Entradas etiquetadas como ‘autorretratos’

La cuenta atrás del pintor esquizofrénico Bryan Charnley

"Selfportraits" © The State of Bryan Charnley

«Selfportraits», 1991 © The Estate of Bryan Charnley

En 1991 el artista inglés Bryan Charnley, de 42 años, comenzó a pintar autorretratos para soportar el invasivo y creciente rigor de la esquizofrenia que padecía desde que tenía 17.

La enfermedad, que le había impedido terminar unos prometedores estudios de Arte, era un condicionante demasiado agotador. A veces ser enfermo requiere dedicación completa.

Confiaba que los cuadros, concebidos como un diario de medicación, fuesen un registro de sentimientos, sensaciones y síntomas físicos según los cambios del cóctel de drogas que le recetaban los médicos y que, como muchos enfermos de esos que llamamos locos para extender una frontera de fuego entre ellos y nosotros, combinaba a veces a su libre albedrío, cansado de que ninguna fórmula le proporcionase al menos cierta paz.

Es necesario ser benévolo y no acusar a quien decide tantear con las medicaciones: todos lo hacemos cada día con unas u otras substancias, todos buscamos que la alquimia de la dosificación sea nuestra guía en el tour por los callejones empedrados de cuchillas que nos asigna la lotería de los días.

Pam and Me, 1982  © The State of Bryan Charnley

«Pam and Me», 1982 © The Estate of Bryan Charnley

Charnley había empezado pintando flores, cactus y escenas sociales al estilo de David Hockney —la influencia es clara en Pam and Me, un retrato del artista con su novia, una chica torturada: poco tiempo después del cuadro intentó suicidarse y, aunque sobrevivió, las secuelas la dejaron gravemente lastrada—.

En 1983, a los 34 años, el pintor tomó una opción tajante: dedicar toda su obra a la esquizofrenia, a intentar explicarla. Quería desentrañarse, mostrar lo que sucedía o lo que creía que sucedía, enumerar las píldoras que los psiquiatras le recomendaban y narrar los efectos de las drogas.

Primero se dedicó a pintar alegorías: ambientes cargados de oídos y ventanas, puntos de entrada de las emisiones exteriores que empezaban a invadirle, cabezas vendadas por visiones torturadas, abiertas en varios planos… «Es arte despojado de toda pretensión esotérica o conceptual. Estoy feliz de haber adoptado este formato, que me parece más vital que cualquier ismo«, escribió, dando aceptación a la enfermedad como centro y médula.

Algunas de las pinturas alegóricas se exponen, hasta el 22 de mayo, en Bryan Charnley, the Art of Schizofrenia, la primera muestra que organiza el recién inaugurado Bethlem Museum of the Mind, ubicado en la antigua sede, en el sur de Londres, del primer hospital psiquiátrico inglés, el Bethlem Royal, fundado en 1247 [PDF sobre la historia del centro, en inglés].

Broach Schizophrene, 1987 © The State of Bryan Charnley - Image:  Bethlem Museum of the Mind

Broach Schizophrene, 1987 © The Estate of Bryan Charnley – Image: Bethlem Museum of the Mind

Aunque las alegorías —en esta página de la BBC pueden verse siete en buena resolución— evocan el barullo de muchas facetas, casi todas agresivas, al que se enfrentan los esquizofrénicos, a Charnley no le pareció suficiente el compromiso con la enfermedad que se había apoderado de su mente hasta el grado de ser su verdadera y única identidad.

A partir de marzo de 1991 se propuso culminar un autorretrato cada día. Aunque no consiguió mantener esa exigente cadencia, explicó por escrito cada autorretato —toda la serie y las anotaciones pueden verse en la web que muestra su legado—.

Empleó una honestidad devastadora para relatar el aplanamiento afectivo, los descarrilamientos del discurso, el comportamiento catatónico, las alucinaciones auditivas, los delirios, el abandono, el ascenso de los delirios paranoicos y la falta de respuesta emocional que hacen de la esquizofrenia una de las enfermedades mentales más dolorosas y paralizantes.

En cada autorretrato de Charnley recorremos los tramos del combate de un hombre contra su propia sombra, el más sanguinario de los rivales.

Me pregunto si el artista sabía desde un primer momento que iniciaba una cuenta atrás.

