Archivo de febrero, 2023

¿Por qué mi hijo tiene una enfermedad rara?

Por Lluís Montoliu* (CSIC)

Nadie las espera, casi nadie las conoce, pero la mayoría de enfermedades raras llegan sin avisar a las familias que, de la noche a la mañana, se encuentran con el nombre de una patología de la que generalmente nunca antes habían oído hablar, pero que a partir de ese momento pasará a ser el centro de sus vidas. Y entonces empiezan las preguntas, los temores, las angustias, la búsqueda de culpables, en un intento de explicar lo aparentemente inexplicable.

¿Por qué me ha tocado a mí y no a otra persona? ¿Es culpa mía o de mi pareja? ¿O de los dos? ¿Somos los únicos padres que tenemos un hijo con esta enfermedad rara? ¿Hay otras familias como nosotros? ¿Hay alguien que esté investigando esta enfermedad rara? ¿Existe algún tratamiento? Si tuviéramos otro hijo, ¿también podría tener esta misma enfermedad?

Esta es la dura situación a la que se enfrentan muchas familias en las que uno o varios de sus miembros es diagnosticado con alguna de las más de seis mil enfermedades raras que hoy conocemos. Todas extraordinariamente diversas, tanto en la parte del cuerpo u órgano que afectan como en la gravedad de la patología. Las hay que son mortales o terriblemente dolorosas o complejas de gestionar, pero también las hay que alteran mínimamente la calidad de vida. Lo único que comparten todas las enfermedades raras es su baja prevalencia en la población, un valor arbitrario: todas aquellas que aparecen con una frecuencia de menos de una de cada dos mil personas nacidas.

Lluis Montoliu junto a paciente con albinismo

Lluis Montoliu, autor de este post, junto a una paciente con albinismo. / Ana Yturralde

Cuestión de genes

La gran mayoría de las enfermedades raras son de origen genético. Las llamamos congénitas, dado que aparecen desde el nacimiento. Y es precisamente en la genética donde hay que buscar la causa de las mismas.

Todos somos mutantes. Todas las personas portamos multitud de mutaciones distribuidas por todo nuestro genoma. Ahora bien, no todos manifestamos o tenemos una enfermedad. Hay que recordar que tenemos unos veinte mil genes y que, de cada gen, generalmente tenemos dos copias: la que heredamos del padre y la que heredamos de la madre. Mientras al menos una de las dos copias génicas funcione correctamente en principio no tiene por qué pasar nada. Pero si se da la circunstancia de que una persona recibe de sus padres las dos copias del gen anómalas, la función que debería hacer ese gen, la proteína codificada, dejará de hacerse y entonces podrá aparecer la enfermedad.

Hay muchas excepciones a esta situación descrita, de mutaciones recesivas, que es la más frecuente. Por ejemplo, hay algunas enfermedades que ya se manifiestan con solo heredar una de las dos copias anómalas: son las que conocemos como de herencia dominante.

Cuando una pareja espera su hijo con la mayor de las alegrías y esperanzas y, al poco de nacer, o bien ellos o los médicos se percatan de que algo va mal, empieza un periplo que puede tardar desde unas pocas semanas a años hasta encontrar la causa de aquellos síntomas. Obtener un diagnóstico genético concluyente es más complejo de lo que parece, pues lo que siempre hacemos los genetistas es comparar el genoma de la persona estudiada con genomas de referencia. Y, claro, según qué genoma de referencia usemos podemos tener resultados distintos. Además, no es cierto que solo tengamos unas pocas diferencias entre cada uno de nosotros. La realidad es que entre una persona y otra hay entre tres y seis millones de cambios de letras. Y no es fácil descubrir cuál de esos cambios es el causante de la enfermedad.

Tampoco sabemos a ciencia cierta las causas genéticas que explican las enfermedades raras. Frecuentemente hay personas diagnosticadas clínicamente a las cuales no les encontramos mutación alguna. O, al revés, personas que portan mutaciones que deberían causarles enfermedad y, sin embargo, están sanas. Esto nos sugiere que todavía no sabemos todo lo que necesitamos de nuestro genoma y de las complejas interacciones que se establecen entre todos nuestros genes. Y esto hay que explicarlo a las familias.

