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Los mejores libros de fotografía de 2013

Quizá quieran y puedan ustedes —ambos verbos son difíciles de conjugar al mismo tiempo en estos momentos de mucho querer y poco poder— contribuir al mantenimiento de esa vieja profesión, la fotografía, regalando a otros o regalándose a sí mismos alguno de los grandes fotoensayos que han sido editados durante el año que termina.

Selecciono mis cinco favoritos. Quizá no sean los mejores (la selección es particular), pero les ayudarán a compartir las miradas de esos poetas del instante congelado que, pese a la universalización del smartphone como cámara, siguen confiando en la fotografía entendida como munición contra la banalidad.

Sergio Larrain

Sergio Larraín

Sergio Larraín [Aperture Foundation. 420 páginas, 40,30 libras en Amazon, unos 48 euros]

Este fue el año de Larraín (los gringos lo escriben sin el acento, ellos se lo pierden), el chileno del que hablé con singular pasión en este blog con la entrada: Sergio Larraín, el fotógrafo vagabundo que lo dejó todo para “rescatar el alma”.

Le dedicaron la mejor exposición de los Encuentros de Arlés, certamen donde compararon el paso por el mundo del fotógrafo como el de “un meteorito” brutal, fugaz, contradictorio, incandescente…

El Queco, como todos le llamaban en su retiro de las montañas chilenas, vivió entre 1931 y 2012, pero desde más o menos 1968 no volvió a hacer fotos. Las que tomó son un pasmo y están entre las mejores del siglo XX.

El monográfico que ha editado Aperture —si se animan deben apurarse, está a punto de agotarse— demuestra por qué el escritor Roberto Bolaño, compatriota de Larraín, lo definió como “rápido, ágil, joven e inerme” y de mirada similar a un “espejo arborescente”.

Errático, pasajero de trenes y autobuses que abordaba sin saber el destino, iluminado, denso, simpático, cultísimo, en este tomo está la vida de un hombre que consideraría un insulto ser llamado fotógrafo. En vida advirtió su verdadero oficio: «Decidí tener profesión de vagabundo para buscar la verdad”.

Veins

Veins

Veins – Anders Petersen y Jacob Aue Sobol [Dewi Lewis Publishing, 144 páginas, 18,2 libras en Amazon, 21,7 euros]

Los más eficaces fotógrafos de Escandinavia, Anders Petersen (Suecia, 1944) y Jacob Aue Sobol (Dinamarca, 1976) —el segundo podría ser hijo del primero— han presentado este año un libro  que demuestra la idiotez de las fronteras generacionales.

Aliados para indagar en la muerte, ambos, como sostiene la prologista del libro, Gerry Badger, sufren la «compulsión de fotografiar a personas en el límite y los márgenes, pero lo hacen con una curiosidad que no tiene nada que ver con el voyeurismo o la lascivia, sino con los sentidos «psicológico o biológico», como si necesitaran ver «qué hay tras la siguiente curva de la carretera».

No se ocupan de lo social o las condiciones políticas. Les interesa «acechar dentro de todos nosotros», buscar «el recuerdo de la totalidad pérdida» y encontrar «las semillas de la muerte».

Aunque entre uno y otro hay más de veinte años de brecha generacional, sería muy difícil discernir qué fotos son de Petersen y cuáles de Sobol de no ser porque el libro está dividido en dos mitades, una para cada uno de los fotógrafos. De no ser por la certeza de la encuadernación, las imágenes serían intercambiables en temario —los márgenes sociales y la turbulencia de las vidas escondidas tras la normalidad— y también en estilo: riguroso y estricto blanco y negro, contraste elevadísimo, composiciones anormales y grano al borde de lo admisible.

Un libro para perder el miedo al memento mori.

"A Period of Juvenile Prosperity"

«A Period of Juvenile Prosperity»

A Period of Juvenile Prosperity – Mike Brodie [Twin Palms Publisher, 104 páginas, 47,88 dólares en Amazon, 35 euros]

Fotos de polizones de trenes de carga tomadas desde dentro por Mike Brodie —ex The Polaroid Kid—, que rompió un silencio de seis años para editar esta monografía de los runaways nómadas que escapan del sistema por vía ferroviaria.

Cuando me tocó reseñar el libro y la exposición paralela escribí: «En estas fotos imprescindibles hay manos sucias, la inocencia del sueño, la belleza de la juventud en estado salvaje, la voraz curiosidad de ver, sentir y conocer, la alegría de estar fuera de las normas, el alcohol barato, los alimentos que nadie quiere, la inocente inmundicia, el glamour del desastre, el deseo ardiente de seguir adelante… y, sobre todo, la elección de un sueño».

Durante cuatro años, Brodie recorrió 50.000 kilómetros practicando el train hopping (montarse a la brava en convoyes ferroviarios) junto a otros muchos jóvenes como él. Algunos huían de algo o de alguien; otros deseaban ejercer la rebeldía y algunos más simplemente se dejaban llevar por el placer de que cada día fuese un nuevo invento.Hacía fotos, casi siempre retratos, Polaroid SX-70 Sonar OneStep.

Buen tejedor de narraciones y complicidades, esta nueva serie es de entre 2006 y 2009. Las fotos, tomadas con una eficaz Nikon F3 y película de 135 milímetros, son más epopéyicas.

"Dark Knees"

«Dark Knees»

Dark Knees – Mark Cohen [Le Bal / Editions Xavier Barral, 216 páginas, 46,13 dólares en Amazon, 33,7 euros]

Mark Cohen (1943)  ejecutaba la ley de la lomografía (dispara desde la cadera) cuando los lomógrafos aún no habían sido concebidos.

Le han llamado «intruso» y «depredador» porque no tiene piedad con los sujetos que retrata y ni siquiera cruza una palabra con ellos. Los fusila como un francotirador y se aleja sin decir nada, cuanto antes mejor. «No quiero conversar. Utilizo a la gente de manera transitoria. No me interesan como personas, son solamente fotografías», dice.

Repetitivo hasta la obsesión. Sus recorridos, siempre determinados de antemano, duran dos horas y terminan cuando ha agotado los tres rollos de película que lleva consigo —siempre trabaja con film químico—. Revela los negativos, cena mientras se secan y luego pasa a papel entre ocho y nueve fotos, eligiendo directamente sobre la película. Calcula que tiene unas 800.000 imágenes que nunca ha visto más que en negativo.

Nunca ha tomado fotos fuera de su ciudad natal, Wilkes Barres, una localidad minera de medio millón de habitantes del estado de Pennsylvania.  Poco conocido en Europa, cuando este año se exhibió su obra en París, escribí: «Este artista del azar se caracteriza porque parece cortar en rodajas el mundo para esculpirlo e imponer una visión a la vez despiada y poética. Rara vez podemos ver la faz o el gesto de sus personajes porque los encuadres son incorrectos con toda la intención: una boca anciana de la que emerge un cigarrillo, un torso infantil sobre una bicicleta, unas manos entrelazadas a la altura del viente…».

Daido Moriyama [Tate Gallery, 224 páginas, 16,5 libras en Amazon, 19,8 euros]

El catálogo de la Tate es una de las pocas antologías del japonés errante Daido Moriyama que se pueden comprar por un precio razonable.

Fotógrafo del acecho, la intuición y la urgencia, Moriyama expuso a principios de este año en la galería londinense en una retrospectiva dual con otro de los grandes fotógrafos vivos, William Klein. La pinacoteca tuvo el detalle de editar un volumen temático sobre la obra del japonés, una figura admirada hasta el fanatismo e imitado con no menor intensidad.

En La mirada de un criminal, la entrada que escribí sobre Moriyama en este blog, dije: «Merodea. Podría entrar en tu casa mientras duermes, violar el orden de tus objetos, la sagrada y endeble disposición de tu normalidad».

También cité alguna de sus declaraciones: “Cuando voy a la ciudad no tengo planes. Camino por una calle, tuerzo en una esquina, en otra, en otra más… Soy como un perro. Decido mi camino por el olor”. Y esta otra: “Si un fotógrafo intenta incorporarse felizmente al mundo usando la perspectiva tradicional con la cámara, terminará cayendo en el agujero de la idea que ha excavado por sí mismo. La fotografía es un medio que sólo existe fijando momentáneamente el descubrimiento y la cognición que se encuentran en el imparable mundo exterior”,

Ánxel Grove

Cuando Roberto Bolaño ejerció el periodismo

"Entre paréntesis"

«Entre paréntesis»

Encajada en la obra narrativa deslumbrante de Roberto Bolaño, de cuya muerte se cumplen hoy diez años, Entre paréntesis es una obrita pordiosera y sucia . Ambas condiciones, mencionadas con el respeto que merece toda bastardía, cuadran con la vida desordenada pero comprometida del escritor más importante en español  —y cualquier otro idioma— de las últimas décadas.

«Para el escritor de verdad su única patria es su biblioteca, una biblioteca que puede estar en estanterías o dentro de su memoria. El político puede y debe sentir nostalgia, es difícil para un político medrar en el extranjero. El trabajador no puede ni debe sentir nostalgia: sus manos son su patria«, escribe Bolaño en una de las cien piezas de esta antología, editada póstumamente, en 2004, poco antes de la explosión atómica de 2666, y preparada por Ignacio Echevarría, confidente y mano derecha literaria del chileno, apartado de escena poco después por los intereses mercenarios (y multimillonarios: Bolaño es una estrella planetaria) de la empresa hereditaria, regentada con mano de hierro por la viudísima Carolina López.

