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El museo que prueba que los Estados Unidos participaron en el golpe de Chile

Exposición 'Secretos de Estado'. Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Santiago de Chile. ©Daniel Barahona

Exposición ‘Secretos de Estado’. Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Santiago de Chile. ©Daniel Barahona

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Si observas la fotografía de estos papeles estadounidenses aparecerán ante ti negros tachones que parecen murciélagos. Pero estos borrones censores, negros como la noche en la que los detenidos serán lanzados desde un helicóptero al mar, no ocultan por más tiempo el crimen que creyeron casi perfecto.

No han conseguido vencer a la esperanza de que un día podríamos atravesar su opacidad militar. Ahora lucen diáfanos en un museo chileno dedicado a los derechos humanos: son tinta fresca.

Esta es una sala de arte llena de objetos extraños: informes, órdenes y contra órdenes, reportes presidenciales, memorandos, cables, conversaciones filtradas, secretos de estado que fueron después rumores, y ahora un material documental que es un dictamen y un reconocimiento; todo después de que en 1998, el presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, anunciara que iba desclasificar miles de archivos relacionados con Chile.

El lugar en el que está expuesto es descrito como una galería de la memoria: un espacio en el que incluso poder escuchar -al menos dentro de una ficción telefónica que se reproduce al descolgar un falso teléfono-, al presidente estadounidense Richard Nixon hablando con su asesor de seguridad, Henry Kissinger, admitiendo la ayuda indispensable en el crimen: el derrocamiento del presidente electo Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973, y la emergencia de una dictadura del exterminio- 2298 ejecutados y 1209 detenidos desaparecidos-, a cargo del general Augusto Pinochet.

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Transforman en música las señales que emite una estrella moribunda

El radiotelescopio con 66 antenas es el mayor jamás construido sobre la Tierra. Desde 2011, Alma (Atacama Large Millimeter/submillimeter Array) capta desde el desierto de Atacama (al norte de Chile) las más débiles ondas de radio procedentes de cuerpos celestes lejanos y permite así el estudio sobre el origen y la evolución de galaxias, estrellas y planetas.

Hasta la fecha el más ambicioso proyecto astronómico basado en telescopios, en él colaboran Europa, los Estados Unidos, Canadá, Asia Oriental —principlemente China, Corea, Japón— y Chile. La principal misión de Alma desde su creación en 2011 es recabar datos e imágenes a partir de las radiaciones electromagnéticas de estrellas y planetas en el momento de su creación: el radiotelescopio puede ser el instrumento que por fin nos permita desvelar muchos de los misterios sobre el origen de la vida en la Tierra.

Alma Music Box (La caja de música Alma) es uno de los muchos proyectos colaborativos en los que participa el más grande de los telescopios, con la diferencia de que este sobrepasa lo científico para meter un pie en la música y convertirse casi en una acción artística que tiene más de poesía que de astronomía.

'Alma Music Box'

‘Alma Music Box’

Todo comenzó cuando el Observatorio Nacional de Japón se interesó en 2011 por las ondas de radio de R Sculptoris, una estrella moribunda en la constelación de Sculptor. No es cualquier estrella, a unos 1550 años luz de nuestro planeta y ocho veces más grande que el Sol, además de destacar por su intenso color rojo, los astrónomos descubrieron con su observación que alrededor de ella había una asombrosa espiral.

En un aparato parecido a los tocadiscos de vinilo, una colección de 70 discos negros reproduce las ondas que emite R Sculptoris. Las protuberancias sobre cada disco corresponden a los momentos en que las señales son más fuertes y a cada una se les asigna una nota musical. La melodía al estilo de una caja de música es inconexa y tiene silencios, corresponde al ritmo aleatorio con que la estrella libera las frecuencias.

Helena Celdrán

La estella R Sculptoris - Foto: Alma

La estella R Sculptoris – Foto: Alma

El disco en el que Violeta Parra daba «gracias a la vida» anunciando un tiro en la sien

"Las últimas composiciones" (Violeta Parra, 1966)

«Las últimas composiciones» (Violeta Parra, 1966)

El disco, editado en noviembre de 1966, es una advertencia de muerte. La negrura está escondida entre los surcos y amarrada como una dentellada de perro al alma de la mujer que aparece en la cubierta —con la mirada en ningún sitio, apuntando al exterior del plano, sin querer encontrarse con los ojos de nadie— en una foto de un blanco y negro lavado al que parecen haber vaciado de contraste o acaso de vida.

