Archivo de agosto, 2013

¿Carteles de diseño para personas sin techo?

Mike - 'Signs for the Homeless'

Mike – ‘Signs for the Homeless’

«Siempre me fue relativamente bien en la vida», cuenta Mike, sin hogar desde 2009. «Era supervisor de obras. En 2008 tuve un leve derrame cerebral y meses después me despidieron durante el crack económico. Tengo muchas facturas médicas y como no me he recuperado totalmente del derrame, no puedo volver a trabajar en el negocio de la construcción». Mike, de 57 años y apodado El Papa de Harvard Square, sostiene un cartel mientras pide limosna. El letrero sólo dice «Busco amabilidad humana».

Signs for the Homeless (Carteles para los sin techo) es una iniciativa de Kenji Nakayama y Christopher Hope, dos artistas que han decidido «impulsar la conciencia sobre la pobreza y las personas sin hogar», en la ciudad de Boston (Massachusetts, EE UU), en la que residen.

Piden a los sin techo los mensajes que exhiben en la vía pública, hechos con cartones ajados y portadores de frases concisas sobre la situación desesperada de quien los muestra. Nakayama y Hope pagan por los letreros 10 dólares (unos 7.54 euros) y ofrecen a cambio una versión supuestamente dignificada de los originales, también hecha a mano, pero con tipografías, colores y diseños cuidados.

Susan J. - 'Signs for the Homeless'

Susan J. – ‘Signs for the Homeless’

El «proyecto de intercambio» está documentado en un microblog de la plataforma Tumblr en el que ponen fotos del antes y del después y transcriben la pequeña entrevista que realizan a cada persona. Colleen, de 20 años, cuenta que se marchó de casa hace tres años: «No me siento cómoda hablando de por qué me escapé. Me resulta muy difícil hablar de ello». Viviendo en la calle comenzó a tomar drogas y ahora cuenta que trata de desengancharse. Aunque dolida y sin saber muy bien cómo salir del atolladero, entiende que su familia y sus amigos hayan «quemado puentes» con ella a causa de la adicción.

Susan J. (46 años) vive a la intemperie desde hace un año y medio junto a sus tres hijos y su marido, que trabajaba en la construcción hasta que sufrió un accidente laboral. Poco después a ella le diagnosticaron cáncer de pecho y un tumor maligno en el cuello: «Teníamos una casa, dos coches y dos motos hace menos de tres años. Ahora sólo nos tenemos los unos a los otros». Frank, de 74 años, es un sintecho de largo recorrido (más de dos décadas en la calle), cumplió condena por robo y ahora confiesa con orgullo estar siempre sobrio.

Aunque con ánimo de hacer visibles a quienes nadie quiere ver, los artistas han recibido críticas de quienes consideran la iniciativa un modo de «explotar» a las personas sin hogar y consideran los carteles —llamativos y en cierto modo alegres— una banalización que podría perjudicar más que ayudar. Según cuenta la página web estadounidense My Modern Met, los detractores del proyecto también señalan que los transeúntes incluso pueden confundir los letreros con anuncios y ni siquiera molestarse en leerlos.

Helena Celdrán

Colleen - 'Signs for the Homeless'

Colleen – ‘Signs for the Homeless’

Alberto - 'Signs for the Homeless'

Alberto – ‘Signs for the Homeless’

Jimmy Sunshine - 'Signs for the Homeless'

Jimmy Sunshine – ‘Signs for the Homeless’

 

Bobbi - 'Signs for the Homeless'

Bobbi – ‘Signs for the Homeless’

El actor Harry Dean Stanton suma su versión a las muchas de «Everybody’s Talkin'», una canción eterna

 "Fred Neil" - Fred Neil, 1966

«Fred Neil» – Fred Neil, 1966

El disco, editado en el muy lejano 1966, atesora estos versos:

Todo el mundo me habla,
pero no escucho ni una palabra de lo que dicen,
sólo los ecos en mi mente.

La gente se para a mirar,
pero no puedo ver sus caras,
sólo las sombras de sus ojos.

Me voy a donde el sol brilla
a través de la lluvia intensa,
voy donde el clima encaje con mi ropa.

Dejando atrás el viento del noreste,
navegando en la brisa veraniega
y brincando sobre el océano como una piedra.

La letra y la música de Everybody’s Talkin’ son de Fred Neil, un artista tan dotado como oscuro que murió en 2001, a los 65 años. Tras asombrar con sus cualidades poéticas a los habituales a los tugurios del Greenwich Village neoyorquino donde sonaban ariscas proclamas de protesta asentadas en el folk —compartió tarima con el joven Bob Dylan— y grabar un par de álbumes celestiales, Neil residió durante los últimos treinta años de vida en los cayos de Florida, dedicado plenamente a un proyecto de defensa de los delfines —otra de sus grandes canciones es The Dolphins, que serviría de camino a seguir por el malogrado Tim Buckley—.