Entre paréntesis permite el milagro de entrever a Bolaño trabajando como amanuense, manchándose las manos, vehemente como siempre pero escribiendo con la fugacidad nerviosa del límite de caracteres y los deadlines para el periódico chileno Últimas Noticias y el Diari de Girona, donde publicó columnitas semanales desde 1999, vecinas en la maqueta de otra que trajinaba con bastante menos gracia José María Gironella, el autor que había sido admitido como crítico de confianza en tiempos del franquismo.

En las colaboraciones periodísticas escritas en Blanes, el pueblito que en primavera, decía Bolaño, se convertía en «Blanes Ville o en Blanes sur Mer»; ofrecía las «gambas más rojas de la Costa Brava»; permitía compartir el aroma «metafísico» de las cremas bronceadoras que «huelen a democracia, huelen a civilización»; donde viven el pastelero Joan Planells, que ha descubierto el secreto de la felicidad, la librera Pilar Pagespetit i Martori, que escucha los «acordes sombríos» de John Coltrane que ponen nervioso a Bolaño, y el vendedor de videojuegos Santi; el escenario bolañista de los paseos «junto con los viejos verdes» por el Paseo Marítimo, los encuentros con el tabernero Dimas Lunas, que gestiona los méjores cócteles mientras chapurrea en ruso, los gambianos que son Reyes Magos en Navidad y el rapsoda local casi nonagenario Joseo Ponsdomènech, con los bolsillos llenos de versos gratis…

Robero Bolaño (1953-1993) © Alejandro Yofre

Robero Bolaño (1953-1993) © Alejandro Yofre

Y, por supuesto, enmadejada con la vida, la literatura, que para Bolaño era una cosa peluda que habita el alma, te muerde los riñones y te provoca una erección de 30 centímetros —la únicas, según sostenía, que son merecedoras de aparecer en una autobiografia—. Las columnas periodísticas —¡cuánto hemos perdido al condenar a muerte a los diarios de provincias!— están habitadas por el equipo titular: el encuentro con un cuervo ante la tumba de Borges; el «infierno cotidiano» de Javier Tomeo; el Ferdydurke luminoso pero «lleno de claroscuros» de  Gombrovicz; el feroz Hunter S. Thompson; el inevitable Nicanor Parra; los compadres (César Aira, Juan Villoro, Enrique Vila-Matas, Rodrigo Fresán, Javier Cercas); Hannibal el Canibal soñando con una agente Sterling «más guapa que Jodie Foster»; el «abismo inmóvil» de William S. Burroughs; la relectura de Neruda «como quien revisa las cartas comerciales y sentimentales de su abuelo»; el venerado Philip K. Dick, «una especie de Kafka pasado por el ácido lisérgico y por la rabia»…

En el tomo hay otros placeres: el discurso de aceptación del Premio Rómulo Gallegos de 1999 por Los detectives salvajes («muchas pueden ser las patrias, se me ocurre ahora, pero uno solo el pasaporte, y ese pasaporte evidentemente es el de la calidad de la escritura. Que no significa escribir bien, porque eso lo puede hacer cualquiera, sino escribir maravillosamente bien, y ni siquiera eso, pues escribir maravillosamente bien también lo puede hacer cualquiera. ¿Entonces qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso»); la crónica Fragmentos de un regreso al país natal, sobre el reencuentro con Chile en un viaje en 1998; la última entrevista, en la edición mexicana de Playboy; unos consejos para escribir cuentos («a Cela y a Umbral, ni en pintura»)…

Y, claro, el polémico texto Playa, cuyo taxativo inicio («dejé la heroína y volví a mi pueblo con el tratamiento de metadona que me suministraban en el ambulatorio»), ha conducido a la creencia, sobre todo en los EE UU, de que Bolaño y la aguja fueron amantes, mito que me importa escasamente, aunque sí me llega una afirmación generacional de una las columnas para el diario en la que toma partido frontalmente a favor de los dulces perdedores: «Los primeros amigos que tuve en Blanes eran casi todos drogadictos (…) Ahora están muertos, y casi nadie se acuerda de ellos, jóvenes ingenuos que creyeron ser peligrosos pero que sólo fueron un peligro para su propia salud».

Agoten a Bolaño. Lean, por dios, porque nunca lo olvidarán, al menos las dos novelas cruciales (Los detectives salvajes y 2666), los cuentos de Putas asesinas, el ensayo-ficción La literatuza nazi en América y no olviden Entre paréntesis. Encontrarán, sin afeitar y con el aliento iluminado por el procaz olor a callejón de los cigarrillos, a un escritor valiente hasta la temeridad para quien el oficio era una ruleta rusa con cuatro balas en un cargador de cinco: «Correr por el borde del precipicio: a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno quiere, y los libros, y los amigos, y la comida. Y aceptar esa evidencia aunque a veces nos pese más que la losa que cubre los restos de todos los escritores muertos. La literatura, como diría una folclórica andaluza, es un peligro».

Ánxel Grove

Sergio Larraín, el fotógrafo vagabundo que lo dejó todo para «rescatar el alma»

Sergio Larrain, 1967 © René Burri / Magnum Photos

Sergio Larraín, 1967 © René Burri / Magnum Photos

El juego es partir a la aventura, como un velero, soltar velas. Ir a Valparaiso, o a Chiloé, por las calles todo el día, vagar y vagar por partes desconocidas, y sentarse cuando uno está cansado bajo un árbol, comprar un plátano o unos panes y así tomar un tren, ir a una parte que a uno le tinque, y mirar, dibujar también, y mirar. Salirse del mundo conocido, entrar en lo que nunca has visto, DEJARSE LLEVAR por el gusto, mucho ir de una parte a otra, por donde te vaya tincando. De a poco vas encontrando cosas y te van viniendo imágenes, como apariciones las tomas.

Sergio Larraín (1931-2012) escribió en 1982 una carta a uno de sus sobrinos, empeñado en que el tío concibiera unos consejos sobre el arte fotográfico. El documento tiene sólo 870 palabras pero una dimensión sideral, como de dibujo cósmico, de lección de un maestro tan dulce como descreído, un gurú que acaso es dulce porque rechaza todo método excepto la divina errancia, la bendita condena que nos aproxima a los animales: vagamos porque el asiento es la muerte.

En el retrato que inicia esta entrada, tomado en París en 1967 por René Burri, compadre de Larraín y colega en la Agencia Magnum, se adivina la belleza casi canalla del autor de la carta. Tenía 36 años y en el porte desenvuelto y la doblez matemática de la bufanda se adivina al pituco, como llaman en Chile a los niños bien. Hijo de un decano de Arquitectura y coleccionista de arte, Larraín había crecido en el barrio más pijo de Santiago, estudiado en liceos privados e intentado el absurdo de licenciarse como ingeniero forestal en Berkeley, en la bella California, donde frecuentó los bares y la marihuana con más ahinco que las aulas.

“Estaba confundido, no entendía nada. Decidí entonces dejar los estudios y tener una profesión de vagabundo para buscar la verdad”, escribiría Larraín sobre aquel tiempo ofuscado, al que puso término aceptando lavar platos por 60 dólares al mes. Encantado de tener dinero ajeno a la fortuna de papá, decidió darse un capricho y fue de tiendas con la idea fija de comprar lo más bello que se le cruzara en el camino. Las leyes de ordenación que rigen el mundo decidieron que el objeto fuese una cámara Leica IIIc de segunda mano. Acordó un sistema de pagos aplazados de cinco dólares al mes.

Sigues viviendo tranquilo, dibujas un poco, sales a pasear y nunca fuerces la salida a tomar fotos, por que se pierde la poesía, la vida que ello tiene se enferma, es como forzar el amor o la amistad, no se puede. Cuando te vuelva a nacer, puede partir en otro viaje, otro vagabundeo: a Puerto Aguirre, puedes bajar el Baker a caballo hasta los ventisqueros desde Aysén; Valparaiso siempre es una maravilla, es perderse en la magia, perderse unos días dándose vueltas por los cerros y calles y durmiendo en el saco de dormir en algún lado en la noche, y muy metido en la realidad, como nadando bajo el agua, que nada te distrae, nada convencional. Te dejas llevar por las alpargatas lentito, como si estuvieras curado por el gusto de mirar, canturreando, y lo que vaya apareciendo lo vas fotografiando.

Un largo viaje por Europa y Oriente Medio educó la mirada del joven, que ya no quiso hacer otra cosa más que fotos cuando regresó a Chile en 1955 para instalarse en Valparaiso, la ciudad que adoraba por sus abismos de adoquines, la niebla y los prostíbulos. Por encargo de dos entidades benéficas retrató a las partidas de niños de la calle de Santiago cuya existencia negaba el poder. Fue el primer gran reportaje de Larraín, una serie donde la violenta realidad no difumina la ternura y la simpatía. El MoMA de Nueva York se fija en la obra del chileno y le compra un par de fotos.

Con la recién ganada fama llegó una beca del British Council para un reportaje sobre Londres en 1959. El resultado es tan hondo y nuevo —la visión quebrada, el horizonte fijado en el suelo, la niebla embalsamando a la ciudad y sus moradores…— que el gran pope Henri Cartier-Bresson invita al chileno a entrar en Magnum, el sancta santórum del documentalismo, pero le propone, con bastante mala uva, una prueba de acceso cargada de veneno: debe ir a Sicilia para localizar y retratar al poderoso capo mafioso Giuseppe Genco Russo, buscado por varios asesinatos por la Interpol, huido de la justicia y de quien no existía ni una sola imagen conocida.