Para seguir avanzando en nuestro conocimiento sobre las enfermedades raras y poder ofrecer respuestas a quienes las sufren y sus allegados, en el CSIC se llevan a cabo diversas investigaciones. En el Instituto de Investigaciones Biomédicas “Alberto Sols”, Isabel Varela Nieto estudia distintos tipos de sorderas en ratones y Víctor Ruiz, otra enfermedad rara: la osteogénesis imperfecta. El grupo de Paola Bovolenta, del Centro de Biología Molecular “Severo Ochoa”, analiza los genes cuyas mutaciones causan enfermedades raras de la visión. Y yo mismo, en el Centro Nacional de Biotecnología, llevo más de 25 años investigando sobre los diversos tipos de albinismo que conocemos. Todos estos grupos formamos parte del Centro de Investigación Biomédica en Red de Enfermedades Raras (CIBERER), del Instituto de Salud Carlos III.

 

* Lluís Montoliu es investigador del Centro Nacional de Biotecnología (CNB) del CSIC y del Centro de Investigación Biomédica en Red en Enfermedades Raras (CIBERER) del ISCIII. Para intentar dar una respuesta a las familias que acaban de conocer la noticia, ha escrito el libro ¿Por qué mi hijo tiene una enfermedad rara? (Next Door Publishers). En él recopila respuestas a decenas de preguntas que ha tenido ocasión de responder desde hace años conversando con muchas familias. Es también autor de otros títulos de divulgación, como Genes de colores, Editando genes: recorta, pega y colorea o El albinismo

El vacío… o cómo un termo mantiene el café caliente

Por José Ángel Martín Gago y Mar Gulis (CSIC)*

Alguna vez en la vida, quien más quien menos se ha deleitado to­mando un café caliente en un entorno muy frío, remoto o en el que, por ejemplo, hay muy escasas posibilidades de poder encontrar una cafetería. El modo más habitual de conseguirlo es utilizando un simple y económico termo. Pero, ¿te has preguntado alguna vez por el mecanismo que hace posible este ‘milagro’?  Tiene que ver con el vacío. Aquí te lo explicamos.

Un termo consta de dos vasijas: una interior, en contacto con el líquido que queremos mantener a una temperatura dada; y otra exterior, en contacto con el ambiente y que generalmente hace de soporte del termo. La interior se sujeta por el cuello con la exterior a través de una mínima porción de material y dejan­do un pequeño espacio, vacío de aire, entre ambas vasijas. De esta forma, el termo aísla el espacio interior, donde nuestro café se mantiene a 40 °C, del exterior, que puede estar a 4 °C.

Si el recipiente que contiene el café estuviese en contacto directo con el ambiente, en po­cos minutos el café adquiriría la temperatura del entorno y nos lo tomaríamos frío. En cambio, si vaciamos de aire el espacio entre las dos vasijas, conseguimos aislarlas térmi­camente. Esto lo explica la teoría cinética de gases: la transferen­cia de calor se debe básicamente al intercambio de energía entre las moléculas más calientes y las más frías cuando cho­can entre sí. Con esta cámara de vacío intermedia se consigue que la conductividad térmica entre ambos recipientes sea prác­ticamente nula. Es decir, sin moléculas de aire que transfieran el calor, la vasija interior permanecerá aislada y, por tanto, no variará su temperatura.

Curiosamente, este desarrollo no es tan reciente como se podría supo­ner. El primero en realizarlo fue el físico escocés James Dewar en 1892. De ahí que estos recipientes que proporcionan aislamiento térmico se conozcan como Dewar o vasos Dewar.

Un dato muy ilustrativo de la eficacia de este proceso es que, si el vacío estuviese en el rango del ultra alto vacío (con presiones parecidas a las que puede haber en el espacio interplanetario) y el contacto entre ambos recipientes fuese inexis­tente o mínimo, se podría mantener el café caliente más de diez años. Sin embargo, en el caso de un termo di­señado para líquidos o alimentos, el vacío intermedio corres­ponde a lo que llamamos bajo vacío (la presión es poco menor de la atmosférica), lo que ocasiona que las moléculas de aire pongan en contacto ambas superficies, y nuestro café acabe enfriándose.

Criogenia: del termo de café al transporte del nitrógeno líquido

Sin embargo, para muchísimas aplicaciones tecnológicas se utiliza el nitrógeno o el helio líquido, elementos que deben mantenerse a temperaturas muy bajas y se transportan en recipientes metálicos de cientos de litros. La diferencia térmica entre las paredes interiores y ex­teriores en estos casos es muy grande (más de 200 °C). Si utilizáramos un mecanismo como el de un termo normal, el nitrógeno o el helio líquido se sublimarían fácilmente y pasarían de líquido a gas. Para evi­tarlo, es necesario tener alto vacío entre ambas superficies (presiones menores de un millón de veces la presión atmosférica, o menores de 10-6 milibares de presión). Cuando esto se logra, los tanques o recipientes tipo Dewar que transportan estas sustancias pueden conservar y almacenar nitrógeno líquido durante varias semanas a -196 °C.