La mujer, desgreñada como siempre, enemiga de las obligaciones estúpidas de peinarse, arreglarse, bañarse, lavarse, acomodarse para los demás, sostiene el charango —cinco cuerdas dobles como mandamientos repetidos, para que resuenen duplicados en los espacios sin fin del altiplano— pero podría estar sosteniendo una piedra. No hay ánimo, no queda brío para otra cosa. Violeta Parra acaba de cumplir 49 años y sabe que el calendario no marcará 50.

Violeta Parra (1917-1967)

Violeta Parra (1917-1967)

Cuando aparece el disco, que se titula, por si quedaran dudas de la voluntad testamentaria, Las últimas composiciones [el vínculo permite escuchar el álbum completo], la primera canción conmueve a todo aquel que la escucha. Se titula Gracias a la vida y la consideran de manera instantánea un «himno humanista», un aleluya a los dones que nos consiente la genética biológica: la vista, el sonido, el lenguaje, la marcha, el corazón, la risa, el llanto…

Quizá entre los muchos que han versionado la pieza en este casi medio siglo —el habitual elenco de  extraviados que se apuntan al voluntariado universalista con voluntad partisana una vez al año, una comparsa a la que cabe otorgar la condición de alucinación: Raphael, Joan Baez, Nana Mouskouri, Plácido Domningo, María Jiménez, Pasión Vega, Rosario Flores, Richard Clayderman…— alguno se haya quedado trabado en el cuarto de los cinco endecasílabos de la letra. Es un miserere sobre lo inútil de avanzar cuando no hay voluntad ni destino:

Gracias a la vida que me ha dado tanto,
Me ha dado la marcha de mis pies cansados,
Con ellos anduve ciudades y charcos,
Playas y desiertos, montañas y llanos,
Y la casa tuya, tu calle y tu patio.

Otras canciones del disco avisan del revólver, de las venas cortadas, del me voy de aquí, con una textualidad todavía más manifiesta.

En Run Run se fue pa’l Norte describe la oquedad interior:

Vacía como el hueco
del mundo terrenal.

En Rin del angelito toca y canta inmisericorde, como dando patadas con la cadencia de un pelotón de fusilamiento, y habla de un niño muerto en el que ella misma se proyecta:

Cuando se muere la carne
el alma busca en la altura
la explicación de su vida
cortada con tal premura,
la explicación de su muerte
prisionera en una tumba.
Cuando se muere la carne
el alma se queda oscura.

En Maldigo del alto cielo conjuga una relación de condenas que lo abarca todo: el fuego del horno, los «estatutos del tiempo / con sus bocharnos», la cordillera de los Andes, la paz y la guerra, lo cierto y lo falso, los jardines de la primavera y el color del otoño, «el invierno entero» y «el verano embustero», la bandera y «cualquier emblema», el ancho mar, «el cosmos y sus planetas / la tierra y todas sus grietas»…

La cosmogonía blasfema descubre al fin a una mujer despechada por amor:

Maldigo luna y paisaje,
los valles y los desiertos,
maldigo muerto por muerto
y el vivo de rey a paje,
el ave con su plumaje
yo la maldigo a porfía,
las aulas, las sacristías
porque me aflige un dolor,
maldigo el vocablo amor
con toda su porquería,
cuánto será mi dolor.

Maldigo por fin lo blanco,
lo negro con lo amarillo,
obispos y monaguillos,
ministros y predicandos
yo los maldigo llorando;
lo libre y lo prisionero,
lo dulce y lo pendenciero
le pongo mi maldición
en griego y en español
por culpa de un traicionero,
cuánto será mi dolor.

Cortejo fúnebre de Violeta Parra en La Carpa

Cortejo fúnebre de Violeta Parra en La Carpa

El 5 de febrero de 1967, sólo unos meses después de grabar esta colección de canciones ahogadas por la depresión, Violeta Parra se pegó un tiro mortal en la sien derecha. Eligió para la escenificación de la ceremonia suicida que anunciaban sus canciones últimas La Carpa de La Reina, el centro cultural que había montado en 1965 en un barrio del oriente de Santigo de Chile con la intención de convertirlo en una «universidad del folclore» y, al tiempo, un medio para salir de la pobreza. La aventura —un barrizal en los húmedos inviernos australes, con vendavales que rompían la lona— había sido un desastre: poco público, desinterés social, presión policial…

El amante más duradero de la cantante, el musicólogo suizo Gilbert Favre, cansado de la miseria y los arrebatos de mal genio y celos de Parra, se había marchado a Bolivia. Ella fue detrás para buscarlo y lo encontró casado con otra mujer. Aprovechó el despecho para comprar un revólver. Dijo que era para defenderse de los maleantes que frecuentaban La Carpa.

