Hay hilos que se hacen virales, que llegan a miles, a millones. Otros apenas los lee nadie, aunque merezcan la pena, aunque condensen toda una vida, aunque rezumen amor. Hoy os traigo uno así.
La escritora e ilustradora Jessica Gómez, autora del blog de 20minutos ¿Qué fue de todos los demás? y de otro con su propio nombre que también os recomiendo y que ganó hace un par de ediciones la categoría personal de los Premios 20Blogs, ayer se despidió de su perra Circe, de un animal que a punto estuvo de acabar sus días antes aún de empezarlos, porque era una cachorra “que no servía para nada” en la Asturias rural.
Ayer se despidió de ella, poco antes lo contó en Twitter y en su blog. Y entiendo la necesidad de contarlo porque yo también la he experimentado. A mí escribir me sana, igual que a ella. Cuando uno de mis animales se ha ido, siempre he necesitado escribir recordándolo, un pequeño ritual que me ayuda a decirles adiós, a pasar por el obligatorio peaje de los que queremos compartir nuestra vida con animales, que viven menos que nosotros, que se irán.
Probablemente una necesidad que esté relacionada con la existencia de las esquelas en los periódicos, de los memoriales, los velatorios y las capillas ardientes. Es preciso decir adiós a los nuestros, hacerlo bien.
Espero que asomar a mi blog las memorias de Jessica le sirva Circe. Mejor dicho, le sirva a toda su familia, como parte de esa necesaria despedida.
Hace muchos años, a finales de una primavera calurosa, en la cuadra de una casa cualquiera, en un pueblo asturiano cualquiera, una pastora mestiza, quizás un poco mastina, parió un buen puñado de cachorros de padre desconocido aunque, a juzgar por las orejas, debía ser cazador.
En aquel pueblo mucha gente cazaba. El dueño de aquella cuadra, donde aquella mestiza había parido, no era cazador: era ganadero, y aquél montón de perritos aullantes eran un incordio.
Pasado un mes, y ante los probablemente atónitos ojos de la pobre mestiza recién parida, aquel hombre había conseguido deshacerse de casi todos los cachorros. Quedaba una, canija y feucha si se la comparaba con sus hermanos, que nadie había querido.
No tenía pinta de ir a ser muy grande, era nerviosa, incontrolable y asustadiza. No tenía pinta de servir para nada. Y en la práctica vida de aquel paraíso rural de un monte cualquiera de Asturias, si un animal no sirve para nada, molesta. No hay más.
«La gallina que no pone, para caldo antes de que sea vieja».
Un domingo (bueno, en realidad no lo sé, pero yo me lo imagino en domingo), un ciclista pasó levantando polvo junto a la cuadra, con la mala suerte de que la cachorra le salió al paso y el ciclista cayó al suelo.
La cachorra huyó llorando, lo que alertó al ganadero, que apareció, palo en mano, a darle un buen par de palos a la cachorra, «por escandalosa». El ciclista, alucinado con la escena, preguntó si le pasaba algo a aquella perra.
– ¡Que no vale pa’ na! Pero no te preocupes que luego pa’ cuando des la vuelta ya no está aquí, porque na’más termine de comer la quito de en medio.
¿Hablaba en serio? ¿Acababa aquel hombre de decirle que iba a matar a aquella cachorra?
La situación terminó con que, después de hablar un rato, el ciclista se llevó a aquella perra, de un mes, canija y feucha, metida en su chaqueta.
No sé si la pobre mestiza tuvo ocasión de despedirse de su último bebé.
El ciclista se llevó a la cachorra a su casa siendo consciente de que no podía quedársela. Pero al menos la había librado de morir aquella misma tarde siendo lanzada al río en una bolsa (método muy típico en algunas zonas, al parecer). Ahora «solo» tenía que buscarle un hogar.
Dos semanas después, una amiga del ciclista se enteró de esto y se lo contó a otra amiga. Así que la amiga de la amiga del ciclista, que acababa de irse (con su perro) a vivir con su novio, le contó a su novio la situación, y decidieron acogerla hasta que le encontraran un hogar.
La perra, sobra decirlo, nunca más se fue. La llamaron Circe.
Circe nunca fue una «gran perra».
