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¿Debemos celebrar 1965 ó 1955?

Algunos discos editados en 1955

Algunos discos editados en 1955

Está el historicismo del rock muy apasionado con la celebración del 50º aniversario del milagroso 1965, el año, se nos dice, en que «cambió el pop«.

Las velas encendidas sobre el pastel —el apremiante Like a Rolling Stone, de Bob Dylan; Rubber Soul, el primer disco en el que los Beatles, de los que llegaron a celebrar un falso 50º aniversario hace bien poco, mostraban que no sólo eran un grupo de insustancial yeah yeah yeah; el despegue de los Kinks como nuevos Dickens; el country-rock de The Byrds…—   son luminosas como antorchas y es inútil discutir la potencia con que todavía alumbran y, sobre todo, cómo cegaron a la juventud occidental de hace medio siglo, gente desencantada con la cultura adulta y con más dinero en los bolsillos que nunca en la historia para gastarlo en emociones fuertes. En 1965 los jóvenes de la parte rica del mundo eran un gran nicho virgen para obtener cash flow y en los despachos lo sabían.

Es chocante que no se cite para la salva de aplausos a The Beach Boys Today!, quizá el mejor álbum del año —la estremecedora suite de bolsillo de cinco canciones seguidas en la cara B [Please Let me Wonder, I’m so Young, Kiss Me Baby, She Knows Me Too Well, In the Back of My Mind] , era nueva, compleja y palpitante— y era el prólogo al revolucionario Pet Sounds (1966), el disco que dinamitaría todas las convenciones sobre cómo construir canciones adolescentes con instrumentos clásicos y producción visceral y antiacadémica del genio Brian Wilson, que hoy, como entonces, es ninguneado en favor de los mucho más cool Mick Jagger y John Lennon.

Dado que los aniversarios son un juego con el calendario, me pregunto por qué no celebramos el 60º cumpleaños de 1955, año que fue tan o más rompedor que 1965 y que, como extra, era más inocente, acaso porque la mercadotecnia publicitaria no consideraba todavía al rock un negocio con posibilidades millonarias. Era un problema de «adolescentes salvajes» a los que convenía atar en corto.

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Cumple 50 años el único disco sacramental del jazz

"A Love Supreme" - John Coltrane, 1965

«A Love Supreme» – John Coltrane, 1965

El disco A Love Supreme, grabado en diciembre de 1964 en sólo dos sesiones de estudio —no es necesario repetir cuando el extravío es aceptado como norma— y editado en febrero de 1965, hace ahora 50 años, no merece estar en los estantes de jazz. Deberían colocarlo en los de música sacra, consagrada.

Quizá entre la Misa en si menor, de Johann Sebastián Bach, y Adäms Lament, de Arvo Pärt, una obra de 1733 y otra de 2009 que parecen la misma y en medio de las cuales la pieza de John Cotrane actuaría como demostración de que alabas al mismo dios siendo luterano (Bach), ortodoxo (Pärt compuso la pieza en honor del monje asceta del Monte Athos San Silouan) o ecuménico (Coltrane creía, como anotó, en el texto de explicación del disco, que «ningún camino es fácil pero todos conducen a dios» y estaba dispuesto a arder en las llamas de cualquier fe).

Manuscrito de "A Love Supreme" (ational Museum of American History)

Manuscrito-partitura de «A Love Supreme» (National Museum of American History)

En la partitura de A Love Supreme —una suite en cuatro movimientos— anotó instrucciones que sólo él era capaz de entender: «debe ser tocado en todos los tonos a la vez», «oración para un saxo«…

La última grabación en vida de Coltrane fue el concierto en el Center of African Culture de Harlem (Nueva York) en abril de 1967. Discográficamente se le conoce como Olatunji Concert, porque el local había sido fundado por el amigo de Trane Babatunde Olatunji (1927-1993), percusionista nigeriano y activista social que había compuesto Jingo, el canto de caza que Santana convirtió en 1969 en una tormenta de sexo.

Trane, ya estaba enfermo, tenía 40 años y era hermoso, como si el cáncer de hígado no pudiese competir con la piedad de su ánimo. Entonces, en 1967, era el único músico capaz de explicarse a sí mismo. En 1967 el rock niñeaba con el cabaret y al año siguiente la policía rompió los sueños y los dientes de los hijos de las flores.

Trane tenía una aspiración terrenal: quería romper el esnobismo de los enteradillos, dinamitar el freakland de las clases, las edades, las pintas, quemar los modelos de ropa y hacer música con las cenizas. Soñaba con el mundo como un local de ensayo abierto y quería tocar para abuelos, padres e hijas, albañiles, camareros y estudiantes: gente triste y buena con diez centavos en el bolsillo para pagar la entrada (con derecho a una bebida no alcohólica).

"Offering: Live at Temple University" - John Coltrane (grabación, 1966; edición, 2014)

«Offering: Live at Temple University» – John Coltrane (grabación, 1966; edición, 2014)

Mientras los músicos patriarcales del hippismo musitaban «om mani padme um» en el asiento de atrás de una limusina, Trane —que en 1958 había estado a punto de morir de una sobredosis de heroína— había regresado al barrio. Era más valiente que nunca, pero también más fanático: ya no tocaba en teatros, en clubs decadentes y groseros, no quería ser el payaso de nadie, abominaba de los intermediarios.