20 abril 1991 (izquierda), 23 de abril de 1991 (derecha) © The State of Bryan Charnley

20 abril 1991 (izquierda), 23 de abril de 1991 (derecha) © The Estate of Bryan Charnley

El 20 de abril, junto al segundo autorretrato —mirada enfocada en nadie sabe dónde, gesto saturnal, formas agusanadas emergiendo de la cabeza, terminales de recepción para la cacofonía que pide acceso…—, escribe:

He bajado a una tableta de 3 mg de Depixol y Tremazepam para poder dormir. Muy paranoide. El vecino de arriba lee mi mente y me responde pidiendo algo así como que crucifique mi ego.

Tres días después sólo alcanza a mostrarse como un garabato de ojos y boca tachadas:

Soy incapaz de concentrarme y la pintura tiene la crudeza del mal grafiti. Lo achaco a que el Depixol rebaja la concentración hasta romperla (…) Creo que la mayor parte de las personas que me rodean tienen una capacidad extrasensorial que les da acceso a mi mente. Soy como un ciego, por eso tacho mis ojos. También me hablan y me dicen lo que pienso. Soy un mudo, por eso tacho mi boca.

24 abril 1991 (izquierda), 29 de abril de 1991 (derecha) © The State of Bryan Charnley

24 abril 1991 (izquierda), 29 de abril de 1991 (derecha) © The Estate of Bryan Charnley

El 24 de abril regresa el «efecto grafiti». Charnley se siente agotado. Motea con sangre el interior de su cabeza:

No tengo ojos para ver lo que sucede (…) Fumo mucho (…) La sangre de los puntos en el cerebro es mía. Me hice un corte en el pulgar.

Cinco días más tarde recupera parte de la conciencia plástica para pintar un cielo poblado de cuencas oculares:

El cuadro pretende expresar mi desorientación (…) También ilustra un escenario teatral, porque sigo sintiendo que me observan.

6 de mayo de 1991 (arriba, izquierda), 14 de mayo de 1991 (arriba, derecha), 18 de mayo de 1991 (abajo, izquierda), 23 de mayo de 1991 (abajo, derecha) © The State of Bryan Charnley

6 de mayo de 1991 (arriba, izquierda), 14 de mayo de 1991 (arriba, derecha), 18 de mayo de 1991 (abajo, izquierda), 23 de mayo de 1991 (abajo, derecha) © The Estate of Bryan Charnley

Los siguientes cuadros duelen a la vista y muestran los estadios de una desmembración. Es necesario anotar que sólo han transcurrido cinco semanas desde el primer autorretrato. Para Charney parecen siglos pero el espectador palpa la celeridad del agravamiento.

6 de mayo:

Me siento como el objetivo de comentarios crueles de otras personas, especialmente de los negros (…) No tengo lengua, una lengua real, y solo puedo balbucear. El clavo en mi boca lo expresa (…) Me mantengo alejado de las mujeres por consejo de mi psiquiatra. Dos tabletas de Depixol más dos tabletas del antidepresivo Tryptizol.

14 de mayo:

Sin esperanza en la victoria. Sólo me espera la humillación total.

18 de mayo:

Desde el 10 de mayo he dejado el Tryptizol y no duermo demasiado. Mi mente emite constantemente y está fuera de mi voluntad hacer algo al respecto. Pinto mi cerebro como una enorme boca que actúa por sí misma.

23 de mayo:

Estoy cansado de explicar mis cuadros (…) El azul significa que estoy deprimido (…) Las emisiones mentales siguen en aumento (…) La gente se rie de mí. Evito cualquier contacto social.

24 de mayo de 1991 (arriba, izquierda), 8 de juniode 1991 (arriba, derecha), 13 de junio de 1991 (abajo, izquierda), 19 de junio de 1991 (abajo, derecha) © The State of Bryan Charnley

24 de mayo de 1991 (arriba, izquierda), 8 de junio de 1991 (arriba, derecha), 13 de junio de 1991 (abajo, izquierda), 19 de junio de 1991 (abajo, derecha) © The Estate of Bryan Charnley

Charnley detecta un ser interior invasivo en los siguientes cuadros, algo que crece y se desarrolla dentro y busca una vía de salida. Lo define como una araña que emerge del corazón.

24 de mayo:

Quizá el corazón roto sea la causa de todo (…) Tengo miedo (…) Desde el 19 de mayo tomo una tableta y media de Depixol y una de 25 mg de Tryptizol.

8 de junio:

Las patas de las arañas son mi esencia. Son menos potentes a medida que se alejan de mi mente (…) Son la inhibición, social y de todo tipo.

