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El actor Harry Dean Stanton suma su versión a las muchas de «Everybody’s Talkin'», una canción eterna

 "Fred Neil" - Fred Neil, 1966

«Fred Neil» – Fred Neil, 1966

El disco, editado en el muy lejano 1966, atesora estos versos:

Todo el mundo me habla,
pero no escucho ni una palabra de lo que dicen,
sólo los ecos en mi mente.

La gente se para a mirar,
pero no puedo ver sus caras,
sólo las sombras de sus ojos.

Me voy a donde el sol brilla
a través de la lluvia intensa,
voy donde el clima encaje con mi ropa.

Dejando atrás el viento del noreste,
navegando en la brisa veraniega
y brincando sobre el océano como una piedra.

La letra y la música de Everybody’s Talkin’ son de Fred Neil, un artista tan dotado como oscuro que murió en 2001, a los 65 años. Tras asombrar con sus cualidades poéticas a los habituales a los tugurios del Greenwich Village neoyorquino donde sonaban ariscas proclamas de protesta asentadas en el folk —compartió tarima con el joven Bob Dylan— y grabar un par de álbumes celestiales, Neil residió durante los últimos treinta años de vida en los cayos de Florida, dedicado plenamente a un proyecto de defensa de los delfines —otra de sus grandes canciones es The Dolphins, que serviría de camino a seguir por el malogrado Tim Buckley—.

Neil, demasiado tímido para los escenarios, no se sentía capaz de afrontar la mirada del público. Rechazó ofertas para volver a grabar discos, porque, como el narrador de Everybody’s Talkin’, estaba aterido por la paralizante sensación de que no tenía sentido compartir la voz interior.

La injusticia derivada del poder intoxicante del cine ha conseguido que la canción, una de esas piezas patrimoniales que cualquiera es capaz de tararear, sea con frecuencia adjudicada a Harry Nilsson, que la reinterpretó en 1968 en el disco Aerial Ballet y la cedió al año siguiente para que sirviese como tema central de Cowboy de medianoche, la película de John Schlesinger donde John Voight y Dustin Hoffman interpretan a dos perdedores con un solo par de opciones en la babilónica e inhumana Nueva York: morir o escapar.

La versión de Nilsson —otra víctima del pánico escénico que se negaba a las actuaciones en directo— tiene más lustre que la de Neil, una producción más comercial y la cadencia cinemática que la convirtió en un clásico instantáneo.

Muchos otros artistas se han atrevido con la melancolía de esta tentadora pieza sobre una persona situada en el borde existencial donde te formulas la más grande y necesaria de las preguntas: ¿vale la pena?.

Me gusta la del vaquero Willie Nelson, que la interpreta con la solvencia arrastrada habitual, y, sobre todo, la de Stephen Stills, que encuentra el tono exacto de dejadez para musitar el deseo de retiro.

El más reciente visitante de la canción es el actor Harry Dean Stanton, que aparece cantándola en el documental Partly Fiction (2012), donde la directora Sophie Huber se deja seducir por la impronta seca y magnética de un artista capaz de demostrar que puedes aparecer en unas 250 películas sin salirte del papel de ti mismo porque no eres más que un pequeño rayajo en el desorden del universo.

«No existimos. En última instancia no somos nada. Menos mal». A partir de esta declaración de Stanton es posible deducir que Everybody’s Talkin’ podría ser su himno privado.

La forma en que afronta la canción, con los ojos frecuentemente cerrados y una potencia implosiva, recuerda la desventura de su mejor personaje, Travis, el hombre que en Paris, Texas (Win Wenders, 1984) ha perdido el amor por culpa de sus propios pecados y, en una respuesta íntima e inconsciente por remediar la desgracia, decide caminar en línea recta y en estado de afasia.

Escuchando a Stanton estamos seguros de que es Travis quien está cantando y no importa a dónde conduce el camino.

Ánxel Grove

El mítico reportero humanitario que retrató a Asma Al Assad como «una rosa en el desierto»

Asma al-Assad (Foto: James Nachtwey)

Asma Al Assad (Foto: James Nachtwey)

La modelo es Asma Al Asad, «una rosa en el desierto», según proclamaba la revista Vogue, referente mensual de lo chic, en un reportaje publicado en febrero de 2011.

Para las fotos eligieron a James Nachtwey, uno de los reporteros de guerra y asuntos humanitarios más prestigiosos del mundo. Retrató a la mujer según un cumplimiento estricto de las reglas doradas de la composición fotográfica y con maneras de maestro: el ensueño del atardecer sobre Damasco, la mirada de severa pero femenina preocupación, el pelo al viento de una universitaria y bien educada europea (King’s College londinense) en Siria

El reportaje, firmado por otra primera espada, la periodista fashion Joan Juliet Buck, comienza dejando en claro que el tono será épico-laudatorio: «Asma Al Asad es glamurosa, joven y muy chic, la más fresca y magnética de las primera damas (…), el elemento luminoso en un país lleno de zonas de sombra».

