Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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La teoría de los tres niveles narrativos… y sus respectivos equipos de grabación

Veinticuatro horas más tarde, los equipos de grabación que ayer mostraba en estas páginas se encuentran ahora desplegados en otra mesa, a once mil kilómetros de distancia, océano mediante, listos para entrar en acción.

A primera vista podrá parecer excesivo viajar con tantos aparatos – supongo que especialmente para la persona que le toca el asiento contiguo en el avión y que al subir descubre que, maldita suerte, en el compartimento de las maletas de mano no cabe ni un alfiler – pero lo cierto es que la presencia de cada uno de estos objetos ha sido concienzudamente meditada.

Es más, esta presencia responde a una teoría que me he inventado – tantas horas muertas en aviones no deben ser buenas para la salud mental – y a la que he dado en llamar “Teoría de los tres niveles narrativos». Aquí con ustedes…

1. BREAKING NEWS

Esta primera categoría narrativa la asocio al periodismo puro y duro, de noticias de última hora, de cables de agencia. Dónde, cuándo, cómo, por qué y dónde. Sin adornos ni artilugios, de la forma más objetiva posible.

Cuando ruedo un documental o un reportaje empleo una cámara P2 para captar esta clase de información. Una cámara versátil, dúctil, que responda a condiciones de luz extrema, que sobreviva a toda clase de clima, que sea fácil y rápida de manejar.

La que aparece en una foto es una Panasonic 171, excelente por tamaño y por su gran angular. Mayor calidad tiene la Panasonic 250 que destaca porque, a diferencia de los modelos anteriores, graba ya en 1920 en lugar de en 1440.

Opciones estas que me obligan a llevar un lector de tarjetas P2, varios discos duros Lacie de 1TB USB 3 para albergar la información, un programa llamado Shot Put Pro para verificar que los archivos han pasado y un ordenador, claro.

2. ARTÍCULO DE COLOR

La segunda cámara que me acompaña busca una narración más de detalles, de texturas y sensaciones. Algo así como el artículo de color en relación a la noticia pura y dura.

Para ello uso una Canon EOS 5D Mark II, de la que tantas veces he hablado en estas páginas, pues la profundidad de campo que ofrece es extraordinaria.

A modo de consejo, no llevar tarjetas Compact Flash con demasiada capacidad ya que suelen colapsar ante las grandes olas de información. Evitar la Canon C300, que por lo laboriosa es para cine y no para reportajes. Y ahorrar para comprarse la nueva EOS 5D Mark III, que ofrece, entre tantas otras cosas, un increíble rendimiento de ISO. Parece que no hay oscuridad que se le resista.

3. VISIÓN PERSONAL

El tercer nivel narrativo para el que busco una cámara es el más personal y subjetivo, aquel que hace tiempo los periodistas sólo plasmaban a través sus libros, como «Ébano» de Kapuscinsky, y que ahora todos tenemos a mano gracias a los blogs, como «Viaje a la guerra», por supuesto, ¿qué otro mejor ejemplo?

Para esto, lo que estoy usando es una Go Pro HD Hero 2, que me permite una visión muy en primera persona de la realidad. Además de que es una cámara subacuática, fácilmente agregable a cualquier parte del cuerpo por tamaño y accesorios que van desde casco hasta muñequera.

* * *

En definitiva, el empleo de equipos que respondan a distintos niveles narrativos nos brinda después un lenguaje mucho más rico y cargado de matices a la hora de editar y de contar nuestra historia. Podemos ir desde el documental tradicional hasta la narración más libre, próxima al cine de autor.

Como ejemplo, este trabajo que hice junto a Jon Sistiaga en Somalia, para Canal Plus.

Si hay algo fascinante de estos tiempos es que tenemos más libertad narrativa que nunca, y que los equipos no son caros como antes, sino que con una inversión razonable se puede ir muy bien pertrechado. Lo único que parece tener difícil resolución es lo de incordiar al vecino en el avión. Disculpas por adelantado a quien le toque.

* * *

Hablando de Canal Plus… hoy descubrí que algunos argentinos la llaman de otra manera. «En diez días, una entrevista para Canal Plus», le digo a mi interlocutor. Como respuesta, una mirada de extrañeza. Trato de explicarle de qué estoy hablando. Le muestro el logo de la cadena. «Ah… acá en Argentina le decimos Canal Más», me aclara.