En el teatro Plaisance. París, Francia. 1963

En el teatro Plaisance. París, Francia. 1963

La mayor parte de las reseñas biográficas de Parra han suprimido las aristas y tiñen a la persona de santidad —valga como ejemplo del tono imperante la entrada en español de la Wikipedia: «un legado de esfuerzo y sacrificio a Chile y el mundo»—. Alguna, como la biografía novelada Yo, Violeta de Mónica Echeverría, aspira a desnudar al personaje de santidad, porque la folclorista, dice la autora, era una mujer agria, de mal carácter, devoradora de hombres a los que maltrataba y «con las iras a flor de piel» a la que han «transformado» en «una especie de Virgen María inmaculada y santa».

Sus hijos, Ángel e Isabel, Los Parra de Chile, nunca han mencionado la palabra suicidio en las muchas referencias a la madre. Su hermano, el antipoeta NicanorPremio Cervantes de 2011—, tampoco lo hace en la victoriosa égloga Defensa de Violeta Parra: Violeta de los Andes / Flor de la cordillera de la costa / Eres un manantial inagotable / De vida humana.

Para encontrar una crónica fiel de la derrota vital tenemos que acudir a la propia Violeta Parra, que alguna vez se retrató en estos términos: «En mi vida me ha tocado muy seco todo y muy salado, pero así es la vida exactamente, una pelotera que no la entiende nadie. El invierno se ha metido en el fondo de mi alma y dudo que en alguna parte haya primavera; ya no hago nada de nada, ni barrer siquiera. No quiero ver nada de nada, entonces pongo la cama delante de mi puerta y me voy», escribió en algún momento».

Edición española de "Las últimas composiciones"

Edición española de «Las últimas composiciones»

Para colmar la beatificación de la cantante universal y ocultar la verdad de un disco fúnebre, muchas ediciones posteriores del álbum que era advertencia de muerte fueron manipuladas con una cubierta penosamente falseada donde la cantante flota sobre un paisaje andino astral.

Nos queda ejercer la justicia de escuchar Gracias a la vida y las demás canciones de autoaniquilamiento de Las últimas composiciones, uno de los grandes discos de la historia, como lo que son: constancias de una inmisericorde derrota, ecos previos del estampido de un balazo contra la sien derecha.

Ánxel Grove

Cuando Roberto Bolaño ejerció el periodismo

"Entre paréntesis"

«Entre paréntesis»

Encajada en la obra narrativa deslumbrante de Roberto Bolaño, de cuya muerte se cumplen hoy diez años, Entre paréntesis es una obrita pordiosera y sucia . Ambas condiciones, mencionadas con el respeto que merece toda bastardía, cuadran con la vida desordenada pero comprometida del escritor más importante en español  —y cualquier otro idioma— de las últimas décadas.

«Para el escritor de verdad su única patria es su biblioteca, una biblioteca que puede estar en estanterías o dentro de su memoria. El político puede y debe sentir nostalgia, es difícil para un político medrar en el extranjero. El trabajador no puede ni debe sentir nostalgia: sus manos son su patria«, escribe Bolaño en una de las cien piezas de esta antología, editada póstumamente, en 2004, poco antes de la explosión atómica de 2666, y preparada por Ignacio Echevarría, confidente y mano derecha literaria del chileno, apartado de escena poco después por los intereses mercenarios (y multimillonarios: Bolaño es una estrella planetaria) de la empresa hereditaria, regentada con mano de hierro por la viudísima Carolina López.

Entre paréntesis permite el milagro de entrever a Bolaño trabajando como amanuense, manchándose las manos, vehemente como siempre pero escribiendo con la fugacidad nerviosa del límite de caracteres y los deadlines para el periódico chileno Últimas Noticias y el Diari de Girona, donde publicó columnitas semanales desde 1999, vecinas en la maqueta de otra que trajinaba con bastante menos gracia José María Gironella, el autor que había sido admitido como crítico de confianza en tiempos del franquismo.