El uso de temperaturas criogénicas es mucho más extenso de lo que podríamos imaginar. En biología, bioquímica o medicina la criogenia es muy importante para la conservación de célu­las y cultivos, como el esperma y los óvulos; medicamentos, como algunas vacunas; o para tratar algunos alimentos. También en pruebas de diagnóstico, como la resonancia magnética nuclear. Desde el punto de vista de la tecnología, muchos aparatos de inves­tigación, como los detectores de radiación o los imanes supercon­ductores, necesitan nitrógeno o helio líquido para funcionar. Por tanto, de manera indirecta, el vacío ayuda a conservar y transportar estas sustancias criogénicas y hace posible es­tas tecnologías en nuestro día a día.

*José Ángel Martín Gago es investigador del CSIC en el Instituto de Ciencia de Materiales de Madrid (ICMM-CSIC) y autor del libro de divulgación ¿Qué Sabemos de? El vacío (CSIC-Catarata).

 

De los test COVID al tratamiento del cáncer: la revolución de la nanomedicina

Por Fernando Herranz* (CSIC) y Mar Gulis

Un amigo mío [Albert R. Hibbs] comentaba, aunque sea una idea loca, lo interesante que sería en cirugía si el paciente se pudiera tragar al cirujano. Pones al cirujano mecánico en los vasos sanguíneos y se dirige al corazón “mirando” alrededor […]. Esa máquina encuentra qué válvula es la defectuosa, saca el cuchillo y la corta. Otras máquinas podrían incorporarse en el cuerpo de forma permanente para asistir en el funcionamiento de algún órgano defectuoso.

Este es un extracto de la famosa charla que el físico teórico Richard Feynman dio en 1959 en la reunión anual de la American Physics Society. En esa intervención, considerada como el origen de la nanotecnología, el científico y su colega Hibbs se anticiparon a muchos de los conceptos y desarrollos que hoy son una realidad, como el uso de nanomateriales para mejorar el diagnóstico y el tratamiento de una patología.

Treinta años después de la charla de Feynman, en la década de los 90, la investigación en nanomedicina comenzó a crecer de forma sistemática y, a partir del año 2000, experimentó una auténtica explosión. Pasadas poco más de dos décadas, la comunidad científica ha generado un catálogo de nanomateriales con aplicaciones para problemas biomédicos tan amplio como sorprendente. Los test para detectar en casa enfermedades como la COVID-19, o los eficientes mensajeros que, dentro de nuestro organismo, entregan en tiempo y forma un fármaco allí donde se necesita, o incluso tratamientos de ciertas patologías son solo algunos de los muchos logros de la nanotecnología aplicada a la medicina.

El nanomaterial más empleado en los kits para la COVID-19 son las nanopartículas de oro. / Jernej Furman

Lo más importante de un nanomaterial es el tamaño porque, a medida que aumenta o disminuye, sus propiedades ópticas, magnéticas o eléctricas, entre otras, pueden ser completamente distintas. Por ejemplo, es posible obtener toda una gama de colores fluorescentes usando un mismo material, con idéntica composición química, variando únicamente su tamaño. A veces, una mínima diferencia de un nanómetro hace que la luz emitida por el nanomaterial cambie. Las aplicaciones de una propiedad como esta son enormes en ámbitos como el diagnóstico de una enfermedad.

Nanomedicina para saber qué nos pasa

Una de las aplicaciones más importantes de las nanopartículas son los test de diagnóstico. En el caso del diagnóstico in vitro, cuando la muestra sale del paciente y se aplica a un sistema de análisis, el nanomaterial más empleado son las nanopartículas de oro, presentes tanto en los test de embarazo como en los populares kits para la COVID-19.

De hecho, gracias a los nanomateriales, durante la pandemia se consiguió obtener en tiempo récord varias versiones de kits suficientemente sensibles y con bajos costes de producción. Y hoy ya se pueden comprar test que emplean nanopartículas de oro y que, en una sola medida, pueden detectar la presencia del SARS-CoV2 y de los virus de la gripe A y la gripe B.

Cuando se quiere estudiar el interior del paciente para sacar una prueba in vivo se utiliza la imagen molecular. Para realizar estos ensayos se utilizan diferentes técnicas, como la imagen por resonancia magnética (MRI) o la tomografía por emisión de positrones (PET). La lista de potenciales ventajas de las nanopartículas en este ámbito es muy larga, porque para cada modalidad de imagen existe al menos un tipo de nanopartícula que se puede diseñar con un tamaño ‘a la carta’ y mejorar así el diagnóstico, o reducir la toxicidad de las sustancias inyectadas al paciente. Hay materiales que directamente funcionan como un código de barras hecho a base de nanopartículas, ya que a cada enfermedad le corresponde un perfil de fluorescencia único.

