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Cinéfila-mente: cómo el cine ha tratado el cerebro y las enfermedades mentales

Por Emilio Tejera (CSIC)*

 

Shakespeare liberó en La tempestad aquella mítica frase de “estamos hechos de la misma materia con la que se tejen los sueños”. Pero, de un siglo a esta parte, los “sueños” se fabrican sobre todo a partir de celuloide, luz, sonido y, últimamente, soporte digital. El cine siempre es un reflejo de la realidad y de su tiempo y, como tal, no podían faltar las referencias a nuestro cerebro y a las enfermedades mentales.

Al principio, de manera tímida. Es difícil establecer cuál fue la primera película que trató sobre las dolencias mentales: en 1908 hay una adaptación de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, obra donde Stevenson quería reflejar la dualidad del ser humano, pero que siempre se ha visto como una metáfora de los mal llamados trastornos de personalidad múltiple (mejor denominarlo “trastorno de identidad disociativo”). No obstante, fue en 1914 cuando apareció The woman of mistery, probablemente la película más antigua que trata de manera específica esta patología, y de las primeras que utiliza la enfermedad mental como argumento principal.

Fotograma de la película muda El gabinete del doctor Caligari, dirigida por Robert Wiene en 1920

Sin embargo, será en los años cincuenta o sesenta cuando empiezan a exponerse los trastornos mentales con todo su dramatismo, y entramos en las consultas de psiquiatras y psicólogos, en ocasiones con diagnósticos, patologías o métodos de tratamiento que no forman parte de la clínica habitual. En cintas como De repente el último verano, Recuerda, Matar a un ruiseñor, Las tres caras de Eva, Psicosis o La extraña pareja aparecen personajes con trastornos mentales. En estas historias, en general, se refleja muy bien la perspectiva de la época, donde se observa a los pacientes desde fuera, en ocasiones con un halo de condescendencia, y la figura del médico ocupa un papel central.

Un cambio de orientación

Progresivamente, el foco se va desplazando hacia la persona que sufre el problema: si Alguien voló sobre el nido del cuco señalaba las críticas a los centros psiquiátricos (en parte con un punto de injusticia), las ficciones modernas tratan de ponerse en la piel de los y las pacientes y, de hecho, la reciente serie Fácil destaca la importancia de la autonomía y de que las personas afectadas —bien tratadas y asesoradas— sean libres de decidir, en la medida de lo posible, acerca de su destino. A lo largo de este tiempo, determinadas ficciones (Rainman con los trastornos del espectro autista; Una mente maravillosa con la esquizofrenia; Memento con la amnesia anterógrada; El indomable Will Hunting con las altas capacidades intelectuales) han puesto de moda determinadas dolencias y condiciones que han empezado a abundar con profusión en el cine, y hasta han influido en la forma de presentación de estos trastornos y, por supuesto, en nuestra forma de tratar a quienes los padecen.

Las películas y series no siempre han sido rigurosas al tratar los problemas mentales: muchas veces se tergiversan o mezclan enfermedades, se simplifican las causas, los diagnósticos se hacen con un simple vistazo, los tratamientos duran días (en vez de años) y los pacientes se curan espontáneamente, a veces, por un golpe en la cabeza o por un impulso voluntario, fenómenos que por supuesto no suelen acaecer con mucha frecuencia. También se ha exagerado la asociación entre enfermedad mental y violencia hacia otras personas, cuando lo más común que los pacientes atenten contra sí mismos.

En ocasiones, le pedimos demasiado al cine: el film Adam reflejaba tan bien el síndrome de Asperger que se criticó que el protagonista fuera un paciente excesivamente “arquetípico”; en cambio, al personaje de Jack Nicholson en Mejor imposible se le reprochó que manifestara un carácter desagradable, que no tiene por qué estar asociado a los pacientes con trastorno obsesivo-compulsivo.

Al final, es difícil que una sola película resuma por completo un trastorno mental, igual que un solo paciente no puede representar a todo un colectivo. Cada persona es única, con sus particularidades y vivencias, algo que ya empiezan a reflejar las obras de ficción recientes, donde la enfermedad mental es un hecho normal que se cura o con el que en ocasiones se convive, que le puede ocurrir a cualquiera y para el cual siempre se puede pedir ayuda por parte de profesionales. Y que, a menudo, tiene su origen no tanto en quienes la sufren como en el entorno con el que nos ha tocado lidiar.

Carrie (1976) tiene el poder de la telequinesis, pero muchos de sus problemas proceden de la ansiedad que le provoca el bullying ejercido por sus compañeros de clase

 

Últimamente, en la sociedad se destaca mucho la importancia de la salud mental, y con razón: ojalá esto sirva para que cada vez haya más medios disponibles (incluyendo la todavía en desarrollo filmoterapia, que emplea el cine para ayudar a los pacientes). Al fin y al cabo, como suele decirse, la salud de una sociedad se define por cómo esta trata a sus enfermos. Y nos conviene que esta película, más que ninguna otra, acabe bien.

 

* Emilio Tejera es médico y bioquímico; trabaja como responsable de la Unidad de Biología Molecular y como miembro del área de Cultura Científica del Instituto Cajal (CSIC). Una expansión de este artículo en formato charla, puede encontrarse aquí.

 

 

 

“Cariño, ¿dónde he metido el cerebro de Einstein?”

