Archivo de marzo, 2015

Parecen fotos del espacio, pero están hechas con lo que hay por casa

'Nebula with gas streams' - Navid Baraty

‘Nebula with gas streams’ – Navid Baraty

La imagen que encabeza este texto no está tomada en el espacio. La nebulosa manchada de corrientes de gas nos transporta al silencio espacial, al poder de un escenario capaz de hacernos coscientes de nuestra pequeñez, a la certeza de que en realidad nada de lo que suceda en la Tierra es lo suficientemente relevante, porque el universo no nos necesita.

Derrumbar la poética espacial es, en este caso, muy fácil. Sólo hace falta mencionar que la imagen es una mezcla de pelo de gato, ajo en polvo, harina, comino y cúrcuma. El collage casero es obra del fotógrafo Navid Baraty, autor de una serie de imágenes que podrían proceder de una sonda espacial, pero en realidad están construidas con elementos groseramente cotidianos.

'Planet with moons', obra de Baraty hecha con agua, nata, leche de coco, colorante alimentario, sal, canela y bicarbonato

‘Planet with moons’, obra de Baraty hecha con agua, nata, leche de coco, colorante alimentario, sal, canela y bicarbonato

La travesura se llama WANDER Space Probe, traducible por Sonda espacial PASEO, una serie de galaxias de bicarbonato, nebulosas de maquillaje y tiza, cuerpos celestes de nata y colorante alimentario… El proceso para crearlas es extremadamente sencillo: Baraty dispone los elementos de manera pictórica, esparciéndolos, restregándolos o añadiéndoles colorante, agua y leche. Todo lo hace sobre la superficie transparente (y protegida) de un escáner. Al escanear la imagen, surge la magia espacial.

En sus trabajos le gusta «moldear la manera en que la gente piensa sobre la Tierra» y despertar la curiosidad innata en el ser humano. Describe las obras como «exploraciones cósmicas de una sonda espacial imaginaria» y le gusta darle al experimento el tono sofisticado y serio de la ciencia.

Al explicar el proyecto, no entran en su glosario la leche de coco, la canela, el café o almidón de maíz, sino que habla con soltura y convencimiento usando términos como materia densa, cubit o estrella de neutrones. «WANDER usa detectores electrónicos especiales para grabar ondas de luz a lo largo del registro del espectro electromagnético. Estas imágenes brutas de WANDER son transmitidas a la tierra en forma de cubits (bits cuánticos) a una velocidad casi instantánea a través del entrelazamiento cuántico«.

El supuesto fin de la sonda, según el fotógrafo, es «capturar imágenes nunca antes vistas que existen en estos extraños mundos», construidos con lo que hay a mano en una vivienda cualquiera. El éxito de la misión sólo depende del modo en que se presenten los ingredientes.

Helena Celdrán

'Nebula', obra de Navid Baraty hecha con maquillaje, aceite de oliva, tiza, talco, sal y agua

‘Nebula’, obra de Navid Baraty hecha con maquillaje, aceite de oliva, tiza, talco, sal y agua

'Icy planet', obra de Navid Baraty hecha con nata, agua, colorante alimentario, gel de sílice,azúcar, canela y comino

‘Icy planet’, obra de Navid Baraty hecha con nata, agua, colorante alimentario, gel de sílice,azúcar, canela y comino

'Ghostly anomaly', obra de Baraty hecha con mantequilla, colorante alimentario y sal

‘Ghostly anomaly’, obra de Baraty hecha con mantequilla, colorante alimentario y sal

'Spiral galaxy', obra de Navid Baraty hecha con curry, bicarbonato, tiza, sal, azúcar y canela

‘Spiral galaxy’, obra de Navid Baraty hecha con curry, bicarbonato, tiza, sal, azúcar y canela

¿Qué ves en el marco vacío de un Vermeer robado?

"The Concert" - Vermeer, 1658-1660. Foto: FBI

«The Concert» – Vermeer, 1658-1660. Foto: FBI

El 18 de marzo de 1990, seis lienzos de Rembrandt, Manet, Flinck y Vermeer, cinco dibujos de Degas, un florero y un águila napoleónica fueron sustraídos del Museo Isabella Stewart Gardner de Boston por un par de ladrones que aprovecharon la beoda tranquilidad de la festividad de San Patricio y actuaron a cara cubierta pero a plena luz del día.

El golpe es llamado el mayor robo de arte de la historia: los cuadros tienen un valor incalculable desde el punto de vista artístico pero las empresas aseguradoras, que a todo saben poner precio, los tasan en 500 millones de dólares.

El FBI sigue preguntando al mundo si alguien ha visto los óleos y ofrece, en nombre del museo, una recompensa de cinco millones de dólares por cualquier pista que conduzca a la recuperación de las piezas.

Un cuarto de siglo después del robo no hay pistas sobre los cuadros robados, algunos de ellos tan notables —los ladrones sabían lo que se hacían— como El concierto, uno de los apenas entre 34 y 36 que quedan en el mundo de los pintados por Johannes Vermeer.

Desde el robo el museo mantiene los marcos vacíos como recuerdo mudo de las obras, todas compradas en su momento por la multimillonaria, musa de artistas, filántropa y descendiente en línea directa de un rey celta Isabella Stewart Gardner (1840–1924).

La fotógrafa francesa Sophie Calle (1953) a quien gusta jugar con el cruce de historia, imágenes y ficciones posibles usó el tema para la serie ¿Qué veis?: pidió a los conservadores, vigilantes y otros empleados del museo que posaran ante los marcos vacíos y describieran los objetos desaparecidos.

La serie forma parte de la exposición de Calle Modus Vivendi, que está en cartel hasta el 7 de junio en el Centro de Imagen La Virreina del Ayuntamiento de Barcelona.

"¿Que veis? El concierto. Vermeer" © Sophie Calle/ADAGP, Paris, 2015. Courtesy Galerie Perrotin and Paula Cooper Gallery

«¿Que veis? El concierto. Vermeer» © Sophie Calle/ADAGP, Paris, 2015. Courtesy Galerie Perrotin and Paula Cooper Gallery

Como todas las de esta artista polémica y difícil de clasificar, las fotos de Calle no son nada del otro mundo si se analizan o sienten como meras representaciones gráficas trasladas a un papel. Son incluso vulgares. Lo interesante de la protofotógrafa —acostumbrada al comportamiento extremo: seguir a desconocidos y entrar ilegalmente en sus casas para retratar el espacio que habitan, narrar su propia ruptura sentimental a través de textos de otras personas, preguntar a ciegos cómo imaginan el mundo…— está siempre en la confluencia, en la combinación.

