un europeo como los que no querría que volvieran a existir jamás.

Ahora mismo, quizá como vosotros que habéis decidido leer esto porque también os importa algo Europa, estoy hecho un lío. La diferencia es que a mí me han ofrecido la oportunidad de escribir sobre mi lío, y de paso sobre el de mis contemporáneos. Me refugio en el dios Montaigne para no emborronarme más: «¿Para qué huir de la servidumbre de la corte si la arrastramos hasta nuestra propia guarida?».