13 de junio:

Las cáscaras de huevo han sido vaciadas de contenido. No me queda nada, ningún secreto (…) Me siento suicida: por eso los cuervos, como en el último cuadro de Van Gogh (…) Los cuervos salen de los huevos, son mis pensamientos alejándose. Todo este cotilleo aumenta el miedo a la telepatía (…) He dejado de tomar Tryptizol.

19 de junio:

¿Quieren divertirse? Es como si todos intentasen sostener con el pie la puerta de mi mente para poder entrar. La boca y la lengua clavadas significan que no tengo respuestas para oponerme.

27 de junio de 1991 (izquierda), 12 de julio de 1991 (derecha) © The State of Bryan Charnley

27 de junio de 1991 (izquierda), 12 de julio de 1991 (derecha) © The Estate of Bryan Charnley

La revelación de la «imagen esencial de la esquizofrenia» llega con este par de autorretratos.

27 de junio:

Mi cerebro y mi ego están atravesados por labios como Cristo en la cruz, incapaz de moverme sin sentir un dolor severo (…) Rabia a causa del miedo, que da paso a la paranoia (…) ¿Podrá cambiar la situación o será siempre igual? (…) Espero que mis autorretatos sean un documento sobre lo que es ser esquizofrénico a finales del siglo XX. Una tableta y cuarto de Depixol.

El 12 de julio, tras dibujar un mapa de una cartografía delirante, Charnley no es capaz de explicar nada. En el centro, donde confluyen las líneas, anota una cita de la canción de Bob Dylan Series of Dreams:

La mano de cartas que me ha tocado no es buena
A no ser que sea de otro mundo

19 julio 1991  © The State of Bryan Charnley

19 julio 1991 © The  Estate of Bryan Charnley

El 19 de julio de 1991 Charnley llega al final de la cuenta atrás, el camino inverso que había iniciado cuatro meses antes y pinta el último cuadro: una mancha roja y amarilla —los colores de la ira— con leves ribetes purpúreos —el del sufrimiento— que se disuelven en un confín oscuro.

Deja la pintura en el caballete y se suicida allí mismo, ante el más vacío, hueco y apagado de sus autorretratos. No consideró necesario o no pudo escribir nada. La obra es un grito no articulable.

Más de 24 millones de personas padecen esquizofrenia en el mundo, según la OMS.

La mayoría de los enfermos son tratados según una especie de ronda de antipsicóticos combinados con otro tipo de drogas (antidepresivos, ansiolíticos, hipnóticos…).

Bryan Charnley © The Estate of Bryan Charnley

Bryan Charnley © The Estate of Bryan Charnley

Los médicos recetan y entreveran, tanteando mediante pruebas y errores. Saben que los antipsicóticos anulan al paciente, destruyen la voluntad, quiebran el estado de ánimo y, a partir de tres años de consumo, poca mejora pueden ofrecer en términos generales [PDF de un artículo en The Lancet, en inglés].

Se calcula que sólo uno de cada cinco enfermos obtiene una estabilidad más o menos llevadera gracias a los medicamentos.

«Está claro que en los hospitales psiquiátricos no podemos distinguir a los cuerdos de los locos», dice Estar cuerdo en lugares dementes, el estudio de David Rosenhan que en 1973 puso en ridículo a los psiquiatras tradicionales, desautorizó los sistemas de diagnósticos y tratamientos y llamó la atención sobre la despersonalización y el etiquetaje en que se basan las instituciones psiquiátricas y, por extensión imitativa, la sociedad.

En el mismo año en que decidió pintar su esquizofrenia como camino de autodescubrimiento, Bryan Charnley escribió una declaración artística en forma de poema.

La palabra ‘humillación’ es la más repetida en la cuenta atrás de peldaños hacia el cadalso del valiente artista:

Es como si todos supieran el secreto
Pero nadie, no, nadie, quisiera compartirlo contigo
Porque si se guardan el secreto
Pueden seguir tratándote como algo inferior a un hombre
(…)
La belleza del óxido, los diamantes de la decadencia, la penicilina de las heridas,
Son la única respuesta que conozco a la locura
Ver estrellas a través de las cicatrices
Desde la esquizofrenia y la completa humillación
Intento arrancar
Imágenes para salvar mi alma

Jose Ángel González

Sofía Santaclara, hechicera del astigmatismo

© Sofia Santaclara

© Sofia Santaclara

El paisaje puede ser la piel y el horizonte, el suelo. El desenfoque, como lógica consecuencia, es no sólo el espacio entero sino también el estado emocional interior, porque cuando te ves a ti mismo ves también el fantasma que te acompaña en el paseo.