Sus conciertos de la época eran crudos y turbulentos: creaba y destruía las notas, no dejaba aliento para pensar. «Música de Dios», explicaba. La foto de portada de Offering —el milagroso concierto de diciembre de 1966 recuperado en 2014— es explícita: el saxonista se había convertido en un derviche, un bodishatva borracho de espacio y luz. Parece un cohete durante la cuenta atrás.

Cuando acababa de tocar, no iba a los camerinos, no se retiraba: bajaba a la platea y se sentaba a conversar con el públicoTrane era simple, un barco sin costa, nada necesitaba excepto el énfasis de la felicidad, el puro éxtasis de la navegación.

Desde A love supreme, el disco-salto-al-vacío, había dejado de hablar con lenguaje de músico y sus nuevos compañeros de viaje –su esposa y pianista Alice, el joven baterista Rashied Ali, el contrabajista Jimmy Garrison, el saxofonista Pharoah Sanders…– sólo recibían instrucciones en forma de disimulados koan zen: «los colores correctos, las texturas correctas, el sonido de los acordes y las esferas».

Perdió público: quienes le habían enaltecido como Gran Padre no entendían que cada disco fuese otro mundo de compases rotos. Estaba limpiando el espejo de suciedad y el reflejo, al fin nítido, asustaba. Antes de los conciertos encendía barras de incienso, apenas hablaba. Cuando se perdía podías verlo ascender, más gordo que unos años antes —había dejado el tabaco, el alcohol, cualquier droga, la carne animal, la leche…— y, sin embargo, se sentía más ligero que nunca.

Se había atrevido a afrontar el lance de tocar una oración de alabanza a dios. La partitura del Psalm (Salmo) está escrita a bolígrafo azul y no tiene ni una sola nota musical: son solamente palabras que el saxo interpreta, hablando con una nitidez que incluso da miedo. Les invito a comprobarlo en el vídeo de abajo, un montaje de James Carey sincronizando la música y el original de la oración escrita a mano por Coltrane y hablada mediante el soplido.

No tenía el sex appeal de Miles Davis, con quien había roto en 1960 después de cinco años de alianza, ni la provocadora intransigencia de Charles Mingus o la altanería de Ornette Coleman. Ni siquiera le interesaba que llamasen jazz a lo que estaba tocando porque predicaba la música universalis según la cual es posible acceder a un nivel de conciencia superior con determinados sonidos.

En una de las últimas entrevistas que concedió —a un amigo, porque cada vez creía menos en la necesidad de explicarse y sólo lo hacía porque jamás se negaba a ayudar a colegas— explicó:

Quiero que mi música lleve a la gente felicidad. Quiero descubrir un método que me permita tocar una canción y hacer que llueva; si uno de mis amigos está enfermo, tocar una canción que lo cure; si está arruinado, tocar una canción y que reciba el dinero que necesite

Creía de modo incuestionable qué era posible.

Ya anoté en otra entrada lo que sucedió:

Nadie entendió demasiado (…) y los críticos tardaron en asimilar los viajes de fiebre de Trane, estelar, dolido, suplicante, atonal, dirigido hacia habitantes de esferas diferentes a la terrenal…

Casa de John Coltrane (Foto de 2009)

Casa de John Coltrane (Foto de 2009)

Bach murió a los 65 años. Se había quedado ciego por una diabetes mal curada y dejó un legado material con calidad de manifiesto sobre lo que de verdad le importaba:  cinco clavecines, dos laúd-clave, tres violines, tres violas, dos violonchelos, una viola da gamba, una laúd y una espineta y 52 libros sagrados.

Trane también dejó libros santos —más variados que los de Bach: el Corán, la Biblia, la Cábala, el Bhagavad Gita, el Libo Tibetano de los Muertos…— y una casa sencilla situada en la urbanización de Dix Hills, en Huntington, a unos 30 kilómetros de Nueva York. La quisieron derribar hace unos años y una campaña pública logró que fuese declarada patrimonio nacional de los EE UU y sede de un centro dedicado al músico y su obra.

La casita de planta baja se levanta en una zona umbría y tranquila, no muy lejos de la costa atlántica. Trane la había comprado en 1964, fue el hogar en el que nacieron sus tres hijos —John Jr. (1964), Ravi (1965) y Oran (1967)—, el refugio en el que compuso A Love Supreme y el lugar al que fue a buscarlo una ambulancia para trasladarlo el hospital de Huntington, donde murió el 17 de julio de 1967 a los 40 años. Casi nadie sabía que le habían diagnosticado cáncer de hígado más de un año antes.

Los vecinos de Dix Hills se sorprendieron al saber la identidad notable del residente fallecido. Ninguno había escuchado nunca el sonido de un saxo saliendo del interior de la vivienda.

Jose Ángel González