Por Emilio Tejera (CSIC)*

En 1955 Albert Einstein muere y, mientras el mundo llora su pérdida, un patólogo del Hospital de Princeton le hace la autopsia. El nombre del médico es Thomas Harvey, quien, animado por un súbito impulso, toma una decisión: extraer el cerebro de Einstein de su cráneo sin el consentimiento de la familia. Harvey regala fragmentos de cerebro a médicos del hospital (otras partes de su cabeza, como los ojos, acabarían en manos del oftalmólogo personal del científico) y luego decide meter el órgano del eminente genio en el maletero de su coche. Durante veinte años, nadie sabrá qué ha ocurrido con el cerebro de Einstein.

Fotografía del cerebro de Einstein tomada por el patólogo Thomas Harvey.

Siendo sorprendente, lo que hizo Harvey no era nuevo. El ser humano siente una especial fascinación por partes del cuerpo de celebridades (desde las reliquias de los santos hasta los cráneos de Goya y Haydn, que sufrieron diversos avatares), como si de esta manera pudiéramos acercarnos más a ellos. Lo cierto es que el secuestro del cerebro de Einstein trae a colación una vieja pregunta, ¿podemos averiguar algo de la personalidad de los individuos a partir de la observación a simple vista de sus cerebros? Durante años, se sostuvieron las erróneas teorías de que el peso del cerebro o las proporciones del cráneo eran una buena medida de la inteligencia de los individuos, pero era hora de abordar este tema desde una perspectiva más científica: ¿conseguiría el cerebro de Einstein aportar algo de luz sobre estas cuestiones?

A lo largo de dos décadas, Harvey mantuvo el cerebro de Einstein preservado en alcohol, dentro de unos botes de conservas en su casa, en una caja de sidra debajo de un enfriador de cerveza. Esto fue así hasta que un periodista aireó el asunto. Además de generarse un gran revuelo, unos cuantos investigadores se interesaron por el órgano en cuestión y solicitaron a Harvey pequeñas muestras para estudiarlas. A partir de ellas, se hicieron varias investigaciones para determinar cuál era el secreto de la inteligencia de Einstein.

Albert Einstein en sus días de estudiante. / Lotte Jacobi

No quiero aburrir con los detalles, pero un análisis llevado a cabo por la neurocientífica Marian Diamond (de la Universidad de Berkeley) ilustra muchas de las conclusiones obtenidas. Diamond descubrió que en determinadas zonas del cerebro de Einstein existía una mayor proporción de células de glía (células, por simplificarlo, con una función de “sostén”) alrededor de cada neurona. Esto podría explicar las capacidades de Einstein, pero Diamond también descubrió que esas células de glía pueden aumentar su número con el entrenamiento en matemáticas y otras disciplinas complejas. Es decir, como afirmaba Ramón y Cajal, “todo hombre puede ser escultor de su propio cerebro”. La inteligencia también se entrena, y nos pasa como con el dilema del huevo y la gallina: es difícil concluir si Einstein era muy listo porque su cerebro era así o, en cambio, su cerebro era así porque Einstein trabajó en materias que estimularon su inteligencia.

Ocurre algo muy parecido con otros descubrimientos relacionados con la anatomía de Einstein (por ejemplo las alteraciones que se encontraron en la llamada cisura de Silvio): resulta imposible esclarecer si estos cambios tenían una relevancia significativa o consistían en meras casualidades. El cerebro es un órgano muy complejo, del que no entendemos muchas cosas, y observar simplemente los ejemplos de unos cuantos individuos sobresalientes no nos va a revelar cuál era la clave de su singular brillantez. Es necesaria todavía mucha más investigación para dilucidar qué hacía a Einstein ser como era o cuánto podríamos parecernos a él. De hecho, las aproximaciones más avanzadas hoy en día en cuanto a investigación en neurociencia (The Human Brain Project, de la Unión Europea, y The Brain Initiative, de Estados Unidos) se basan sobre todo en las conexiones entre cada una de las neuronas, mucho más difíciles de desentrañar, pero sin duda más importantes que lo que somos capaces de detectar a simple vista.

Con el cerebro del genio en el maletero

El cerebro de Einstein estuvo en manos de Harvey hasta los años 90, cuando un periodista le propuso llevar el macabro “recuerdo” de vuelta a sus legítimos descendientes. Durante un fascinante road trip conocieron a gente famosa, atravesaron Las Vegas y llegaron finalmente a casa de sus herederos, quienes rechazaron el regalo. Así que Harvey devolvió el cerebro al Hospital de Princeton, y los registros que había obtenido (dibujos, fotografías, cortes para el microscopio) acabaron en un museo, no muy lejos de donde pasó sus últimos días un genio que, paradójicamente, nunca quiso que nadie prestara atención a sus restos. De hecho, él solicitó que lo incineraran.

Al final, pese a nuestro comportamiento un poco fetichista respecto a los cerebros de personas famosas, y al intento de la ciencia de comprender mejor sus mentes, la mejor manera de acercarse al cerebro de una persona sigue siendo hablar con ella; y, en casos como el de Einstein (con individuos que ya no están), revisar su trabajo, leer sus escritos y, en definitiva, examinar el legado que nos dejaron en vida, donde desplegaron sus pensamientos y sus alardes de genialidad. No hay mejor mecanismo que la palabra escrita para viajar al pasado; o, al menos, en seis mil años de historia, todavía no lo hemos inventado.

*Emilio Tejera (@EmilioTejera1) trabaja en el Instituto Cajal del CSIC. Una conferencia más detallada acerca de las vicisitudes del cerebro de Einstein y de otros personajes puede encontrarse en este enlace.