Neil, demasiado tímido para los escenarios, no se sentía capaz de afrontar la mirada del público. Rechazó ofertas para volver a grabar discos, porque, como el narrador de Everybody’s Talkin’, estaba aterido por la paralizante sensación de que no tenía sentido compartir la voz interior.

La injusticia derivada del poder intoxicante del cine ha conseguido que la canción, una de esas piezas patrimoniales que cualquiera es capaz de tararear, sea con frecuencia adjudicada a Harry Nilsson, que la reinterpretó en 1968 en el disco Aerial Ballet y la cedió al año siguiente para que sirviese como tema central de Cowboy de medianoche, la película de John Schlesinger donde John Voight y Dustin Hoffman interpretan a dos perdedores con un solo par de opciones en la babilónica e inhumana Nueva York: morir o escapar.

La versión de Nilsson —otra víctima del pánico escénico que se negaba a las actuaciones en directo— tiene más lustre que la de Neil, una producción más comercial y la cadencia cinemática que la convirtió en un clásico instantáneo.

Muchos otros artistas se han atrevido con la melancolía de esta tentadora pieza sobre una persona situada en el borde existencial donde te formulas la más grande y necesaria de las preguntas: ¿vale la pena?.

Me gusta la del vaquero Willie Nelson, que la interpreta con la solvencia arrastrada habitual, y, sobre todo, la de Stephen Stills, que encuentra el tono exacto de dejadez para musitar el deseo de retiro.

El más reciente visitante de la canción es el actor Harry Dean Stanton, que aparece cantándola en el documental Partly Fiction (2012), donde la directora Sophie Huber se deja seducir por la impronta seca y magnética de un artista capaz de demostrar que puedes aparecer en unas 250 películas sin salirte del papel de ti mismo porque no eres más que un pequeño rayajo en el desorden del universo.

«No existimos. En última instancia no somos nada. Menos mal». A partir de esta declaración de Stanton es posible deducir que Everybody’s Talkin’ podría ser su himno privado.

La forma en que afronta la canción, con los ojos frecuentemente cerrados y una potencia implosiva, recuerda la desventura de su mejor personaje, Travis, el hombre que en Paris, Texas (Win Wenders, 1984) ha perdido el amor por culpa de sus propios pecados y, en una respuesta íntima e inconsciente por remediar la desgracia, decide caminar en línea recta y en estado de afasia.

Escuchando a Stanton estamos seguros de que es Travis quien está cantando y no importa a dónde conduce el camino.

Ánxel Grove

Sustituye los castillos de arena por casas unifamiliares

Chad Wright con sus 'suburbios' de arena

Los castillos de arena, clásicos infantiles de cada verano, son monumentos opuestos a la vulgaridad de las viviendas, anacrónicos pero atractivos, que incitan a crear alrededor de ellos fosos con agua de mar, fortalezas y  rincones secretos: siempre hay algo que añadirles.

El diseñador estadounidense Chad Wright desmitifica la forma clásica y monumental de la construcción con un molde que recrea de manera esquemática una típica casa unifamiliar del Condado de Orange, los suburbios del sur de California en los que se crió.

Con los hogares de arena, alineados en la playa creando un barrio efímero, enfrenta el ideal del castillo a la arquitectura que se desarrolló en los EE UU tras la II Guerra Mundial. El invento y la posterior intervención son la primera entrega de Master Plan (Plan general), una serie de tres iniciativas con las que el autor seleccionará «artefactos» de su niñez, «investigando el legado de las zonas residenciales en las afueras de la ciudad».

'Master Plan' - Foto: Lynn Kloythanomsup - Architectural Black

‘Master Plan’ – Foto: Lynn Kloythanomsup – Architectural Black

Wright habla brevemente de su vida como habitante de los suburbios junto a su padre (agente inmobiliario), su madre (maestra de preescolar) y su hermano. Las memorias se presentan como una visión ideal del pasado, dominada por la comodidad de las convenciones sociales. Los suburbios de arena, en espera de que una ola los destroce, cuestionan el escenario mitificado de la casita unifamiliar, «la reexaminan como símbolo del sueño americano».

Ahora reside en San Francisco (California), donde abrió su estudio de diseño con la intención de «sintetizar ideas con objetos, poética con relevancia y productos con personas».Sus creaciones son a veces de una sencillez excesiva, pero siempre contienen un pequeño detalle que las hace merecedoras de un segundo vistazo.