Nanopartículas de oro de distintos colores debido a su distinto tamaño. / Fernando Herranz

Transportistas de fármacos y nanopartículas terapéuticas

Desde el origen de la nanomedicina, las nanopartículas se han empleado como eficientes sistemas de transporte de fármacos. Aquí sucede lo mismo que en otros campos: la variabilidad de nanomateriales es enorme. Su misión es mejorar el funcionamiento in vivo, la seguridad o la estabilidad de un ingrediente farmacéutico activo. Para cumplir esta función, la nanomedicina ya tiene una notable presencia en oncología y hematología. Y después del éxito de las vacunas de la COVID-19, las de ARNm (ARN mensajero) también están creciendo rápidamente.

Hasta ahora, la nanomedicina ha ayudado a detectar de forma más rápida y precisa una patología y ha servido de apoyo fundamental para la liberación de medicamentos en nuestro interior. Pero, ¿y si las nanopartículas también pudieran curarnos? ¿Y si tuvieran efecto terapéutico? Esto no es ciencia ficción. Algunas nanopartículas ya se encuentran en ensayos clínicos de nuevos tratamientos anticancerígenos. En esta línea, existe una técnica denominada hipertemia magnética que trata de matar las células cancerígenas aplicando calor. Para conseguir que este llegue principalmente a las células cancerosas y no a las sanas se emplean nanopartículas magnéticas, principalmente de óxido de hierro. Si situamos nanopartículas magnéticas dentro de un campo magnético se alinearán en el sentido de dicho campo. Si ahora cambiamos el sentido, las nanopartículas girarán con él. Si ese giro se hace de forma continua y rápida, empleando un campo magnético alternante, el giro generará calor en la zona donde las nanopartículas están acumuladas. Este tipo de tratamiento parece prometedor para el cáncer de páncreas (ya se están realizando ensayos en España) y también podría ser eficaz en el cáncer de próstata.

El flujo de artículos científicos y de aplicaciones de la medicina no para de crecer, así que el futuro en este ámbito tiene buen pronóstico. Los retos para la comunidad científica experta en nanomateriales residen en ir de la mano de los profesionales clínicos. También es necesario fomentar la sencillez de los nanomateriales, porque muchas veces las personas que trabajamos en química, tentadas de demostrar la complejidad que pueden alcanzar estos materiales, construimos sistemas con muchos más componentes de los necesarios, y esto puede ser un escollo para las agencias evaluadoras de nuevos fármacos.

* Fernando Herranz es investigador del CSIC en el Instituto de Química Médica (IQM-CSIC) y autor del libro La nanomedicina (CSIC-Catarata).

Las mujeres invisibles en la aviación y la carrera espacial de EE.UU.

Por Pedro Meseguer* (CSIC) y Mar Gulis

La invisibilidad física ha sido un tema recurrente en la narrativa fantástica, mediante polvos mágicos, capas de invisibilidad o con recónditos mecanismos científicos. Ha generado relatos extraordinarios que tanto la literatura como el cine han aprovechado para construir tramas de misterio. Por el contrario, la invisibilidad social, la que ignora de plano a un grupo de personas en una sociedad, es real y profundamente dañina para la sociedad. Ejemplo de ello es la historia de un grupo de mujeres matemáticas negras que trabajaron como computistas para la aviación y la exploración espacial en los Estados Unidos, primero en la NACA (National Advisory Committee for Aeronautics) y después en la NASA (National Aeronautics and Space Administration). A lo largo de la historia han permanecido invisibles, excepto en el libro Hidden Figures (Figuras ocultas en castellano), de la escritora estadounidense Margot Lee Shetterly, y la película con el mismo nombre (2016).