De equipos de grabación, viajes y teorías narrativas

A esta altura de la historia, las maletas se hacen prácticamente solas. Basta un guiño, un chasquido, para que la ropa, el botiquín y el cepillo de dientes repten por la habitación, den un salto y encuentren sin demoras su sitio en la valija. Listos para volver a la ruta.

Ya los equipos son otro asunto. Requieren un cierto mimo. No es lo mismo estar en Somalia y descubrir que te faltan calzoncillos, que llevarte las manos a la cabeza horrorizado en el Hotel Paz de Mogadiscio porque acabas de tomar conciencia de que te has olvidado un lector de tarjetas P2 o una zapata para el trípode.

Ese momento en el que te dices que con un poco de suerte te agarra un coche bomba y así te salvas de dar explicaciones a la gente a invertido miles de euros para que tú puedas estar allí.

Pasar revista

A tal obsesión llega esto de no dejarse nada en casa que luego resulte imposible conseguir en los grandes y lujosos centros comerciales del Congo o de Afganistán, que hace años confeccioné un listado con todos los equipos que debo llevar a un viaje. Listado que esta tarde he estado repasando de manera concienzuda ya que mañana vuelvo a subirme al avión.

Y aunque así, a simple vista, la selección de equipos parezca ser un poco arbitraria, lo cierto es que la presencia en las maletas de cada objeto está pensada y repensada hasta el paroxismo.

Tanto por criterios estratégicos como también narrativos que en la próxima entrada explicaré porque es algo que muchas veces me preguntan: ¿Qué cámaras llevar para esta clase de producción? ¿Por qué?

África de Cairo a Cabo (medio siglo más tarde)

En la anterior entrada hablaba sobre cuánto nos definen – a los que nos dedicamos a contar historias y supongo que a todos en general – aquellos proyectos que soñamos pero que nunca llegamos a concretar. Ideas que, en mi caso en particular, no consiguen dejar de ser meros apuntes en un cuaderno.

Allí compartí con vosotros 13 Objetos, que sí logro fugarse del papel para hacerse realidad, pero que ha quedado temporalmente inconclusa. Ahora, quizás porque enero es el mes en el que se suele planear el resto del año, os presento otra iniciativa que está dando sus primeros pasos.

La ruta Meneses

Al maestro Enrique Meneses – que no le gusta que le digan «maestro» pero que lo es doblemente, como persona y como profesional -, no le hacen falta presentaciones. Y a sus peripecias periodísticas por Africa, Oriente Medio, Cuba o EEUU, tampoco.

Seré breve, pues explico exhaustivamente la lógica del proyecto en el vídeo: se trata de hacer nuevamente el periplo que Enrique realizó en 1956 desde El Cairo a Ciudad del Cabo. Viaje del que dejó constancia en una serie de crónicas que publicó en aquella época y luego en el libro «Africa de Cairo a Cabo».

Ir a los mismos lugares. Buscar a los mismos personajes o a sus descendientes. Su voz y sus imágenes como guías. Una forma de reflexionar sobre cómo ha cambiado Africa en estos 56 años, desde la descolonización hasta hoy. Y, en general de las extraordinarias transformaciones que está viviendo nuestro mundo, el de los siete mil millones sobre el que tantas veces escribimos aquí.

Al mismo tiempo también, este viaje de tres meses de duración – que, de partida, tendrá la forma de libro y documental – será una gran oportunidad para rendir homenaje a Enrique, para difundir su pasión por este oficio y su espíritu viajero. Pasión que a los 82 años lo ha llevado a crear su propia cadena IP: Utopia TV. Nada menos.

Los conflictos más violentos de 2011 (1)

Como ya hemos escrito en estas páginas en varias ocasiones, la guerra tradicional, entre estados y ejércitos profesionales, pertenece al pasado. De hecho, de los diez conflictos que en 2011 provocaron más de 1.000 muertos, ninguno responde a estas características.

La violencia en el siglo XXI pasa por aquellos territorios donde los gobiernos apenas ejercen su poder y grupos terroristas, insurgentes o simplemente delictivos campan a sus anchas. Enfrentamientos armados de lógica difusa, sin frentes, donde la peor parte se la llevan los civiles.

Soldado ugandés en el frente norte de Mogadiscio, Somalia. Septiembre 2011. Foto: HERNÁN ZIN

En las próximas entradas repasaremos uno a uno estos diez conflictos, su evolución a lo largo del 2011 y sus perspectivas para 2012.