Las sumamente minimalistas sillas de hierro y madera están inspiradas en el puente colgante del Golden Gate de San Francisco en los días de niebla, cuando la estructura prácticamente desaparece cubierta por la masa blanca. Las alargadas casetas para pájaros emulan a los rascacielos y buscan la cercanía con el pájaro en las alturas, en lugar de esperar a que el ave baje a descubrirlas. Los suburbios en la playa investigan la idea romántica que desde los años cincuenta se ha cultivado en torno a la vida en los barrios residenciales de aspecto impoluto, una idea tan frágil y poco fiable como un castillo de arena.

Helena Celdrán

'Master Plan' - Foto: Lynn Kloythanomsup - Architectural Black

‘Master Plan’ – Foto: Lynn Kloythanomsup – Architectural Black

'Master Plan' - Foto: Lynn Kloythanomsup - Architectural Black

‘Master Plan’ – Foto: Lynn Kloythanomsup – Architectural Black

 

Un fotógrafo, su novia soldado y la guerra de Irak

Flying Kiss, Rockport, Maine, 2000 © Guillaume Simoneau

Flying Kiss, Rockport, Maine, 2000 © Guillaume Simoneau

Caroline Annandale y el fotógrafo Guillaume Simoneau acababan de conocerse y estaban enamorados. El beso volante, uno de los códigos universales del cariño, no es la más sólida de las pruebas. Hay señales más claras: por parte de ella, el ofrecimiento de los ojos cerrados, la amplitud del cuello, las manos enlazadas en torno a una madera vieja y blanca; por parte de él, la mirada encendida, la entrada en el territorio íntimo al que sólo accedes cuando amas.

La pareja transnacional —Caroline procede de Georgia, en el sur de los EE UU, y Guillaume es franco-canadiense, de la zona de Quebec— se había conocido en un taller de verano de fotografía en 2000 y el flechazo tuvo la hondura suficiente como para que decidieran hacer planes de cierta envergadura: irse a recorrer mundo con la juventud y el amor como único salvoconducto.

Poco más de un año después, él vuelve a retratarla en un momento preñado de adoración: una habitación sólo iluminada por tres velas en Goa, la zona sureña de la India donde la melancolía de los colonizadores portugueses añadió cierta temperanza a la turbulencia del mundo como sufrimiento que propone el hinduismo. La imagen tiene el color de la miel tras o antes del sexo y, por tanto, quizá no admita que nos fijemos demasiado en la fecha aunque, como veremos, debemos hacerlo: 11 de septiembre de 2001.

En Goa, India, 11 de septiembre de 2001 © Guillaume Simoneau

En Goa, India, 11 de septiembre de 2001 © Guillaume Simoneau

Demos un salto de ocho años. Guillaume vuelve a retratar a Caroline en 2008. No se nos ofrecen explicaciones sobre la relación que mantienen ahora: quizá sigan siendo amigos, quizá todavía haya intimidad. Poco importa el grado dado lo que vemos en la foto frontal y áspera: una muchacha de ventitantos que ha perdido la fosforecencia natural y que nada sabe de la cordialidad como sistema de vida.

Tras el 11-S Caroline se había dejado seducir por una pasión tan tóxica como el amor: el nacionalismo y la llamada bélica de castigo contra los supuestos enemigos de la patria mancillada. Ingresó en el Ejército, combatió varios años en Irak y ahora, en la desconcertante foto de su nuevo ser, es la sargento Caroline Annandale, juramentada, valerosa, capaz de manejar armas sofisticadas, conocedora de olor de la sangre

La mirada militar de Caroline no se dirige a la cámara pero es consciente al cien por cien de la cámara y la evita, desea atraversarla, sabe que ese aparato incruento, sobre todo cuando es manejado por quien te quiere o te quiso, revela lo que has perdido.

Canadian Marine jacket, Kennesaw, Georgia, 2008 © Guillaume Simoneau

Canadian Marine jacket, Kennesaw, Georgia, 2008 © Guillaume Simoneau

El fotolibro Love and War es el intento caótico y desesperado del fotógrafo Simoneau por entender. Lo define como una «síntesis lírica» para mostrar la «inseparable naturaleza del amor, la creatividad y la adversidad» y lo presenta bajo el género del trabajo documental, pero sabemos que también se trata de una expedición hacia las cicatrices interiores y una inútil maniobra para recuperar la noche en que la luz de las velas de Goa dejó de ser un indicio del amor y se convirtió en una caldera de azufre.

