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Trump coloca la utopía oscura ‘1984’ en el primer lugar en ventas en Amazon

La edición de bolsillo de '1984' que ocupa el primer puesto entre los best sellers de Amazon

La edición de bolsillo de ‘1984’ que ocupa el primer puesto entre los best sellers de Amazon

Encabezando la lista de libros más vendidos de Amazon acaba de aparecer, como por sortilegio, 1984, de George Orwell, una novela que parece especialmente peligrosa entre recetarios de cocina, abecedarios de guardería, vulgares sagas románticas y manuales para ganar amigos e influencia.

¿Qué ha pasado para que suceda tamaño prodigio: la llegada triunfal a la cima de la lista de una de las obras más predictivas y temibles, por lo que contiene de verdad y profecía, de la literatura del siglo XX?

La culpa la tienen Donald Trump y su asesora senior y exjefa de campaña, Kellyanne Conway —la primera mujer, circunstancia que no se ha mencionado lo suficiente (pese a todo el vocerío feminista), en llevar la gerencia de un candidato ganador—.

Aunque pasa por ser una avezada consejera que se ha encargado de templar los ánimos de prehomínido de su patrón, Conway se puso furiosa cuando un presentador de la NBC le echó en cara las «mentiras» del presidente sobre el número de personas que asistieron a la toma de posesión —muy pocas según las imágenes comparativas con otros actos similares—.

Preguntada sobre cómo era posible que el jefe de Prensa de Trump, Sean Spicer, hablara, en su primera comparecencia pública, de la «más numerosa asistencia a una toma de posesión» de la historia y acusara a los medios, como también hizo Trump, de manipular imágenes y datos, la pizpireta Conway dijo que la Casa Blanca manejaba «alternative facts» (hechos alternativos), sin percatarse, siendo bien pensantes, de que la expresión es una paradoja.

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El inventor que quiso añadir globos y matasuegras al cine mudo

Ilustración de la patente de Pidgin

Ilustración de la patente de Pidgin

El piano era con frecuencia el único acompañamiento de las historias del cine mudo. Los personajes gesticulaban de manera teatral, las situaciones eran lo más claras posibles, los diálogos o cualquier explicación sobre la trama se tenían que resumir en intertítulos: frases escritas sobre un fondo negro, cuadros de texto que aparecían ocasionalmente para apoyar la imagen con palabras.

Las películas ganaban complejidad en la década de los años veinte. El gabinete del Dr. Caligari de Robert Wiene se estrenó en 1920, en 1921 Chaplin dirigía ya El chico, una de sus obras maestras; Harold Lloyd había protagonizaba El hombre mosca en 1923. La falta de sonido era el gran pero para el desarrollo lógico del cine. Los técnicos buscaban desde los años de la I Guerra Mundial sincronizar de alguna manera las palabras para evitar las interrupciones en la escena que suponían los bruscos mensajes sobre fondos negros.

Los intentos más serios ya se habían producido unos años antes con éxito, pero es El cantante de jazz (Alan Crosland, 1927) la película que se suele citar como la primera en incluir diálogos sonoros con solidez técnica. Por supuesto, antes de la década de los veinte también existieron propuestas.

El estadounidense Charles Felton Pidgin (1844-1923) era escritor y entre sus obras había novelas de ciencia ficción, de historia alternativa y de detectives. Ser inventor era su segunda gran pasión, ideó varios artefactos —entre ellos varias máquinas de cálculo— y acudía con frecuencia a la oficina de patentes. Sin duda, su proyecto más pintoresco fue el sistema para añadir mensajes a las películas mudas.

Motion-picture-and-method-of-producing-the-samePidgin presentó en 1916 la patente, publicada en 1917, para solucionar el problema de los carteles del modo más estético posible. Motion-picture and method of producing the same (Película y método para producir la misma) no propone sonido, sino un método rocambolesco para que las palabras aparezcan en pantalla mediante una especie de bocadillos de cómic desplegables.

«Con el fin de trasladar a los espectadores de una foto-novela o producción cinematográfica análoga el significado completo de la película mostrada, suele ser necesario añadir a las películas mismas ciertas características, palabras, letras y demás que se muestran en una pantalla separada. Esta separación entre el discurso y la acción es necesariamente inefectiva», explica en el texto de la patente el inventor.

En el proyecto de Pidgin los actores llevan los mensajes escritos en un tubo «inflable y extensible», similar a un matasuegras, detallado en las figuras 3 y 4 del documento. Pensando en personajes que necesiten más espacio para el texto, el autor propone utilizar globos de goma de diferentes tamaños y formas que se inflarían con una válvula conforme le tocara intervenir a cada uno: «Hinchar los artefactos (…) añadirá realismo (…), las palabras parecerán surgir de las bocas de los actores».

Como es de suponer, la aparatosa idea, que más que a los bocadillos de cómic casi recuerda a las banderolas medievales, no llegó ni siquiera a la fase de prueba. Pidgin continuó escribiendo y —ya sea por casualidad o por desánimo— no inventó nada más.