Algunos de los cuales hemos narrado desde el terreno en estas páginas como Somalia, Afganistán o Sudán, y otros de nuevo cuño, provocados por las legítimas ansias de libertad y democracia, como Yemen, Libia o Siria.

Una lista de diez guerras que, en número de muertos, encabeza México con 12.539 asesinatos relacionados con las drogas en 2011. Un aumento del 6,3% con respecto a 2010.

Luego viene Afganistán. Y después Irak. Aunque la prensa ya casi no les dedique titulares, lo cierto es que 4.063 civiles murieron el pasado año en la nación del Tigris y el Éufrates, que empieza el 2012 con apenas 200 soldados de EEUU en su territorio (los encargados de velar por la seguridad de la embajada, en la llamada Zona Verde de Bagdad).

Pakistán y Colombia cierran este listado al que debemos sumar una veintena de conflictos de larga duración si queremos realizar una radiografía más exhaustiva de la violencia en nuestro mundo.

Entre estos últimos, que no han superado el millar de muertos en 2011, el más antiguo es el de Corea del Norte y del Sur, seguido por las luchas internas en Birmania, y luego la respuesta a la ocupación de Palestina.

Los 40 de Médicos Sin Fronteras

En este blog hemos conocido de primera mano el trabajo de Médicos Sin Fronteras en Uganda, Sudán, la República Democrática del Congo, Líbano y Kenia. Una labor sumamente meritoria por su carácter humanitario, pero también por las complejas condiciones en que se desarrolla.

Personal de MSF discute con soldado en la guerra de Angola en 1999. Autor: Hans Jurgen Burkard.

Hay que estar hecho de una pasta especial – tener una profunda vocación y creer férreamente en lo que se hace -, para pasarse seis meses en una aldea perdida de África, o en un campamento hacinado de refugiados, sufriendo tanto sea el aislamiento como la falta seguridad o las dificultades logísticas. A quien escribe estas palabras, una semana en estos sitios le ha resultado siempre una eternidad. Y quizás más.

Pero el trabajo de MSF no sólo se circunscribe a las zonas más olvidadas del planeta, sino que también tiene lugar aquí, entre nosotros, a través de las campañas de sensibilización que realiza y de los informes que pone a disposición de los gobiernos y la prensa. Sus integrantes están cada día más convencidos de que tan importante es actuar en el terreno como incidir sobre los que toman decisiones desde los centros de poder.

En este sentido MSF España me ha servido en numerosas ocasiones de valiosa fuente de consulta, como en el último viaje que realicé a Somalia, a las órdenes de Jon Sistiaga, para el documental “Los señores de la guerra”. Sus consejos, informes y experiencias en el terreno fueron cruciales a la hora de componer una idea fidedigna, de primera mano y actualizada sobre lo que íbamos a encontrar en Mogadiscio. Y sé que muchos otros compañeros han tenido la posibilidad de contar con esa misma suerte.

En la guerra fría

MSF nació de la mano de un grupo de médicos y periodistas que, durante la guerra fría, defendían una acción médica ajena a los intereses y presiones de los dos grandes bloques antagónicos que se disputaban el mundo. Una organización independiente que acudiera allí donde las poblaciones víctimas de situaciones de emergencia lo requirieran, para prestar asistencia médica urgente.

Las primeras intervenciones de MSF dejaron testimonio en la historia moderna de la brutalidad ejercida contra las poblaciones civiles en los campos de refugiados camboyanos en Tailandia a mediados de la década de los setenta o en la guerra civil en Líbano en los ochenta.

Les siguieron otras grandes crisis: Afganistán, Somalia, Ruanda, Zaire/República Democrática del Congo, Angola, Sierra Leona, Liberia, Sri Lanka, Colombia, Chechenia, Bosnia, Kosovo, Darfur, Chad o República Centroafricana. Algunas de ellas permanecen en la memoria colectiva; otras han caído hoy en el olvido.

De persona a persona

Otra característica que he descubierto en estos años de interacción con MSF es su constante proceso de reflexión sobre la realidad en la que se desempeña. Algo lógico en este mundo en constante cambio, pero que no es tan habitual como se podría pensar en organizaciones tan grandes.

Un mundo en transformación sobre cuyas nuevas características hemos escrito hace poco en estas páginas. Un mundo en el que, por el ascenso social de tantas decenas de millones de personas en lugares como Brasil, India o China, se necesita un profundo debate sobre ciertas políticas de cooperación al desarrollo.