En las colaboraciones periodísticas escritas en Blanes, el pueblito que en primavera, decía Bolaño, se convertía en «Blanes Ville o en Blanes sur Mer»; ofrecía las «gambas más rojas de la Costa Brava»; permitía compartir el aroma «metafísico» de las cremas bronceadoras que «huelen a democracia, huelen a civilización»; donde viven el pastelero Joan Planells, que ha descubierto el secreto de la felicidad, la librera Pilar Pagespetit i Martori, que escucha los «acordes sombríos» de John Coltrane que ponen nervioso a Bolaño, y el vendedor de videojuegos Santi; el escenario bolañista de los paseos «junto con los viejos verdes» por el Paseo Marítimo, los encuentros con el tabernero Dimas Lunas, que gestiona los méjores cócteles mientras chapurrea en ruso, los gambianos que son Reyes Magos en Navidad y el rapsoda local casi nonagenario Joseo Ponsdomènech, con los bolsillos llenos de versos gratis…

Robero Bolaño (1953-1993) © Alejandro Yofre

Robero Bolaño (1953-1993) © Alejandro Yofre

Y, por supuesto, enmadejada con la vida, la literatura, que para Bolaño era una cosa peluda que habita el alma, te muerde los riñones y te provoca una erección de 30 centímetros —la únicas, según sostenía, que son merecedoras de aparecer en una autobiografia—. Las columnas periodísticas —¡cuánto hemos perdido al condenar a muerte a los diarios de provincias!— están habitadas por el equipo titular: el encuentro con un cuervo ante la tumba de Borges; el «infierno cotidiano» de Javier Tomeo; el Ferdydurke luminoso pero «lleno de claroscuros» de  Gombrovicz; el feroz Hunter S. Thompson; el inevitable Nicanor Parra; los compadres (César Aira, Juan Villoro, Enrique Vila-Matas, Rodrigo Fresán, Javier Cercas); Hannibal el Canibal soñando con una agente Sterling «más guapa que Jodie Foster»; el «abismo inmóvil» de William S. Burroughs; la relectura de Neruda «como quien revisa las cartas comerciales y sentimentales de su abuelo»; el venerado Philip K. Dick, «una especie de Kafka pasado por el ácido lisérgico y por la rabia»…

En el tomo hay otros placeres: el discurso de aceptación del Premio Rómulo Gallegos de 1999 por Los detectives salvajes («muchas pueden ser las patrias, se me ocurre ahora, pero uno solo el pasaporte, y ese pasaporte evidentemente es el de la calidad de la escritura. Que no significa escribir bien, porque eso lo puede hacer cualquiera, sino escribir maravillosamente bien, y ni siquiera eso, pues escribir maravillosamente bien también lo puede hacer cualquiera. ¿Entonces qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso»); la crónica Fragmentos de un regreso al país natal, sobre el reencuentro con Chile en un viaje en 1998; la última entrevista, en la edición mexicana de Playboy; unos consejos para escribir cuentos («a Cela y a Umbral, ni en pintura»)…

Y, claro, el polémico texto Playa, cuyo taxativo inicio («dejé la heroína y volví a mi pueblo con el tratamiento de metadona que me suministraban en el ambulatorio»), ha conducido a la creencia, sobre todo en los EE UU, de que Bolaño y la aguja fueron amantes, mito que me importa escasamente, aunque sí me llega una afirmación generacional de una las columnas para el diario en la que toma partido frontalmente a favor de los dulces perdedores: «Los primeros amigos que tuve en Blanes eran casi todos drogadictos (…) Ahora están muertos, y casi nadie se acuerda de ellos, jóvenes ingenuos que creyeron ser peligrosos pero que sólo fueron un peligro para su propia salud».

Agoten a Bolaño. Lean, por dios, porque nunca lo olvidarán, al menos las dos novelas cruciales (Los detectives salvajes y 2666), los cuentos de Putas asesinas, el ensayo-ficción La literatuza nazi en América y no olviden Entre paréntesis. Encontrarán, sin afeitar y con el aliento iluminado por el procaz olor a callejón de los cigarrillos, a un escritor valiente hasta la temeridad para quien el oficio era una ruleta rusa con cuatro balas en un cargador de cinco: «Correr por el borde del precipicio: a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno quiere, y los libros, y los amigos, y la comida. Y aceptar esa evidencia aunque a veces nos pese más que la losa que cubre los restos de todos los escritores muertos. La literatura, como diría una folclórica andaluza, es un peligro».