Cuando la llevaron a casa tenía un millón de miedos, lloraba, se tiraba al suelo, chillaba… Para hacer pis se iba lejos, lejísimos donde no la pudieras ver. Le asustaba cualquier ruido. Cualquier cosa fuera de sitio. Un coche aparcado en el camino.
Todo le daba miedo al nivel del pánico. Era incontrolable. Entonces aquella pareja novata buscó ayuda en un buen etólogo, trabajaron con disciplina durante unos meses y Circe, aunque no superó del todo todos sus miedos, ya pudo vivir en sociedad y ser feliz.
Con ellos conoció lo que es un hogar estable, tener una familia, ver llegar e irse cachorros perrunos y gatunos, ver llegar para quedarse a dos -casi tres- cachorros humanos. Conoció lo que es viajar, el campo, el sol, escarbar en la arena, correr por el mar.
También conoció lo que es que se enfade contigo alguien que te quiere, y así pudo saber que no todo el mundo se enfada igual.
Tranquila, solitaria y gruñona.
No suele interactuar más allá de olerte o apoyar su cabeza en tu pierna, pidiendo una caricia. No juega si no es a buscar palos o bolas de eucalipto. No le pidas que juegue con los niños: no le va demasiado jugar con niños, aunque sí le gusta que la acaricien.
Aún le asustan las tormentas y los voladores, y se mete bajo la cama los días de mucho viento.
No, Circe no ha sido una «gran perra», pero ha sido nuestra perra durante más de once años. Nuestra compañera. Nos ha querido, lo sabemos, como no ha querido a nadie, y la hemos querido como nadie la quiso tampoco.
Tú, hombre de la cuadra, ibas a matarla. Nosotros le dimos un hogar
Y pienso todo esto porque ahora la tengo aquí, echada junto a mí, cuando la enfermedad ya ha hecho mella en ella.
Cuando sabemos que no responde a la medicación y hemos tenido que tomar la última decisión. La miro junto a mí y se me pone un nudo en la garganta al pensar que mañana, a estas horas, cuando mire no estará.
Así que sí: quiero pensar en todo esto, porque lo necesito. Me hace falta pensar que una perrita, canija, feucha y loca, a la que nadie quería y que iba a morir una tarde de domingo, acabó por casualidad en mi casa, y vivió once años siendo parte de una familia.
Porque así, pensando eso, me dolerá un poquito menos.
Algún día.
Aunque hoy no.
Se irán, lo harán. Se irán y nosotros lo veremos. Y así debe ser. Lo sabemos aunque no queramos saberlo, aunque no queramos pensarlo.
Se irán y nosotros lo veremos porque tienen unas vidas mucho más intensas y cortas que las nuestras, unas vidas en las que no desperdician ni un segundo en aquello que no merece la pena, en las que lo realmente valioso reina, unas vidas que siempre tienen sentido.
Algunos se irán antes de lo que teníamos previsto, aún jóvenes. Otros, más afortunados, se irán ya ancianos. Los habrá que necesiten de nuestra ayuda para irse dignamente, nuestro último regalo.
Se irán y se llevarán sus lametones, sus recibimientos entusiastas al abrir la puerta, sus siestas a nuestro lado, sus estallidos de pura alegría tras la pelota, al encontrar algún colega peludo o al descubrir el mar o la nieve.
Se irán, pero nos dejarán una vida entera de recuerdos. Nos dejarán muchos aprendizajes si somos capaces de interiorizarlos, no hay mejores maestros de la felicidad. Olvidad los manuales de autoayuda y observadles. Nos dejarán la devoción que nos tuvieron.
Antes o después pagaremos el peaje de verlos partir. Algo que para ellos es natural y no entraña frustraciones ni sufrimiento por lo que ya no vivirán.
Mientras estén aquí hay que ser conscientes de ello. Mientras estén aquí hay que disfrutar de ellos tanto como podamos.
Y os lo digo a vosotros, me lo digo a mí misma. Ellos ya lo saben, ellos no necesitan que nadie se lo recuerde.
Mientras pisemos el mundo hay que avanzar riendo, jugando, corriendo y gozando del calor del sol, de las palabras amigas, de las caricias, las flores y la música.
Para nosotros también son dos días.