Pero lo que no podemos dejar de defender, más allá del torpe y sesgado esfuerzo de periodistas como Linda Polman, es la ayuda humanitaria a personas en situaciones de sufrimiento extremo, se encuentren donde se encuentren, tengan la religión o el color de piel que tengan. Principio cada día más universal cuya claudicación significaría un brutal retroceso para todos.

En este cuarenta aniversario, que la organización cumple mañana día 21 de diciembre, vale la pena rescatar parte del discurso que James Orbinski, entonces presidente de MSF internacional, dio en 1999 al aceptar el Premio Nobel de la Paz:

Nuestros equipos viven y trabajan entre gente cuya dignidad es violada cada día. Estos profesionales deciden utilizar su libertad para hacer del mundo un lugar más soportable. A pesar de grandes debates sobre el orden mundial, la acción humanitaria viene a resumirse en una sola cosa: seres humanos ayudando a otros seres humanos que viven en las más adversas circunstancias. Vendaje a vendaje, sutura a sutura, vacuna a vacuna.

La teoría de los 7.000 millones

Nuestro mundo está viviendo una extraordinaria transformación. Cada día miles de personas prosperan, avanzan, ascienden socialmente, en países emergentes como Brasil, China o India. Suman sus voces, anhelos y esperanzas a una realidad global que hasta ahora los había ignorado.

Aunque se trata de un fenómeno que lleva décadas forjándose, me gusta llamarlo de los “Siete mil millones”. Cifra que marca – de forma arbitraria, claro está – la frontera entre un pasado en el que el hombre blanco ejerció un poder apenas disputado, y un presente mucho más diverso, polifónico, mestizo, plural.

Un mundo este, de los siete mil millones, en el que 6 de los 10 países que más rápidamente crecen están en África. Un mundo en el que la pobreza desciende rápidamente en América Latina mientras que aumenta en Europa y EEUU. Un mundo que tiene como nuevas y pujantes capitales a Shangai, Sao Paulo, Nueva Delhi o Ciudad del Cabo, ya no factorías orientadas a la metrópoli, sino universos en sí mismos.

Y nosotros…

Como continente viejo, acostumbrado a la abundancia y las prerrogativas sociales frente al resto del planeta, Europa se lleva la peor parte de este nuevo orden. Debe renovarse, rejuvenecer, para no perder su sitio. Tiene que adelgazar, recuperar músculo para poder competir.

La gran desventaja que tenemos es que la gente de los países emergentes está hambrienta por progresar, algo que descubro en cada uno de mis viajes, mientras que aquí perdemos demasiadas energías en indignarnos, en patalear – como el niño rico, malcriado –, más que en reinventarnos en base a un diagnóstico amplio de miras y realista de las circunstancias históricas que nos han tocado vivir.

En lo referido a la violencia, que es la razón de ser reflexiva y narrativa de este blog, el mundo de los «siete mil millones» permite vislumbrar escenarios ciertamente positivos para el futuro. La base de esta afirmación es sencilla: mientras más bienestar exista, mientras mejor distribuido esté y mientras más gente disfrute de democracia, acceso a la información y oportunidades reales para hacerse escuchar, participar y prosperar, menores serán las posibilidades de guerras y conflictos armados.

Los arcos de la paz

La idea de que las naciones que se desarrollan económicamente tienden menos a la violencia la esbozó Thomas Friedman en su libro The Lexus and the Olive Tree, publicado en 1999. La llamó «Teoría de los arcos», pues sostenía que dos países que tuvieran McDonald’s – y clases medias capaces de llevar a sus hijos a consumir Cajitas Felices – difícilmente entrarían en guerra (bueno, en guerra contra la obesidad, pero esa es otra historia).

El conflicto de 2006 entre Hezbolá e Israel, del que fuimos testigos directos en este blog, resultó ser uno de los que puso en cuestión la Teoría de los arcos. Quizás fuera por las críticas que recibió, pero en 2005 Friedman decidió cambiar el nombre y pulir su «Teoría de los arcos» para evolucionarla en «La teoría Dell de prevención de conflictos». Sí, fuera McDonald’s y dentro Dell, entre otros detalles, como hablar de redes de distribución recíprocas, en hondos vínculos comerciales, más que de restaurantes.

Más allá de los matices, pocos pueden cuestionar que quien vive en libertad, es escuchado y tiene sus necesidades básicas cubiertas, menos proclive será a empuñar un arma. Y el mundo de los «Siete mil millones» se perfila como un lugar en el que habrá mucha más gente con algo perder a manos de la violencia.