Ante el marco que ocupaba el Vermeer, esta joven de la que sólo vemos la melena rubia y la camisita a juego piensa, según nos transmite la fotógrafa en un cartelón colocado al lado de la imagen, sobre el Vermeer robado, lo reconstruye desde la ausencia:

En el marco vacío contemplo una mujer profundamente concentrada que toca el clavecín. Una cantante, a punto de emitir una nota, está frente a ella. Oigo la música. • Veo un viejo marco de madera sin nada dentro y detrás, un fondo marrón, un paño de terciopelo. Es todo. No hay razón alguna para que el marco esté colgado ahí. ¿Qué se supone que tengo que ver? Ese espacio vacío representa el espacio, solo espacio. • La pintura surge, más fuerte que su ausencia. Veo mejor el cuadro en el terciopelo que en la reproducción. Veo músicos: se observa un cuadro silencioso, pero se pueden oír. Una mujer toca el clavecín. Un laudista nos da la espalda. Junto a él, tangible, una mujer canta. La veo sobre todo a ella en mis sueños. Estoy tan apegada a ella que debería ser capaz de saber dónde está. • No hay mucho que ver. Un marco colgado sobre una tela marrón. Por lo visto, es un espacio solemne. Ligeramente acusador. • Veo colores. A la izquierda, la manga amarilla de la mujer, la forma trapezoide del respaldo de la silla, roja, y ese azul… Veo la suntuosa chaqueta de la cantante y un primer plano confuso, la alfombra oriental colocada sobre una mesa. Tres colores que, de alguna manera, danzan sobre la tela. Rojo, amarillo, azul: es Mondrian. • Tengo visiones de lo que se supone que está allí. Veo ‘El concierto’. Durante las visitas guiadas, lo muestro: «Aquí tenéis ‘El concierto». Pero no hay nada. Solo un espacio enmarcado que representa mi frustración. • Veo una especie de tapicería oscura un tanto siniestra. Me invita a poner lo que quiera en el marco, pero al mismo tiempo su negrura me impide imaginar algo en su interior. • Nunca he visto la obra, entonces veo las fotos tomadas en la escena del crimen. En medio de la sala, en el suelo, el marco y el cristal roto. La marca de tiza alrededor del cadáver, eso es lo que evoca ese marco. Aunque la marca no se borra nunca y tengo el cuerpo delante de los ojos todos los días. • Una imagen triste y nostálgica, texturas, matices, una luz suave que acaricia el terciopelo. Una sombra muy marcada a la derecha y, en pleno centro, horizontalmente, un rastro pálido. Veo una capa fina de polvo, sobre todo en el borde inferior derecho. El terciopelo es sobrio, sencillo, entonces me concentro en el marco, los esbozos de flores grabadas en oro, composiciones florales que parecen girasoles en los contornos. El exterior está cargado y el interior es tranquilo. Y, por una razón inexplicable, tengo la impresión de que el marco me observa. • Veo un marco que muestra una ausencia. Veo un placer negado a todos. Veo una ausencia indescriptible. Veo algo que no puedo ver. • Hoy solo veo terciopelo, pero hay mucho más que eso, por supuesto. • Como mi tarea es encontrar la obra, veo mi fracaso. Ese vacío ocupa mis pesadillas. Hay un coche y, sobre un asiento, un objeto cubierto con una bolsa de plástico. Levanto la bolsa y no es el cuadro que busco. Pero sé que un día, en plena noche, recibiré una llamada: «Vermeer ha vuelto».

"La tormenta en el mar de Galilea", Rembrandt, 1633. Foto: FBI

«La tormenta en el mar de Galilea», Rembrandt, 1633. Foto: FBI

Rembrandt van Rijn pintó la única marina de su fecunda trayectoría en 1633. La tormenta en el mar de Galilea muestra a Jesús obrando el milagro de calmar las aguas ante el descreimiento de sus discípulos, que habían desconfiado de su poder ante la borrasca y las olas que anegaban la barca y la acercaban a la zozobra. El Evangelio de Marcos cuenta el momento con matiz de guión cinematográfico:

Él, habiéndose despertado, increpó al viento y dijo al mar: «¡Calla, enmudece!». El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza. Y les dijo: «¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?». Ellos se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: «Pues ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?».

"¿Que veis? La tormenta del mar de Galilea. Rembrandt" © Sophie Calle/ADAGP, Paris, 2015. Courtesy Galerie Perrotin and Paula Cooper Gallery

«¿Que veis? La tormenta del mar de Galilea. Rembrandt» © Sophie Calle/ADAGP, Paris, 2015. Courtesy Galerie Perrotin and Paula Cooper Gallery

Frente al marco vacío del cuadro, otro de los sustraidos del museo de Boston por los ladrones, Calle retrata a otra mujer. Esta es su visión:

No soy una especialista en arte, pero se trata de un Rembrandt, está escrito sobre el marco. Y el Rembrandt parece una especie de papel pintado. • Veo una tapicería que no debería ver y que no estaba prevista en la exposición. Veo lo que sucede detrás del telón. Veo los bastidores y nada más que los bastidores. • Veo una inscripción en el marco, Rembrandt. Es una ausencia. Es un misterio. Es un espacio triste y vacío. La extraña yuxtaposición parece una alegoría: aquí hay un Rembrandt, pero no hay nada. El emperador está desnudo. Por el nombre, el aspecto desgastado del marco, la apariencia apagada y gris del paño que evoca un ataúd, una tumba, uno piensa en una instalación. Pero, como sé lo que sucedió, lo que veo es la historia de un robo. • Veo algo que no hubiera visto si usted no me lo hubiera mostrado. A pesar de lo sobrecargado de la sala no me había dado cuenta que la ubicación estaba desocupada. Me esperaba una ausencia visible. Es demasiado discreta en el ‘horror vacui’ del museo. • Veo ‘La tormenta en el mar de Galilea’, ahí, frente a mí. Porque la pintura pertenece a esa pared y solo a esa pared. • Veo un pedazo de tela que cuelga. Veo una luz tornasolada, pliegues, ondulaciones en el tejido. Veo las sombras que la luz crea en el tafetán. • Veo un marco que me ayuda a imaginar la imagen. Es una marina. Veo los gestos frenéticos de Cristo y de los apóstoles. Un barco sacudido por los remolinos de un mar tormentoso. Todavía tengo la ilusión de contemplar un Rembrandt. • No veo nada o, más bien, veo un marco que rodea un vacío adamascado, pero esencialmente nada. Entonces, ¿por qué está enmarcado? • Veo un marco que, con los años, se va encogiendo. Resulta difícil para mí visualizar esa espectacular pintura en su interior. Como si ya no pudiese contenerla. También veo las tiras de tela que quedaron, porque la recortaron con violencia. Tengo una reacción visceral ante el marco, porque lo que salta a la vista es esa crueldad. • Veo un marco dorado con una moldura interior que se asemeja a una gigantesca hilera de perlas. Supongo que lo colgaron para que resaltara el fondo, para destacar la tapicería. A primera vista, parece papel pintado, descolorido en la parte superior, pero cuando se examina aparece la delicadeza artística. Si lo observo como un objeto, me concentro en la seda. Ese verde salvia, un color tan hermoso, tan suntuoso y rico, que sueño con envolverme en ese paño de seda enorme y opulento. • Veo plantas, flores, distintas variedades de orquídeas. Tal vez Cymbidium amarillas. Camelias. Rosas. Veo camelias blancas y rosas rojas. Si me alejo un poco, puedo distinguir una mariposa, incluso dos… a cada lado del panel, en la cuarta parte superior. • Veo un marco vacío que encierra un vacío. Es gris, borroso, como neblina, como si no estuviéramos ahí. Una nada indescriptible. • Veo un espacio sagrado. El marco solamente puede contener ‘La tormenta en el mar de Galilea’ de Rembrandt. Nada más. Aunque Rembrandt resucitara para ejecutar una nueva pieza, no tendría su lugar aquí. ‘La tormenta’, es todo. Solo ‘La tormenta’.

Dado el gusto de Calle por merodear en el terreno donde la ficción y la realidad conviven, no me extrañaría que estas bellas descripciones de cuadros que no están —descripciones, por ende, en negativo, construidas desde la falta de, el vacío— procedan de la fotógrafa y no de las personas que nos dan la espalda. Me importa poco. Los embustes con arte son de recibo.

Jose Ángel González

El esqueleto de caballo que ‘vivirá’ en Trafalgar Square

El alcalde de Londres, Boris Johnson, con la obra de Hans Haacke recién inaugurada en Trafalgar Square - Twitter @MayorofLondon

El alcalde de Londres, Boris Johnson, con la obra de Hans Haacke recién inaugurada en Trafalgar Square – Twitter @MayorofLondon

Aunque el paisaje está sobrecargado de elementos arquitectónicos, el conjunto tiene coherencia, corresponde al espíritu añejo y tradicional que define a la capital inglesa, amiga de un afán de preservación loable y a veces caricaturesco: no es lo mismo conservar la arquitectura victoriana de una estación de tren del siglo XIX que resistirse a cambiar la moqueta ya utilizada por varias generaciones.

Creada en los años veinte del siglo XIX, la londinense Trafalgar Square, tiene como emblema indiscutible la Columna de Nelson. Construida entre 1840 y 1843, de 46 metros de altura y custodiada en su base por cuatro leones, es un homenaje al almirante británico Horatio Nelson (representado en una estatua de 5,5 metros), muerto en la Batalla de Trafalgar en 1805, que ganaron los ingleses y supuso un duro revés para Napoleón en su conquista de las rutas marítimas.

En cada esquina de la plaza —uno de los destinos turísticos estrella de la ciudad de Londres— hay un pedestal. Los dos situados al sur tienen esculturas de los generales Henry Havelock y Charles James Napier, los situados más al norte son de mayor tamaño y se pensaron para exhibir estatuas ecuestres: uno tiene la figura montada a caballo del rey Jorge IV; el otro, reservado para una estatua de Guillermo IV, está vacío desde 1841, cuando se paralizó la creacion de la obra por falta de fondos.

Durante más de 150 años se debatió la función del cuarto pedestal, hasta que en 1998 la Real Sociedad de las Artes (RSA) zanjó la discusión (al menos temporalmente) destinándolo en los años noventa a la exposición temporal de obras escultóricas de artista contemporáneos. La idea dio lugar a la Fourth Plinth Commission (Comisión del Cuarto Pedestal), inaugurada en 2005 para escoger la pieza que se exhibirá en la base vacía de Trafalgar Square.

La nueva obra que habitará en la plaza durante este año se ha inaugurado oficialmente el 5 de marzo y ha levantado algunas ampollas. Se trata de Gift Horse (Caballo-regalo), un trabajo del alemán Hans Haacke (Colonia, 1936), la reproducción de un caballo, sin jinete y reducido a huesos, que muchos han interpretado como una alusión sardónica a la estatua de Guillermo IV que nunca llegó a existir.

Imagen digital de 'Gift Horse' - Hans Haacke

Imagen digital de ‘Gift Horse’ – Hans Haacke

El artista usó como referencia un boceto del inglés George Stubbs (1724-1806), apasionado de la anatomía. Stubbs pasó 18 meses diseccionando caballos en un granja y se especializó en pintarlos con precisión cirujana.

De la típica estatua ecuestre, siempre asociada con las gestas militares y la importancia de una figura histórica, sólo queda un animal reducido a los huesos que observa desde arriba y con sonrisa de calavera a la multitud rodeado de la solemnidad de los edificios.

Comentarios estéticos aparte, la obra contiene referencias históricas, sobre el poder y el dinero. Para rematar el mensaje, Haacke le pone al esqueleto un lazo en la pata, «¿qué pasa si la mano invisible del mercado hace el nudo por nosotros?», dice el autor a propósito del detalle. La cinta rígida es en realidad un monitor electrónico en el que se leen datos actualizados sobre la Bolsa de Londres, un detalle pertinente si consideramos la deriva que está tomando la ciudad como feudo de potentados: según datos de agosto de 2014, se ha convertido en la ciudad del mundo en la que hay más millonarios.

Helena Celdrán

La cuenta atrás del pintor esquizofrénico Bryan Charnley

"Selfportraits" © The State of Bryan Charnley

«Selfportraits», 1991 © The Estate of Bryan Charnley

En 1991 el artista inglés Bryan Charnley, de 42 años, comenzó a pintar autorretratos para soportar el invasivo y creciente rigor de la esquizofrenia que padecía desde que tenía 17.