Genco Russo en su casa, Sicilia, 1959 © Sergio Larraín /  Magnum Photos

Genco Russo en su casa, Sicilia, 1959 © Sergio Larraín / Magnum Photos

El fotógrafo regresó a París tres meses después con más de 6.000 fotos sobre Napolés, Calabria y Sicilia, entre ellas medio centenar donde el capo mira a cámara, duerme la siesta y come pasta con la familia. El orgulloso posado frontal de Russo en su casona de Caltanissetta aparece en revistas de medio mundo y Larraín entra como socio en Magnum.

Nada se le niega al reportero en los años sucesivos. Es un tiempo de oro y fama. En París se codea con el escritor Julio Cortázar, a quien cuenta que acaba de hacer una foto callejera que, tras ser revelada, permite ver en segundo plano a una pareja haciendo el amor. De la idea nace el relato Las babas del diablo, que Cortázar inicia con palabras que podrían referirse a Larraín: «Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños, pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se trata de estar acechando la mentira como cualquier reporter, y atrapar la estúpida silueta del personajón que sale del número 10 de Downing Street, pero de todas maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una botella de leche».

Sigue lo que es tu gusto y nada más. No le creas más que a tu gusto, tu eres la vida y la vida es la que se escoge. Lo que no te guste a ti, no lo veas, no sirve. Tu eres el único criterio, pero ve de todos los demás. Vas aprendiendo, cuando tengas una foto realmente buena, las amplias, haces una pequeña exposición o un librito, lo mandas a empastar y con eso vas estableciendo un piso, al mostrarla te ubicas de lo que son, según lo veas frente a los demás, ahí lo sientes. Hacer una exposición es dar algo, como dar de comer, es bueno para los demás que se les muestre algo hecho con trabajo y gusto. No es lucirse uno, hace bien, es sano para todos y a ti te hace bien porque te va chequeando.

En 1968, tras una carrera corta y deslumbrante, Larraín se repliega sobre sí mismo. Las fotos son secundarias, dice, cuando se trata de «rescatar el alma». Se afana en la búsqueda de maestros espirituales —primero sigue al boliviano Óscar Ichazo y después al chileno Claudio Naranjo, chamanes new age a cuyo costado persigue la iluminación—, escribe sobre ecología, practica yoga, consume LSD… Dos años después se despide de Magnum, retira los negativos de los archivos de la agencia y quema buena parte de su obra fotográfica, que podemos disfrutar porque otro fotógrafo existencial y errante, el gran Josef Koudelka, tenía copias de centenares de fotos del chileno, al que adoraba.

Se retira a las montañas, corta con casi todos los amigos y familiares, vive como un ermitaño, escribe pequeños opúsculos que llama textos para el kinder planetario —con frases como «el universo es unidad, está todo junto, al mismo tiempo, ahora»— y sostiene sus escasas necesidades dando clases de yoga una vez por semana en un gimnasio. Le buscan periodistas de todo el mundo. La reportera Verónica Torres logra hablar con él en 2011 y encuentra a una persona alunada. Cuando la despide en el marco de la puerta de la casucha Larraín dice: «Párate en el kath, dobla un poco las rodillas, baja el cuerpo. Así pesadita. Conéctate con la gravedad, cierra los ojos. Estás aquí y ahora, el pasado no existe y lo que viene tampoco».

El fotógrafo a quien Roberto Bolaño definió como «rápido, ágil, joven e inerme» y de mirada similar a un «espejo arborescente», murió en febrero de 2012, a los 81 años, de una enfermedad coronaria. En el remoto pueblo de Ovalle, donde vivía, le llamaban El Queco y casi nada sabían del pasado de uno de los fotógrafos más brillantes y efímeros del siglo XX.

Los Encuentros de Arlés, que se están celebrando, dedican la mejor exposición del certamen a Larraín, cuyo paso por el mundo comparan al movimiento de «un meteorito». De estar vivo, el fotógrafo no hubiera admitido el homenaje.

Ánxel Grove

 

Un libro sobre las mutaciones del cómic contemporáneo

"Supercómic"

«Supercómic»

Advertencia previa de los editores: «Precaución: este libro no es una historia del cómic. Tampoco es una guía de lectura ni una lista de la compra para principiantes. Dios nos libre. Este libro es un conjunto de ensayos lúcidos, heterogéneos y desacomplejados sobre el cómic actual: sobre sus mutaciones fundamentales en todo el mundo a lo largo de los últimos años. Porque el cómic ha cambiado mucho últimamente, y con él sus lectores».

Supercómic. Mutaciones de la novela gráfica contemporánea, que acaba de editar Errata Naturae [360 páginas, 21,9 euros], es una colección de ensayos, sobre la  transformación reciente del cómic en un género que ha implosionado y ya no se limita al cultivo de la nostalgia de baja intensidad, sino que es también autobiografía, libro de memorias, crónica periodística en viñetas, reinvención de superhéroes, tebeo como ensayo, representación extrema de la sexualidad…

El público de esta nueva forma plural del cómic, dice el coordinador del libro, Santiago García, no vive la experiencia de la lectura con la nostalgia de la niñez de los aficionados clásicos, sino como una «revuelta de clase cultural» de «lectores adultos que esperan la llegada de nuevos cómics no con la intención de aumentar una colección iniciada cuando tenían quince años, sino porque su lectura les resulta tan apetecible como la de la última novela de Paul Auster, Michel Houllebecq o Roberto Bolaño, como la última película de Paul Thomas Anderson, J. J. Abrams o Lars von Trier, o como la última versión de Portal, Dead Space o GTA«.

El libro, que reúne trece ensayos, pasa por encima de discursos caducos para legitimar o prestigiar el cómic —arte mayor desde hace bastante— y se concentra en visiones personales. Hay narraciones desde dentro —La autobiografía en el cómic. Una breve introducción a un tema muy extenso, visto desde una bicicleta en marcha, del historietista escocés Eddie Campbell—, disecciones en detalle —‘Love and Rockets’ o la cumbre de la ficción seriada, de Ana Merino, sobre la obra de los hermanos Jaime y Gilbert Hernádez; Los fracasos de Chris Ware, de David M. Ball, o Un zoom para Shintaro Kago, de Jordi Costa, que examina la obra de un dibujante «cómico y repugnante, sublime y escatológico, vanguardista y retrógrado«— y entrevistas como El hombre tranquilo y las pequeñas cosas, donde Alberto García Marcos habla con Emmanuel Guibert.

Si desean leer la introducción de este vivificante libro sobre la cultura del cómic después del cómic, la editorial ha colocado aquí un pdf con la introducción.

Ánxel Grove

 

 

 

 

Canonizan como catalán al sin patria Roberto Bolaño

Con algunas fotos padeces. Es el caso. Padeces por los trenes no elegidos, por los trenes perdidos y por los trenes que se estrellaron contra la vida. Padeces porque preferiste el trato con otros navajeros, con otros sueños, que además has perdido por la incontinencia de la ruptura con todo y los sabrosos manjares del cinismo. Padeces, en fin, por no haber estado allí y, sobre todo, por no poder seguir estando.

El muchacho de las greñas —que ya debía andar por la treintena, pero algún bondadoso veneno de aquellos tiempos convertía a los treintañeros en adolescentes y a los adolescentes en ancianos— es Roberto Bolaño, de cuya muerte hospitalaria en espera de un hígado se cumplirán en unos meses diez años. ¿Cómo olvidarlo? Un maldito martes sofocante de julio de 2003, año de la cabra y de un terremoto de 7,6 grados en Colima, donde quizá Bolaño comió en sus años mexicanos cangrejo a la diabla y bebió zumo de coco fermentado para perder todos los trenes con matemática precisión

Roberto Bolaño, Girona, 1981 © Hereus de Roberto Bolaño

Roberto Bolaño, Girona, 1981 © Hereus de Roberto Bolaño

Las fotos —aprovecho para hacer constar, que luego vienen los líos, que todas tienen este copyright: © Hereus de Roberto Bolaño— son de la exposición Arxiu Bolaño, 1977-2003, inaugurada hace dos días en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) para demostrar dos cosas. Primera, que Bolaño, pese a lo que sus lectores sabemos (ácrata, antinacionalista, dinamitero de los nichos fronterizos y revelador de la bastardía de todas las patrias, porque sólo somos nacionales del camino, las bibliotecas y la errancia), era catalán.

No lo dicen así, a la brava, lo que tendría su gracia hooligan mosso d’escuadra, pero lo dejan claro: era catalán by heart, catalá de cor, vaya, porque en Cataluña empezó a escribir, actividad que, como sabemos, es muy tenida en cuenta por los negociados que se dedican a tramitar ciudadanías, sobre todo cuando el interesado es un notable y descansa en el cementerio.

Segunda, que hay derechos de autor para rato. Carolina López, la viuda del escritor y representante de sus herederos (por lo que sé, ella misma y los dos hijos de la pareja), escribe un revelador y detallado memorando en la nota de prensa que distribuye el museo: «Cabe advertir que de las 14.374 páginas que componen el apartado de originales, las inéditas incluyen 26 cuentos, cuatro novelas, poesías, borradores, cartas y escritos de vida. Por otra parte, en formato electrónico, de un total de 24.000 páginas los inéditos representan unas 300 páginas: 200 de narrativa y 100 de poesía».