Una voz y varias miradas sobre el periodismo en conflictos armados

Todo empezó en 2009, cuando al magnífico cámara y reportero Roberto Fraile, que ha trabajado en Irak, Afganistán, Sudán y Libia, se le ocurrió una idea para un reportaje de televisión: contar cómo es el día a día de los periodistas que empleamos blogs desde zonas en conflicto. Cómo ha transformado esta herramienta nuestra labor.

Coloquio tras la presentación del documental "Los ojos de la guerra" en la Seminci de Valladolid. Al frente, Roberto Lozano, su director, y, de izquierda a derecha: Roberto Fraile, director de fotografía, David Beriain, Sergio Caro, protagonistas, y Antonio Gómez, responsable del montaje.

Compartió esta idea con Roberto Lozano, director y productor, y juntos nos convocaron a David Beriain, Mikel Ayestaran y un servidor a Salamanca para ofrecernos ser sus protagonistas.

Como marco del encuentro se encontraba aquellos días en la ciudad la exposición de grabados de Francisco de Goya sobre la guerra, quien es, según Arturo Pérez Reverte, el mejor narrador de conflictos de todos los tiempos por su honestidad y contundencia.

Quizás fuera la presencia de aquellos grabados pero Roberto Lozano nos propuso formar parte de algo más ambicioso aún: un documental sobre reporteros de guerra.

Sabedor de lo difícil que es pedir al otro que confíe en ti para contar tu historia (pues es algo que he pedido y pido decenas de veces al año), no pude decir más que sí. Y otro tanto mis compañeros. Luego se sumarían a la aventura Sergio Caro y Gervasio Sánchez.

Junto Roberto Lozano, y a otros dos queridos y admirados compañeros, Sergio Caro y David Beriain, entrevista para RNE sobre el estreno de "Los ojos de la guerra"

Dos años más tarde, el documental es una realidad: se llama “Los ojos de la guerra” y se estrenó el pasado domingo en el Festival de Cine de Valladolid, la famosa Seminci. La dirección y producción están a cargo de Roberto Lozano, la dirección de fotografía de Roberto Fraile, el montaje de Antonio Gómez y la música Sergio de la Puente.

Debo confesar que me sorprendió gratamente y superó con creces mis expectativas. Una factura visual impecable. Un ritmo narrativo contenido, marcado por significativos y bien dosificados silencios. Una música siempre en su sitio, sin excesos ni déficits. Más allá del etalonaje, que podría haber tenido más protagonismo en lugar de haber sido tan conservador, Roberto Lozano, como director, demuestra que sabe llevar las riendas de su oficio.

Una forma narrativa que, afortunadamente, se refleja en el contenido, que está en sintonía con lo contado. No se sobrepasan fronteras emocionales innecesarias ni quedan cuestiones sin abordar.

También en este sentido, una narración madura, centrada y equilibrada, que es la mejor manera que tiene un director de rendir homenaje a aquellos cuyas historias aborda: dejar que se cuenten solas (o que parezca que se cuentan solas), con sus contradicciones, perplejidades y desafíos, que es lo que los espectadores van a encontrar en «Los ojos de la guerra».

El negocio de la seguridad: los aeropuertos

Puse los dos bolsos de mano en la cinta de rayos equis. Me saqué las zapatillas, el cinturón, el reloj y los coloqué en una bandeja que segundos después se perdió también en las fauces de la máquina de escaneado. Con los brazos en alto para facilitar el trabajo del personal privado de seguridad de Barajas, pasé bajo el arco detector de metales.

Foto: Efe

Del otro lado, la mujer que estaba sentada junto a la máquina detuvo la cinta, levantó la vista de la pantalla con gesto de desaprobación y me dijo que tenía que volver, sacar los objetos electrónicos de los bolsos y ponerlos por separado en bandejas. Uno por cada bandeja.

De las propuestas delirantes que me han hecho en mi vida, esta sin dudas está en lo alto del ranking. Quizás por encima de escribir un blog desde zonas en conflicto.

Tengamos en cuenta que por trabajo llevo en el equipaje de mano dos cámaras, tres discos duros, un ordenador, un Ipad, un UPS, dos teléfonos móviles, una bolsa llena de cables USB y Firewire, docenas de tarjetas de memoria, baterías, antorchas, adaptadores, alargadores, cargadores… la sucesión de bandejas iba a llegar a la otra punta de la Terminal Dos, como mínimo.