Fotograma de la película ‘Figuras ocultas’ / Fox 2000 Pictures

Para conocer su historia hay que remontarse a la década de los años 40 del siglo pasado, cuando Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial. La necesidad de diseñar y mejorar los aviones militares llevó a contratar a muchas mujeres como computistas, ya que la mayoría de los hombres estaba en el frente. En 1943, tras un año de guerra, estaba claro que vencer pasaba por la supremacía aérea. Eso implicaba mejores aviones, lo que requería una cantidad enorme de cálculos. En aquel momento las computadoras digitales no estaban disponibles —el ENIAC fue uno de los primeros ordenadores y se instaló en 1946—, por lo que esos cálculos se harían a mano, con la ayuda de reglas de cálculo y máquinas electromecánicas. La NACA (institución predecesora de la NASA que había nacido en la anterior gran guerra) contrató personal técnico en su centro de investigación de Langley, en Hampton (Virginia). Ese estado, bajo las leyes de Jim Crow, era uno de los más beligerantes a favor de mantener la segregación racial. Bajo la fórmula de “separados pero iguales”, la segregación impregnaba todos los ámbitos de la vida social: “los negros y los blancos vivían por separado, comían por separado, estudiaban por separado, se relacionaban por separado, iban a la iglesia por separado y, en la mayoría de los casos, trabajaban por separado”. Y los servicios para la comunidad negra, especialmente la educación, eran de peor calidad.

La historia invisible de Dorothy Vaughan, Mary Jackson y Katherine Goble Johnson

En este contexto, en Langley se constituyeron dos grupos de computistas: la unidad del este, compuesta por mujeres blancas, y la unidad segregada del oeste, formada por mujeres negras y comandada por una mujer blanca. Entre ellas, la más veterana era Dorothy Vaughan, que entró de computista en la unidad oeste y llegó a ser su directora en 1951. Tras la guerra, muchas de sus integrantes fueron transferidas a otros departamentos no segregadas y, en 1958, esa unidad se desmanteló, terminando de forma oficial con la segregación en el centro de investigación.

Dorothy Vaughan, Mary Jackson y Katherine Goble Johnson son las protagonistas de esta historia

Pero la comunidad negra seguía siendo de segunda. La crisis de los nueve de Little Rock en 1957, o la decisión del gobernador de Virginia de cerrar las escuelas en las ciudades que habían seguido adelante con la no segregación en 1958, eran muestras claras de la tensión racial existente en la sociedad, que aparecía al llevar a la práctica el derecho a la educación. Si volvemos unos años atrás, cuando las necesidades militares debido a la guerra de Corea se habían vuelto a agudizar, a la unidad comandada por Dorothy Vaughan entró, en 1951, Mary Jackson. En 1956, Jackson comenzó a estudiar ingeniería, con un permiso especial de la universidad de Virginia para asistir a clase con estudiantes blancos. Y más tarde fue promovida a ingeniera aeroespacial. En 1953, se unió a la unidad Katherine Goble Johnson, quien pronto fue transferida a la División de Investigación de Vuelo, donde alcanzó un trato con los ingenieros por sus sólidas aportaciones. Las decisiones se tomaban en reuniones a las que solo asistían los ingenieros varones, pero ella pidió asistir. Sin embargo, le respondieron: “las chicas no van a las reuniones”. Rompió la norma y pudo asistir. Más tarde, cuando la NACA se transformó en la NASA, John Glenn, el astronauta del primer vuelo orbital estadounidense, pidió que fuese Johnson quien revisase los números, antes de su viaje. Los cálculos se habían realizado con computadoras, pero Johnson repitió todo el cómputo y lo corroboró. El vuelo fue un éxito. Después, la ingeniera estuvo implicada en el cálculo de las órbitas del módulo lunar y el módulo de servicio en la misión Apolo que llevó astronautas a la Luna.

La ingeniera Katherine Goble Johnson participó en el cálculo de las órbitas del módulo lunar y el módulo de servicio en la misión Apolo que llevó astronautas a la Luna

La llegada de computadoras significó un cambio sustancial en el trabajo de estas personas. Dorothy Vaughan y Katherine Goble Johnson se reciclaron como programadoras de Fortran y continuaron calculando con los primeros mainframes, que alimentaban con cintas y tarjetas perforadas. Mary Jackson trabajaba como ingeniera, y en los años 70 pasó a integrar el Comité Federal de Mujeres. Después fue nombrada directora del Programa Federal de Mujeres para ayudar a las mujeres en Langley.

El libro Figuras ocultas no deja dudas sobre la trascendencia del trabajo realizado, de forma invisible, por estas y otras mujeres. Ahora esa labor comienza a ser reconocida públicamente. De hecho, en la ciudad de Hampton (Virginia), se inauguró en 2017 un centro de computación con el nombre de una de ellas: el Katherine G. Johnson Computational Research Facility, integrado en el NASA Langley Research Center. Un acto en el que ella estuvo presente. Katherine G. Johnson murió en 2020, y su trayectoria ha dejado una estela imborrable de trabajo bien hecho, y un ejemplo nítido para todas aquellas mujeres que se quieran dedicar a la ciencia y la tecnología.

 

*Pedro Meseguer es investigador en el Instituto de Investigación en Inteligencia Artificial del CSIC.