¿Se han dado cuenta de las dos primeros términos del entrecomillado? «Cabe advertir». Ninguna palabra, eso también nos lo enseñó Bolaño, es inocente. Advertir es un verbo caliente (llamar la atención, aconsejar, amenazar…), tan caliente como el cangrejo a la diabla.

¿Bolaño como avatar de Jimi Hendrix, sometido de aquí a la eternidad a las versiones alternativas y los recortes? Quizá no debiera encerrar la frase entre interrogantes.

Roberto Bolaño a l’estudi del carrer Tallers Barcelona, c. 1979 © Hereus de Roberto Bolaño

Roberto Bolaño a l’estudi del carrer Tallers, Barcelona, c. 1979 © Hereus de Roberto Bolaño

A Bolaño le gustaban de verdad los temibles Suicide y Elvis Presley. En la última entrevista —no publicada por El Punt Avuí sino por la edición mexicana de Playboy—, le preguntaron:

— ¿John Lennon, Lady Di o Elvis Presley?
— The Pogues. O Suicide. O Bob Dylan. Pero, bueno, no nos hagamos los remilgados: Elvis forever. Elvis con una chapa de sheriff conduciendo un Mustang y atiborrándose de pastillas, y con su voz de oro.

También le preguntaron sobre la patria y se reafirmó en que conviene colocar bajo las vías del tren esos paroxismos.

— ¿Usted es chileno, español o mexicano?
— Soy latinoamericano.
— ¿Qué es la patria para usted?
— Lamento darte una respuesta más bien cursi. Mi única patria son mis dos hijos, Lautaro y Alexandra. Y tal vez, pero en segundo plano, algunos instantes, algunas calles, algunos rostros o escenas o libros que están dentro de mí y que algún día olvidaré, que es lo mejor que uno puede hacer con la patria.

Estas declaraciones no son mencionadas, por supuesto, en la ceremonia de canonización catalana de Robert Bolaño.

Tampoco aparece en las jaculatorias la contundente y navajera definición del nacionalismo que Bolaño pronunció, con parada intermedia en la obra de su querido Nicanor Parra (otro ácrata), en la conferencia El exilio y la literatura: «La segunda enseñanza del poema de Parra es que el nacionalismo es nefasto y cae por su propio peso, no sé si se entenderá el término caer por su propio peso, imaginaos una estatua hecha de mierda que se hunde lentamente en el desierto, bueno, eso es caer por su propio peso».

Vine a hablar de fotos y termino encochinado con el patrioterismo, la cosa chetnik…, lo siento.

Con algunas fotos padeces, decía. Me gustaría poder visitar la exposición de Barcelona; leer los despachos de prensa que Bolaño recortaba y atesoraba («Un poeta chileno ha sido muerto de hambre por su mujer», «Seis niños atraviesan el desierto en busca de cariño y de fútbol», destaca un cronista); saber de su iracunda felicidad en las décadas de mierda de neón e incubación de héroes miserables que nos tocaron; verlo en los vídeos manejando cigarrillos suicidas con el arte de un esgrimista y, al salir del CCCB —donde sólo la última letra te separa del territorio gulag de Stalin—, escribir en una bandera, cualquiera de ellas: «déjenlo todo, nuevamente. Láncense a los caminos»

Ánxel Grove

Literatura para enamorados 2 Manuscrit de Roberto Bolaño, juny 1979 Arxiu 24 – 121 © Hereus de Roberto Bolaño

Literatura para enamorados 2 – Manuscrit de Roberto Bolaño, juny 1979. Arxiu 24 – 121 © Hereus de Roberto Bolaño

Diorama / cuaderno primero  Manuscrit inèdit de Roberto Bolaño Arxiu 23 – 115 © Hereus de Roberto Bolaño

Diorama / cuaderno primero – Manuscrit inèdit de Roberto Bolaño. Arxiu 23 – 115 © Hereus de Roberto Bolaño

El Tercer Reich, mapa Manuscrit de Roberto Bolaño, 1986 Arxiu 17 – 83 © Hereus de Roberto Bolaño

El Tercer Reich, mapa – Manuscrit de Roberto Bolaño, 1986. Arxiu 17 – 83 © Hereus de Roberto Bolaño

Narraciones Manuscrit de Roberto Bolaño, 1980 Arxiu 18 – 94 © Hereus de Roberto Bolaño

Narraciones – Manuscrit de Roberto Bolaño, 1980. Arxiu 18 – 94 © Hereus de Roberto Bolaño

 

Libros que no existen pero que deberían existir

Una de las ediciones del "Necronomicón"

Una de las ediciones del «Necronomicón»

Una de las consultas que siguen recibiendo con regularidad los empleados de las 70 bibliotecas de la Universidad de Harvard  indaga si entre los 150 millones de objetos que guarda el complejo existe alguna copia de un libro titulado Necronomicón (en griego Nεκρονομικόv), una obra de saberes arcanos cuya lectura conduce a la muerte inevitable, acaso precedida de locura.

Los libreros, que en el fondo, según sospecho, desearían conducir a los curiosos a un ejemplar, suelen contestar con buena educación y humor alertando sobre el carácter ficticio de la obra, creada por el autor de cuentos y novelas H.P. Lovecraft y algunos de los escritores de su círculo de soñadores de entidades pretéritas que, de tan precisa que resulta la descripción que nos han legado, terminan pareciendo bichitos de fantaciencia japonesa para adornar estanterías de lofts hipsters: un pulpo montado en una estructura triangular, por ejemplo.

Lovecraft, un tipo de mandíbula saliente que temía a todas las mujeres con la excepción de sus tías maternas y flirteó con peligrosos confabuladores que pretendían establecer un Reich en los EE UU, atribuyó el Necronomicón al poeta loco yemení Abdul Alhazred, dató la obra en torno al año 700 antes de nuestra era y situó ejemplares en cinco bibliotecas, cuatro reales y una que debería serlo, la universitaria de Miskatonic en lo menos deseable ciudad imaginada de Arkham.

El Necronomicón ha sido emulado por varios autores. Algunos simulacros son muy tontos y otros son deliciosos, en especial el escrito en duriac. Hay cierta propensión a convertir la obra en parte del atrezzo de un concierto heavy o en un tratado biológico sobre pólipos.

A partir de la bella idea del libro dentro del libro, trazamos una relación, una sola de las muchas posibles, de obras literarias que no existen pero que deberían existir:

El libro de Holmes

El libro de Holmes

Manual práctico de apicultura, con algunas observaciones sobre la segregación de la reina (Sherlock Holmes, 1903-1904). Retirado a una humilde granja de Sussex, el exdetective Sherlock Holmes se dedica a la vagancia y, sobre todo, a la apicultura. Holmes es visitado por Watson antes del comienzo de uno de los postreros casos que investigará la pareja, El último saludo (Arthur Conan Doyle, 1917). Orgulloso de la «ociosa holganza» del campo, Holmes muestra a su amigo el manual que ha redactado sobre abejas y apicultura: «Lo he escrito yo solo. Contemple el fruto de noches de meditación y días laboriosos, en los que vigilé a las cuadrillas de pequeñas obreras como en otro tiempo había vigilado el mundo criminal de Londres».

 La dinámica de un asteroide (Profesor James Moriarty). Si Sherlock Holmes escribió sobre apicultura, su archienemigo, «el Napoleón del crimen«, es autor de un libro que, según el detective, «asciende a tan enrarecidas alturas de las matemáticas puras que no hay ningún periodista científico capaz de reseñarlo». En la saga de Conan Doyle también se le atribuyo al temible Profesor Moriarty un tratado sobre el binomio de Newton.

Teoría y Práctica del Colectivismo Oligárquico (Enmanuel Goldstein) «Estos tres superestados, en una combinación o en otra, están en guerra permanente y llevan así veinticinco años. Sin embargo, ya no es la guerra aquella lucha desesperada y aniquiladora que era en las primeras décadas del siglo XX. Es una lucha por objetivos limitados entre combatientes incapaces de destruirse unos a otros, sin una causa material para luchar y que no se hallan divididos por diferencias ideológicas claras», señala uno de los capítulos de esta obra —conocida también como El Libro—, citada por George Orwell en la novela 1984. El autor, Emmanuel Goldstein, es una antítesis del Gran Hermano, pero también podría tratarse de una creación de éste para dirigir el odio de los esclavizados habitantes del mundo distópico. El escritor ficticio es físicamente muy parecido a Trostky y tiene un nombre que remite a la anarquista lituana Emma Goldman. Los dos capítulos que aparecen desarrollados en la novela de Orwell se refierena la ignorancia como fuerza y la guerra como paz.

"Tlön, Uqbar, Orbis Tertius"

«Tlön, Uqbar, Orbis Tertius»

A First Encyclopaedia of Tlön. vol. XI. Hlaer to Jangr (autor desconocido).»También son distintos los libros. Los de ficción abarcan un solo argumento, con todas las permutaciones imaginables. Los de naturaleza filosófica invariablemente contienen la tesis y la antítesis, el riguroso pro y el contra de una doctrina. Un libro que no encierra su contralibro es considerado incompleto», propone este tomo sobre la civilización edificada por Jorge Luis Borges en el relato Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, basado en múltiples obras posibles por su cabal desatino. El cuento formó parte de Ficciones (1944), un compendio de libros ficticios. Una frase para no olvidar: «Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres».