Ánxel Grove

Sergio Larraín, el fotógrafo vagabundo que lo dejó todo para «rescatar el alma»

Sergio Larrain, 1967 © René Burri / Magnum Photos

Sergio Larraín, 1967 © René Burri / Magnum Photos

El juego es partir a la aventura, como un velero, soltar velas. Ir a Valparaiso, o a Chiloé, por las calles todo el día, vagar y vagar por partes desconocidas, y sentarse cuando uno está cansado bajo un árbol, comprar un plátano o unos panes y así tomar un tren, ir a una parte que a uno le tinque, y mirar, dibujar también, y mirar. Salirse del mundo conocido, entrar en lo que nunca has visto, DEJARSE LLEVAR por el gusto, mucho ir de una parte a otra, por donde te vaya tincando. De a poco vas encontrando cosas y te van viniendo imágenes, como apariciones las tomas.

Sergio Larraín (1931-2012) escribió en 1982 una carta a uno de sus sobrinos, empeñado en que el tío concibiera unos consejos sobre el arte fotográfico. El documento tiene sólo 870 palabras pero una dimensión sideral, como de dibujo cósmico, de lección de un maestro tan dulce como descreído, un gurú que acaso es dulce porque rechaza todo método excepto la divina errancia, la bendita condena que nos aproxima a los animales: vagamos porque el asiento es la muerte.

En el retrato que inicia esta entrada, tomado en París en 1967 por René Burri, compadre de Larraín y colega en la Agencia Magnum, se adivina la belleza casi canalla del autor de la carta. Tenía 36 años y en el porte desenvuelto y la doblez matemática de la bufanda se adivina al pituco, como llaman en Chile a los niños bien. Hijo de un decano de Arquitectura y coleccionista de arte, Larraín había crecido en el barrio más pijo de Santiago, estudiado en liceos privados e intentado el absurdo de licenciarse como ingeniero forestal en Berkeley, en la bella California, donde frecuentó los bares y la marihuana con más ahinco que las aulas.

“Estaba confundido, no entendía nada. Decidí entonces dejar los estudios y tener una profesión de vagabundo para buscar la verdad”, escribiría Larraín sobre aquel tiempo ofuscado, al que puso término aceptando lavar platos por 60 dólares al mes. Encantado de tener dinero ajeno a la fortuna de papá, decidió darse un capricho y fue de tiendas con la idea fija de comprar lo más bello que se le cruzara en el camino. Las leyes de ordenación que rigen el mundo decidieron que el objeto fuese una cámara Leica IIIc de segunda mano. Acordó un sistema de pagos aplazados de cinco dólares al mes.

Sigues viviendo tranquilo, dibujas un poco, sales a pasear y nunca fuerces la salida a tomar fotos, por que se pierde la poesía, la vida que ello tiene se enferma, es como forzar el amor o la amistad, no se puede. Cuando te vuelva a nacer, puede partir en otro viaje, otro vagabundeo: a Puerto Aguirre, puedes bajar el Baker a caballo hasta los ventisqueros desde Aysén; Valparaiso siempre es una maravilla, es perderse en la magia, perderse unos días dándose vueltas por los cerros y calles y durmiendo en el saco de dormir en algún lado en la noche, y muy metido en la realidad, como nadando bajo el agua, que nada te distrae, nada convencional. Te dejas llevar por las alpargatas lentito, como si estuvieras curado por el gusto de mirar, canturreando, y lo que vaya apareciendo lo vas fotografiando.

Un largo viaje por Europa y Oriente Medio educó la mirada del joven, que ya no quiso hacer otra cosa más que fotos cuando regresó a Chile en 1955 para instalarse en Valparaiso, la ciudad que adoraba por sus abismos de adoquines, la niebla y los prostíbulos. Por encargo de dos entidades benéficas retrató a las partidas de niños de la calle de Santiago cuya existencia negaba el poder. Fue el primer gran reportaje de Larraín, una serie donde la violenta realidad no difumina la ternura y la simpatía. El MoMA de Nueva York se fija en la obra del chileno y le compra un par de fotos.