Sofía Santaclara (Oviedo, 1970) sufre de astigmatismo (del griego sin punto). Por culpa de unas córneas de curvatura alterada, sus ojos enfocan por capricho aleatorio y miran con cierto grado de locura.  «Mis ojos de astígmata y sus córneas deformadas me regalan refracciones e ilusiones ópticas  ambiguas y distorsionadas», dice en la declaración de intenciones de su serie Astígmata, que expone en la galería Espaciofoto de Madrid (calle Viriato, 53) hasta el 31 de octubre.

La fotógrafa afirma que desea regir el mundo a partir del defecto, hacer del estigma un aliado y «buscar la pérdida del contorno para hallar así la forma».

En algunas circunstancias, cuando buscas la esencia que cualquier perfil dibuja encuentras que el perfil es siempre el de tu propio cuerpo.

 

«He vivido y trabajado en Asturias, desde siempre relacionada y enamorada de la danza y el teatro. Media vida la he dedicado a mi casa, a cuidar de los míos. Hace unos siete años, de forma casual, me encontré con la fotografía. Nos entendimos rápido, y me tiene arrebatada desde entonces», explica Santaclara, que hace suya la máxima con la que Frida Khalo quiso resumir el dulce egoísmo de autorrepresentarse: «Pinto autorretratos porque estoy sola muy a menudo, y porque soy la persona que mejor conozco».

De la danza de encuentro de Santaclara con la cámara, según dice Eduardo Momeñe en un texto que acompaña a la exposición, germinan fotos que «parecerían autorretratos al uso, pero no lo son», porque «no hay finalidad de retratar, de hacer retratos, de mostrar el alma del retratado«, sino de «expresar el alma del juego».

El escritor D.H.Lawrence, gran amante de la fotografía y de los rituales físicos de entrega, establecía una frontera entre los pueblos primitivos y los modernos. Aquellos, afirmaba, tenían una visión de sí mismos «nublada por la semiobscuridad del mundo». Nosotros, en cambio, hemos «aprendido a ver» y «cada uno tiene una imagen Kodak integral de sí mismo».

Pero, ¿qué sucede si la curvatura de las córneas enturbia la vista y moldea la visión como plastilina?, ¿cuál es entonces la imagen Kodak?  «Lo ilógico está permitido, ángeles y demonios son hermanos, lo ordinario y lo cotidiano se convierten en situaciones poéticas y excepcionales», señala Santaclara, que desea «trabajar con lo invisible», jugar a «ser hechicera» de sí misma. Ella es el trámite del vudú y, al tiempo, la zombie que nace de la ceremonia.

Ánxel Grove

© Sofia Santaclara

© Sofia Santaclara

© Sofia Santaclara

© Sofia Santaclara

Isa Marcelli autorretrata el cáncer

© Isa Marcelli

© Isa Marcelli

La nota bajo las fotos, autorretratos carcomidos por una química defectuosa, es de frialdad metálica:

La multiplicación de las células del cáncer escapa a todo control. Las células se pueden dividir infinitamente. Tienen además la facultad de ordenar a los vasos sanguíneos que les aporten el oxígeno y los nutrientes necesarios para la multiplicación.

Eso es lo primero que lees, como un telegrama, y entonces imaginas la mano de la fotógrafa redactando, componiendo el somero conjunto de palabras que nadie debería tener necesidad de redactar.

Sabes que las manos son las mismas que han tomado las fotos, los autorretratos minados por el contagio. Las manos de Isa Marcelli.

 

Trastabillas en la navegación de la web. Luego, más tarde, cuando consigues poner orden por dentro a las emociones y por fuera al temblor de los dedos, sabes que la página se titula ALD, un acrónimo para la expresión francesa Affection de Longue Durée, enfermedad de larga duración.

Hay 8 millones de personas en Francia con una ADL, son 30 y están reguladas administrativamente. La democracia numérica no hace que me sienta mejor.

En el about me de la página, Isa Marcelli informa:

Mayo 2014. Me han diagnosticado un cáncer de pulmón. He iniciado un proyecto fotográfico sobre esta nueva y desvastadora situación.