Ordenado desde la creencia de que la cronología nada explica excepto la matemática demente de los años, el libro conjuga, sin jerarquía de escaleta temporal, las imágenes —no siempre de Simoneau, hay también instantáneas que Caroline le enviaba desde eso que llaman teatro de operaciones con bastardas intenciones semánticas—, con emails, mensajes telefónicos de texto, cartas manuscritas, metáforas fotográficas que el franco-canadiense elaboraba para no perder la cordura mientras su novia participaba en la guerra…

 © Guillaume Simoneau

«Cuanto más pienso hacia dónde vamos individualmente, más creo que debemos estar juntos» © Guillaume Simoneau

La narrativa rota de Simoneau —con momentos de tanta franqueza dramática como un SMS de la madre de Caroline con este texto: «El 20 de mayo de 2003 [Caroline] se casó con su amigo Joe Hopkins y cambió su nombre por el de Caroline Ralston Hopkins»— contiene suficientes espacios abiertos como para arañar los límites de la literatura. Que el autor haya seguido adorando a la muchacha-soldado, dedicándose a buscar su esencia durante años, añade a Love and War el carácter casi sagrado de una epifanía.

El fotógrafo admite, ¿cómo no hacerlo?, que la guerra convirtió en otra persona a la chica del beso volante y las noches de Goa, pero Simoneau también ha señalado que ahora él es mucho más «indulgente» con los jóvenes que se enrolan. «Entiendo cómo tu contexto social, físico y geográfico pueden llevarte a tomar decisiones que ni siquiera considerarías en un ambiente diferente», dice en una entrevista.

Wearing army uniform for me, Kennesaw, Georgia, 2008   © Guillaume Simoneau

Wearing army uniform for me, Kennesaw, Georgia, 2008 © Guillaume Simoneau

«Llevando el uniforme militar para mí», titula el autor de Love and War esta foto, tomada cinco años después de que Caroline se casara. En otra de la misma serie, ella posa con una pistola. En una tercera aparece en la cama, con los ojos vacíos de quien ha ejercitado la vista en exceso, contemplando escenas que nadie debería estar obligado a ver.

El grado de compromiso entre los dos actores de este drama, además de reafirmar que la fotografía es un tónico inexplicable, me recuerda una cita de Camara lúcida, el libro de Roland Barthes, con la cual quiero acabar, porque nada razonable quiero añadir a esta historia tan cruda como hermosa e inexplicable:

La fotografía lleva siempre su referente consigo, estando marcados ambos por la misma inmovilidad amorosa fúnebre: están pegados el uno al otro, miembro a miembro, como el condenado encadenado a un cadáver en ciertos suplicios; o también como esas parejas de peces (los tiburones, creo) que navegan juntos, como unidos por un coito eterno.

Ánxel Grove

On bed, Kennesaw, Georgia, 2008 © Guillaume Simoneau

On bed, Kennesaw, Georgia, 2008 © Guillaume Simoneau

Caroline,  Kennesaw, Georgia, 2008   © Guillaume Simoneau

Caroline, Kennesaw, Georgia, 2008 © Guillaume Simoneau

Caroline,  Kennesaw, Georgia, 2008   © Guillaume Simoneau

Caroline, Kennesaw, Georgia, 2008 © Guillaume Simoneau

Caroline,  Kennesaw, Georgia, 2008   © Guillaume Simoneau

Caroline, Kennesaw, Georgia, 2008 © Guillaume Simoneau

Caroline's world by Joanna R, Rockport, Maine, 2000 © Guillaume Simoneau

Caroline’s world by Joanna R, Rockport, Maine, 2000 © Guillaume Simoneau

La directora de un museo ucraniano vandaliza una obra por considerarla «inmoral»

'Koliivschina-Judgment Day'

‘Koliivschina-Judgment Day’ – Volodymyr Kuznetsov. Foto: RFE/RL

Cuando un día antes de la presentación de la obra al público el artista Volodymyr Kuznetsov (Lutsk-Ucrania, 1976) acudía al Museo de Arte Mystetskyi Arsenal a ultimar los últimos detalles de su mural, no lo dejaron pasar y le dieron largas para no contarle lo que había sucedido: la directora del museo en persona, Natalia Zabolotna, brocha en mano, había destruido el monumental trabajo cubriéndolo con pintura negra.

De 11 por 5 metros, el mural de Kuznetsov se titulaba Koliivschina: Judgment Day y era una versión personal del tema bíblico del día del Juicio Final. La escena la protagonizaba un gran tanque lleno de líquido rojo, con curas y jueces hundidos hasta la cintura y un coche lleno de políticos que se precipitaba al interior del caldero. Alrededor se congregaban una serie de personajes anónimos y otros conocidos como Iryna Krashkova, una mujer a la que hace un mes violaron y golpearon brutalmente dos agentes de policía y un taxista en el pueblo de Vradiivka.