Helena Celdrán

Lee Miller en la bañera de Hitler

Lee Miller en la bañera de Hitler © David E. Scherman

Lee Miller en la bañera de Hitler © David E. Scherman

La foto tiene dos ejes: las fatigadas botas militares que acaban de pisar el campo de concentración de Dachau y, colocado sobre el borde de la bañera, el retrato de Adolf Hitler, presidente y canciller de Alemania e ideólogo máximo del exterminio genocida.

Dispara el obturador David E. Scherman. Posa Lee Miller. Ambos viajan como fotógrafos incrustados en la 45ª División de Infantería del Séptimo Ejército de los EE UU. Él trabaja para Life y ella para Vogue. Son amantes.

La foto no tendría importancia alguna sin tener en cuenta la dirección del apartamento (Prinzenregentplatz, 27, Munich, Alemania) y, sobre todo, la condición jurídica de la estancia: es la residencia de Hitler en la ciudad donde germinó el huevo de la serpiente y el psicópata contagió a toda la nación, que le consideró, por mayoría absoluta, un avatar de Goethe.

Un elemento más para culminar la teatralidad: la fecha. Es el 30 de abril de 1945. El mismo día, en un búnker de Berlín asediado por el ejército bolchevique, Hitler se suicidó.

La imagen es una escenificación: la pareja juega cuando descubre que se ha metido a descansar, dicen que por casualidad pero yo no me lo creo, en la casa de Hitler. Se hacen fotos uno al otro, juzgan la pobreza espirirual de la porcelana de mal gusto, los paisajes de pacotilla en las paredes y las estatuillas seudo clásicas que decoran la vivienda. «Era mediocre, pero tenía todo lo necesario, incluso agua caliente», escribe Miller.

La imagen es publicada en Vogue, donde Miller había trabajado como modelo estelar años antes. Algunos consideran que se trata de una jugada incorrecta, provocadora, fuera de lugar… Poco importa ya.

Cuando Miller recibe la noticia de la muerte del Führer, anota con el desapego habitual:

«Bueno, está bien, está muerto. Nunca había estado realmente vivo para mí hasta hoy. Había sido un una máquina del mal, un monstruo, durante todos estos años, pero nunca lo consideré real hasta que visité los lugares que hizo famosos, hablé con gente que lo conoció, excavé en los chismes y comí y dormí en su casa. Entoces se convirtió en menos fabuloso y, por lo tanto más terrible, sobre todo por la evidencia de que tenía algunos hábitos casi humanos…, como un mono que te avergüenza y humilla con sus gestos, como una caricatura«.

Toma deshechada de Lee Miller en la bañera de Hitler © David E. Scherman

Toma desechada de Lee Miller en la bañera de Hitler © David E. Scherman

La página web que explota el legado fotográfico de Miller ha publicado alguna otra foto de la sesión de la bañera. No añaden nada, son simples descartes. No han aparecido, si es que existen, las tomas tantas veces mencionadas por la cultura popular de Lee desnuda o de su novio dándose también un baño.

«Me limpiaba de la suciedad de Dachau».

El pie de foto justificativo de la modelo no es más que una fábula y sigo creyendo que la foto escenifica una metáfora torpe y gruesa, que las botas están colocadas en el lugar perfecto para equilibrar la composición, que esa no era la ubicación original del retrato de Hitler, traído en última instancia para dar crédito de realidad… También pienso que la pareja tenía derecho a la travesura.

Resulta imposible aislar la foto de la bañera de Hitler de la historia de la modelo, no por melodramática menos turbadora: víctima de una violación a los siete años cometida por un amigo de la familia —con contagio de gonorrea añadido—; modelo publicitaria de algunos de los mejores fotógrafos de su tiempo, entre ellos Edward Steichen, que la retrató en 1928 en el primer anuncio de tampones en el que apareció una mujer; amante, musa y ayudante de Man Ray, con quien mantuvo una relación apasionada y loca de retroalimentación [inserto tras la entrada algunas fotos sobradamente conocidas del tándem: aunque Ray pasa por ser autor y Miller la modelo, nunca quedó claro del todo quién hizo qué y algunos sostienen que fue ella, por ejemplo, quien inventó las solarizaciones]; compañera de aventuras sexuales de Charles Chaplin y Pablo Picasso; espiada por los servicios secretos ingleses porque frecuentaba la amistad de comunistas…

Lee Miller retratada por su padre, Theodore Miller

Lee Miller retratada por su padre, Theodore Miller

Las fotos de Munich en la bañera de Hitler no fueron las primeras de Miller en una escenografía de alicatado blanco.

Años antes, en Nueva York, poco después de la violación —que no fue denunciada, al parecer, para evitar el escándalo—, su padre, Theodore Miller, un tipo que pasaba por liberal y artista, comezó a hacer fotos de la niña desnuda. La familia sostiene que se trataba de un ceremonial para devolver a la cría la autoconfianza.

Las sesiones paterno filiales prosiguieron hasta que Lee tuvo 20 años.

Una de las fotos la muestra sentada en una forzada postura, como encajada, en una pequeña bañera.

Algunas historias piden a gritos la resurrección de Sigmund Freud y Carl Jung.

Ánxel Grove