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Arqueología: una ciencia democratizadora

Por María Ruiz del Árbol (CSIC)* y Mar Gulis

El objeto de estudio de la arqueología es toda la sociedad: de las personas poderosas a las más débiles, de las importantes a las excluidas, de las ancianas a las jóvenes. Es decir, la arqueología tiene una vocación global, ya que puede incluir a todas las personas que forman parte de las comunidades humanas, y en todos los territorios y épocas. Su campo de estudio es el mundo entero. Por ello se puede decir que la arqueología es una ciencia muy democrática.

En concreto, presta una especial atención a las minorías. Un ejemplo paradigmático es la arqueología de los grupos étnicos y culturales. En las últimas décadas, aborígenes australianos, inuit de Canadá, lapones de Noruega o comunidades indígenas americanas han reclamado los derechos de las tierras que pertenecieron a sus antepasados, según sugiere precisamente la arqueología. La investigación arqueológica ha contribuido a que diversos movimientos indígenas, en muchas ocasiones, hayan conseguido sus reivindicaciones, tales como que se respeten los lugares sagrados; se recupere el derecho a la propiedad de gran parte de sus antiguas tierras; o, en general, puedan conservar y gestionar su propio patrimonio cultural.

Vista de una aldea Wiwa en el Resguardo Gotsezhy (Sierra Nevada, Colombia). / María Ruiz del Árbol

Vista de una aldea Wiwa en el Resguardo Gotsezhy (Sierra Nevada, Colombia). / María Ruiz del Árbol

Todo esto evidencia que la arqueología juega un importante papel como herramienta para construir identidades, dotar de sentido a nuestras experiencias e, incluso, propiciar cambios sociales. Por eso mismo, la arqueología no puede limitarse a producir conocimiento del pasado. También debe vigilar de forma atenta y crítica cómo los conocimientos que produce son utilizados por la propia comunidad arqueológica y por agentes no-expertos como colectivos sociales, poderes políticos o medios de comunicación.

El uso partidista del pasado

El surgimiento histórico de la arqueología coincide con el de los nacionalismos europeos, y lógicamente existió una relación entre ambos procesos. Buena parte de la investigación arqueológica de entonces aspiraba a establecer la antigüedad de las culturas y fronteras nacionales. Así, el arqueólogo alemán Gustav Kossinna, referente fundamental en la construcción de la arqueología moderna, intentó demostrar que el pueblo “indogermano” había sido el inventor de los megalitos, la metalurgia o las lenguas indoeuropeas. Con ello quería establecer la preeminencia alemana en el alba de la civilización, justificación de toda la ideología nazi posterior.

El nacionalismo en arqueología se manifiesta hoy de muchas maneras. Algunas positivas, como la idea de que las y los descendientes de una determinada cultura tienen un mayor derecho que el resto a investigar e interpretar sus restos. Otras negativas, como la creación de identidades excluyentes sobre elementos del registro arqueológico. Estas identidades pueden incluso ser utilizadas como justificación para destruir restos arqueológicos, como ocurrió con los Budas de Bamiyan por parte de los talibanes en Afganistán o como sucede con la llamada “yihad arqueológica” en Siria y otros territorios de Oriente Medio.

Estatua de Buda antes y después de ser destruidas en marzo de 2001. / UNESCO. A Lezine

Estatua de Buda antes y después de ser destruidas en marzo de 2001. / UNESCO. A Lezine

En otros casos menos dramáticos, pero no menos importantes y reveladores, la alta valoración de algunos restos materiales del pasado conduce a la reclamación de esos restos por parte de gobiernos y ciudadanos. Es lo que ocurre, por ejemplo, con los frisos del Partenón conservados en el British Museum de Londres, que han motivado acciones políticas del gobierno de Atenas y manifestaciones de estudiantes griegos delante de las puertas del museo.

Estos hechos nos pueden hacer reflexionar sobre el papel del colonialismo en arqueología. Esta ciencia ha sido un instrumento de colonización y, más recientemente, de acción de la diplomacia occidental en sus territorios de interés. Sin embargo, el debate está servido, ya que los restos del pasado pertenecen a toda la humanidad, pues esta es única y nadie puede reclamar la propiedad o interpretación exclusiva de los mismos.

Las identidades y la interpretación sesgada de la historia

El caso de la antigua colonia inglesa de Rodesia, actual Zimbabue, es paradigmático en relación al tema de las identidades y la lectura tendenciosa del pasado. Las ruinas fortificadas del Gran Zimbabue muestran una organización social muy avanzada para una época contemporánea a nuestra Edad Media.

Las primeras interpretaciones, como la de Theodore Bent en 1890, atribuyeron los restos a los antiguos fenicios, creando la idea mítica de una cultura blanca aislada en la selva y rodeada por “los negros salvajes, incapaces de tales logros”, como queda reflejado en la novela Las minas del rey Salomón, de Rider Haggard. Estas ideas fueron las oficiales hasta 1980, cuando se cambia el nombre del país por el de Zimbabue. Más tarde, sin embargo, se produciría una nueva polémica, cuando se negó a los investigadores no africanos el derecho a interpretar los restos de los antiguos bantúes del centro y sur de África.

Vista del 'Gran Recinto' del Gran Zimbabwe, la colección de ruinas más grande del sur de África. El Imperio Gokomere floreció aquí desde el siglo XI d.C. hasta su colapso a principios del siglo XV d.C. / Ilustración de Janice Bell

Vista del ‘Gran Recinto’ del Gran Zimbabwe, la colección de ruinas más grande del sur de África. El Imperio Gokomere floreció aquí desde el siglo XI d.C. hasta su colapso a principios del siglo XV d.C. / Ilustración de Janice Bell

Un ejemplo más cercano es el de la casa de la calle Peironcely número 10, en Puente de Vallecas (Madrid), una casa humilde que sobrevivió a la Guerra Civil. Se dice que allí fue donde Endre Ernő Friedmann, bajo el alias de Robert Capa, ensayó, a finales de noviembre de 1936, sus primeros pasos como reportero capaz de cambiar la opinión pública. Sobre esa fachada de ladrillo destruida por el fuego enemigo fotografió a un grupo de niños que jugaban y sonreían entre los escombros.

Se trata de una imagen controvertida, pues el arqueólogo José Latova ha señalado que los niños fueron llevados a esa zona del frente a propósito. Sin embargo, la foto ha convertido la casa en un icono de la Guerra Civil y en un símbolo de la clase trabajadora, argumentos que legitiman su protección. De hecho, la casa ha contado con numerosas iniciativas para su conservación y en la actualidad forma parte del Catálogo de Elementos Protegidos de la Comunidad de Madrid.

Calle Peironcely, 10, en la actualidad. / Diario de Madrid

Calle Peironcely, 10, en la actualidad. / Diario de Madrid

Estos ejemplos ponen de manifiesto que la arqueología nos proporciona conocimientos históricos, pero también experiencias vitales: formas de sentir de forma diversa ese pasado. Los lugares con valor arqueológico, los museos y todas las actividades de difusión que giran en torno a ellos no tienen sentido sin las personas que los viven y los heredan.

*María Ruiz del Árbol Moro es historiadora y actual directora del Instituto de Historia del CSIC. Arqueología del espacio humanizado y su transferencia a la educación y gestión del patrimonio es su principal línea de investigación.