Firma IM. También es un acrónimo.

Además de autorretratrase, está interpretado fotográficamente el cáncer, la manguera en espiral fronteriza, el túnel de alambre de espino, la sensación de andar descalza porque alguien se ha llevado tus zapatos…

 

Conozco a Isa Marcelli desde hace unos cuantos años. Creo que puedo otorgarme la vanidad de ser el primer periodista que escribió sobre sus fotos, en septiembre de 2010, en una entrevista con un titular que ahora alcanza un sentido que no me gusta porque tiene algo de pecaminoso: «La felicidad no es fotogénica«.

Más tarde relacioné su fotografía con la melodiosa sinfonía de deriva formulada por Peter Handke, de quien había encontrado casi milagrosamente, días antes de redactar el articulito, una novela descatalogada que anhelé durante tiempo, La pérdida de la imagen o Por la sierra de Gredos:

El personaje emerge de la hojarasca (¿o se disuelve en ella?), pero debe decirnos algo, hacernos depositarios de un encargo. Luego, en un futuro impreciso, suspirará con profundidad. Isa Marcelli, como Handke, sabe que el suspiro —y no el grito, el llanto o la discursiva— es “el sonido más íntimo del ser humano”.

A veces uno descubre que cada palabra es un presagio: hojarasca, disolverse, impreciso, suspiro, íntimo…

Entre tanto, mientras yo ponía palabras a sus imágenes con mayor torpeza que acierto, Isa Marcelli crecía como fotógrafa mediante canciones secretas, jardines tristes y retratos cuyo impacto es, como el de algunas malditas enfermedades, de larga duración. Han reconocido su genio en muchos lugares.

Nunca he corporizado a Isa Marcelli, francesa nacida en Constantina, en el noreste de Argelia, en 1958. Nunca he deseado tanto como ahora que nos sea dado el tiempo y la oportunidad de conocernos sin palabras por medio, en un tranquilo silencio de suspiros.

Ánxel Grove

Los autorretratos de un fotógrafo heroinómano

© Graham MacIndoe

© Graham MacIndoe

«El comerciante no vende su producto al consumidor, vende el consumidor a su producto«. La afirmación, cruda como es norma procediendo de la boca hambrienta de William S. Burroughs, se ajusta a la foto como un buen cinturón al antebrazo.

El fotógrafo ha dejado programada la cámara —una digital barata, no es necesaria complejidad alguna para mostrar la víscera que somos— para que dispare por sí sola. La imagen es un autorretrato y Graham MacIndoe hizo muchos durante sus años en el subsuelo.  Con la jeringa clavada, frente al cobalto azulado de la televisión, el fotógrafo-consumidor posa para, también en el tiempo anestésico del opio, reconocerse.

Escocés nacido en 1963, MacIndoe es desde 2010 un adicto sobrio —la noción de exadicto es una figura retórica: la edad me ha llevado al convencimiento de que con las drogas, con todas ellas, firmas contratos de permanencia vitalicios—. Desde la limpieza sigue ejerciendo la profesión de fotógrafo, ahora quizá con un nuevo tipo de benevolencia, la de saberse débil como cualquiera.

© Graham MacIndoe

© Graham MacIndoe

En un pliego de descargo retroactivo que nadie tiene el derecho de recusar, MacIndoe ha decidido sacar a la luz sus años de relación, mientras vivía en Nueva York, con, por este orden, la cocaína, la heroína y el crack y mostrar bastantes de los autorretratos que hasta ahora había mantenido ocultos. En la pieza audiovisual My addiction: a self-portrait (Mi adicción, un autrorretrato), publicada por The Guardian, diario en el que colabora, el fotógrafo muestra y comenta las imágenes.

En una entrevista editada en paralelo por el mismo medio, Coming clean: the photo diary of a heroin addict (Limpiándose: el fotodiario de un adicto a la heroína), se confiesa a su exnovia, la periodista y escritora Susan Stellin, que estuvo liada con MacIndoe durante los años de aguja y rompió con él por las consecuencias de la adicción en la convivencia. No se enteró, o al menos eso asegura, de la grave intensidad de lo que estaba sucediendo con su pareja. Precisa que sólo tuvo una conciencia exacta del hundimiento cuando, una vez separados, encontró los 342 autorretratos de MacIndoe en el trámite de chutarse o en los posteriores vuelos opiáceos.