El presidente de Ucrania Viktor Yanukovych iba a acudir al día siguiente, el 26 de julio, a la inauguración de la exposición en la que se incluiría el incómodo trabajo. Grand and Great (que se podría traducir por Espléndido y grande) conmemora los 1025 años del aniversario de la llegada del cristianismo a Rus de Kiev, el estado eslavo medieval, antecesor de Rusia, que tenía su centro en la actual capital de Ucrania. Para la ocasión, la muestra reúne más de 1000 obras de arte que examinan «el efecto civilizador del cristianismo en el desarrollo de la cultura ucraniana».

El mural 'vandalizado' por Natalia Zabolotna - Foto: Richard Solash

El mural ‘vandalizado’ por Natalia Zabolotna – Foto: Richard Solash

El mural sin duda era una incomodidad, una crítica social y política sobre el estado actual de Ucrania que se salía de la loa nacionalista. Algunos observadores señalan que la directora pudo recibir presiones para deshacerse del trabajo antes de la inauguración, otros sugieren que tal vez fue el miedo a perder las subvenciones del estado lo que hizo a Zabolotna vandalizar una obra en las intalaciones que ella misma dirige.

Según el corresponsal en Ucrania de la agencia RFE/RL Richard Solash, la directora (que se ha disculpado por haber destruido el trabajo) declaró al respecto que la exposición tenía como objetivo «inspirar orgullo por el estado»: «No puedes criticar tu patria, igual que no puedes criticar a tu madre. Siento que cualquier cosa que se diga contra la patria es inmoral». Además, acusó al artista de haberse desviado del concepto original que previamente habían acordado.

El artista, todavía asombrado, califica el acto de «imperdonable». «Nadie tiene derecho a destruir el trabajo de otra persona, especialmente sin permiso», declara a RFE/RL. El suceso ha provocado pequeñas manifestaciones fuera de la pinacoteca en contra de «la mezcla de iglesia y estado» en Ucrania y la «censura oficial». «Es precisamente a esta jerarquía (estatal y religiosa) a la que mi trabajo está dirigido», dice Kuznetsov.

Helena Celdrán

45 años de «Music from Big Pink», el disco que acabó con los excesos de la psicodelia

© Elliott Landy

«Next of Kin» © Elliott Landy, 1968

Primero, el momento: 1968, año de vuelos astrales, she’s leaving home, dinamitando a la familia, jergas secretas, saris para ella y abrigos afganos para él, far out, «¿sabes que los Beatles van a parar la guerra de Vietnam?», quemando libros de texto (y alguno de T.S. Eliot, a la pira también), lo quiero todo y lo quiero ya…

¿Qué pensar si encuentras esta foto de parranda consanguínea al desplegar la carpeta de un disco editado cuando el mundo se entrega a la celebración psicodélica?

La imagen se titula Next of Kin (familiares cercanos) y está poblada por presuntos partidarios de la trama patriarcal a los que juzgas, como buen hijo del espíritu de 1968, según la calaña de los abrigos de las señoras, las medias de domingo de las niñas y el aspecto general de gente que puede manejarse con un tractor. Eres capaz de detectar los orines del ganado que crían, no con la intención de contribuir a la paz celeste sino para comerlo, convenienemente troceado y a la parrilla. Detectas que comparten café con el agente de policía del pueblo, que consultan los diarios de provincias, que prefieren el bourbon a la marihuana, que no saben quién demonios es Mary Quant ni conocen el significado de ninguna de estas palabras: groupie, dude, foxy, groovy, hip…´

Las 33 personas de la foto —una cifra no buscada por aspiraciones cabalísticas o bíblicas, pero a la que se pueden aplicar ambas condiciones— no son el mejor elenco para hacer amigos en 1968: los primos Anette y Paul, las sobrinas Lori y Maury, la abuela Smith, el tío Lelo y Mamá Leola, la tía Jean… Ahora es posible saber quién es quién en la imagen, pero en 1968, cuando te cae el disco en las manos, ni siquiera logras dilucidar dónde están los músicos de no ser porque en el lado contrario de la carpeta  aparece otra foto.

The Band, 1968 © Elliott Landy

The Band, 1968 © Elliott Landy

Podrían ser enterradores o difuntos, pistoleros o tahúres, tienen aspecto de atemporal suficiencia y de conceder escasa importancia a la idea engañosa de lo contemporáneo. Prefieren la grandeza moral del negro a la degeneración estrambótica de la paleta de colores del hippismo y nada de lo que llevan puesto ha sido comprado en una boutique, aunque sí, quizá, pedido prestado a los padres, a quienes respetan y admiran. Han llegado a la conclusión, después de tocar en burdeles y bares que podrían ser casas de reposo pero también manicomios, de que lo moderno siempre se conjuga en pasado.