La rosa ilimitada, La perfección ferroviaria y veinte libros más (Benno von Archimboldi). En 2666, la novela que escribió mientras se moría, el gran Roberto Bolaño desarrolla la figura de un escritor y el intrincado, tóxico y dulce placer del abismo. Benno von Archimboldi, un ladrón de identidades, es el centro de un enigma que se inicia en la Europa Central del nazismo y culmina en su espejo, Santa Teresa —como Bolaño bautiza a Ciudad Juárez (Méxixo)—, donde el campo de la muerte es el desierto y el holocausto se comete contra mujeres. En el millar de páginas del libro, la obra de Archimboldi, y su sombra esquiva, es investigada por cuatro filólogos fanáticos.

Ilustración de "Gargantúa y Pantagruel"

Ilustración de «Gargantúa y Pantagruel»

Decretum universitatis Parisiensis super gorgiasitate muliercularum ad placitumDe cagotis tollendis, y un montón de libros más igualmente sarcásticos y llenos de ventosidades (varios autores). François Rabelais construyó un complejo entramado bibliográfico para protegerse de las venganzas de la curia y justificar el humor escatológico, las burlas y las revelaciones escandalosas sobre el tamaño de los genitales de los sacerdotes. En Gargantúa y Pantagruel (1532-1564) inventó autores y libros con prolijidad. También atribuyó a autores reales, como Ignacio de Loyola, obras ficticias pero muy apropiadas: El dulce hedor de los españoles.

La langosta se ha posado (Hawthorne Abdensen). Dentro de la extraordinaria novela El hombre en el castillo (1962), del soñador contemporáneo Philip K. Dick, vive otra novela, La langosta se ha posado, en la cual el escritor Hawthorne Abdensen establece una historia alternativa distinta a la que sufren los protagonistas, de por sí distinta a la real: un mundo dominado por el Eje nazi-japonés, triunfante en la II Guerra Mundial. Alemania es dueña de buena parte del mundo, ha desecado el Mediterráneo para convertirlo en tierras de cultivo y ha matado a todos los negros de África. En la novela dentro de la novela es Inglaterra el país triunfante tras la contienda y se convierte, tras derrotar a los EE UU, en la gran superpotencia planetaria.

Quienes sientan curiosidad por los libros ficticios deben visitar el blog The Invisible Library (La biblioteca invisible), en inglés, donde hay una extensa relación de obras posibles, desde las docenas de ensayos sobre la práctica de la magia que J.K. Rowling ha enunciado en la serie de Harry Potter, hasta los maravillosos extravíos literarios imaginados por Vladimir Nabokov en casi todas sus novelas.

Cierro el paseo por estos jardines soñados con una cita del más memorioso de los escritores, Borges, por supuesto, quien en La Biblioteca de Babel supuso un lugar plagado de infinitos tomos en alguno de cuyos rincones «debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios (…) No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre —¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!— lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique».

Ánxel Grove

Seis libros de 2012 que erizan el alma

Media docena de libros de 2012

Media docena de libros de 2012

¿Cansado del neón cada día más caduco de Murakami, las pendencias no menos rancias de Elvira Lindo, la enésima caricatura de sí mismo de Auster, las guerras dinásticas de Martin y las pendejadas de Pérez-Reverte a quien la vida quizá haya despojado de certezas pero no de capacidad para masturbarse con su propio reflejo?

Van desde este blog, que de vez en cuando acoge libros, seis propuestas, tres de ficción y otros tantos ensayos, de libros publicados en 2012.

Todos llegaron sin el acompañamiento de los feroces tambores de guerra de la mercadotecnia editorial, sin plata para ser anunciados en banners en el gran tablón de anuncios digital, pero son honestos, potentes y —las únicas condiciones necesarias— están bien escritos y mejor construidos.

Literatura,vaya, de esa que te eriza el alma y te acompañará hasta la muerte.

Hagan lo que quieran. Cómprenlos, pídanlos en préstamo, exíjanlos como prueba final de amor o róbenlos (recuerden, como sostenía Roberto Bolaño, que «lo bueno de robar libros y no cajas fuertes es que uno puede examinar con detenimiento su contenido antes de perpretar el delito»).

Para justificar la selección de cada una de las seis obras, republico las reseñas que escribí en su momento, firmadas con mi otra identidad periodística, en la revista Calle 20. En el caso de Nostalgia, al que considero el mejor libro editado en español en 2012, se trata de una entrevista con su autor, el rumano Mircea Cartarescu.

"Retromanía"

«Retromanía»

Adrenalina contra la retroexótica

«¿Puede ser que el peligro más grande para el futuro de nuestra cultura musical sea… su pasado?». Sobre esta pregunta ―temible por su implicación más íntima: si vamos hacia atrás somos retrógrados―, Simon Reynolds desarrolla un análisis de casi medio millar de páginas. Retromanía, el segundo título del crítico músico-social británico que publica la editorial argentina Caja Negra, documenta el «debilitamiento gradual» del pop-rock, su «museificación» (monumento en vez de movimiento, reescenificación y conmemoración en vez de evento), tan ajena al «estar en contra» primario. La conexión malévola de lo hipster con lo retro-fetichista, dice Reynolds, apunta una desoladora escena final: «Así termina el pop, no con un BANG sino con una caja recopilatoria cuyo cuarto disco nunca llegamos a escuchar». ¿Consejo? Dejemos de vivir en el shuffle, superemos el «mal de archivo», sacudámonos de la «retroexótica» y la nostalgia entendidas como «un melancólico languidecer por un tiempo idílico perdido de la propia vida» y busquemos la adrenalina del futuro: «Una sensación eléctrica pero impersonal; se trata de formas nuevas, no de caras nuevas; es un golpe mucho más puro, y más duro. Es la misma adrenalina tan aterradora como eufórica que produce la mejor ciencia ficción: el vértigo de lo ilimitado».
Retromanía. Caja Negra / 448 páginas / 30 €

"Mejor que ficción"

«Mejor que ficción»

Cronistas que sintonizan con la música del presente

Para alguien que alguna vez soñó con ser cronista y se despertó descubriéndose vulgar gacetillero, este libro es una ceremonia bondage: duele y place, amarra y libera. Mejor que ficción es la antología definitiva de la crónica periodística de ahora en idioma español. A la editorial Anagrama, que importó el fulgor del nuevo periodismo yanqui cuando Franco todavía estaba caliente en el ataúd, corresponde el mérito comercial. Al editor, Jorge Carrión, la trasmisión selectiva de 21 nuevos cronistas («humanos capaces de sintonizar con la música del presente, leerla y transcribirla para que también los demás la podamos leer») con gusto, rigor y, sobre todo, compromiso con la no ficción, el género informativo que ha de ser «mejor que la realidad». Las piezas elegidas, todas recientes, no todas pensadas para el papel ―el e-periodismo no es sólo corta-y-pega― están firmadas por Caparrós, Cozarinsky, Guerriero, Vásquez, Wiener…, generosos ejercitantes de la «literatura bajo presión» que no dribla ningún tema de la pesadilla contemporánea. Pese a la adocenante labor de estandarización premiada desde los lobbies y al queme de buena parte del maltratado gremio de los plumillas, la «investigación periodística de ambición literaria», como esta radiante selección pone de manifiesto, triunfa sobre la molicie.
Mejor que ficción. Anagrama / 440 páginas / 22,9 euros

"El show de Berlusconi"

«El show de Berlusconi»

Disparando sobre Il Cavaliere con su propia munición

Declaraciones textuales del ex primer ministro y empresario global Silvio Berlusconi:  «Yo no cuento chistes sin más. Hago uso de los chistes para esculpir conceptos». Il Cavaliere es tan extremadamente paródico (crooner de cruceros, orgías, liftings, mafia, lobby mediático…) que resulta casi imposible parodiarle. Era él mismo quien contaba los chistes y utilizaba todos los escenarios, desde las conferencias de prensa hasta las visitas de Estado. Este libro de Simone Barilari, subtitulado Una historia crítica de la quiebra política, económica y moral de Italia a través de los chistes del Cavaliere, es un retrato de la «carnavelesca época» (casi 18 años) de Berlusconi, utilizando su propia munición, la chanza. ¿Ejemplo? «¿Sabéis cuántos chistes hay sobre los carabinieri? Dos, todo lo demás son historias reales». Para troncharse. O llorar.
El show de Berlusconi. Errata Naturae / 256 páginas / 19,9 euros

"Trilobites"

«Trilobites»

Breece D’J Pancake, el suceso del año

Hace muchos años que no leía nada tan estremecedor como la escueta docena de cuentos que dejó Breece D’J Pancake antes de pegarse un tiro en la boca en 1979, a los 26. Los relatos de Trilobites, que obligan al respeto, al asombro y a la tristeza de la orfandad, nunca antes habían sido publicados en español y la editorial Alpha Decay ocupa otro anaquel de la biblioteca de mi corazón al revelar a un escritor que recuerda al tono epifánico del joven Rilke, pero sin metáforas y en las granjas angustiadas de Virginia Occidental. Tres ejemplos: «Papá y yo levantamos el granero juntos. Miro cada clavo con el mismo dolor sordo»; «siento que mis temores empiezan a disiparse en anillos concéntricos a través del tiempo, durante un millón de años»; «quiero hablar, pero la imagen no quiere convertirse en palabras. Me veo a mí mismo desparramado, cada célula de mi cuerpo a millas de las demás». Construidos con el mismo sangriento esfuerzo con que un poeta consuma el verso final que contiene cualquier posible verso, de una elegante y rural tristeza (¡cuánta falta hace lo rural!), los relatos de Pancake son uno de los sucesos literarios del año. Sólo deseo acabar con estas torpes líneas de recomendación para volver a releerlos.
Trilobites. Alpha Decay / 232 páginas / 21 euros