La familia Al Assad (Foto: James Natchwey)

La familia Al Assad (Foto: James Nachtwey)

Unos días después de la publicación del amplio reportaje de Vogue (3.200 palabras), las tropas y los esbirros del presidente Bashar Al Assad, marido de la fresca señora británico-siria, empezaron a regar de sangre el país con precisión y constancia. El recuento de muertos alcanza proporciones de tragedia global (aunque nada o casi nada parece importar a la comunidad occidental la sangre derramada en aquella esquina): 60.000 es la última cifra, casi 20 muertos por cada palabra impresa en el exclusivo papel couché de la revista chic.

Vogue retiró el reportaje de su web en cuanto las matanzas proliferaron y las lógicas críticas empezaron a brotar. Se supo entonces que la pieza periodística era parte de una campaña de la familia Al Assad y el régimen sirio para venderse en Occidente, diseñada por una agencia inglesa de relaciones públicas. La reportera Buck movió influencias y afirmó que la habían engañado. No consta, sin embargo, que haya devuelto el dinero que le pagaron por el trabajo.

Ruanda, 1994 (Foto: James Nachtwey, 1994)

Ruanda, 1994 (Foto: James Nachtwey, 1994)

La foto de la izquierda es una de las más poderosas de la historia reciente del fotoperiodismo. Es también una declaración de ética profesional y merece pertenecer al imaginario colectivo por lo que dice del mundo que construimos. El joven hutu con la cara marcada a machetazos por negarse a participar en el genocidio de Ruanda fue retratado en 1994 por James Nachtwey, el mismo fotógrafo que firmó las fotos de Vogue de la familia Al Assad.

Emblema de reportero comprometido, humanitario y sensible, el estadounidense ha mostrado el mundo como infierno —su gran fotolibro antológico de 2000 utiliza el término, Infernoy se ha empeñado en mostrar la atrocidad en sus muchas facetas: desde los psiquiátricos-cárceles de Rumanía hasta los crímenes contra el planeta o las consecuencias de la opulencia cínica de Occidente.

Su página web, que merece una visita frecuente para saber dónde vivimos y cómo nos tratamos los unos a los otros, está presidida por una declaración algo jactanciosa pero necesaria: «He sido un testigo y estas fotos son mi testimonio. Los sucesos que he registrado no deben ser olvidados ni repetidos».

Receptor de todos los premios, entre ellos el de la Paz de Dresde —que le entregó el cineasta Win Wenders—, equivalante al Nobel de fotógrafía, Natchwey cobró 25.000 dólares (casi 19.000 euros) por la sesión de fotos con los Al Assad, a los que retrató con pericia y aguda intención ideológica: familiares, bellos, gente normal destinada por el azar a regir un país…

Los Al Assad con algunos amigos

Los Al Assad con algunos amigos

El fotógrafo nunca ha pedido perdón por la falacia que empaña toda su carrera y tampoco hay constancia de que haya devuelto el dinero. El corolario de esta historia podría ser: los testigos también pueden ser comprados para que fabriquen testimonios a la carta.

Por mucho que Vogue haya retirado de su web el reportaje («oops, la página que buscabas no ha sido encontrada», dice el otrora glamouroso enlace), cualquier foto, he ahí su poder y belleza, tiene un efecto retardado comparable al de algunos artefactos bélicos. Pueden comprobarlo en el combo de imágenes de la izquierda. Pertenecen al album del mundo como infierno y carnaval, al mundo de las manos manchadas de sangre que simulan no estar manchadas de sangre.

Ánxel Grove

Hopper en todas partes

Edward Hopper - "Autorretrato" (1925-1930)

Edward Hopper – «Autorretrato» (1925-1930)

Hombre de pocas palabras y grandes silencios —descreido, tal como puso de manifiesto en su obra, de las capacidades comunicativas del lenguaje—, el pintor Edward Hopper (1882-1967) quizá sea uno de los artistas con la sombra más alargada del siglo XX. La huella de Hopper puede aparecer en una película de Win Wenders, un disco de Tom Waits, un episodio de los Simpson o CSI, una gira de Madonna, un videojuego japonés y, desde luego, en centenares de cuadros de artistas de los últimos treinta años.

Pintó poco (366 óleos) y hasta los cuarenta años vivió con la angustia de no encontrar qué transmitir. «Es muy duro decidir qué quiero pintar. Tardó meses en encontrar el tema. Todo llega muy lento«, escribió por entonces.

