Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

Archivo de 2010

Volar para contarla: en el aeropuerto de Mogadiscio (1)

Cuando el avión carretea por la pista del aeropuerto de Mogadiscio, gira a la izquierda y pone rumbo al edificio recién refaccionado de la terminal, aparecen a los restos de un mastodóntico Antonov soviético, partido en dos, sobre cuyo accidente ni los pilotos ni la gente a la que luego preguntaré en la ciudad saben dar precisión alguna.

Supongo que la aeronave sigue allí, varada a un costado del pavimento, hundida en la arena, porque en esta parte del mundo existen demasiadas otras labores urgentes que acometer.

En este sentido, el Antonov, por debajo de cuyo esqueleto pasaré horas más tarde en dirección al centro de la urbe en la que las tropas de la AMISOM y de Al Shabab luchan casa por casa, barrio por barrio, habla de un aeropuerto que ostenta una historia tan convulsa como la de la propia Somalia.

De colonias, independencias y secuestros

El aeropuerto de Mogadiscio fue construido en 1940 por los colonizadores italianos que dominaron el país desde finales del siglo XIX hasta la ocupación británica de 1941 (oficialmente, el poder de Italia cesó en 1947, aunque lo siguió administrando hasta 1960 según establecía el Consejo de Administración Fiduciaria de las Naciones Unidas en el que se incluyó a este territorio).

El gobierno de la recién establecida República de Somalia, que abarcaba también a la Somalilandia británica, lo rebautizó Aeropuerto Internacional de Mogadiscio. Los aviones que lo empleaban eran en su mayoría DC-3 pertenecientes a la desaparecida Somali Airlines. En aquellos tiempos se realizaron planes para ampliar sus instalaciones que finalmente nunca se llegaron a hacer realidad.

El 13 de octubre de 1977, el Aeropuerto Internacional de Mogadiscio fue escenario del secuestro de un Boeing 737-230 de la compañía Lufthansa por parte de cuatro integrantes del FPLP (Frente Popular la Liberación de Palestina). Cinco días más tarde, las fuerzas especiales GSG 9 de la República Federal Alemana liberaban a los 86 pasajeros y tripulantes del Landshut (nombre que tenía aquel avión que seguiría en servicio durante siete años).

Tras algunos Black Hawk derribados

Trece años más tarde, grupos rebeldes tomaron la ciudad. El dictador Siad Barre, que estaba al frente del país desde 1969 – primero con apoyo soviético, y luego, tras la Guerra de Ogaden contra Etiopía en 1977, con el de EEUU – se vio obligado a abandonar el gobierno y buscar el exilio en Kenia. Lo sucedió un vacío provocado por las luchas entre los llamados «señores de la guerra».

El 3 de diciembre de 1992, la resolución 794 del Consejo de Seguridad de la ONU autorizaba la intervención de una fuerza multinacional liderada por EEUU para «establecer un ambiente seguro para las misiones humanitarias en Somalia en el menor tiempo posible». Además de guerra y anarquía, Somalia sufría una devastadora sequía. Fue así como el aeropuerto de Mogadiscio presenció el desembarco en su pista de 1.300 marines el 9 de diciembre de 1992. Comenzaba la operación Restore Hope.

Esa pista pegada a las aguas esmeralda del Índico vio también como casi cinco años después – y 157 cascos azules fallecidos de las misiones UNOSOM I y II, además de unos cuantos Black Hawk derribados y un nuevo nombre de operación militar: United Shield- las fuerzas que habían llegado con la intención de establecer la paz abandonaban Somalia para no volver hasta el año 2007, transformadas ahora en los 7.500 soldados ugandeses y burundeses de la Unión Africana.

Foto: HZ

Continúa…

Aterriza en Mogadiscio (si puedes)

“¿Ves esos botes?”, pregunta el piloto. Me inclino hacia la ventanilla y vislumbro unas precarias embarcaciones que se mecen plácidamente en las verdes aguas del océano Índico. “Están allí todas las mañanas esperando a que aparezca un avión”, continúa a través del micrófono que le cuelga frente a la boca.

“¿Qué hacen?”, quiero saber levantando la voz para que se me escuche por encima del rugido de los motores. El hombre a los mandos del avión se gira, me mira sonriente y levanta la mano moviendo el dedo índice como si estuviese disparando al aire.

Acto seguido la aeronave realiza un giro vertiginoso hacia la izquierda al tiempo en que desciende abruptamente. Una montaña rusa en toda regla.