«De alguna forma, esto era lo que tenía curiosidad por ver (…) Todos estos primeros planos de la aguja entrando en una vena, su expresión durante y después (…) Quizá la clave sea: ‘¿Querías ver? Aquí lo tienes’. Entonces quizá nos enferme nuestro voyeurismo, porque no necesitábamos ver nada de esto», escribe Stellin recobrando una nota que redactó al encontar las fotos y a la que ahora añade una coletilla: «Creo que sí debemos verlo e intentar entender la adicción desde dentro como nos la describe Graham y no con una mirada exterior».

© Graham MacIndoe

© Graham MacIndoe

La versión en primera persona del enganche y sus rituales es una narración de la infinita soledad del adicto y del mundo de un solo habitante en el que reside. Juicios personales aparte —y el fotógrafo es el primero en recordar aquellos años con una «enorme vergüenza personal»—, los autorretratos demuestran que los motivos para caer podrían resumirse, en una exageración quizá injusta pero no por ello menos certera, en que los opiáceos eliminan todo tipo de dolor o sufrimiento, incluso aquellos que ni siquiera padeces.

El diario fotográfico de drogadicción, un trabajo que es un grito pero también un testimonio de valentía, coloca al fotógrafo en un terreno extraterritorial, la patria sin fronteras donde es innecesario preocuparse por la muerte porque siempre la llevas de tu mano.

© Graham MacIndoe

© Graham MacIndoe

MacIndoe cita la canción de Lou Reed Perfect Day para explicar la opción del fije intravenoso: Es un día perfecto / Has logrado que me olvide de mí mismo / Creí que era otra persona, / una buena persona.

Los autorretratos demuestran la indomable hipnosis que ejerce la droga sobre el adicto y que el fotógrafo capturó con exactitud, pero alivia saber que MacIndoe —que hoy, tras pasar por la cárcel y una rehabilitación que, en su caso, ha funcionado, luce el aspecto saludable que merece— también se dejó someter por una segunda sustancia tóxica, la fotografía.

Algunas de las secuelas de esta segunda dependencia brotan de la colección de autorretratos: el triunfo del ojo sobre la cámara; la ausencia de todo límite excepto los que imponga el fotógrafo; las puertas abiertas al pasado o, como decía Julio Cortázar, las fotos como forma de «combatir la nada»… A las imágenes de MacIndoe les cuadra, sobre todo, la definición esquiva de Diane Arbus, otra notable drogadicta —en su caso, de barbitúricos y otros venenos psiquiátricos—: «La fotografia es un secreto de un secreto. Cuanto más cuentas, menos sabes».

Ánxel Grove

Autorretratos que revelan el sufrimiento de un enfermo de Alzheimer

'Blue Skies' (1995) - William Utermohlen - Galerie Beckel Odille Boïcos

‘Blue Skies’ (1995), de William Utermohlen (Galerie Beckel Odille Boïcos)

Durante ocho años William Utermohlen (1933-2007) se impuso la misión de retratarse con intensidad, ilustrar el deterioro progresivo de su cerebro, la decadencia de la capacidad congnitiva y la desaparición de todas las destrezas aprendidas desde joven.

La apatía, la confusión y los olvidos que tan fácilmente se asociaban al estrés, habían sido el comienzo del proceso. Al artista estadounidense le diagnosticaron la enfermedad de Alzheimer en 1995, con 61 años. Poco después de conocer la terrible noticia, ilustró sus sentimientos en Blue Skies (Cielos azules), un cuadro que destila dolor y abatimiento. En una habitación sin formas ni perspectivas definidas, él se aferraba con una mano al tablero de una mesa y con la otra, a un vaso. Era el comienzo de la travesía artistica que ilustraría sus miedos.

La galería Beckel Odille Boïcos de París (representante del artista) tiene disponible en su página web una colección de autorretratos de Utermohlen desde el año 1956. En esa primera ilustración de trazos rápidos, realizado sobre la hoja de un bloc de dibujo, exhibe una mirada curiosa e inquisitiva. El siguiente ejemplo, de 1967, es más pausado y denota la madurez técnica de un hombre de 34 años.

Retratos de 1967- 1996- 1997-1998-1999 y 2000 ('Galerie Beckel Odille Boïcos)

Autorretratos de 1967, 1996, 1997, 1998, 1999 y 2000 (Galerie Beckel Odille Boïcos)

El pintor gozó desde finales de los años cincuenta de un éxito discreto pero constante en el Reino Unido. Admirador en su juventud de Giotto y Piero della Francesca, también se sentía atraído por la perversidad humana de Francis Bacon. Su estilo era figurativo y versátil.