Con la recién ganada fama llegó una beca del British Council para un reportaje sobre Londres en 1959. El resultado es tan hondo y nuevo —la visión quebrada, el horizonte fijado en el suelo, la niebla embalsamando a la ciudad y sus moradores…— que el gran pope Henri Cartier-Bresson invita al chileno a entrar en Magnum, el sancta santórum del documentalismo, pero le propone, con bastante mala uva, una prueba de acceso cargada de veneno: debe ir a Sicilia para localizar y retratar al poderoso capo mafioso Giuseppe Genco Russo, buscado por varios asesinatos por la Interpol, huido de la justicia y de quien no existía ni una sola imagen conocida.

Genco Russo en su casa, Sicilia, 1959 © Sergio Larraín /  Magnum Photos

Genco Russo en su casa, Sicilia, 1959 © Sergio Larraín / Magnum Photos

El fotógrafo regresó a París tres meses después con más de 6.000 fotos sobre Napolés, Calabria y Sicilia, entre ellas medio centenar donde el capo mira a cámara, duerme la siesta y come pasta con la familia. El orgulloso posado frontal de Russo en su casona de Caltanissetta aparece en revistas de medio mundo y Larraín entra como socio en Magnum.

Nada se le niega al reportero en los años sucesivos. Es un tiempo de oro y fama. En París se codea con el escritor Julio Cortázar, a quien cuenta que acaba de hacer una foto callejera que, tras ser revelada, permite ver en segundo plano a una pareja haciendo el amor. De la idea nace el relato Las babas del diablo, que Cortázar inicia con palabras que podrían referirse a Larraín: «Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños, pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se trata de estar acechando la mentira como cualquier reporter, y atrapar la estúpida silueta del personajón que sale del número 10 de Downing Street, pero de todas maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una botella de leche».

Sigue lo que es tu gusto y nada más. No le creas más que a tu gusto, tu eres la vida y la vida es la que se escoge. Lo que no te guste a ti, no lo veas, no sirve. Tu eres el único criterio, pero ve de todos los demás. Vas aprendiendo, cuando tengas una foto realmente buena, las amplias, haces una pequeña exposición o un librito, lo mandas a empastar y con eso vas estableciendo un piso, al mostrarla te ubicas de lo que son, según lo veas frente a los demás, ahí lo sientes. Hacer una exposición es dar algo, como dar de comer, es bueno para los demás que se les muestre algo hecho con trabajo y gusto. No es lucirse uno, hace bien, es sano para todos y a ti te hace bien porque te va chequeando.

En 1968, tras una carrera corta y deslumbrante, Larraín se repliega sobre sí mismo. Las fotos son secundarias, dice, cuando se trata de «rescatar el alma». Se afana en la búsqueda de maestros espirituales —primero sigue al boliviano Óscar Ichazo y después al chileno Claudio Naranjo, chamanes new age a cuyo costado persigue la iluminación—, escribe sobre ecología, practica yoga, consume LSD… Dos años después se despide de Magnum, retira los negativos de los archivos de la agencia y quema buena parte de su obra fotográfica, que podemos disfrutar porque otro fotógrafo existencial y errante, el gran Josef Koudelka, tenía copias de centenares de fotos del chileno, al que adoraba.

Se retira a las montañas, corta con casi todos los amigos y familiares, vive como un ermitaño, escribe pequeños opúsculos que llama textos para el kinder planetario —con frases como «el universo es unidad, está todo junto, al mismo tiempo, ahora»— y sostiene sus escasas necesidades dando clases de yoga una vez por semana en un gimnasio. Le buscan periodistas de todo el mundo. La reportera Verónica Torres logra hablar con él en 2011 y encuentra a una persona alunada. Cuando la despide en el marco de la puerta de la casucha Larraín dice: «Párate en el kath, dobla un poco las rodillas, baja el cuerpo. Así pesadita. Conéctate con la gravedad, cierra los ojos. Estás aquí y ahora, el pasado no existe y lo que viene tampoco».

El fotógrafo a quien Roberto Bolaño definió como «rápido, ágil, joven e inerme» y de mirada similar a un «espejo arborescente», murió en febrero de 2012, a los 81 años, de una enfermedad coronaria. En el remoto pueblo de Ovalle, donde vivía, le llamaban El Queco y casi nada sabían del pasado de uno de los fotógrafos más brillantes y efímeros del siglo XX.

Los Encuentros de Arlés, que se están celebrando, dedican la mejor exposición del certamen a Larraín, cuyo paso por el mundo comparan al movimiento de «un meteorito». De estar vivo, el fotógrafo no hubiera admitido el homenaje.

Ánxel Grove