La enfermedad, que le había impedido terminar unos prometedores estudios de Arte, era un condicionante demasiado agotador. A veces ser enfermo requiere dedicación completa.

Confiaba que los cuadros, concebidos como un diario de medicación, fuesen un registro de sentimientos, sensaciones y síntomas físicos según los cambios del cóctel de drogas que le recetaban los médicos y que, como muchos enfermos de esos que llamamos locos para extender una frontera de fuego entre ellos y nosotros, combinaba a veces a su libre albedrío, cansado de que ninguna fórmula le proporcionase al menos cierta paz.

Es necesario ser benévolo y no acusar a quien decide tantear con las medicaciones: todos lo hacemos cada día con unas u otras substancias, todos buscamos que la alquimia de la dosificación sea nuestra guía en el tour por los callejones empedrados de cuchillas que nos asigna la lotería de los días.

Pam and Me, 1982  © The State of Bryan Charnley

«Pam and Me», 1982 © The Estate of Bryan Charnley

Charnley había empezado pintando flores, cactus y escenas sociales al estilo de David Hockney —la influencia es clara en Pam and Me, un retrato del artista con su novia, una chica torturada: poco tiempo después del cuadro intentó suicidarse y, aunque sobrevivió, las secuelas la dejaron gravemente lastrada—.

En 1983, a los 34 años, el pintor tomó una opción tajante: dedicar toda su obra a la esquizofrenia, a intentar explicarla. Quería desentrañarse, mostrar lo que sucedía o lo que creía que sucedía, enumerar las píldoras que los psiquiatras le recomendaban y narrar los efectos de las drogas.

Primero se dedicó a pintar alegorías: ambientes cargados de oídos y ventanas, puntos de entrada de las emisiones exteriores que empezaban a invadirle, cabezas vendadas por visiones torturadas, abiertas en varios planos… «Es arte despojado de toda pretensión esotérica o conceptual. Estoy feliz de haber adoptado este formato, que me parece más vital que cualquier ismo«, escribió, dando aceptación a la enfermedad como centro y médula.

Algunas de las pinturas alegóricas se exponen, hasta el 22 de mayo, en Bryan Charnley, the Art of Schizofrenia, la primera muestra que organiza el recién inaugurado Bethlem Museum of the Mind, ubicado en la antigua sede, en el sur de Londres, del primer hospital psiquiátrico inglés, el Bethlem Royal, fundado en 1247 [PDF sobre la historia del centro, en inglés].

Broach Schizophrene, 1987 © The State of Bryan Charnley - Image:  Bethlem Museum of the Mind

Broach Schizophrene, 1987 © The Estate of Bryan Charnley – Image: Bethlem Museum of the Mind

Aunque las alegorías —en esta página de la BBC pueden verse siete en buena resolución— evocan el barullo de muchas facetas, casi todas agresivas, al que se enfrentan los esquizofrénicos, a Charnley no le pareció suficiente el compromiso con la enfermedad que se había apoderado de su mente hasta el grado de ser su verdadera y única identidad.

A partir de marzo de 1991 se propuso culminar un autorretrato cada día. Aunque no consiguió mantener esa exigente cadencia, explicó por escrito cada autorretato —toda la serie y las anotaciones pueden verse en la web que muestra su legado—.

Empleó una honestidad devastadora para relatar el aplanamiento afectivo, los descarrilamientos del discurso, el comportamiento catatónico, las alucinaciones auditivas, los delirios, el abandono, el ascenso de los delirios paranoicos y la falta de respuesta emocional que hacen de la esquizofrenia una de las enfermedades mentales más dolorosas y paralizantes.

En cada autorretrato de Charnley recorremos los tramos del combate de un hombre contra su propia sombra, el más sanguinario de los rivales.

Me pregunto si el artista sabía desde un primer momento que iniciaba una cuenta atrás.

20 abril 1991 (izquierda), 23 de abril de 1991 (derecha) © The State of Bryan Charnley

20 abril 1991 (izquierda), 23 de abril de 1991 (derecha) © The Estate of Bryan Charnley

El 20 de abril, junto al segundo autorretrato —mirada enfocada en nadie sabe dónde, gesto saturnal, formas agusanadas emergiendo de la cabeza, terminales de recepción para la cacofonía que pide acceso…—, escribe:

He bajado a una tableta de 3 mg de Depixol y Tremazepam para poder dormir. Muy paranoide. El vecino de arriba lee mi mente y me responde pidiendo algo así como que crucifique mi ego.

Tres días después sólo alcanza a mostrarse como un garabato de ojos y boca tachadas:

Soy incapaz de concentrarme y la pintura tiene la crudeza del mal grafiti. Lo achaco a que el Depixol rebaja la concentración hasta romperla (…) Creo que la mayor parte de las personas que me rodean tienen una capacidad extrasensorial que les da acceso a mi mente. Soy como un ciego, por eso tacho mis ojos. También me hablan y me dicen lo que pienso. Soy un mudo, por eso tacho mi boca.

24 abril 1991 (izquierda), 29 de abril de 1991 (derecha) © The State of Bryan Charnley

24 abril 1991 (izquierda), 29 de abril de 1991 (derecha) © The Estate of Bryan Charnley

El 24 de abril regresa el «efecto grafiti». Charnley se siente agotado. Motea con sangre el interior de su cabeza:

No tengo ojos para ver lo que sucede (…) Fumo mucho (…) La sangre de los puntos en el cerebro es mía. Me hice un corte en el pulgar.

Cinco días más tarde recupera parte de la conciencia plástica para pintar un cielo poblado de cuencas oculares:

El cuadro pretende expresar mi desorientación (…) También ilustra un escenario teatral, porque sigo sintiendo que me observan.

6 de mayo de 1991 (arriba, izquierda), 14 de mayo de 1991 (arriba, derecha), 18 de mayo de 1991 (abajo, izquierda), 23 de mayo de 1991 (abajo, derecha) © The State of Bryan Charnley

6 de mayo de 1991 (arriba, izquierda), 14 de mayo de 1991 (arriba, derecha), 18 de mayo de 1991 (abajo, izquierda), 23 de mayo de 1991 (abajo, derecha) © The Estate of Bryan Charnley

Los siguientes cuadros duelen a la vista y muestran los estadios de una desmembración. Es necesario anotar que sólo han transcurrido cinco semanas desde el primer autorretrato. Para Charney parecen siglos pero el espectador palpa la celeridad del agravamiento.