"Una puerta que nunca encontré"

«Una puerta que nunca encontré»

Pérdida, búsqueda y deseos imposibles de satisfacer

Lo que Thomas Wolfe (1900-1938) dejó por decir pertenece al terreno de la conjetura. Una tuberculosis cerebral a los 38 años le mató demasiado pronto, pero ya era señalado como uno de los narradores estadounidenses de mayor sensibilidad pese a que solo la mitad de su obra había encontrado editor. La novela Una puerta que nunca encontré había sido publicada en 1933, antes que la extraordinaria El niño perdido (1937) ―recuperada el año pasado por Periférica―, pero funciona como una continuación de ésta. Pérdida (de un padre, de un hermano) y búsqueda (en las carreteras sin fin, en la noche) marcan, otra vez, el swing lírico de un escritor que habla como pocos el lenguaje de la tristeza perenne de quienes somos «un amasijo de nervios y de sangre por el peso de los deseos imposibles de satisfacer; porque estábamos carcomidos por un hambre insaciable».
Una puerta que nunca encontré. Periférica / 104 páginas / 15,5 euros

"Nostalgia"

«Nostalgia»

 Mircea Cartarescu: escribir con el tintero en las venas

El viaje de Mircea Cartarescu —cuyo apellido se escribe con los signos diacríticos que del antetítulo, no admitidos por la familia tipografica que utiliza esta revista en los cuerpos de las piezas— se transita en un rewind que culmina en el mareo y conduce a un lugar estriado por las mismas «perspectivas infinitas» de los cuadros de Chirico, entre un viejo molino «rojizo siniestro» y un edificio sin rematar de la periferia quebrada de Bucarest.

«Fuera de ese pasillo estrecho, todo el resto del espacio, del tiempo y del destino humano me resultaba ajeno y temible», dice el escritor, nacido en la capital rumana en 1956. Es una de las voces más potentes y personales de la literatura mundial y un más que posible candidato al Nobel  («a veces pienso en el premio, no tanto por mí como por el hecho de que los rumanos tienen una autoestima muy baja, pero yo ni siquiera albergo esperanzas»).

En España aparece este mes Nostalgia, una colección de relatos sobre «lo que ha sido y no va a volver a ser jamás». El libro, uno de los sucesos editoriales del año, lo publica Impedimenta, que ya había puesto  en el mercado la turbadora nouvelle El ruletista (2010, incluida también en Nostalgia) y Lulu (2011) y anuncia la trilogía Orbitor.

Trabaja como profesor universitario y, aunque ha pensado en dejar su país («me gustaría tener un euro por cada una de las veces en que me he planteado emigrar de Rumania, sin duda me haría rico»), al que considera aquejado de un clima moral «insoportable» y con la clase política «dominada por un populismo sin escrúpulos», asegura que nunca traicionará al paisaje de su memoria a no ser que le obliguen. En tanto, este hombre de mirada azabache compone libros que parecen escritos con la pluma mojada en el tintero de las venas o el «hálito helado de la locura».

¿Por qué Nostalgia entiende la mirada al pasado como una profundización en «la ruina de todas las cosas» ?, ¿qué nos estamos dejando en el camino?, pregunto al escritor en una entrevista por correo electrónico. «Nuestro mundo común, ese que aprendemos de las palabras de los adultos, no es menos ilusorio que el de la infancia. Está tan solo más organizado y, por ello, es más pobre. Y si queda en él algo todavía poético (es decir, imprevisible y enigmático), ese algo solo pueden serlo las ruinas. Las ruinas y la nostalgia son una y la misma cosa. No conocemos sino la poesía de la destrucción, de la renuncia, de la decepción, de la resignación. Sabemos que no podemos progresar mucho más en la dirección en la que avanzamos. Nos obsesiona el final, el apocalipsis. De ahí que imaginemos el pasado como un paraíso».

Mircea Cartaarescu, © Zsolnay Verlag  - Heribert Cornbn

Mircea Cartaarescu, © Zsolnay Verlag – Heribert Cornbn

En el relato El Mendébil, un niño prodigioso como un monstruo se convierte en un oráculo para una pandilla de pillastres entre los que está, lo sabemos, Cartarescu. El niño proclama: «La bóveda celeste no es sino el cráneo de un niño gigante, que también es idéntico a mí». Una de las preguntas que formulo a distancia al escritor se refiere a la calidad fosfórica de Bucarest, el brillo verdinegro que parece emanar del interior de la ciudad. «Mi Bucarest no es el de la realidad sino el que ha sido construido bajo mi bóveda craneal, como esas bolas de cristal en las que nieva si les das la vuelta. No tiene nada que ver con la ciudad real, está construido a partir de la lógica de mi mente, ha crecido conmigo y se  parece a mí. Mi Bucarest es el verdadero,  no la aglomeración de edificios que recibe ese nombre», contesta, él mismo un mendébil alucinado.

Como los escritores a los que admira («cada nueva lectura era como una nueva vida. Fui, sucesivamente, Camus, Kafka, Sartre, Céline…»), la exploración de Cartarescu, que se define como «solitario, un buscador de la verdad interior, el único cartarescólogo del planeta», es temática: encontrar y enfrentarse a su «hermano negro», su doble. ¿Quién es? «Mi hermano negro (porque no puedo recordarlo) es mi gemelo Víctor, desaparecido a la edad de un año. Todos los años, el día de mi cumpleaños, deposito flores en su tumba. He escrito 1.500 páginas [Orbitor] para poder reencontrarlo en los sótanos de mi mente. La trilogía termina con nuestro encuentro en el laberinto de la historia, dramático como el enfrentamiento entre Teseo y el Minotauro.  Este reencuentro cierra mi libro y, junto con él, el universo. Más allá de este accidente biográfico, todos tenemos un gemelo escondido, recesivo, oprimido. Se trata habitualmente de una hermana si somos hombres y de un hermano si somos mujeres. Muchas veces, en nuestra vida, el gemelo se rebela y exige sus derechos».

La respuesta devastadora me lleva a escribirle un email con cierta urgencia: «Necesito saber, y creo que los lectores también querrán saberlo, qué pasó con Víctor, cómo murió». A los pocos minutos el escritor responde desde un iPad: «Ojalá supiera lo que pasó con mi hermano. Nadie lo sabe. El asunto es demasiado doloroso y no quiero insistir en él».

Nostalgia. Impedimenta / 384 páginas / 23,95 €

 Ánxel Grove

El evangelio de una ninfa

"El Libro de Monelle"

"El libro de Monelle"

Monelle me encontró en la llanura por la que yo erraba y me tomó de la mano:
-No te sorprendas, dijo, soy yo y no soy yo;
Me encontrarás una vez más y me perderás;
Y otra vez volveré a ti; pues pocos hombres me han visto y ninguno me ha comprendido;
Y me olvidarás y me reencontrarás y me olvidarás y me volverás a olvidar.
Y Monelle añadió: te hablaré de las pequeñas prostitutas y entonces sabrás el comienzo.

La traductora dice en el prólogo que la voz de El libro de Monelle es la que tendría un cruce entre Zaratrusta y el Principito, «aunque sólo si éste hubiera leído a Baudelaire, Rimbaud o Dostoievsky».

La traductora-prologuista del libro es Luna Miguel, 21 años, poeta lolita, mandrágora 2.0 y, creo no equivocarme, también modelo retratada en la cubierta de la edición, novedad fresca de la Editorial Demipage.

Marcel Schwob (1867-1905), escribió el libro en 1894. Diez años antes había descubierto a Stevenson, al que tradujo al francés y del que tomó varias máximas como mandamientos: «puedes dar sin amar, pero no puedes amar sin dar», «no existen tierras extrañas; es el viajero el único que es extraño», «las mentiras más crueles son dichas en silencio»…

La nueva edición en español de El libro de Monelle -no es la única, hay al menos otras dos disponibles, ya que los derechos de Schwob están caducados y es barato ponerlo en el mercado- tiene el mérito de ser la más apasionada, lo cual, siguiendo la recomendación porcentual de Stevenson para hacer de la vida una fiesta (45 por cien de arte y 55 por cien de aventura), es lo único que debe importar.

Marcel Schwob

Marcel Schwob

Considerado como un gran escritor pero condenado -acaso porque no supo venderse o quizá porque ni siquiera lo intentó- a permanecer en la gran cofradía de los autores menores, se suele citar a Schwob como una presencia subterránea (Bolaño, Tabucchi y Perec le deben bastante) y un predictor de dos fuerzas mayores de la literatura moderna: William Faulkner y Jorge Luis Borges, quienes tomaron al dictado un par de libros de Schwob, La cruzada de los niños (1895) y Vidas imaginarias (1896), como inspiración respectiva de Mientras agonizo (1930) e Historia universal de la infamia (1935).