Desde la izquierda: Rick Danko (26 años), Levon Helm (28), Richard Manuel (25), Garth Hudson (31) y Robbie Robertson (25). Cuatro canadienses y un granjero de Arkansas, Helm, que se había retirado de la música para trabajar en una plataforma petrolífera del Golfo de México. Le llamaron: «Tenemos algunas canciones que sólo tú puedes cantar. Ven a las Catskills». Habían alquilado una casa de dos cuartos, un sótano y lejanía suficiente —los montes del estado de Nueva York— y querían hacer música con la revolucionaria intención de divertirse cuando el objetivo generacional era la pasarela.

Hace 45 años, estos cinco tipos, hasta ese momento solamente conocidos como músicos mercenarios —primero acompañando a Ronnie Hawkins, un rocker canalla y grasiento, y después a otro loco, un tal Bob Dylan— y a partir de ahí llamados The Band, editaron Music From Big Pink, uno de los escasos discos de los que es posible afirmar que ennoblecen al género humano, una obra que demuestra que el rock no puede viajar en limusina porque necesita un vehículo con bastante más espacio, acaso un tren de vapor poblado de negros rumiando blues, predicadores espantando al demonio con el agua bendita del góspel, vaqueros brutos capaces de pegarte un tiro y escribir una canción para contar cómo te desangraste, señoras de los Apalaches con batas floreadas y ánimo podrido, camioneros que imaginan compases en las noches infinitas de las highway

En lo que a mí respecta, es el único disco sustancial. Lo podría escuchar desde el primer café hasta el último bostezo. No concibo que tenga 45 años porque acaba de nacer.

Dado que no tengo a mano o no alcanzo a encontrar las palabras apropiadas, les propongo que opriman el play de este vídeo. Contiene el álbum completo, única prueba necesaria para sostener su grandeza.

Estamos ante un artilugio que no está sometido, como el resto de sus hermanos de añada —Electric Ladyland, We’re Only in It For The Money, Beggars Banquet, The Beatles, Waiting for the Sun, Cheap Thrills, Wheels of Fire… y toda aquella sinfonía causada por el exceso de egolatría y el LSD— a la condena irrefutable que dicta el tribunal del tiempo. Si esos álbumes huelen a arqueología y materia de reflexión universitaria, Music from Big Pink rezuma mugre y vida: es una colección de cantos marinos, baladas de lagrimeo, cuentos morales, escenas sexuales en el arroyo, letanías sobre el fardo que cargamos colectivamente hasta que nos morimos y entonces se lo pasamos a otros, lamentos y sumisiones, canciones que demuestran que la telepatía pasado-futuro existe, que las ventanas deben estar abiertas, que los abuelos son superiores a los nietos, que la serenidad puede ser un ladrido, que la textura es el único virtuosismo que merece la pena…

"Music From Big Pink" (1968)

«Music from Big Pink» (1968)

Nacido en el sótano de una casa de montaña alejada de los vértices urbanos sobre los cuales giraban las galaxias del rock vanidoso y excesivo (en el sentido nocivo) de finales de los años sesenta —Londres, San Francisco, Los Ángeles, Nueva York…—, ensayado ante una grabadora de bobinas y cuatro micrófonos baratos, tocado sin ansias de volumen ni estridencia, Music from Big Pink dejó boquiabiertos a todos por la pureza y la tensión de un manojo de piezas tocadas en círculo y sin apenas amplificación: los Beatles —por intermediación de George Harrison, que estuvo de visita en las sesiones— decidieron olvidarse de mandangas y volver a ser un grupo de rock para decirnos adiós (no es casual que Don’t Let Me Down, quizá la mejor canción de los meses finales de la banda, parezca una prolongación de los temas de The Band); Eric Clapton cortó con el proyecto megalomaníaco de Cream para volver a  la sencillez; Roger Waters acaba de declarar que Pink Floyd nunca hubieran sido quienes son sin Music from Big Pink…

The Band, en Big Pink

The Band, en Big Pink © Elliott Landy

¿Qué fue de los actores que hace 45 años editaron uno de los mejores discos de la historia saliendo de la nada?

Rick Danko, el de corazón más sensible, sufrió un grave accidente de tráfico en 1968. Padeció un abusivo dolor de espalda durante el resto de su vida. Sólo se sentía en paz cuando se picaba heroína. Murió el 10 de diciembre de 1999 mientras dormía, a los 56 años.