Un par de correcciones más del rumbo. El golpe seco del tren de aterrizaje que abandona las fauces del turbohélice canadiense Dash 8. Dunas de arena, resplandores del mar, carros de combate de AMISOM (la misión de la Unión Africana para Somalia) y la pista del aeropuerto que se abre ante nosotros, que circula bajo nuestros pies mientras chirrían los frenos y se extienden los flaps. De fondo, poblada de edificios blanquecinos y maltrechos, la silueta de Mogadiscio.

Bienvenidos a Mog

Así se aterriza en el Aeropuerto Internacional Aden Abdulle (MGQ en el código IATA y HCMM en el de la OACI) como consecuencia de los esmerados y pacientes “pescadores” de Al Shabab que mañana tras mañana se sientan en las barcas con sus AK-47 y sus RPG a ver si cogen algo que no sea atún y, de ser posible, que tenga alas.

Pescadores que no son la única apuesta de la organización creada por Aden Hashi Farah «Ayro», y dirigida hoy por Ahmed Cabdi Godane, en su obsesivo esfuerzo por hacer de la pista de Mogadiscio uno de los lugares más peligrosos del mundo para aviones y pasajeros. Su estrategia cuenta con una segunda fase que se articula en morteros de 80 y 120 mm.

“Un día estábamos a punto de aterrizar y escuché una primera detonación”, me dice Charles Waruru, piloto de la compañía ALS, que días más tarde me llevaría a Puntlandia, región semiautónoma y epicentro de la piratería en Somalia. “Los pasajeros gritaron. No pude volver a levantar vuelo porque ya era demasiado tarde. Dos cohetes más cayeron en la pista cuando íbamos hacia la terminal. Tuvimos suerte de salir ilesos”.

El fuego de mortero de Al Shabab sobre el aeropuerto nunca se ausenta cuando el presidente – con quien estuvimos en el puerto de Mogadiscio – tiene que viajar al extranjero. Es en esos momentos que el antiguo brazo armado de la Unión de Cortes Islámicas, y en la actualidad dueño del sur y centro del país, se aplica con especial esmero.

Que viene el presidente

El pasado 9 de septiembre, Sharif Ahmed se había desplazado al aeropuerto para tener una reunión con una delegación internacional liderada por Augustine Mahiga, Representante Especial de la ONU para Somalia.

Tras pasar varios controles previos, dos coches fueron detenidos por soldados ugandeses de la AMISOM en la barrera previa a la terminal. En ese instante los terroristas hicieron volar el primer vehículo. Del siguiente se bajaron cinco hombres vestidos con uniformes militares gubernamentales. Dos de ellos llegaron a unos doscientos metros del edificio del aeropuerto. Al verse superados por el fuego de la Unión Africana, hicieron detonar los chalecos explosivos que llevaban puestos. Once personas murieron en el ataque.

Desde que volviera a funcionar en 2006 – durante los seis meses de relativa paz conseguida por la Unión de Cortes Islámicas – el aeropuerto ha sufrido innumerables ataques, algunos de los más destacados los contaré en una próxima entrada, así como la forma en que viven pasajeros y pilotos el arribo a la capital de Somalia, atenazada en una sangrienta guerra casa por casa, barrio por barrio.

Foto: «Aeropuerto de Mogadiscio», Hernán Zin.

El imparable avance de Al Shabab en Somalia

“Nos tuvimos que ir de Merca hace un año”, me dice Christophe, uno de los responsables de seguridad de la ONU en Somalia, al tiempo en que levanta la cabeza con gesto de resignación hacia la ciudad, bañada por las aguas del Índico, que aparece en la ventanilla del avión que nos conduce a Mogadiscio, la siguiente urbe en dirección norte. “No volamos por encima de ella para evitar que nos disparen”.

Comentarios semejantes escucharé a lo largo del viaje de otros responsables de seguridad, trabajadores de ONG y pilotos. “Hace unos años aún podíamos ir a Kismayo. Ahora es casi imposible aterrizar en cualquier lugar del sur del país, a menos que lleves khat”, afirma Andrew, comandante de un vuelo del Programa Mundial de Alimentos, que a continuación recuerda el secuestro sufrido por una tripulación keniana en territorio somalí en 2008.

La mitad del país

La organización Al Shabab lo ha manifestado en incontables ocasiones: no quiere la presencia de extranjeros en Somalia. Como consecuencia, cada territorio, cada ciudad, que ha ido conquistando en su meteórico ascenso al poder ha provocado el éxodo de los foráneos allí establecidos y el cierre absoluto del sitio a todo lo que esté relacionado con Occidente, incluida la ayuda humanitaria.