Respiré hondo y le expliqué que paso a menudo por Barajas y que nunca antes me habían hecho semejante solicitud.

Agregué, siempre de muy buena manera, que ni en lugares en los que la seguridad es extrema como EEUU o Israel me habían requerido algo parecido. Hasta intenté enseñarle el sello del pasaporte que demostraba que una semana antes había estado en Nueva York.

– Son las órdenes que tengo. Cada objeto electrónico tiene que ir en una bandeja-, insistió sin querer ver las páginas que le estaba mostrando. Y eso que tengo visados de lo más exóticos, coloridos y difíciles de conseguir como los de Somalia y la República Democrática del Congo. Creo que le hubiesen gustado.

Flexibilidad inteligente

Lo primero que pensé fue en ponerme filosófico, en apelar a la razón. Estuve a punto de decirle que si algo define a una persona inteligente es la flexibilidad, que a nada conduce en esta vida el dogmatismo excesivo, tomarse las cosas demasiado al pie de la letra. Para qué ponernos tan solemnes si tarde o temprano todo pasa. Si somos tan efímeros. Pero poco tardé en comprender que llamarla “poco inteligente” no iba a ayudar a arreglar la situación.

Lo que hice entonces fue pedirle algún documento que demostrase que efectivamente era ése el procedimiento de seguridad en Barajas. Quería leer la letra cincelada en piedra, moldeada en hierro, que nadie podía soslayar.

En lugar del documento con las normas, lo que apareció fue un policía. No sé quién lo llamó. Y como el avión que me llevaría a Amsterdam y luego a Tanzania estaba listo para embarcar, decidí que lo mejor era hacerle caso, desarmar el bolso de mano y dejarme de cuestionamientos.

No perdí ningún aparato electrónico ni el vuelo de milagro. Eso sí, el espectáculo que di al correr por los pasillos de la Terminal Dos con las cámaras colgando del hombro, las zapatillas desabrochadas y el cinturón entre los dientes fue tan épico como lamentable.

La bolsita

Esto sucedió el pasado mes de mayo. En el vuelo siguiente, en junio, cuando me venía para Argentina, tuve otro encuentro surrealista con un guardia de seguridad privada de Barajas. Me dijo que los líquidos los tenía que meter en una bolsita.

– Ya los metí en una bolsita, con cierre. Como viajo mucho la preparo en mi casa -, le expliqué sonriente, sacando el contenedor plástico del bolso y meciéndolo en el aire.

– No, usted tiene que usar las bolsitas que le damos en el aeropuerto. La de su casa no sirve.

Demás esta decir que la que él me ofrecía y la que yo había preparado con esmero en mi hogar eran idénticas. Ni sus padres biológicos podrían haber sabido decir cuál era cuál.

No son pocas las anécdotas similares que tengo de Barajas y de tantas otras terminales de España y de otros países. Parece como si los aeropuertos tuvieran una doble función: despachar y recibir a la gente que viaja en avión, y fomentar la arbitrariedad y la opacidad. Como si tras superar su entrada, nuestros derechos como ciudadanos disminuyesen automáticamente.

¿Tan difícil es tener a disposición de los viajeros las normas? ¿No haría esto mucho más rápido aún los procedimientos? ¿Tan complicado es establecer mecanismos de queja para paliar así eventuales abusos? ¿Informar con anticipación si se producen cambios en los procedimientos? No, en pos de la bendita seguridad hay que comportarse como un habitante de Zimbabue: callar, sonreír y seguir para adelante.

La paradoja del asunto es que la seguridad es un grandísimo negocio, de cuyas cifras y crecimiento exponencial iba a escribir en este entrada, pero lo dejo para una próxima oportunidad. Una gestión privada de funciones y recursos públicos que debe conllevar siempre la mayor transparencia posible.

El ascenso de la clase media en África

En más de una ocasión lo hemos apuntado en este blog que desde hace cinco años nos lleva periódicamente a África: no son pocos los cambios positivos que están teniendo lugar en el continente.

¿Las razones? Entre otras, el aumento sostenido de los precios de las materias primas, el acceso masivo a la información – en especial a través de los teléfonos móviles -, el avance más o menos generalizado hacia la democracia, con gobiernos que empiezan a responder a las necesidades de sus ciudadanos, y las vastas migraciones del campo a la ciudad que hemos descrito en estas páginas desde barrios como Kibera o Korogocho.