El libro de Monelle es, a la vez, un cuento de hadas sobre una jovencísima puta con sangre fría e inevitable conciencia de muerte, una colección de aforismos nihilistas y un evangelio con dos verbos: redimir y perder. Citando sin mencionarlo a Robert Graves, Luna Miguel, eleva a la protagonista-narradora a la categoría de Diosa Blanca y la bautiza como «La Que No Tiene Nombre», la virgen presente en cada mitología mucho antes que el fuego iluminase las cuevas de los hombres.

La Monelle sacerdotal, íncuba y santa, nínfula y grotesca, niña y anciana, vivió en este mundo. Se llamaba Louise y enamoró al joven escritor de un modo posesivo, atroz, tierno… Ella era una cría esquelética, consumida por la tuberculosis, una prostituta ocasional, cuyo deambular parisino se cruzó con el de Schwob bajo una lluvia de otoño.

Primera edición

Primera edición

Se vieron a diario durante meses. Louise redactaba a Marcel cartas que no sólo eran aniñadas por los creyones de colores que utilizaba:

«Se me cae el pelo, cubre tus uñas, que crecen, y las escamas de tu piel, que caen. Me duele la tripa. He cosido la nariz de mi muñeca. Ahora es más corta y delgada y me olvidé de hacerle agujeros. Seguiré con las siluetas más tarde, pero creo que he perdido las tijeras. No olvides traerme otras cuando regreses. Quizá me ayude. Pichciquinki«.

Vivieron creciendo como niños, hablando como cotorras, abusando a conciencia y porque sí de los diminutivos, haciendo el amor con premura de condenados. Ella fumaba cigarros. Él, pipa. Cuando Louise murió por la tuberculosis nunca curada, el 7 de diciembre de 1983, a los 25 años, Schwob hizo dos cosas: llevarse todas las muñecas de ella para cuidarlas y entregarse a un par de formas radicales de olvido: el opio y el éter.

Aunque siete años después se casó en Londres con la actriz Marguerite Moreno, amiga de Colette y confidente de Mallarmé, el escritor nunca fue el mismo. También a él empezó a dolerle mucho la tripa. No quiso escuchar a los médicos y se largó a Samoa en busca de la tumba de Stevenson. Cuando volvió a París parecía tener 80 años. Murió a los 38.

Cuatro 'Monelles'

Cuatro 'Monelles'

No consta qué encontró Schwob en los mares del sur, pero no es difícil suponer que la voz de Monelle le acompañó a la ida y a la vuelta:

No te conozcas.
No te preocupes por tu libertad: olvídate de ti mismo.
(…)
Las palabras son palabras mientras son pronunciadas.
Las palabras que se conservan están muertas y engendran pestilencia.
Escucha mis palabras habladas y no actúes de acuerdo a mis palabras escritas.

Lean El libro de Monelle traducido por Luna Monelle Miguel. Compartan el secreto a voces de una de las piezas literarias más hermosas de la historia.

Aprendan de ella, la ninfa-prostituta, cuando afirma: Olvídame y te seré devuelta.

Ánxel Grove

Luis Pereiro: «Sin buscar nunca solución para un amor atroz»

Lois Pereiro. Madrid, 1979 (Foto: Piedad Cabo)

Luis Pereiro. Madrid, 1979 (Foto: Piedad Cabo)

La foto de la izquierda muestra al joven Lois Pereiro en la terraza de un piso del Paseo de Extremadura de Madrid. La hizo su novia, Piedad Cabo.

Tiempos limpios: finales de los setenta. El ogro estaba enterrado y el futuro olía a jardín.

Piedad hizo al menos dos fotos más de su novio. En éstas, de plano más cerrado, no se aprecia la novela de Ross Macdonald que él estaba leyendo.

Una de las fotos de la serie ha sido utilizada y distribuida por la Real Academia Galega (RAG) para la invitación a la sesión plenaria de carácter extraordinario que la institución celebra mañana en Monforte de Lemos (Lugo).

Alojo aquí la invitación para los interesados.

Tres notas sobre el mensaje off-topic encubierto bajo el diseño de la cédula de acceso emitida por la RAG:

1. La foto elegida hurta el libro que descansa sobre el sofá. Ross Macdonald -autor de hard boiled, yanqui hasta la cepa- no es políticamente correcto y causaría alguna dispepsia en un pleno organizado por un comisariado que no sólo custodia las normas ortográficas, dialectales y fónicas da fala, sino que, cito sus objetivos estatutarios, se encarga de «velar por los derechos del idioma gallego». La vieja historia de la histeria moral nacionalista: la lengua entendida como trinchera y guillotina fronteriza; los derechos, como salvoconducto para la inquisición.

2. Al optar por el primer plano, no tenemos acceso a los brazos del poeta a quien la RAG ha dedicado el Día das Letras Galegas de este año, que se celebra mañana, jornada festiva autonómica. Lois Pereiro (1958-1996) empleó casi todos sus derechos de autor en comprar heroína para chutarse en las venas de esos brazos que la academia no desea mostrar. Las regalías que el poeta pudo disfrutar fueron escasas, porque en vida le trataron como un apestado buena parte de las personas que han recibido con orgulloso agrado la invitación y estarán presentes, circunspectos, en el acto de Monforte, ciudad natal y territorio salvaje (es decir, familiar) de Pereiro. No sé si la RAG oculta los brazos-venas del poeta con o sin intención. Jung otorgaría el mismo significado, en términos de mito, a ambas opciones.

3. La invitación de la RAG contiene esta leyenda: «Fotografía de Piedad Cabo. Cortesía dos heredeiros do escritor». No acierto a saber si se trata de un desatino o una nueva interpretación, entre Creative Commons por la cara y vulgar descaro, de la legislación sobre autorías. Si la foto es de Piedad Cabo, que no es heredera legal, ¿cómo pueden cederla, por muy educamente que procedan, los herederos, es decir, la familia del poeta muerto?

Piedad Cabo y Luis Pereiro. Muro de Berlín, 1983

Piedad Cabo y Luis Pereiro. Muro de Berlín, 1983

Piedad Cabo es la única novia que tuvo Luis Pereiro -a partir de ahora le llamaré así, Luis, como le llamábamos todos quienes le conocimos-, la mujer a la que amó más allá de toda norma.

También es la persona que tuvo que correr desde cien kilómetros para ingresarle en el hospital en 1994, cuando empezó la cuenta atrás hacia la muerte. Sólo a ella hacía caso el enfermo. Quedó ingresado. Piedad, ingresada a su modo, fumó la máquina entera de tabaco de la noche más larga. La familia del enfermo (madre, hermano, hermana, cuñada), los herederos, se fueron a casa a dormir.

Piedad es la destinataria de la última obra del poeta, la esplendorosa Conversa ultramarina (Conversación ultramarina), publicada en su versión verdadera (la que reproduce el original epistolar de Luis) por Edicións Positivas, la única editorial que le dió cuartel en vida al escritor, un raro que nunca interesó a las ultra conservardoras empresas gallegas dedicadas al negocio del libro-bandera-nacional, esa otra guillotina.

Piedad Cabo no ha sido invitada al acto de mañana en honor a Luis.

El editor de Positivas, Paco Macías, sí ha sido invitado, pero no creo que se presente. Como Luis, es un  anarquista fidedigno, sin patria, sin academias, distante de las guillotinas.

Me parece (opino por mi cuenta, soy culpable de no seguir el discurso único) que Luis tampoco asistirá en forma espíritual (el Día das Letras Galegas se dedica a personas muertas).

Creo que, ante cualquier homenaje de este calibre, firmaría un grafito con la sentencia de Buenaventura Durruti: «La unica iglesia que ilumina es la que arde». El fuego es un destino justo para cualquier dogma, sea un documento de identidad, una arenga nacional o una distinción académica.

Qué vieja es la vieja y miserable historia de la explotación post mortuoria: las extrañas derivas de Maria Kodama, la celadora de Jorge Luis Borges; la peripatética actividad de Clara Aparicio, viuda de Juan Rulfo y soldadera belicosa contra todo lo que enturbie sus planes; la desobediencia de Max Brod a las instrucciones de Franz Kafka para que destruyese sus manuscritos; Isabel Burton, la mujer del orientalista Richard Francis Burton, quemando los papeles sexualmente incómodos de su marido; Elisabeth, la hermana de Friedrich Niezsche, distorsionando a su gusto los manuscritos inéditos del trastornado y por tanto cuerdo filósofo…

Luis Pereiro en una bolsa de supermercado

Luis Pereiro en una bolsa de supermercado

A Luis Pereiro le han intentado disfrazar en los últimos meses. Le han colgado todos los atrezos, le han colocado en todas las plataformas virtuales de egosurfing.

Hay un Twitter @loispereiro, un grupo de Facebook, un blog oficial, una exposición itinerante que le presenta como el punk que no fue, un espectáculo audiovisual montado por empresarios del apparatchik nacionalista, una muestra que le imagina  como aleph de la movida gallega, varios documentales, materiales didácticos que escamotean los venenos a los que era adicto (y el sida que le llevó la tumba), una edición especial de bolsas de supermercado con su foto y uno de sus poemas…

Algunas iniciativas son ejercicios perversos de imaginación manipulativa, en otras se elude la forma de vida del poeta, demasido fijada a la obra, demasiado comprometida a la certidumbre de la muerte, una incómoda circunstancia en tiempos de poesía firmada por empresarios o portavoces gremiales.