Según muestra en color verde oscuro el primer mapa, no nos referimos a zonas marginales del que es considerado como el Estado fallido por antonomasia, sino a la mayor parte del centro y sur del país a excepción de Mogadiscio, donde la guerra contra las tropas de la AMISOM (la misión de paz de la Unión Africana), se lucha barrio por barrio, casa por casa. Como dice un buen amigo, conocedor en profundidad de la realidad somalí: “El que gane la capital lo gana todo”.

El segundo mapa, fechado el 1 de enero de 2008, refleja cuán vertiginoso ha sido el ascenso al poder de Al Shabab y cuán rápida la decadencia del control ejercido por el Gobierno Federal de Transición (en color celeste), que si se sostiene en pie es por el apoyo de los 7.500 soldados de ugandeses y burundeses de la AMISOM.

De las muchas similitudes que Al Shabab tiene con los talibanes, quizás una de las menos trascendentes sea que ambos movimientos surgen de la zona sur y avanzan hacia el norte en busca del poder. Así como en Afganistán se habla en ocasiones de dividir el territorio y crear un nuevo estado llamado Pastuntán (estado pastún y talibán), aquí en Somalia, con Somalilandia independizada en 1992 y Puntlandia a la deriva (fue el territorio que más tardó en darme el visado y en negarme el permiso de filmación), el sur, agrícola y bañado por las aguas del río Juba, ya tiene dueño indiscutible.

Génesis y escisión

La Unión de Cortes Islámicas (UCI) gobernó durante seis meses Somalia en 2006. La invasión etíope, respaldada por la administración Bush, de diciembre del mismo año, puso fin al que no pocos consideran el período de mayor estabilidad y menor violencia de las últimas dos décadas de historia de Somalia.

Al Shabab, brazo armado de la UCI, ganó apoyos y fuerzas al enfrentarse a las tropas etíopes que con sus blindados y aviones poco tardaron en hacerse con el control de la antigua colonia italiana. Al Shabab, que en árabe quiere decir “los jóvenes”, se desmarcó de los sectores islamistas moderados de la UCI – como Sharif Ahmed, el actual presidente del Gobierno Federal de Transición – , y descubrió al mundo una ideología radical, intolerante y brutal, que la asemeja también a los talibanes que tomaron Kabul allá por 1996, además de vinculaciones con Al Qaeda y la yihad internacional.

Continúa…

La imposible tarea de ser presidente en Somalia (2)

A las tres horas de haber puestos los pies en el puerto de Mogadiscio, nos dicen que debemos trasladarnos hasta las dársenas porque, finalmente, el presidente Sharif Ahmed está a punto de llegar.

Como escolares, avanzamos en fila india, rodeados de soldados de la Unión Africana. Pasamos primero los extranjeros, luego las autoridades locales. A nuestras espaldas, sitiado por las moscas, los restos del malogrado banquete de bienvenida. Y la tarta, que ya no es más que una estructura decadente y acuosa. Somalia no parece el mejor sitio para organizar actos institucionales ni celebraciones de ningún tipo.

Las fotos de rigor a la torre de control del puerto construida con dinero de la cooperación japonesa, y el consiguiente pedido de los responsables de seguridad de la ONU de que nos pongamos a recaudo, bajo un techo, detrás de unas columnas, por miedo a los disparos de los francotiradores y el fuego de mortero.

Se suceden los minutos… Sharif Ahmed, islamista moderado y aliado de Occidente, no aparece por ninguna parte. Hablo con un somalí que me dice que le problema del país es que es escenarios de demasiados intereses extranjeros (por una parte el apoyo de EEUU y Europa al Gobierno Federal de Transición; por otra el de Al Qaeda y la yihad internacional a Al Shabab). Intereses que complican un posible diálogo entre las facciones que protagonizan la guerra civil.

¿Con quién dialogar?

El diálogo es siempre la solución para los conflictos armados, me digo. La máxima fundamental que debe prevalecer. Pero en este caso, que recuerda a lo que sucede con los talibanes en Afganistán, cómo sentarse a negociar con fanáticos como Al Shabab, que en las zonas que controlan del sur agrícola del país prohíben los sujetadores, la música, las fotos; apedrean a los acusados de infidelidad conyugal y cortan las manos a los ladrones (aquí un reportaje que escribí para El País hace un año sobre el tema).