6 de mayo:

Me siento como el objetivo de comentarios crueles de otras personas, especialmente de los negros (…) No tengo lengua, una lengua real, y solo puedo balbucear. El clavo en mi boca lo expresa (…) Me mantengo alejado de las mujeres por consejo de mi psiquiatra. Dos tabletas de Depixol más dos tabletas del antidepresivo Tryptizol.

14 de mayo:

Sin esperanza en la victoria. Sólo me espera la humillación total.

18 de mayo:

Desde el 10 de mayo he dejado el Tryptizol y no duermo demasiado. Mi mente emite constantemente y está fuera de mi voluntad hacer algo al respecto. Pinto mi cerebro como una enorme boca que actúa por sí misma.

23 de mayo:

Estoy cansado de explicar mis cuadros (…) El azul significa que estoy deprimido (…) Las emisiones mentales siguen en aumento (…) La gente se rie de mí. Evito cualquier contacto social.

24 de mayo de 1991 (arriba, izquierda), 8 de juniode 1991 (arriba, derecha), 13 de junio de 1991 (abajo, izquierda), 19 de junio de 1991 (abajo, derecha) © The State of Bryan Charnley

24 de mayo de 1991 (arriba, izquierda), 8 de junio de 1991 (arriba, derecha), 13 de junio de 1991 (abajo, izquierda), 19 de junio de 1991 (abajo, derecha) © The Estate of Bryan Charnley

Charnley detecta un ser interior invasivo en los siguientes cuadros, algo que crece y se desarrolla dentro y busca una vía de salida. Lo define como una araña que emerge del corazón.

24 de mayo:

Quizá el corazón roto sea la causa de todo (…) Tengo miedo (…) Desde el 19 de mayo tomo una tableta y media de Depixol y una de 25 mg de Tryptizol.

8 de junio:

Las patas de las arañas son mi esencia. Son menos potentes a medida que se alejan de mi mente (…) Son la inhibición, social y de todo tipo.

13 de junio:

Las cáscaras de huevo han sido vaciadas de contenido. No me queda nada, ningún secreto (…) Me siento suicida: por eso los cuervos, como en el último cuadro de Van Gogh (…) Los cuervos salen de los huevos, son mis pensamientos alejándose. Todo este cotilleo aumenta el miedo a la telepatía (…) He dejado de tomar Tryptizol.

19 de junio:

¿Quieren divertirse? Es como si todos intentasen sostener con el pie la puerta de mi mente para poder entrar. La boca y la lengua clavadas significan que no tengo respuestas para oponerme.

27 de junio de 1991 (izquierda), 12 de julio de 1991 (derecha) © The State of Bryan Charnley

27 de junio de 1991 (izquierda), 12 de julio de 1991 (derecha) © The Estate of Bryan Charnley

La revelación de la «imagen esencial de la esquizofrenia» llega con este par de autorretratos.

27 de junio:

Mi cerebro y mi ego están atravesados por labios como Cristo en la cruz, incapaz de moverme sin sentir un dolor severo (…) Rabia a causa del miedo, que da paso a la paranoia (…) ¿Podrá cambiar la situación o será siempre igual? (…) Espero que mis autorretatos sean un documento sobre lo que es ser esquizofrénico a finales del siglo XX. Una tableta y cuarto de Depixol.

El 12 de julio, tras dibujar un mapa de una cartografía delirante, Charnley no es capaz de explicar nada. En el centro, donde confluyen las líneas, anota una cita de la canción de Bob Dylan Series of Dreams:

La mano de cartas que me ha tocado no es buena
A no ser que sea de otro mundo

19 julio 1991  © The State of Bryan Charnley

19 julio 1991 © The  Estate of Bryan Charnley

El 19 de julio de 1991 Charnley llega al final de la cuenta atrás, el camino inverso que había iniciado cuatro meses antes y pinta el último cuadro: una mancha roja y amarilla —los colores de la ira— con leves ribetes purpúreos —el del sufrimiento— que se disuelven en un confín oscuro.

Deja la pintura en el caballete y se suicida allí mismo, ante el más vacío, hueco y apagado de sus autorretratos. No consideró necesario o no pudo escribir nada. La obra es un grito no articulable.

Más de 24 millones de personas padecen esquizofrenia en el mundo, según la OMS.

La mayoría de los enfermos son tratados según una especie de ronda de antipsicóticos combinados con otro tipo de drogas (antidepresivos, ansiolíticos, hipnóticos…).

Bryan Charnley © The Estate of Bryan Charnley

Bryan Charnley © The Estate of Bryan Charnley

Los médicos recetan y entreveran, tanteando mediante pruebas y errores. Saben que los antipsicóticos anulan al paciente, destruyen la voluntad, quiebran el estado de ánimo y, a partir de tres años de consumo, poca mejora pueden ofrecer en términos generales [PDF de un artículo en The Lancet, en inglés].

Se calcula que sólo uno de cada cinco enfermos obtiene una estabilidad más o menos llevadera gracias a los medicamentos.

«Está claro que en los hospitales psiquiátricos no podemos distinguir a los cuerdos de los locos», dice Estar cuerdo en lugares dementes, el estudio de David Rosenhan que en 1973 puso en ridículo a los psiquiatras tradicionales, desautorizó los sistemas de diagnósticos y tratamientos y llamó la atención sobre la despersonalización y el etiquetaje en que se basan las instituciones psiquiátricas y, por extensión imitativa, la sociedad.

En el mismo año en que decidió pintar su esquizofrenia como camino de autodescubrimiento, Bryan Charnley escribió una declaración artística en forma de poema.

La palabra ‘humillación’ es la más repetida en la cuenta atrás de peldaños hacia el cadalso del valiente artista:

Es como si todos supieran el secreto
Pero nadie, no, nadie, quisiera compartirlo contigo
Porque si se guardan el secreto
Pueden seguir tratándote como algo inferior a un hombre
(…)
La belleza del óxido, los diamantes de la decadencia, la penicilina de las heridas,
Son la única respuesta que conozco a la locura
Ver estrellas a través de las cicatrices
Desde la esquizofrenia y la completa humillación
Intento arrancar
Imágenes para salvar mi alma

Jose Ángel González

‘Objeticidio’, el arte de ‘asesinar’ trastos

'Objeticide' - Lor-K

‘Objeticide’ – Lor-K

Es la típica estampa callejera del abandono: el sillón destartalado, con una gastadísima tapicería y hundido en el asiento. Con el lavabo de cerámica tampoco hay mucho más que hacer, tras muchos años de servicio, lo han estrellado sin piedad contra el suelo. La imagen repetida en cualquier ciudad se convierte en el supuesto escenario de un crimen en manos de la francesa Lor-K (1987), capaz de humanizar los trastos de manera radical.