Richard Manuel, la voz más bella de su tiempo, se ahorcó en un motel de Winter Park (Florida) el 4 de marzo de 1986. Vivía en la depresión, era alcohólico y consumidor de heroína.

Garth Hudson, mago de los teclados y lo imprevisto, edita discos melindrosos con su mujer, Maud. Vendió la grabadora Uher con la que se gestó Music from Big Pink. a la corporación que gestiona los Hard Rock Café.

Robbie Robertson, el gran compositor y guitarrista de mano telegráfica, se dedica a las bandas sonoras de las películas de su amigo Martin Scorsese, a la exploración etnográfica de sus orígenes mohawk y a cultivar las apariencias en las fiestas de clase alta.

Levon Helm, que cantaba como un soldado agonizante en las trincheras y tocaba la batería con el cuello torcido y el ceño de un hombre enfermo, grabó un montón de discos, peleó diez años contra el cáncer, apoyó las guerras de castigo de George W. Bush y murió en 2012 a los 72 años.

Big Pink

Big Pink

Big Pink. La Casa Rosada del 2188 de Stoll Road con Parnassus Lane, West Saugerties, estado de Nueva York, escenario del milagro, sigue en pie. Es propiedad de una pareja de músicos que han montado un estudio de grabación en el sótano. No los creo cuando afirman que no hay fantasmas en la casa.

Ánxel Grove

Mark Wagner, el artista consagrado de los billetes de dólar

Uno de los 'collage' de Mark Wagner

Uno de los ‘collage’ de Mark Wagner

Algunos utilizan billetes de todo el mundo para componer collage, otros transforman a los personajes históricos del papel moneda en personajes pop… Los hay que —como es el caso de la campaña Stamp Stampede, sobre la que escribí recientemente en este blog— utilizan el dinero como vehículo para hacerse oír, imprimiendo mensajes sobre él, aprovechando que será visto por cientos de personas durante el tiempo que circule.

El billete se presenta como una materia prima atractiva para el arte: se reconoce al instante, está cargado de simbolismo, es tan seductor como obsceno; provoca una reflexión automática en quien lo contempla recortado, deformado o pintado.

Mark Wagner se ha convertido en un artista consagrado del arte hecho con dólares. Los complejos collage del autor estadounidense —nacido en 1976 en la región del Medio Oeste y residente en Nueva York— han despertado el interés de instituciones como el Metropolitan Museum y el MoMA de Nueva York o la Biblioteca del Congreso, que se han hecho con algunos de ellos para incluirlos en sus respectivos fondos.

Escoge para sus creaciones el billete de un dólar, que define como «el más omnipresente trozo de papel en los Estados Unidos». Con un cuchillo de precisión desmiembra las filigranas, las letras, los números de serie, el retrato de George Washington, la pirámide masónica, el escudo con el águila. El revoltijo de elementos ornamentales parece limitado, pero el artista ha conseguido sacarles jugo para representar retratos, animales, criaturas fantásticas, escenas completas protagonizadas por uno o varios avatares de George Washington, mensajes caligrafiados, jardines, diluvios universales…

No sólo reproduce motivos, sino que imita la textura del tapiz, la pintura, el grabado, el mosaico e incluso la imagen digital. Wagner produce imágenes que combinan la belleza con la extrañeza y con los billetes logra resaltar «lo ajeno en lo familiar«.

En el cúmulo de sensaciones que provocan sus trabajos, también tiene en cuenta el cariño popular del que disfruta en los EE UU el billete de dólar, con menos valor que un euro (el cambio está a 0.75 €) y que sin embargo los estadounidenses se resisten a abandonar por una moneda. En 2007 hubo un intento (el último de una larga serie desde comienzos del siglo XX) de sustituir el papel por metal: una medida que suponía un ahorro de miles de millones de dólares a medio plazo. Pocos se rindieron a la moneda —semejante en tamaño a la de 1 euro, con diferentes presidentes en la cara y  la Estatua de la Libertad en la cruz— y dejó de acuñarse en 2011.

Helena Celdrán

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Uno de los 'collage' de Mark Wagner

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Lee Miller en la bañera de Hitler

Lee Miller en la bañera de Hitler © David E. Scherman

Lee Miller en la bañera de Hitler © David E. Scherman

La foto tiene dos ejes: las fatigadas botas militares que acaban de pisar el campo de concentración de Dachau y, colocado sobre el borde de la bañera, el retrato de Adolf Hitler, presidente y canciller de Alemania e ideólogo máximo del exterminio genocida.