Quizás la clave esté en apelar a los líderes moderados de esta formación que, gracias a la invasión etíope respaldada por Bush, en apenas dos años se ha hecho sumamente poderosa. Lo mismo que están intentando en el país del Hindu Kush, con transporte de altos mandos talibanes a Kabul por parte de las fuerzas del ISAF incluido, según cuenta The Economist.

Un obstáculo a esta estrategia de diálogo es que mientras la guerra continúe, serán los extremos y no los moderados, los que estén en control, como tan a menudo sucede. Otro problema es la sustantiva presencia de combatientes extranjeros, llegados desde Europa, EEUU y Asia, para luchar con Al Shabab. Elementos vinculados a Al Qaeda que, alentados por los éxitos conseguidos en la lucha armada, parecen determinados a llevar hasta el final su guerra contra Occidente.

Pero inclusive sin el juego de intereses foráneos, los somalíes deben enfrentar a sus propias divisiones internas: las tensiones ancestrales entre clanes, subclanes y familias, tan dados a la violencia como forma de arreglar sus disputas. En este sentido, cierto atisbo de esperanza lo da Somalilandia, donde los clanes sí supieron alcanzar cierto equilibrio de poder. País este, donde empezó la revuelta contra el dictador Siad Barre, que la comunidad internacional debería reconocer para poner ejemplo de lo que Somalia podría algún día ser, aunque hoy resulte tan infructuoso de vislumbrar.

El presidente existe

“Ahí viene el presidente”, dice el albanés encargado de seguridad de la ONU. Empujones, carreras, flashes de vetustas cámaras de periodistas locales. Entre una nube de soldados ugandeses de la Unión Africana progresa Sharif Ahmed. Más que un hombre aguerrido, determinado, capaz de imponer el orden en este país que figura en los diccionarios modernos como el estado fallido por antonomasia, la silueta que se vislumbra entre la multitud – tocada un por un fez blanco, bajo una americana azul marino y camisa blanca – es la de una persona esimismada, vulnerable, de fisonomía enjuta, casi adolescente.

Más empujones, más carreras, al mejor estilo tercer mundo, donde hacer fila o respetar el espacio personal del otro son conceptos desconocidos. Y en un instante nos encontramos todos dentro del edificio de la torre a inaugurar. Apretujados, ahogados por el calor y el peso de los chalecos antibala.

Un somalí, al que deberían darle el premio Nobel de algo, tiene la brillante idea de cerrar con llave las puertas. En los segundos previos a que el presidente comience a hablar, nos miramos incómodos. A ver quién tiene debajo de la ropa la carga de explosivos que hará terminar la ceremonia con una salva que no era la planeada (al menos por nosotros, claro).

Hablan los líderes locales. Habla el italiano responsable del Programa Mundial de Alimentos (cuya organización usa el puerto para traer desde Mombasa la ayuda humanitaria tan necesaria en este país con dos millones de hambrientos de entre ocho millones habitantes). Habla con voz casi imperceptible el presidente del Gobierno Federal de Transición. Se abren las puertas. Más discursos y declaraciones. Cortan las cintas de rigor. Nos reparten unos folletos ilustrativos. Y Sharif Ahmed se va a toda prisa por donde había venido.

Es entonces cuando descubro que no tiene un dispositivo de seguridad especial, ni helicópteros o legiones de guardaespaldas. Se sube a un carro blindado de la Unión Africana idéntico al que nos ha traído a nosotros hasta aquí desde el cuartel general de AMISOM. Sentado en el asiento trasero, proyecta aún una mayor sensación de soledad, de vulnerabilidad, si es que esto es posible.

Halloween en Mog

Después nos llega el turno a nosotros. Mogadiscio circula raudamente por las ventanillas. Ahora bañada por una luz anaranjada, declinante, que alarga las sombras y ahonda la sensación de hostilidad imperante. Poco falta para que conlcuya este lunes 1 de noviembre de 2010.

Cuando ya se atisban los puestos de control de la base de AMISOM, me relajo. Pienso en los amigos que en Madrid se deben estar disfrazando para salir a la fiesta de Halloween, del Día de los muertos. Curiosas siempre las realidades paralelas que conviven en nuestro mundo. El sábado estaba también en España.

Me digo que así, con el chaleco antibalas, la camiseta empapada de sudor y el casco que me queda demasiado pequeño sería la sensación en cualquier celebración en Madrid. Pero para vestimentas incómodas, sin dudas la que le ha tocado al pobre Sharif Ahmed, cuyo nombramiento tantas esperanzas nos había despertado en febrero de 2009.