A partir de 1995 se rompe la cadena. Cada obra es un reflejo del creciente deterioro cognitivo y motor que sufrió. El rostro se diluye en formas cada vez menos detalladas y seguras, la expresión delata una creciente perplejidad y deja de representar al adulto bajo control. Los últimos dos autorretratos, de 1999 y 2000, son una masa despojada de carácter.

El testimonio visual de Utermohlen no es interesante sólo desde el punto de vista artístico. Los científicos han encontrado en la serie un testimonio del avance de la enfermedad, que dejó incapacitado al autor técnicamente, pero no eliminó su sensibilidad creativa. Era la primera vez que se podían establecer analogías entre el avance del alzheimer y la producción artística del enfermo. Su mujer Patricia, historiadora del arte y observadora del trágico declive, podía además aportar información especializada.

Aunque el análisis, cinco años después de la muerte del pintor, no puede resultar en ninguna conclusión médica, sí se aprecia la pérdida progresiva de (por ejemplo) la capacidad de reproducir una perspectiva. Los retratos se sometieron al desprendimiento de las formas, los colores y las proporciones para quedar desnudos y limitados al gris del lápiz. William Utermohlen hizo de su rostro un motivo ajeno que simplemente existía y sin embargo fue capaz de pintarlo en toda su extrañeza.

Helena Celdrán

Tres fotógrafas de la RDA hospedadas en el mismo espejo

sibylle bergemann - "Katharina Thalbach, Schauspielerin, Ostberlin 1973, República Democrática de Alemania"

Sibylle Bergemann - "Katharina Thalbach, Schauspielerin, Ostberlin", 1973

Diez años después de hacer el retrato de la izquierda, que acaso pueda justificar su vida entera, Sybille Bergemann, afirmó que sufría de insomnio.

Dijo: «Me pongo a pensar en las fotos que podría hacer y aún no he hecho y no logró conciliar el sueño en toda la noche».

El peso del deber deviene en una forma de trastorno grave del sueño en ciertas latitudes boreales. Bergemann era alemana, la tierra de la pubertad reiterada, pero también de las sendas de Heidegger («prefiero ser un sócrates dubitativo, que un cerdo satisfecho»), el territorio donde prendó la creencia, difundida por Thomas Mann y ejecutada por Adolfo Hitler, de que «la belleza, como el dolor, hace sufrir».

No es injusto pensar que la fotógrafa no disfrutó ni una sola de sus fotos. Necesitaba padecer la siguiente para olvidar la anterior.

La mirada atónita de la muchacha, retratada en uno de esos momentos de parálisis del alma que las cámaras sólo perciben cuando se dejan manejar por una persona triste, es la misma mirada de ojos que nada esperan que Bergemann nos mostraría en uno de sus autorretratos, plantada frente a un espejo, con la Nikon ocultando el centro del pecho, el hogar de las arañas que pasean bajo tu piel en las noches que padecemos con los ojos tan abiertos como los tragaluces de un caserón.

Sibilly Bergemann - "Kirsten Hoppenrade, Brandenburg", 1975

Sibylle Bergemann - "Kirsten Hoppenrade, Brandenburg", 1975

Así como algunos asesinos necesitan utilizar una vez y otra la misma pistola pese a las incriminantes evidencias de las huellas dactilares en la culata y las estrías en las vainas de la munición, algunos fotógrafos no dejan de hacer autorretratos.

Fotografíen lo que fotografíen (un trío de niñas negras antes del oficio dominical, una pandilla de pícaros en una pausa del juego, una cadena de montaje, las piernas tautadas de una teen…), todo es doble dirección: la foto que va siempre regresa.

Los ojos de Kirsten, la niña de harina retratada por Bergemann, impávida como un plato de sopa, son ajenos al engreimiento de la queja. Su ánima, como la de cualquier insomne, pide sangre de alquiler y sabemos con certeza que es Bergemann quien implora la súplica: «tampoco hoy podré dormir, ayúdame».

Traigo hoy a Xpo, la sección de fotografía que programamos los jueves en el blog, a tres fotógrafas de esta categoría, cronistas de sí mismas. Incapaces, por mucho que la paleta contenga otros colores, de salirse de los tonos primarios de su índole.