Lo confirma el Banco Africano de Desarrollo, que en su último informe sostiene que la clase media se ha triplicado a lo largo de los últimos treinta años. En perspectiva, la progresión ha sido así:

. 1980: 111 millones, 26% de la población.

. 1990: 151 millones, 27% de la población.

. 2000: 196 millones, 27.2% de la población.

. 2010: 310 millones, 34% de la población.

En términos más simples podríamos sostener que un tercio de los africanos forma parte ahora de la clase media mientras que hace una década no llegaba al 25% de los habitantes del continente.

La letra pequeña

Pero si leemos la letra pequeña del informe, como bien señala The Economist en su último número, veremos que no es oro todo lo que reluce y que este proceso dista de estar consolidado:

. Basar el crecimiento en los ingresos provocados por las materias, como pasa también en partes de América latina, resulta siempre una apuesta arriesgada debido a la fluctuación de los precios de estas mercancías.

A primera vista no parece que China, principal inversora en África, vaya a dejar de necesitar ingentes cantidades de insumos en el corto plazo para su gran factoría global, pero es indispensable que los gobiernos utilicen este capital para desarrollar el tejido productivo de cada país.

. Ser clase media no implica lo mismo en Europa que en África. El informe estima que para formar parte de esta ascendente franja social, un africano debe poder comprar productos por un monto superior a los 3.900 dólares al año.

El problema es que dos terceras partes de estos 310 millones de personas su ubican en la frontera de la clase media, con unos ingresos diarios de entre dos y cuatro dólares. «Podrán comprar un teléfono, una lavadora o una televisión, pero no las tres al mismo tiempo», sentencia The Economist.

Desigualdades regionales

. También hay que observar con lupa el persistente desequilibrio regional: es en los países del norte de África donde la clase media está más afianzada. Al sur del Sáhara todavía queda mucho por hacer, especialmente en educación, acceso a la sanidad, infraestructuras y seguridad jurídica. Elementos estos últimos que las clases medias del norte damos por descontados.

Eso sí, ya no sólo tenemos que hablar de Botsuana o Sudáfrica cuando nos referimos a países relativamente bien gestionado y con perspectivas de futuro; ahora debemos incluir a Kenia, Ghana y Namibia.

En definitiva, si miramos el lóbrego pasado de explotación colonial del continente, su uso y abuso por parte de las grandes potencias también durante la Guerra Fría, sus recurrentes hambrunas y conflictos tribales, no podemos más que concluir que son datos alentadores, que confirman lo que descubrimos en cada viaje de este blog, y que auguran que finalmente África tendrá su sitio en este siglo XXI multipolar y en vertiginosa transformación.

A modo de cierre, una fotogalería de la BBC que pone rostro a la clase media africana.

Foto: Dinesh Krishnan

Enrique Meneses, el periodismo como pasión

Darle la mano a Enrique Meneses, sentarse a su lado y escucharlo hablar equivale a emprender una suerte de viaje. Sobre todo si la conversación tiene lugar entre las pilas de libros, fotografías, cuadros y recuerdos de travesías por África y Oriente Próximo que se congregan en su piso de la calle Herrera Oria de Madrid.

Un periplo hacia algunos de los principales acontecimientos del siglo XX de la mano de un testigo de excepción, que estuvo allí, en primera persona, para retratarlos con su cámara. Pero lo que es más valioso aún, un viaje a la esencia misma de este oficio: la pasión por salir a la calle, por fatigar las fronteras del mundo en el caso de Enrique, y contar historias.

“En la película de Benicio del Toro el que decía la frase era el Che Guevara, pero en realidad quien la dijo fue Camilo Cienfuegos”, sentencia sin pedantería, con la naturalidad de quien anduvo junto a los guerrilleros bajados del Granma en Sierra Maestra. “Yo dormía en una hamaca debajo de Fidel Castro, que me despertaba en mitad de la noche para preguntarme por las nacionalizaciones de Nasser. Gallego, cuéntame de Egipto, me decía. Un tema que le interesaba mucho”.

Recuerda que en aquellos tiempos el plástico era un invento reciente, al igual que el transistor, y que no se había llevado uno para protegerse de la tediosa lluvia. La figura de Castro, que fumaba a todas horas y que estaba suspendida sobre él en otra hamaca, era la única protección que tenía del agua.