La imposible tarea de ser presidente en Somalia (1)

Hay lugares que tienen muy mala prensa, pero que cuando pones los pies en ellos y los vives un poco terminas por decirte a ti mismo: “No es tan peligroso como pensaba”. En Mogadiscio, capital de Somalia, he descubierto una ciudad consecuente hasta el paroxismo con su reputación de ser uno de los lugares más jodidos del mundo.

La forma en la que Sharif Ahmed, el presidente del Gobierno de transición del país, se ve obligado a desplazarse habla a las claras de la violencia fraticida que desde hace casi dos décadas sufre esta urbe situada a orillas del océano Índico.

Un paseo por Mogadiscio

El cuartel de AMISOM – la paupérrima misión de paz de la Unión Africana para Somalia – se encuentra junto al Aeropuerto Internacional Aden Adde. Soldados ugandeses dormitando en sillas de plástico. Contenedores de metal, que hacen de oficinas y barracas, esparcidos entre las dunas de arena.

Nos dan una breve charla de seguridad. Nos entregan los chalecos antibala. Y partimos en un convoy de cuatro blindados hacia la ciudad (de regreso, parte de la comitiva será alcanzada por una bomba situada a un lado de la carretera sin que se tuvieran que lamentar víctimas mortales).

Las barreras de concreto destinadas a frenar atentados suicidas como el que tuvo lugar en el aeropuerto el pasado 9 de septiembre – cuando un comando de Al Shabab se lanzó cargado de explosivos hacia el avión del presidente dejando diez muertos a su paso – anuncian la aparición de cada puesto militar de AMISOM.

La soledad e impotencia de los militares ugandeses allí dispuestos me recuerda a la de los soldados y policías locales que en la inmensidad de la geografía afgana aguardan con resignación tras las bolsas rellenas de escombros a que aparezcan los talibanes para dejar los AK-47 y salir huyendo.

El lugar donde cayó el Black Hawk. El famoso Kilómetro Cuatro. Después civiles armados, coches destartalados y camionetas con ametralladoras duchka en sus espaldas. Arterias flanqueadas por basura, tapizadas por un delgadísimo manto de arenisca.

En las fachadas de las casas, plagadas de agujeros de balas e impacto de mortero, se vislumbran todavía algunos viejos carteles escritos en italiano. En la fuga que se abre tras cada esquina, el reflejo de las olas de un mar tan magnífico, plácido y verde como indiferente al destino de los habitantes de las costas que baña.

Bienvenido Mister Sharif

Llegamos al puerto de Mogadiscio, donde hoy se inaugura una torre construida con dinero de la cooperación japonesa. Nos piden que caminemos, que no nos detengamos, por miedo a los francotiradores y los disparos de mortero.

La escena con la que me encuentro en una suerte de patio techado no podría ser más surrealista: de un lado de la mesa, los representantes de la ONU empapados de sudor bajo sus chalecos antibalas; del otro, los representantes somalíes de la autoridad portuaria; en el medio: hamburguesas, samosas, bananas, latas de Coca Cola, Sprite, Fanta, botellas de agua y una enorme tarta conmemorativa sitiada por las moscas. Bienvenido Mister Marshall pero con disparos de fondo y diálogos en versión original somalí.

Christophe, el albanés coordinador de la seguridad, nos dice que el presidente Sharif Ahmed está a punto de llegar. Nos pide que nos situemos fuera del camino, en una esquina.

Nerviosismo entre los soldados africanos que temen que a algún suicida de Al Shabab se le ocurra asistir sin invitación, como hicieron el 24 de agosto en el hotel Muna, matando a 33 personas entre las que se contaban seis miembros del gobierno y cinco oficiales del ejército (o el 3 de diciembre de 2009, en el hotel Shamo, llevándose consigo la vida de tres ministros del Gobierno Federal de Transición).

Pasan los minutos… El antiguo miembro de la Unión de Cortes Islámicas, islamista moderado y aliado de Occidente, no se deja ver. Pasan las horas… La tarta se derrite, así que se la llevan disimuladamente. Imposible descifrar ya las palabras de gratitud que había escrito el repostero. Los representantes de la ONU, que siguen bajo las placas de cerámica de los chalecos, dan asimismo la impresión de haber comenzado a mermar como consecuencia del bochorno.