Helga Paris - "Pauer (from the series 'Berlin Teenagers')",1982

Helga Paris - "Pauer (from the series 'Berlin Teenagers')",1982

La segunda, Helga Paris, hizo sus mejores fotos en la década de los ochenta. Mientras el Occidente próspero se daba a la cocaína, la compra de segundas viviendas y otros desafueros, en Berlín Este soñaban con sacudirse las maldiciones.

En la serie Berlin Teenagers, Paris retrató a chicos en el bordillo de la vida, con las arrugas no del todo descuidadas. Pero era sólo eso, vestuario viejo, sangre de prestamista.

Porque todos maliciamos de las arañas, el muchacho afásico blinda el pecho con el símbolo universal del anarquismo, pero la letra A rodeada de un círculo («es el blanco, dispara») ha empalidecido y parece de contrabando, de un ceremonial de miércoles de ceniza.

Quizá la pose y la laca en el pelo pretendan que el efecto sobre el objetivo sea el de un partisano, un airado proto punk del Telón de Acero (los únicos punk que tenían derecho a serlo), pero los ojos tienen opacidad de estación ferroviaria y la pared no tiene vigencia, podría ser la de un templo copto, la de un centro de interrogatorios de la Stasi, la de una barraca de gulag…

La fotógrafa, una cronista de los que andaban apurados de caricias, elige el momento en que Pauer -así se llama el modelo- dirige la mirada hacia un punto ciego a ras de suelo. Estaría dispuesto a jurar que fue ella quien recomendó esa tangente, esa huida. «Mira hacia tu izquierda, abajo». Es el lugar hacia el cual miramos cuando escapamos de los espejos: a la izquierda, abajo.

Ute Mahler - " Untitled (from the series "Living Together"), 1973

Ute Mahler - " Untitled (from the series "Living Together"), 1973

Los muchachos de Ute Mahler nacieron con un lapiz negro en la mano. Ese único juguete les consintieron: la ciencia exacta de un universo asentado sobre el grafito.

Son deportados existenciales (tal vez una troupe nómada de un circo miserable) y todo el artificio (las manos sobre la sogra, los tupés silenciosos, la buena planta de potrillos sin domar…) empalidece ante la vergüenza del chico que se tapa el pecho como si alguien fuese a hurtarle el aire de los pulmones.

Siempre el pecho, ring de la batalla, tarima del fado, palazzo privado, prefacio sin obra.

Desconozco si las tres fotógrafas se conocieron. Es probable que sí. Sybille Bergemann, Helga Paris y Ute Mahler nacieron y trabajaron en el mismo tiempo de espasmos y en el mismo espacio opaco de la antigua República Democrática Alemana. Están hermanadas. Las unieron sin estruendo la convivencia con los vencidos, las batallas contra el hambre de pan y las tesis taciturnas de la vida basada en la exclusión.

Sibylle Bergemann - "Thomas, Theater RambaZamba, Berlin", 1997

Sibylle Bergemann - "Thomas, Theater RambaZamba, Berlin", 1997

Me pregunto, porque también lo desconozco y me aburre opinar sobre una materia tan imbécil como la biología, si la condición femenina también les concedió esa mirada como de párpados cauterizados que las obligaba, fuese cual fuese la foto, a autorretratarse.

En 1997, tres años antes de morir de cáncer, Sybille Bergemann, la fotógrafa que había perdido la capacidad de dormir porque la acosaban las fotos que le restaban por hacer, firmó su último gran reportaje: una serie de retratos de estudio de los actores de un grupo de teatro de minusválidos síquicos, heridos por la daga.

Estaban preparando una puesta en escena de Woyzeck, la «tragedia de los oprimidos» que el también alemán Georg Büchner, sorprendido por la muerte, no pudo concluir.

En uno de los cuadros de la obra, cuando el médico utiliza como conejillo de indias a Woyzeck para demostrar las consecuencias de la locura, las aberratio, el herido, el sufriente protagonista pregunta:

«Doctor, ¿ha visto usted alguna vez la naturaleza doble? ¡Cuando el sol está en el mediodía, como si el mundo fuera a estallar en llamas!».

Imagino a Sybille Bergemann, Helga Paris y Ute Mahler, tres huéspedes de los espejos, acompañando a Woyzeck en su deseo rebelde de no ver el mundo como un sumidero de angor angustiae, de proyectarse en el pecado luminoso de la vida de los otros, que es siempre nuestra misma vida doble.

Ánxel Grove