«La personificación nos ofrece una visión macabra e insólita. La comparación con los vivos es inmediata, evocando las relaciones profundas que tenemos con nuestros objetos», declara la artista callejera, que ha dado al proyecto de «humanización» el nombre de Objeticide (Objeticidio).

'Objeticide' - Lor-K

‘Objeticide’ – Lor-K

Para crear las sangrientas instalaciones efímeras, «únicas e irrepetibles», busca en la vía pública muebles y electrodomésticos abandonados ya inservibles y los asesina: hace de ellos piezas escultóricas espeluznantes añadiéndoles pintura roja (de hasta tres tonos diferentes, para emular la coagulación), brechas y heridas profundas. Sobre cada víctima coloca un pequeño número, como dándole carácter de caso policial.

La misión no es impresionar al transeunte con una ocurrencia gamberra, Lor-K quiere que el espectador afronte «el final de la vida de nuestros objetos» con cierta crudeza, en una época como la presente en que todos los productos que se fabrican tienen una «obsolescencia programada».

Helena Celdrán

'Objeticide' - Lor-K

‘Objeticide’ – Lor-K

'Objeticide' - Lor-K

‘Objeticide’ – Lor-K

'Objeticide' - Lor-K

‘Objeticide’ – Lor-K

'Objeticide' - Lor-K

‘Objeticide’ – Lor-K

Los museos empiezan a prohibir (ya era hora) los ‘palos’ de ‘selfies’

Cuadro:  "George Washington, 1796" (Gilbert Stuart) - Retoque: amandastosz

Cuadro: «George Washington, 1796» (Gilbert Stuart) – Retoque: amandastosz

La locura por los palos extensibles para hacerse selfies con smarthpones va a tener que quedarse fuera del museo. Una tras otra, las grandes pinacotecas del mundo están prohibiendo el uso dentro de sus instalaciones de los ubicuos sticks, el barato gadget que vuelve locos a quienes anteponen el dejar constancia de su presencia al disfrute de la experiencia de visitar un lugar dedicado al arte, es decir, a la trascendencia.

En una decisión que se extiende con frecuencia diaria, algunos de los más notables centros de arte de Nueva York banearon —disculpas por el sajonismo, pero los fanáticos se lo merecen— el selfie stick de sus instalaciones hace unas semanas. La cruzada contra los extensores protoortopédicos la iniciaron el MoMA y el Cooper Hewitt hace unas semanas. Luego se sumaron el Guggenheim y el Museo de Bellas Artes de Boston y ayer se apuntaron los 19 museos del complejo del Smithsonian en Washington, que ha prohibido los trípodes y los monopods.

El MET está a punto de secundar el veto, que acaban de ejecutar también el Museo de Derechos Humanos de Winnipeg (Canadá) y algunas galerías nacionales australianas. El primer museo europeo en subrayar una norma similar ha sido, también ayer, la prestigiosa Galería de los Ufizzi de Florencia (Italia), que se ha visto en la necesidad de recordar, dada la creciente fiebre por los selfies con palo, que las normas de comportamiento [PDF] limitan las fotos a aquellas que se puedan tomar a la distancia máxima de un brazo extendido.

Viñeta sobre los 'palos' de Cyanide and Happiness (explosm.net)

Viñeta sobre los ‘palos’ de Cyanide and Happiness (explosm.net)

¿Exageran los museos? Desde luego que no, en mi opinión. Es incómodo y molesto aguantar la creciente proliferación de personas menos interesadas en el arte que en cumplimentar una visita para añadir al currículo de turista, las masas de adolescentes con las hormonas revueltas y nulo interés por el romanticismo, niños que deberían haberse quedado en el parque con uno de sus dos sensibles pero insensatos progenitores, simpáticos y despistados ancianos preguntando dónde están las obras de «Boticello» —lo juro, he escuchado en persona el genial e insensato cruce de Botero y Boticelli—, guías que miden en decibelios su profesionalidad y adoctrinan a grito pelado a su rebaño con el mismo texto que podría leerse en silencioso respeto en el folleto gratuito de cada pinacoteca…

La llegada de las hordas armadas de palos para retratarse en gran angular con los colegas, todos compitiendo por el gesto más simiesco con cada obra maestra allá al fondo, a metros de distancia, es la gota que colma el vaso de la paciencia. No sólo deberían prohibir el palo: deberían someter a cada propietario a un examen de buenas maneras antes de permitirle la entrada.

Admito que los museos se pasan mucho con la exclusión tajante de cualquier tipo de fotografía —El Prado es un ejemplo de intolerancia en este sentido: las pegatinas con la cámara tachada tienen profusión de grosería y son de mayor tamaño que algunos cuadros de Hieronymus Bosch—. Esta política restrictiva sólo pretende que antes de irte pases por la tienda y pagues un póster a precio de droga dura o unos euros por una mala postal. Es como si te acusasen, sin juicio previo, de ser culpable de piratear los cuadros que te gustaría retratar, casi todos ellos, por cierto, con derechos de autor caducados aunque muy vigentes los de reproducción. Las ansias por hacer caja son más chocantes cuando El Prado y el Gobierno de España deberían preocuparse de los alarmantes números rojos de la institución que uno tiene la impresión de que no van a mejorar con la venta de unas cuantas postalillas.

Pero el MoMA, el Smithsonian, los Ufizzi… están en otra categoría. Son museos menos rancios que el madrileño y entienden que hacer fotos dentro de las instalaciones es beneficioso y redunda en la buena imagen pública de las entidades. Prohiben el palo de selfies, precisamente, para tranquilizar el ambiente interior y lograr en lo posible que la visita sea lo que debe ser: un encuentro cuanto más privado mejor entre el visitante y los artistas. Aducen también, como todo hijo de la paranoia social ascendente, que los sticks pueden ser potencialmente peligrosos para las obras expuestas. No me imagino a un coreano con acné atacando un Picasso con un monopod de aleación ligera, pero, vale, todo es posible.