De guerras y personajes ilustres

Y así sigue, saltando de tema en tema, con una memoria prodigiosa para los nombres, para los detalles. Un viaje, en este sentido, minucioso, vivo. De Camerún a la Siria de la República Árabe Unida, y del Egipto de la guerra del Sinaí a la marcha por el trabajo y la libertad de los afroamericanos hacia Washington encabezada por Martin Luther King (un reportaje que la revista Blanco y Negro tituló muy a su pesar «Amanecer negro sobre Washington»).

Los personajes históricos a los que conoció y retrató van más allá de Fidel Castro y el Che Guevara: el presidente egipcio Gamal Nasser, el rey Hussein de Jordania, el rey Faissal de Arabia Saudí, el Dalai Lama, el sha de Irán Mohammad Reza Pahlevi, su tercera mujer Farah Diba, Salvador Dalí, Martín Luther King, Mohammed Alí, Paul Newman.

A aquel legendario viaje que realizó desde El Cairo hasta Ciudad del Cabo, y vuelta a El Cairo en 1953, le siguieron numerosas coberturas para medios que marcaron el conocimiento de generaciones como Life o Paris Match: la guerra de Rhodesia, de Angola, de la independencia de Bangladesh, el asedio de Sarajevo.

Resumir sesenta años de carrera de un reportero no es fácil. Quizás resaltar su puesto al frente de Playboy, la serie “Robinson en África” para TVE – un recorrido de 20 mil kilómetros, 112 días y 11 países con sus hijas Bárbara y Anne Isdabelle, de 15 y 14 años, de protagonistas – y su vasta obra escrita que comienza con aquel “Fidel Castro” (Ed. Afrodisio Aguado, 1966) y termina con “Hasta Aquí Hemos Llegado” (Ediciones del Viento, 2006).

No me llames maestro

Conocí a Enrique por primera vez hace unos años, en una conferencia que dimos junto a Alfonso Bauluz en la facultad de periodismo de la Universidad Complutense.

“Maestro”, le dije al estrecharle la mano, sin saber que me adentraba en el primero de los viajes que emprendería a través de su palabra y sus recuerdos. “No me llames maestro”, me respondió tan cordial como terminante, dando muestras así no sólo de cercanía, sino de que la pasión por contar historias de este periodista de 81 años sigue tan latente en su interior que siente rechazo a que lo idolatren, a que lo pongan en un pedestal y lo aparten del día a día de la información que analiza y desmenuza en su blog.

Desde aquel encuentro debo confesar que Enrique es el periodista de otras generaciones con el que más me identifico. Por eso, cuando Marta Molina me llamó para ofrecerme una entrevista conjunta para la revista Periodistas de la FAPE, para la sección llamada justamente “Dos generaciones”, no dudé un instante en decir que sí.

Elogio de la pasión

Y ayer, otra vez Enrique, en una nueva inmersión en tiempos pretéritos, me confirmó que es un espejo en el que me veo fielmente reflejado e inspirado. Sus anécdotas sobre las estratagemas para colarse en tal o cual país africano, son idénticas a las que sigo hoy: la sonrisa constante, las fotos del Barcelona (en su caso, del Espanyol), la creatividad para superar las barreras artificiales que dividen nuestro mundo, para llegar a la persona que se pretende entrevistar.

Asimismo la necesidad imperiosa de estar, de salir a contar historias, sin preocuparse demasiado en cómo se pagarán las cuentas al volver, pues lo importante es estar en el terreno. Es lo que nos justifica, nuestra razón de ser. El cariño por este maravilloso oficio por encima de cualquier otra consideración. Y es lo que transmite de manera enfática a cada joven periodista que se le pone en el camino: coge un avión, vete, no pienses en una hipoteca, en ser un funcionario, en tener novia, sé un aventurero.

En este sentido, también me gusta escuchar a Enrique porque no cae en el lamento cansino, en el llanto y el tango irritante, con respecto a los cambios en la profesión. Los considera momentos extraordinarios, en los que están desapareciendo los intermediarios – los editores que te titulan los reportajes con engendros como «Amanecer negro sobre Washington», o las agencias que le cobran comisiones por vender sus fotos – y en los que los reporteros cada vez podemos establecer un diálogo más directo con los lectores. Una era riquísima en información, en oportunidades.

En definitiva, no importa si es con Olivetti, con ordenador, con cámara de vídeo o de fotos; si desaparecen los periódicos impresos o si terminamos comunicándonos sólo a través de tabletas digitales y teléfonos inteligentes; lo que prima es el deseo irrefrenable por viajar, por estar con la gente y contar sus historias. La pasión por el periodismo.