En casi todas, no lo pongo en duda, hay cierto porcentaje de admirado cariño, aunque no sé dónde está la admiración cuando leo a uno de los muchos biógrafos-paracaidistas, un autoproclamado escritor, llamando a Lois «poeta popular» y citando a David Bowie, Lou Reed y Allen Ginsberg. Intuyo que tachó a los Rolling Stones en el ajuste final para encajar el texto en la maqueta.

Buena parte de las acciones do Ano Pereiro -terminología propagandística- han sido financiadas con dinero público. El Día das Letras Galegas es un trampolín al que deben subirse todos aquellos corderos que deseen optar a pesebre. La Xunta de Galicia reparte subvenciones con bastante holgura desde la noche de los tiempos. En marzo dió 1,5 millones de euros a los medios de comunicación establecidos en la región [página 19 de este Diario Oficial de Galicia]. Mañana todos los diarios llevarán la primera página escrita en gallego. Al día siguiente volverán al castellano como idioma vehicular.

Ya he dado mi visión del ceremonial Pereiro en un artículo en la revista Calle 20. Lo que hoy quiero traer a la sección Top secret de este blog es más doméstico, agenda oculta, agua sucia… Tiene que ver con el inicio de la entrada y la invitación selectiva de la RAG.

"Así le rezo yo a San Francisco". Carta de Luis Pereiro a Piedad Cabo. Marzo, 1995.

«Así le rezo yo a San Francisco». Carta de Luis Pereiro a Piedad Cabo. Marzo, 1995.

Tengo antes mis ojos una carta manuscrita de Luis Pereiro. Está firmada el 8 de marzo de 1995 y dirigida a Piedad Cabo, que entonces vivía en San Francisco.

Aunque la alojo aquí en pdf y la letrita de Luis es transparante, deseo transcribirla.

Así le rezo yo a San Francisco

My Dear P.:

This is not a new and simple declaración of my love. Sería absurdo, aburriría a Cristo, después de tantas otras en todos los idiomas, de otros y otras en todos los lugares del mundo, pronunciadas por muertos y por vivos.

Esto es muy diferente.

No puede ser ya una declaración manchada por el tiempo o el espacio. Hemos sobrepasado la barrera de esa «duración» de que habla Handke, porque en el fango de todas las nostalgias, visiones, contaminación mutua, imágenes creadas y compartidas, sin ruido y sin furia en que estamos metidos hasta el cuello, eso que otros llaman amor no es suficiente: como una sentencia cumplida hace ya tiempo. Todo lo que alguna vez fue nuestro no puede existir más que en nuestra sangre que sigue su camino guiada por las venas de cada uno entremezcladas sólo en el cerebro. No somos siameses, pero tú tienes mi alma y yo la tuya, sin que sepamos nosotros cómo y cuándo. Y el mundo vive ahí fuera con sus turbulencias sin afectar seriamente a las nuestras. Cruzadas las barreras, superados los límites, olvidados los años, desde playas desiertas de Bretaña, desde hoteles ambiguos, desde el silencio que no necesita de más palabras que las que casi nunca se pronuncian, de miradas que nunca significan algo distinto a la luz que las baña, en imnumerables sueños cruzados, en el contacto leve que a veces queremos permitirnos, el mundo sigue girando indignado con nuestra indiferencia.

Tu ausencia o tu presencia sólo altera mi vida o mis deseos pero no podría interrumpir ni un sólo instante una conversación continua que invade mi cerebro y forma mi memoria, aunque esa ausencia llegase a ser eterna.

 

Luis Pereiro

Lo que fuimos o lo que somos va camino de ser intenso y duro, indefinible pero sin duda eterno, que es lo que dura la vida de un hombre que no se resigna aunque la muerte lo espere.

La verdadera duración del Tiempo es algo que un simple amor no puede concebir entre sus márgenes, no es capaz de acoger en sus entrañas tanta imagen vivida, tan pocas palabras para decir tanto, ritos y gritos sin alzar la voz como los que tú y yo llegamos a crear, juntos o separados, da lo mismo.

 

Este será el poema prometido en el lecho de mi resurrección o pacto con el diablo, ¿quién lo sabe? Pero no sería el último aunque las manos se me volviesen ramas secas o el cerebro una ciénaga. No habrá final hasta que el mundo se disperse y con sus restos nuestros comunes restos del naufragio, de un espacio cósmico que ya será siempre nuestra común y ardiente pesadilla.

«Aniquilar el dolor aniquilando el deseo», dijo Buda.

Un buen consejo que llega un poco tarde
porque soy ya un experto en ambas cosas
y prefiero sufrir, callar y hundirme
los dedos en la herida antes de olvidar el más mínimo
instante de mi deseo por ti.

Ya ves, nunca seré budista. Demasiado tiempo entre dos vidas y no quiero perderte entre transmigraciones y, entre ellas, mi dolor y mi fracaso.

Podría también ser yo el que representase tu papel, o tú el mío, o el mismo en una película distinta, o uno secundario en un viejo ‘thriller’ en blanco y negro.

 

Luis Pereiro y Piedad Cabo

Pero encontraría siempre la manera de no salir de tu alma, de entrar en ti a oscuras del modo más sutil o violento, y también de apartarme elegantemente, ya lo sabes ¿Cómo no vas a saberlo precisamente tú, que me diste el aliento y fuimos uno sin buscar nunca en los peores momentos la solución para evadirnos de un amor atroz y destructivo? Y también sabes hasta donde podía llegar mi desesperación al creerte perdida, y nunca necesitarás preguntarme en serio si te amo. Sólo podemos recrear diálogos, decirme: «Miénteme, dime que me amas», porque a ti ya no podría mentirte ni lo haría ya si tuviese que hacerlo.

Te vi una vez y te sigo mirando cuando no me ves, y creo que si algo me hizo amarte fue tu capacidad para saber siempre dónde poner los ojos, y sigo enamorado de tu infinita gama de miradas.

«Do you love me?», said the man. And she looked at him, but her eyes were fixed on the wall beyond her lover, looking the wide and open map of the world behind his head.

Esa eres tú, y así sigo adorándote.

A Coruña, 8-3-95
Para P. de Lois
Lois Pereiro

Nota: Propiedad de Piedad R. Cabo. Impublicable e irreproducible, a menos que el beneficio que ello le reporte le sirva para comer un sadndwich en Chinatown.

La carta, sobrecogedora en su transparente palidez, acompañaba al envío postal a Piedad Cabo de la primera parte de Conversa ultramarina. La nota final la declara, por voluntad expresa de Luis, la única dueña de la obra. Cualquier tribunal lo tendrá clarito en el futuro.

No la RAG, que ha excluido del magno acto a la musa inspiradora del escritor homenajeado, ni tampoco los herederos del poeta, que la prefieren con la boca cerrada e intentan silenciar las voces de la linea de sombra que reivindican al Luis tímido, libertario y coherente con su atroz padecimiento.

Parecerá de mal gusto formular hoy ciertas dudas en vísperas del gran día de fiesta. Pero, como no creo en las abstracciones ni en las lenguas atadas por propósitos cuando menos falaces, ahí dejo la cuestión: ¿Por qué se intenta ocultar que Luis murió de complicaciones derivadas del sida y se insiste en que fue por el envenenamiento del aceite de colza desnaturalizado?

Otra historia es la literaria. La poesía de Luis no permite la duda, nunca la ha permitido. Aunque algunos se han percatado dos décadas más tarde y al toque de rebato de la RAG de esa grandeza (como también parecen haberse enterado ahora de que existe algo llamado rock and roll), la obra ya estaba allí. Los libros del poeta los publicó en vida (Poemas 1981/1991 es de 1992 y Poesía última de amor e enfermidade, de 1995). No sólo son los mejores, sino también los únicos.

Lo que ha llegado este año es mediocre. El esbozo de Naúfragos do Paradiso (que los herederos han llegado a presentar como novela inédita, cuando había sido publicada en 1997) nunca habría sido entregado a las imprentas por Luis, un escritor exigente, radical y económico en el uso de la palabra, enemigo de la glosa vacía tan en boga.

Sólo se salva Conversa ultramarina (verdadero y único tercer libro del poeta), un dietario con el rigor centroeuropeo de Thomas Bernhard, de quien Luis admiraba la negra precisión («lo que pensamos ha sido ya pensado, lo que sentimos es caótico, lo que somos es oscuro«), aunque por desgracia, el gallego no imitó al austriaco en su desprecio final y murió sin dejar un testamento drástico que ahuyentase a los chacales.

Uno de los libros que Luis adoraba es La visita de la Vieja Dama, de Friedrich Dürrenmatt, una tragicomedia sobre la perversión canibal de la tierra natal contra sus hijos incómodos: la exclusión, el rechazo, el estigma, el desprecio, el cotilleo de cacatúas de la calle del Cardenal… Quienen refieren ahora la edénica relación entre Luis y Monforte deberían leer a Dürrematt. Es profético: «El mundo me convirtió en una puta y ahora yo lo convertiré en un burdel».

Al final de la francachela de mañana en el Monforte de Luis, un grupo de gaitas tocará el Himno Gallego. Luis hubiera preferido algo más venenoso. Nunca le gustaron las gaitas. Pero, sobre todo, hubiera condicionado su presencia a una sola reivindicación: estar al lado de Piedad Cabo, la vieja dama ausente.

Ánxel Grove