Dispara el obturador David E. Scherman. Posa Lee Miller. Ambos viajan como fotógrafos incrustados en la 45ª División de Infantería del Séptimo Ejército de los EE UU. Él trabaja para Life y ella para Vogue. Son amantes.

La foto no tendría importancia alguna sin tener en cuenta la dirección del apartamento (Prinzenregentplatz, 27, Munich, Alemania) y, sobre todo, la condición jurídica de la estancia: es la residencia de Hitler en la ciudad donde germinó el huevo de la serpiente y el psicópata contagió a toda la nación, que le consideró, por mayoría absoluta, un avatar de Goethe.

Un elemento más para culminar la teatralidad: la fecha. Es el 30 de abril de 1945. El mismo día, en un búnker de Berlín asediado por el ejército bolchevique, Hitler se suicidó.

La imagen es una escenificación: la pareja juega cuando descubre que se ha metido a descansar, dicen que por casualidad pero yo no me lo creo, en la casa de Hitler. Se hacen fotos uno al otro, juzgan la pobreza espirirual de la porcelana de mal gusto, los paisajes de pacotilla en las paredes y las estatuillas seudo clásicas que decoran la vivienda. «Era mediocre, pero tenía todo lo necesario, incluso agua caliente», escribe Miller.

La imagen es publicada en Vogue, donde Miller había trabajado como modelo estelar años antes. Algunos consideran que se trata de una jugada incorrecta, provocadora, fuera de lugar… Poco importa ya.

Cuando Miller recibe la noticia de la muerte del Führer, anota con el desapego habitual:

«Bueno, está bien, está muerto. Nunca había estado realmente vivo para mí hasta hoy. Había sido un una máquina del mal, un monstruo, durante todos estos años, pero nunca lo consideré real hasta que visité los lugares que hizo famosos, hablé con gente que lo conoció, excavé en los chismes y comí y dormí en su casa. Entoces se convirtió en menos fabuloso y, por lo tanto más terrible, sobre todo por la evidencia de que tenía algunos hábitos casi humanos…, como un mono que te avergüenza y humilla con sus gestos, como una caricatura«.

Toma deshechada de Lee Miller en la bañera de Hitler © David E. Scherman

Toma desechada de Lee Miller en la bañera de Hitler © David E. Scherman

La página web que explota el legado fotográfico de Miller ha publicado alguna otra foto de la sesión de la bañera. No añaden nada, son simples descartes. No han aparecido, si es que existen, las tomas tantas veces mencionadas por la cultura popular de Lee desnuda o de su novio dándose también un baño.

«Me limpiaba de la suciedad de Dachau».

El pie de foto justificativo de la modelo no es más que una fábula y sigo creyendo que la foto escenifica una metáfora torpe y gruesa, que las botas están colocadas en el lugar perfecto para equilibrar la composición, que esa no era la ubicación original del retrato de Hitler, traído en última instancia para dar crédito de realidad… También pienso que la pareja tenía derecho a la travesura.

Resulta imposible aislar la foto de la bañera de Hitler de la historia de la modelo, no por melodramática menos turbadora: víctima de una violación a los siete años cometida por un amigo de la familia —con contagio de gonorrea añadido—; modelo publicitaria de algunos de los mejores fotógrafos de su tiempo, entre ellos Edward Steichen, que la retrató en 1928 en el primer anuncio de tampones en el que apareció una mujer; amante, musa y ayudante de Man Ray, con quien mantuvo una relación apasionada y loca de retroalimentación [inserto tras la entrada algunas fotos sobradamente conocidas del tándem: aunque Ray pasa por ser autor y Miller la modelo, nunca quedó claro del todo quién hizo qué y algunos sostienen que fue ella, por ejemplo, quien inventó las solarizaciones]; compañera de aventuras sexuales de Charles Chaplin y Pablo Picasso; espiada por los servicios secretos ingleses porque frecuentaba la amistad de comunistas…

Lee Miller retratada por su padre, Theodore Miller

Lee Miller retratada por su padre, Theodore Miller

Las fotos de Munich en la bañera de Hitler no fueron las primeras de Miller en una escenografía de alicatado blanco.

Años antes, en Nueva York, poco después de la violación —que no fue denunciada, al parecer, para evitar el escándalo—, su padre, Theodore Miller, un tipo que pasaba por liberal y artista, comezó a hacer fotos de la niña desnuda. La familia sostiene que se trataba de un ceremonial para devolver a la cría la autoconfianza.

Las sesiones paterno filiales prosiguieron hasta que Lee tuvo 20 años.

Una de las fotos la muestra sentada en una forzada postura, como encajada, en una pequeña bañera.

Algunas historias piden a gritos la resurrección de Sigmund Freud y Carl Jung.

Ánxel Grove