Continúa…

Halloween en Mogadiscio

Muchas cosas pueden salir mal: que el vuelo de mañana se demore en la T2 de Madrid y me haga perder la conexión en Estambul rumbo a Nairobi; que el lunes a las cinco de la mañana, cuando me presente con mi cámara, mi mochila y pasaporte en el aeropuerto Jomo Kenyatta de Nairobi – poco dormido y seguramente con cara tanto de miedo como de incontenible excitación – me digan que ha tenido lugar un atentado suicida o que se ha recrudecido la violencia en la capital de Somalia y que el viaje se suspende.

Si nada de esto sucede, el lunes a las siete de la mañana estaré en la siempre acogedora y apacible Mogadiscio (a la que en estos días de interminables gestiones burocráticas he descubierto que llaman “Mog”). Desde allí iré a mediados de semana hacia Puntland, cuna de la piratería en Somalia. Esta misma mañana, el gobierno de esta región semiautónoma me ha denegado el permiso para rodar. No sé qué les habré hecho de malo…

PD: Buscando en Internet fotos para ilustrar esta entrada (tenía en mente algo más agradable pero esta imagen me ha impactado), encuentro una del 6 de octubre en la que un grupo de niños arrastra por las calles de Mogadiscio el cuerpo sin vida de un soldado ugandés de AMISOM. No sólo habla a las claras de la decadencia que sufre Somalia tras casi 20 años de guerra civil, sino que recuerda aquella que el gran fotógrafo Paul Watson hizo en 1993 del cuerpo sin vida del sargento David Cleveland y que determinó la salida de EEUU del país y la posterior no intervención durante el genocidio de Ruanda. También el joven fotógrafo Dan Eldon, de quien hablamos en alguna ocasión en este blog, sufrió un destino similar por aquellos años.

Foto: Getty Images.

Contar la guerra desde las prisiones

Existen numerosas formas de cubrir una guerra: desde la perspectiva de las víctimas, de las ruedas de prensa de políticos y altos mandos castrenses, de las organizaciones humanitarias y el personal sanitario, empotrado junto a los soldados en el frente, o en la habitación del hotel, con la televisión encendida en Al Yazira. Se puede apostar por una línea de trabajo o combinar varias.

En este blog la visión predominante ha sido la del testimonio en primera persona de las víctimas de la violencia en República Democrática del Congo, Uganda, Sudán, Kenia, Etiopía, Bosnia-Herzegovina, Gaza, Líbano, Afganistán… Opción que no nos ha impedido seguir de cerca en alguna ocasión la labor de militares de EEUU, Congo y Pakistán.

A lo largo del próximo año ahondaremos en un punto de vista al que ya hemos apelado en alguna ocasión en estas páginas: el de los pilotos y tripulaciones que tienen como única misión volar a zonas en conflicto. La sección se llamará VOLAR PARA CONTARLA. Y, si conseguimos los permisos, esperamos comenzar con ella próximamente en Somalia.

Entre rejas

Si se trata de perspectivas originales para narrar la guerra, sin dudas hay que destacar la que esta semana ofrece John Moore en el blog Lens de The New York Times. El premiado fotoperiodista, que tras 17 años de silenciosa labor obtuvo notoriedad mundial tras capturar con su cámara los últimos momentos de vida de Benazir Bhutto (se encontraba a pocos metros de la primer ministro paquistaní cuando ocurrió el atentado que le costó la vida en 2007), lleva desde 2004 trabajando en el proyecto Detained.

El objetivo de esta iniciativa no es otro que retratar las cárceles de la guerra: Abu Ghraib y Camp Cropper en Irak; las prisiones afganas en las que son detenidos los acusados de pertenecer a los talibanes, incluida Pul-i-Charkhi, en las afueras de Kabul; Guantánamo en Cuba.

Un ensayo, en blanco y negro, que descubre uno de los lados más sombríos de los actuales conflictos armados – como bien demostró el extraordinario documental Taxi to the Dark Side – y que cobra mayor relevancia aún en un día como hoy, cuando salen a la luz nuevas denuncias de abusos sistemáticos a prisioneros por parte de militares británicos.

Foto: John Moore/Getty Images

Bum, bum, bum… Afganistán (vídeo)

Hace un par de semanas reverberaron en la noche de Madrid estruendos de fuegos artificiales – quizás alguna celebración deportiva o el final de las fiestas de alguna localidad vecina – que me devolvieron a las semanas que pasé junto a la 82 División Aerotransportada del Ejército de EEUU en el Valle de Tagab. Apenas caía el sol en aquel perdido confín de la geografía afgana, comenzaba indefectiblemente la danza de los morteros de 120 mm en dirección a las montañas.