Barack Obama y su 'palo' (Captura del vídeo de BuzzFeed)

Barack Obama y su ‘palo’ (Captura del vídeo de BuzzFeed)

La fiebre del selfie stick, que en Asia adquiere visos de pandemia, no puede entrar en los museos, como anota con su perspicacia habitual Jonathan Jones en The Guardian, porque estos espacios sagrados deben seguir siendo lugares de «calma y contemplación» que no deben ser contaminados por el ruido social-hedonista en el que nos hemos acostumbrado a vivir.

«Quizá [Jackson] Pollock escuchase jazz mientras pintaba, pero nunca se le hubiese ocurrido tocar jazz en el museo (…) Necesitamos paz y no distracciones para entrar en nosotros mismos», anota el crítico de arte, para quien los museos son escenarios para «pensar y soñar», para «aprender y mirar» y no para el carnaval.

Desde la incomodidad que me asalta cada vez que entro en un museo —y que me coloca en la peligrosa tesitura de la misantropía—, secundo la opinión. Para hacer el bobo ya están las gradas de los estadios y los mítines políticos.

Jose Ángel González

[Post scríptum: he insertado en la entrada una viñeta del preclaro colectivo Cyanide and Happiness que resume mi estado de ánimo con respecto al gadget de moda].

Edgar Martins, el fotógrafo con libre acceso a la Agencia Espacial Europea

'The Poetic Impossibility to Manage the Infinite' - Edgar Martins

‘The Poetic Impossibility to Manage the Infinite’ – Edgar Martins

Los trajes de astronauta extendidos sobre los estantes, los guantes rígidos que dan la falsa impresión de saludar al vacío, las impecables instalaciones utilizadas para preparar la carga útil que llevará la nave, el cubo de Rubik que quiso llevar al espacio el ingeniero y astronauta francés Jean-François Clervoy

El portugués Edgar Martins es el privilegiado autor del conjunto de imágenes inmaculadas. El fotógrafo cuenta que se dirigió en 2012 a la Agencia Espacial Europea (ESA) con «una propuesta muy ambiciosa», con la osadía de quien se atreve a formular un deseo por primera vez: quería elaborar «el estudio más completo jamás realizado sobre una destacada organización científica y espacial».

'The Poetic Impossibility to Manage the Infinite' - Edgar Martins

‘The Poetic Impossibility to Manage the Infinite’ – Edgar Martins

Al contrario que la NASA o el Centro Europeo de Investigación Nuclear (CERN), la ESA no tiene programa de artistas en residencia, pero el momento escogido por Martins era el ideal, la agencia espacial quería «establecer un diálogo» con el público general, hacerse accesible y atractiva. «Es la primera vez en su historia que conceden a un artista acceso exclusivo a todas las instalaciones, personal, programas, tecnología, socios… El accceso que se me dio no tiene precedentes, incluso en el marco de los programas de residencia», cuenta el artista en su página web.

Pasó 18 meses inmiscuyéndose en la vida de la ESA, acudiendo a centros de pruebas, departamentos de robótica o centros de entrenamiento de astronautas, convirtiendo satélites y componentes en obras de arte. Viajó al Reino Unido, Alemania, España, Italia, Rusia, Kazajistán, la Guayana Francesa…

Con un título algo enrevesado y ampuloso, The Rehearsal of Space & the Poetic Impossibility to Manage the Infinite (El ensayo del espacio y la imposibilidad poética de manejar el infinito), la serie de imágenes es sin embargo deliciosa. Martins afrontó la tarea con el ánimo científico de «un topógrafo o un arqueólogo visual» sin olvidar el enfoque artístico. Una muestra de roca volcánica, recogida en 1972 de la Luna, podría pasar por una composición abstracta, la maraña de cables de la mayor cámara de vacío de la ESA es inexplicablemente atractiva a la vista, al igual que la estancia cubierta de picos puntiagudos que compone la «zona de silencio» para probar antenas.

Helena Celdrán

'The Poetic Impossibility to Manage the Infinite' - Edgar Martins

‘The Poetic Impossibility to Manage the Infinite’ – Edgar Martins

'The Poetic Impossibility to Manage the Infinite' - Edgar Martins

‘The Poetic Impossibility to Manage the Infinite’ – Edgar Martins

'The Poetic Impossibility to Manage the Infinite' - Edgar Martins

‘The Poetic Impossibility to Manage the Infinite’ – Edgar Martins

'The Poetic Impossibility to Manage the Infinite' - Edgar Martins

‘The Poetic Impossibility to Manage the Infinite’ – Edgar Martins

'The Poetic Impossibility to Manage the Infinite' - Edgar Martins

‘The Poetic Impossibility to Manage the Infinite’ – Edgar Martins

'The Poetic Impossibility to Manage the Infinite'- Edgar Martins

‘The Poetic Impossibility to Manage the Infinite’- Edgar Martins

Cumple 50 años el único disco sacramental del jazz

"A Love Supreme" - John Coltrane, 1965

«A Love Supreme» – John Coltrane, 1965

El disco A Love Supreme, grabado en diciembre de 1964 en sólo dos sesiones de estudio —no es necesario repetir cuando el extravío es aceptado como norma— y editado en febrero de 1965, hace ahora 50 años, no merece estar en los estantes de jazz. Deberían colocarlo en los de música sacra, consagrada.

Quizá entre la Misa en si menor, de Johann Sebastián Bach, y Adäms Lament, de Arvo Pärt, una obra de 1733 y otra de 2009 que parecen la misma y en medio de las cuales la pieza de John Cotrane actuaría como demostración de que alabas al mismo dios siendo luterano (Bach), ortodoxo (Pärt compuso la pieza en honor del monje asceta del Monte Athos San Silouan) o ecuménico (Coltrane creía, como anotó, en el texto de explicación del disco, que «ningún camino es fácil pero todos conducen a dios» y estaba dispuesto a arder en las llamas de cualquier fe).

Manuscrito de "A Love Supreme" (ational Museum of American History)

Manuscrito-partitura de «A Love Supreme» (National Museum of American History)

En la partitura de A Love Supreme —una suite en cuatro movimientos— anotó instrucciones que sólo él era capaz de entender: «debe ser tocado en todos los tonos a la vez», «oración para un saxo«…

La última grabación en vida de Coltrane fue el concierto en el Center of African Culture de Harlem (Nueva York) en abril de 1967. Discográficamente se le conoce como Olatunji Concert, porque el local había sido fundado por el amigo de Trane Babatunde Olatunji (1927-1993), percusionista nigeriano y activista social que había compuesto Jingo, el canto de caza que Santana convirtió en 1969 en una tormenta de sexo.