Sus dramáticos y a la vez bellísimos cuadros, bosquejos de una realidad en tensión, tardaron en ser estimados, como si Hopper pintase para el público que le aguardaba en el futuro. En vida fue un pintor reconocido, pero no una súperestrella —algunas de sus obras maestras las vendió por 3.000 dólares, cotización de artista de segunda fila— y en Europa ni siquiera se sabía de su existencia hasta que la exposición Edward Hopper: The Art and the Artist, organizada por el Whitney,  estuvo en 1980 en Londres, Düsseldorf y Amsterdam y encendió la fiebre.

Cubierta de Time (agosto, 1995) con un cuadro de Hopper y el titular "El blues del siglo XX"

Cubierta de Time (agosto, 1995) con un cuadro de Hopper y el titular «El blues del siglo XX»

A partir de entonces, Hopper es casi un lugar común al que acuden incluso quienes nunca pisan un museo. Hay en sus escenas vacías una espera suspendida, detenida mientras algo, eso es indiscutible, está a punto de suceder. No es casualidad que la revista Time haya elegido en 1995 uno de sus cuadros para analizar la epidemia de las «enfermedades modernas» derivadas de la soledad: el estrés, la depresión, la ansiedad…

El reconocimiento a este pintor espartano y esencial llegó en 1980, trece años después de que Hopper dejase de respirar, a los 85, con el corazón muy cansado, mientras dormía en un sillón de su estudio de Nueva York.

Su viuda describió así la escena final: «Tardó un minuto en morir. Sin dolor, sin sonidos, con los ojos serenos, abiertos, felices. Era hermoso en la muerte, como un personaje de su pintor favorito, El Greco«.

Al mismo tiempo que en España se exhibe la más completa muestra de Hopper celebrada nunca en el continente europeo — Hopper, en el Museo Thyssen de Madrid hasta el 16 de septiembre—, intentemos rastrear el legado de un pintor que, mientras el mundo se entregaba al aplauso del pop art y su artificio, recomendaba volver a la sencillez de la narración, porque, como escribió en 1953 en su único statement conocido, «la pintura sólo volverá a ser grande cuando trate sobre la vida con mayor detalle y menos oblicuamente«.

Izquierda, "Nighthawks" (Edward Hopper, 1942). Derecha, "Boulevard of Broken Dreams" (Gottfried Helnwein, 1987)

Nighthawks (izquierda) y Boulevard of Broken Dreams.

Nighthawks (Halcones nocturnos, 1942) es el cuadro más conocido de Hopper y el que más homenajes ha recibido. La soledad de los cuatro protagonistas, el a-nadie-le-importa-nadie que se trasluce en el desentendimiento de los habitantes del bar, la uterina cápsula de cristal iluminada en la noche urbana no permiten la indiferencia. El artista austriaco Gottfried Helnwein firmó 45 años después una parodia que convierte la palpitación existencial de la obra en un editorial sobre el sueño americano. El bulevar de los sueños rotos reemplaza a los anónimos personajes de Hopper por James Dean, Elvis Presley, Humphrey Bogart y Marilyn Monroe.

Desde arriba a la izquierda, en el sentido de las agujas del reloj, obra de Red Grooms, imagen de 'Los Simpson', póster de la serie 'CSI' y fotograma de la película "Pennies from Heaven"

Desde arriba a la izquierda, en el sentido de las agujas del reloj, dibujo de Red Grooms, imagen de Los Simpson, póster de la serie CSI y fotograma de la película Pennies from Heaven.

Otras cuatro apariciones en productos de la cultura popular reciente de Nighthawks. El dibujo de Red Grooms, de 1980, urbaniza el cuadro mediante la adición de detalles —basura, gatos callejeros, vehículos…— e incluye una caricatura de Hopper: el cliente que nos mira de frente con un cigarrillo en la mano. Herbert Ross, el director de Pennies from Heaven (Dinero caído del cielo, 1981) quiso emular la visión de Hooper en toda la película: el ambiente pesa más que la acción, los detalles innecesarios son eliminados. Los personajes de Los Simpson han frecuentado en más de un capítulo el bar crepuscular. También los forenses de la serie CSI.

Fotograma de El final de la violencia (arriba, izquierda) y tres fotos de Win Wenders.

El cineasta que admite sin reparos su deuda con Hopper es el alemán Win Wenders, para quien «los cuadros de Edward Hopper son siempre el comienzo de una historia. En una de sus gasolineras esperas que llegue un coche en cualquier momento y que la persona sentada al volante tenga una herida de bala en el estómago. Así empiezan las películas estadounidenses». El director ha citado al pintor en muchas ocasiones pero nunca con tanta claridad como en la escena del bar de la película El final de la violencia (1997), que recrea los verdes, azules, rojos y amarillos de brillo atenuado de Nighthawks. La obra de Wenders como fotógrafo —en el montaje de arriba hay tres ejemplos— bien podría servir como cuaderno de campo del pintor.