Al poco tiempo de haber llegado, como el martilleo de los cohetes me impedía dormir, me arranqué a escribir un «bum» en el tirante de madera de la cama superior en respuesta a cada detonación. Una suerte de juego, divertido en un principio, pero que luego se volvió tan absurdo y tedioso como las largas noches en vela. En tres días ya había abarrotado de onomatopeyas el lecho de mi vecino próximo al techo. Sin embargo, los artilleros continuaban infatigables en su laboriosa misión de sembrar de metralla cuanto nos rodeaba.

En realidad, la culpa no era de ellos, sino del comandante que había decidido situar la base Kutchbach en medio de un valle que conduce directamente a Pakistán. Los talibanes de la zona, y los que venían del vecino país, no podían reprimir la tentación y se abocaban obstinados a tratar de alcanzarnos con sus viejos e imprecisos cohetes soviéticos desde las laderas de las montañas que nos rodeaban. Éramos un pato de feria en toda regla. La estrategia de defensa de la 82 Aerotransportada consistía en lanzar periódicos disparos preventivos, que se sucedían con mayor velocidad cuando llegaba información de la llamada intel (inteligencia) sobre movimientos de insurgentes por la zona.

En alguna ocasión acompañé a los muchachos de la compañía Able en sus misiones para tratar de cazar a los talibanes en las montañas, pero la mayor parte de las noches las pasaba en la base. Para combatir el insomnio, además de sumar «bum, bum» a las tablas de madera, salía a jugar con los perros o a fumar bajo las redes diseñadas para impedir el impacto directo de los morteros. La luz roja en la cabeza, iluminando las piedras; el run run de los aire acondicionados; y esa detonación, anunciada siempre con un fire, que te hacía agacharte inconscientemente. Una honda sensación de soledad, de estar en el fin del mundo, en la luna. Si caía algún proyectil talibán, el gran acontecimiento de la mañana siguiente era acercarse a ver dónde había impactado.

Los niños de la guerra

Recuerdo la noche en que crucé la hilera de vehículos MRAP y las letrinas para hablar con los artilleros. Me sorprendieron muchas cosas: los pantalones cortos y las camisetas; la forma casual, casi despreocupada, en que lanzaban los morteros; pero sobretodo cuán jóvenes eran. Siempre supe que la guerra es una cuestión de niños que son enviados por sus mayores a matar y morir, pero creo que en esa noche de insomnio lo tuve más claro que nunca.

Desde entonces me he preguntado en más de una ocasión cómo será la existencia futura de esos chavales que pasan de la adolescencia a la edad adulta en conflictos armados. Supongo que dependerá tanto de lo que hayan vivido como de sus familias y educación. Uno de ellos me dijo con orgullo que su abuelo y su padre también habían estado en el ejército durante el mismo período de sus vidas. ¿Qué impacto social tiene esta realidad en países cuyos muchachos se han enfrentado generación tras generación a la guerra?

La alargada sombra de los muros

Esta tarde, en la Casa Encendida de Madrid, debatiremos junto a Walter Astrada, ganador del Word Press Photo, y Mayte Carrasco, reportera con una vasta experiencia en el terreno, sobre los muros que nos dividen.

Un tema que tantas veces hemos abordado en este blog: desde la barrera que asfixia y discrimina a los palestinos en lo que poco que les ha quedado de su territorio original (y cuya realidad conocimos de cerca en 2006), hasta el mayor de todos, que mantiene a los saharuis varados desde décadas en la hammada argelina (que retratamos desde el terreno en 2008).

Mi participación se centrará en los muros de la pobreza. Y más en particular en otra problemática que también descubrimos de primera mano en estas páginas: la vida en los barrios de chabolas, ya que más mil millones de personas viven en estos espacios marginales, perdidos entre el campo y la ciudad, a los que llegaron con la esperanza de prosperar.

Tres vídeos que realicé en diversas barriadas de Argentina (Fuerte Apache, Isla Maciel, Villa Soldati, Villa Lamadrid, Villa Elvira,Villa 1-11-14 y Ciudad Oculta), Brasil (favela Maré, favela da Palma, complexo do Alemao, Rocihna, Cidade Deus), Kenia (Kibera, Mathare, Korogocho) y Sudáfrica (Kliptown) me ayudarán a poner nombre y apellido a esta realidad…

Foto: Muro israelí en Belén (HZ)

Las vidas sin fronteras de Bru Rovira

Asisto a la presentación del libro Vidas sin fronteras (editorial Viceversa), en el que el periodista Bru Rovira congrega los recuerdos y reflexiones de históricos de Médicos Sin Fronteras (MSF) como Carlos Ugarte, Paula Farias, Aitor Zabalgogeazkoa y Carlos Haro.