Trane, ya estaba enfermo, tenía 40 años y era hermoso, como si el cáncer de hígado no pudiese competir con la piedad de su ánimo. Entonces, en 1967, era el único músico capaz de explicarse a sí mismo. En 1967 el rock niñeaba con el cabaret y al año siguiente la policía rompió los sueños y los dientes de los hijos de las flores.

Trane tenía una aspiración terrenal: quería romper el esnobismo de los enteradillos, dinamitar el freakland de las clases, las edades, las pintas, quemar los modelos de ropa y hacer música con las cenizas. Soñaba con el mundo como un local de ensayo abierto y quería tocar para abuelos, padres e hijas, albañiles, camareros y estudiantes: gente triste y buena con diez centavos en el bolsillo para pagar la entrada (con derecho a una bebida no alcohólica).

"Offering: Live at Temple University" - John Coltrane (grabación, 1966; edición, 2014)

«Offering: Live at Temple University» – John Coltrane (grabación, 1966; edición, 2014)

Mientras los músicos patriarcales del hippismo musitaban «om mani padme um» en el asiento de atrás de una limusina, Trane —que en 1958 había estado a punto de morir de una sobredosis de heroína— había regresado al barrio. Era más valiente que nunca, pero también más fanático: ya no tocaba en teatros, en clubs decadentes y groseros, no quería ser el payaso de nadie, abominaba de los intermediarios.

Sus conciertos de la época eran crudos y turbulentos: creaba y destruía las notas, no dejaba aliento para pensar. «Música de Dios», explicaba. La foto de portada de Offering —el milagroso concierto de diciembre de 1966 recuperado en 2014— es explícita: el saxonista se había convertido en un derviche, un bodishatva borracho de espacio y luz. Parece un cohete durante la cuenta atrás.

Cuando acababa de tocar, no iba a los camerinos, no se retiraba: bajaba a la platea y se sentaba a conversar con el públicoTrane era simple, un barco sin costa, nada necesitaba excepto el énfasis de la felicidad, el puro éxtasis de la navegación.

Desde A love supreme, el disco-salto-al-vacío, había dejado de hablar con lenguaje de músico y sus nuevos compañeros de viaje –su esposa y pianista Alice, el joven baterista Rashied Ali, el contrabajista Jimmy Garrison, el saxofonista Pharoah Sanders…– sólo recibían instrucciones en forma de disimulados koan zen: «los colores correctos, las texturas correctas, el sonido de los acordes y las esferas».

Perdió público: quienes le habían enaltecido como Gran Padre no entendían que cada disco fuese otro mundo de compases rotos. Estaba limpiando el espejo de suciedad y el reflejo, al fin nítido, asustaba. Antes de los conciertos encendía barras de incienso, apenas hablaba. Cuando se perdía podías verlo ascender, más gordo que unos años antes —había dejado el tabaco, el alcohol, cualquier droga, la carne animal, la leche…— y, sin embargo, se sentía más ligero que nunca.

Se había atrevido a afrontar el lance de tocar una oración de alabanza a dios. La partitura del Psalm (Salmo) está escrita a bolígrafo azul y no tiene ni una sola nota musical: son solamente palabras que el saxo interpreta, hablando con una nitidez que incluso da miedo. Les invito a comprobarlo en el vídeo de abajo, un montaje de James Carey sincronizando la música y el original de la oración escrita a mano por Coltrane y hablada mediante el soplido.

No tenía el sex appeal de Miles Davis, con quien había roto en 1960 después de cinco años de alianza, ni la provocadora intransigencia de Charles Mingus o la altanería de Ornette Coleman. Ni siquiera le interesaba que llamasen jazz a lo que estaba tocando porque predicaba la música universalis según la cual es posible acceder a un nivel de conciencia superior con determinados sonidos.

En una de las últimas entrevistas que concedió —a un amigo, porque cada vez creía menos en la necesidad de explicarse y sólo lo hacía porque jamás se negaba a ayudar a colegas— explicó:

Quiero que mi música lleve a la gente felicidad. Quiero descubrir un método que me permita tocar una canción y hacer que llueva; si uno de mis amigos está enfermo, tocar una canción que lo cure; si está arruinado, tocar una canción y que reciba el dinero que necesite

Creía de modo incuestionable qué era posible.

Ya anoté en otra entrada lo que sucedió:

Nadie entendió demasiado (…) y los críticos tardaron en asimilar los viajes de fiebre de Trane, estelar, dolido, suplicante, atonal, dirigido hacia habitantes de esferas diferentes a la terrenal…

Casa de John Coltrane (Foto de 2009)

Casa de John Coltrane (Foto de 2009)

Bach murió a los 65 años. Se había quedado ciego por una diabetes mal curada y dejó un legado material con calidad de manifiesto sobre lo que de verdad le importaba:  cinco clavecines, dos laúd-clave, tres violines, tres violas, dos violonchelos, una viola da gamba, una laúd y una espineta y 52 libros sagrados.

Trane también dejó libros santos —más variados que los de Bach: el Corán, la Biblia, la Cábala, el Bhagavad Gita, el Libo Tibetano de los Muertos…— y una casa sencilla situada en la urbanización de Dix Hills, en Huntington, a unos 30 kilómetros de Nueva York. La quisieron derribar hace unos años y una campaña pública logró que fuese declarada patrimonio nacional de los EE UU y sede de un centro dedicado al músico y su obra.

La casita de planta baja se levanta en una zona umbría y tranquila, no muy lejos de la costa atlántica. Trane la había comprado en 1964, fue el hogar en el que nacieron sus tres hijos —John Jr. (1964), Ravi (1965) y Oran (1967)—, el refugio en el que compuso A Love Supreme y el lugar al que fue a buscarlo una ambulancia para trasladarlo el hospital de Huntington, donde murió el 17 de julio de 1967 a los 40 años. Casi nadie sabía que le habían diagnosticado cáncer de hígado más de un año antes.

Los vecinos de Dix Hills se sorprendieron al saber la identidad notable del residente fallecido. Ninguno había escuchado nunca el sonido de un saxo saliendo del interior de la vivienda.

Jose Ángel González