Camino a la perdición (arriba, izquierda), cubierta de un disco de Tom Waits (arriba, derecha), Rojo obscuro (abajo, izquierda) y Texhnolyze.

Hopper y su sentido epifánico de la normalidad es la base del patrón estético de Camino a la perdición (2002), la película existencialista de gansters de Sam Mendes, que se basó en los cuadros del primero para trazar el formato de realización y fotografía. También hay citas nada veladas al pintor en algunos discos de la primera época de Tom Waits, como Nighthawks at the Dinner (1975), la serie de animación cyberpunk japonesa Texhnolyze y la película trash de Dario Argento Rojo Obscuro (1975).

House by the Railroad. En el centro, imágenes de Psicosis y Gigante. A la derecha, póster de Días de Cielo.

La mujer de Hopper, Jo Hopper (1883-1968), que se encargaba de registrar con mimo todos los movimientos y obras del pintor, escribió que el óleo House by the Railroad (1925) obsesionó durante meses a su marido como metáfora de los males del progreso y el abandono de los valores del viejo mundo en el que había crecido. La solitaria casa victoriana juega un papel central en tres grandes películas: en Gigante (George Stevens, 1956), es la mansión de un millonario hacendado; en Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) es la vivienda materna del protagonista, Norman Bates, y en Días del cielo (Terrence Malick), el escenario de un drama rural.

Morning in a City (izquierda) y Great American Nude No. 48.

La mujer de Hopper fue su única modelo. Cuando la pintó desnuda en Morning in a City (1944), Jo se quejó: «Prefiere mi culo a cualquier otra parte de mi anatomía». En 1963 el artista pop Tom Wesselmann (1931-2004), que admiraba a Hopper más que a ningún otro artista contemporáneo, firmó un homenaje explícito al maestro: interior urbano, ventana abierta hacia la ciudad, mobiliario convencional y una figura femenina expectante.

 Summer in the City (izquierda) y Blue Girl on Black Bed.

La tensa escena de Summer in the City, un cuadro pintado en 1949, fue improvisada por Hopper en un mediodía en que la luz iluminaba de modo muy crudo su apartamento de Nueva York. Llamó a Jo para que se desvistiese a toda prisa y adoptase una pose hosca («está en la naturaleza de los animales estar tristes tras el amor», anotó ella). El primer título del cuadro fue, precisamente: Triste Après l’Amour, pero a Hopper no le gustaban las evidencias directas y decidió cambiarlo. El escultor George Segal (1924-2000) retomó la escena en 1976, aunque dando a la figura masculina un aspecto más relajado.

Four Lane Road (izquierda) y Seven Hoppers in Bermuda Island.

El artista neodadaísta japonés Ushio Shinohara (1932) opina que Hopper es una síntesis de los EE UU y que sus cuadros son como haikus: «palabras pequeñas, grandes significados». En muchos de sus cuadros abigarrados y tremendistas, Shinohara ha combinado citas plásticas de obras de Hopper. En Seven Hoppers in Bermuda Island (1987) hay una referencia directa a siete cuadros del estadounidense, entre ellos Four Lane Road (1952), que Hopper vendió a una galería por 6.000 dólares cinco años después de pintarlo.

 Room in Brooklyn (izquierda) y Folding Chair.

Otro artista entusiamado con Hooper es Alex Katz (1927). El cuadro Room in Brooklyn que el primero pintó en 1932 prefigura Folding Chair, que Katz terminó en 1959. La luz inclemente, el espacio dominante del suelo en la composición y el papel central de los ventanales proyectan una obra en la otra.

Cuatro hoppers contemporáneos.

Los cuadros del montaje de arriba constatan la vigencia de Hopper y lo hopperesco —el adjetivo existe en inglés—. El de la izquierda y el de arriba en el centro, son de artistas españoles: Gonzalo Sicre Maqueda (1967) y Ángel Mateo Charris (1962), respectívamente, organizadores de una exposición en homenaje a Hopper celebrada en Valencia en 1997. Ambos pintores viajaron a los EE UU para visitar los lugares que pintó Hopper, cuya geografía plástica encuentran similar a la de Cabo de Palos. En el centro, abajo, cuadro de Martin Mull, a quien la crítica ha llamado «el Hopper del blanco y negro». A la derecha, Nuit nº 17 (2001), del francés Jacques Monory (1924).

Ánxel Grove