Una obra que no se deja lastrar por el buenismo y la corrección política que tan a menudo hacen naufragar a esta clase de libros. Al contrario, no sólo carece de maniqueísmo sino que exhala honestidad, pasión y hasta cierta irreverencia.

Algo que por otra parte era de esperar si se vislumbra el peso específico de sus protagonistas – gente que ha pasado años en las zonas más conflictivas del planeta – y del propio narrador, infatigable reportero a lo largo de dos décadas y un lustro en el periódico La Vanguardia.

Falta alma

La presentación, que tiene lugar en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, refleja en cierta medida el espíritu del libro. Bru Rovira sostiene que el periodista es un “vividor responsable”. Debe vivir en la calle, en la ruta, con la gente, donde está la noticia. Se lamenta de que hoy prime más la formación que la pasión a la hora de sumarse a este oficio. Algo que considera que sucede también en otros ámbitos de nuestra sociedad.

Paula Farias, presidenta de la junta directiva de MSF España, que está a su lado en la mesa, sonríe al afirmar que los principales responsables de la organización – los históricos que brindan sus voces a la primera parte del libro, ya que luego se abre a gentes más jóvenes, las nuevas generaciones en el terreno – no pasarían en la actualidad los procesos de selección dados los niveles de formación profesional que se exigen.

Un viaje por la historia

A la hora de las preguntas de los periodistas, surgen cuestiones puntuales como la situación en Somalia, la República Democrática del Congo, los conflictos asimétricos o los escenarios bélicos en que los trabajadores humanitarios ya no son observados como actores independientes, neutrales.

El otro gran atractivo del libro es justamente éste: que constituye un viaje a los principales conflictos y catástrofes de las últimas décadas, desde los privilegiados recuerdos de quienes estuvieron allí, en primera fila, con sus tiendas, estetoscopios y medicinas; y de la mano de un narrador como Bru Rovira, que también supo estar durante años donde ocurrían los acontecimientos más destacados de la agenda internacional.

Se hablan y debaten de muchas otras cuestiones, pero aquella sobre la ausencia de pasión es la que reverbera en mí a medida que me alejo del Círculo de Bellas Artes.

Hasta qué punto nos hemos encorsetado como sociedad bajo consignas muy válidas en ciertos momentos, como la corrección en el discurso o la necesidad de ser profesionales y metódicos en lo que hacemos, pero que parecen que se han sobredimensionado hasta convertirse en un lastre similar al de esos libros sin alma que mencionaba al principio de esta entrada del blog.

Como ejemplo no puedo más que destacar la estridente mediocridad de los líderes de esta Europa sin rumbo, sin ideas propias, que pierde de manera vertiginosa cada día peso específico. Líderes que, no debemos engañarnos, salen de nuestras sociedades y son reflejos de sus crecientes falencias: falta de pujanza, movilidad, creatividad… Vidas con fronteras muy acotadas, muy timoratas, que nos hemos impuesto.

De servilismos y otras mendicidades

Quizás otro ejemplo paradigmático sea el del propio Bru Rovira. Brillante reportero que se ha pateado los continentes como pocos compañeros en este país. Ya no está en La Vanguardia, periódico que hace años valía la pena leer por su sección de noticias internacionales y por ese espacio rompedor que era La contra. Al igual que otros, el diario catalán prescinde de sus grandes reporteros con la excusa de la falta de recursos.

Sin embargo, al mismo tiempo se gasta fortunas en pagar a firmas pobres moral e intelectualmente como la de Pilar Rahola, que tanto se apunta a gritar en la mesa de ese programa execrable que era Crónicas Marcianas como a defender a capa y espada – pero sin estar nunca en el lugar donde suceden las cosas, sin escuchar ni preguntar a los protagonistas, del perverso modo en que ya demostró hace años con respecto a la familia Galia en la franja de Gaza – los intereses de los grupos de presión más rancios y reaccionarios de nuestro tiempo.

En este caso ni siquiera hablamos de fronteras reducidas, carentes de horizontes, sino de muros con alambres de espino.

Foto: Presentación «Vidas sin fronteras» (HZ)