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¿Qué ves en el marco vacío de un Vermeer robado?

"The Concert" - Vermeer, 1658-1660. Foto: FBI

«The Concert» – Vermeer, 1658-1660. Foto: FBI

El 18 de marzo de 1990, seis lienzos de Rembrandt, Manet, Flinck y Vermeer, cinco dibujos de Degas, un florero y un águila napoleónica fueron sustraídos del Museo Isabella Stewart Gardner de Boston por un par de ladrones que aprovecharon la beoda tranquilidad de la festividad de San Patricio y actuaron a cara cubierta pero a plena luz del día.

El golpe es llamado el mayor robo de arte de la historia: los cuadros tienen un valor incalculable desde el punto de vista artístico pero las empresas aseguradoras, que a todo saben poner precio, los tasan en 500 millones de dólares.

El FBI sigue preguntando al mundo si alguien ha visto los óleos y ofrece, en nombre del museo, una recompensa de cinco millones de dólares por cualquier pista que conduzca a la recuperación de las piezas.

Un cuarto de siglo después del robo no hay pistas sobre los cuadros robados, algunos de ellos tan notables —los ladrones sabían lo que se hacían— como El concierto, uno de los apenas entre 34 y 36 que quedan en el mundo de los pintados por Johannes Vermeer.

Desde el robo el museo mantiene los marcos vacíos como recuerdo mudo de las obras, todas compradas en su momento por la multimillonaria, musa de artistas, filántropa y descendiente en línea directa de un rey celta Isabella Stewart Gardner (1840–1924).

La fotógrafa francesa Sophie Calle (1953) a quien gusta jugar con el cruce de historia, imágenes y ficciones posibles usó el tema para la serie ¿Qué veis?: pidió a los conservadores, vigilantes y otros empleados del museo que posaran ante los marcos vacíos y describieran los objetos desaparecidos.

La serie forma parte de la exposición de Calle Modus Vivendi, que está en cartel hasta el 7 de junio en el Centro de Imagen La Virreina del Ayuntamiento de Barcelona.

"¿Que veis? El concierto. Vermeer" © Sophie Calle/ADAGP, Paris, 2015. Courtesy Galerie Perrotin and Paula Cooper Gallery

«¿Que veis? El concierto. Vermeer» © Sophie Calle/ADAGP, Paris, 2015. Courtesy Galerie Perrotin and Paula Cooper Gallery

Como todas las de esta artista polémica y difícil de clasificar, las fotos de Calle no son nada del otro mundo si se analizan o sienten como meras representaciones gráficas trasladas a un papel. Son incluso vulgares. Lo interesante de la protofotógrafa —acostumbrada al comportamiento extremo: seguir a desconocidos y entrar ilegalmente en sus casas para retratar el espacio que habitan, narrar su propia ruptura sentimental a través de textos de otras personas, preguntar a ciegos cómo imaginan el mundo…— está siempre en la confluencia, en la combinación.

Ante el marco que ocupaba el Vermeer, esta joven de la que sólo vemos la melena rubia y la camisita a juego piensa, según nos transmite la fotógrafa en un cartelón colocado al lado de la imagen, sobre el Vermeer robado, lo reconstruye desde la ausencia:

En el marco vacío contemplo una mujer profundamente concentrada que toca el clavecín. Una cantante, a punto de emitir una nota, está frente a ella. Oigo la música. • Veo un viejo marco de madera sin nada dentro y detrás, un fondo marrón, un paño de terciopelo. Es todo. No hay razón alguna para que el marco esté colgado ahí. ¿Qué se supone que tengo que ver? Ese espacio vacío representa el espacio, solo espacio. • La pintura surge, más fuerte que su ausencia. Veo mejor el cuadro en el terciopelo que en la reproducción. Veo músicos: se observa un cuadro silencioso, pero se pueden oír. Una mujer toca el clavecín. Un laudista nos da la espalda. Junto a él, tangible, una mujer canta. La veo sobre todo a ella en mis sueños. Estoy tan apegada a ella que debería ser capaz de saber dónde está. • No hay mucho que ver. Un marco colgado sobre una tela marrón. Por lo visto, es un espacio solemne. Ligeramente acusador. • Veo colores. A la izquierda, la manga amarilla de la mujer, la forma trapezoide del respaldo de la silla, roja, y ese azul… Veo la suntuosa chaqueta de la cantante y un primer plano confuso, la alfombra oriental colocada sobre una mesa. Tres colores que, de alguna manera, danzan sobre la tela. Rojo, amarillo, azul: es Mondrian. • Tengo visiones de lo que se supone que está allí. Veo ‘El concierto’. Durante las visitas guiadas, lo muestro: «Aquí tenéis ‘El concierto». Pero no hay nada. Solo un espacio enmarcado que representa mi frustración. • Veo una especie de tapicería oscura un tanto siniestra. Me invita a poner lo que quiera en el marco, pero al mismo tiempo su negrura me impide imaginar algo en su interior. • Nunca he visto la obra, entonces veo las fotos tomadas en la escena del crimen. En medio de la sala, en el suelo, el marco y el cristal roto. La marca de tiza alrededor del cadáver, eso es lo que evoca ese marco. Aunque la marca no se borra nunca y tengo el cuerpo delante de los ojos todos los días. • Una imagen triste y nostálgica, texturas, matices, una luz suave que acaricia el terciopelo. Una sombra muy marcada a la derecha y, en pleno centro, horizontalmente, un rastro pálido. Veo una capa fina de polvo, sobre todo en el borde inferior derecho. El terciopelo es sobrio, sencillo, entonces me concentro en el marco, los esbozos de flores grabadas en oro, composiciones florales que parecen girasoles en los contornos. El exterior está cargado y el interior es tranquilo. Y, por una razón inexplicable, tengo la impresión de que el marco me observa. • Veo un marco que muestra una ausencia. Veo un placer negado a todos. Veo una ausencia indescriptible. Veo algo que no puedo ver. • Hoy solo veo terciopelo, pero hay mucho más que eso, por supuesto. • Como mi tarea es encontrar la obra, veo mi fracaso. Ese vacío ocupa mis pesadillas. Hay un coche y, sobre un asiento, un objeto cubierto con una bolsa de plástico. Levanto la bolsa y no es el cuadro que busco. Pero sé que un día, en plena noche, recibiré una llamada: «Vermeer ha vuelto».

"La tormenta en el mar de Galilea", Rembrandt, 1633. Foto: FBI

«La tormenta en el mar de Galilea», Rembrandt, 1633. Foto: FBI

Rembrandt van Rijn pintó la única marina de su fecunda trayectoría en 1633. La tormenta en el mar de Galilea muestra a Jesús obrando el milagro de calmar las aguas ante el descreimiento de sus discípulos, que habían desconfiado de su poder ante la borrasca y las olas que anegaban la barca y la acercaban a la zozobra. El Evangelio de Marcos cuenta el momento con matiz de guión cinematográfico:

Él, habiéndose despertado, increpó al viento y dijo al mar: «¡Calla, enmudece!». El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza. Y les dijo: «¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?». Ellos se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: «Pues ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?».

"¿Que veis? La tormenta del mar de Galilea. Rembrandt" © Sophie Calle/ADAGP, Paris, 2015. Courtesy Galerie Perrotin and Paula Cooper Gallery

«¿Que veis? La tormenta del mar de Galilea. Rembrandt» © Sophie Calle/ADAGP, Paris, 2015. Courtesy Galerie Perrotin and Paula Cooper Gallery

Frente al marco vacío del cuadro, otro de los sustraidos del museo de Boston por los ladrones, Calle retrata a otra mujer. Esta es su visión:

No soy una especialista en arte, pero se trata de un Rembrandt, está escrito sobre el marco. Y el Rembrandt parece una especie de papel pintado. • Veo una tapicería que no debería ver y que no estaba prevista en la exposición. Veo lo que sucede detrás del telón. Veo los bastidores y nada más que los bastidores. • Veo una inscripción en el marco, Rembrandt. Es una ausencia. Es un misterio. Es un espacio triste y vacío. La extraña yuxtaposición parece una alegoría: aquí hay un Rembrandt, pero no hay nada. El emperador está desnudo. Por el nombre, el aspecto desgastado del marco, la apariencia apagada y gris del paño que evoca un ataúd, una tumba, uno piensa en una instalación. Pero, como sé lo que sucedió, lo que veo es la historia de un robo. • Veo algo que no hubiera visto si usted no me lo hubiera mostrado. A pesar de lo sobrecargado de la sala no me había dado cuenta que la ubicación estaba desocupada. Me esperaba una ausencia visible. Es demasiado discreta en el ‘horror vacui’ del museo. • Veo ‘La tormenta en el mar de Galilea’, ahí, frente a mí. Porque la pintura pertenece a esa pared y solo a esa pared. • Veo un pedazo de tela que cuelga. Veo una luz tornasolada, pliegues, ondulaciones en el tejido. Veo las sombras que la luz crea en el tafetán. • Veo un marco que me ayuda a imaginar la imagen. Es una marina. Veo los gestos frenéticos de Cristo y de los apóstoles. Un barco sacudido por los remolinos de un mar tormentoso. Todavía tengo la ilusión de contemplar un Rembrandt. • No veo nada o, más bien, veo un marco que rodea un vacío adamascado, pero esencialmente nada. Entonces, ¿por qué está enmarcado? • Veo un marco que, con los años, se va encogiendo. Resulta difícil para mí visualizar esa espectacular pintura en su interior. Como si ya no pudiese contenerla. También veo las tiras de tela que quedaron, porque la recortaron con violencia. Tengo una reacción visceral ante el marco, porque lo que salta a la vista es esa crueldad. • Veo un marco dorado con una moldura interior que se asemeja a una gigantesca hilera de perlas. Supongo que lo colgaron para que resaltara el fondo, para destacar la tapicería. A primera vista, parece papel pintado, descolorido en la parte superior, pero cuando se examina aparece la delicadeza artística. Si lo observo como un objeto, me concentro en la seda. Ese verde salvia, un color tan hermoso, tan suntuoso y rico, que sueño con envolverme en ese paño de seda enorme y opulento. • Veo plantas, flores, distintas variedades de orquídeas. Tal vez Cymbidium amarillas. Camelias. Rosas. Veo camelias blancas y rosas rojas. Si me alejo un poco, puedo distinguir una mariposa, incluso dos… a cada lado del panel, en la cuarta parte superior. • Veo un marco vacío que encierra un vacío. Es gris, borroso, como neblina, como si no estuviéramos ahí. Una nada indescriptible. • Veo un espacio sagrado. El marco solamente puede contener ‘La tormenta en el mar de Galilea’ de Rembrandt. Nada más. Aunque Rembrandt resucitara para ejecutar una nueva pieza, no tendría su lugar aquí. ‘La tormenta’, es todo. Solo ‘La tormenta’.

Dado el gusto de Calle por merodear en el terreno donde la ficción y la realidad conviven, no me extrañaría que estas bellas descripciones de cuadros que no están —descripciones, por ende, en negativo, construidas desde la falta de, el vacío— procedan de la fotógrafa y no de las personas que nos dan la espalda. Me importa poco. Los embustes con arte son de recibo.

Jose Ángel González

Obras de arte reinterpretadas con 140 círculos

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En un primer momento, en el conjunto ordenado de puntos no parece haber nada más que una caprichosa combinación de colores, pero tras observar las filas y las columnas como un todo y alejándose un poco del monitor del ordenador, se comienza a perfilar famosas obras de arte como La persistencia de la memoria de Dalí, El grito de Munch o El beso de Klimt.

El diseñador gráfico Gary Andrew Clarke (Leicester-Inglaterra, 1970) comenzó en 2009 con la serie Art Remixed (Arte remezclado), una colección de grandes éxitos de la historia del arte interpretados con círculos, esquematizados al máximo pero aún así reconocibles para el espectador.

Amante de la geometría, el autor explora siempre el modo de crear «encuentros insinuantes» entre las formas y el color con un resultado lúdico. En su página web se amontonan las láminas abstractas de tonos planos y atractivos que se entrelazan con ayuda de las figuras. El significado no tiene cabida en el juego, pero la ilustración sigue siendo divertida. Refiriéndose a la falta de contenido dramático de sus obras, Clarke cita al veterano artista minimalista y abstracto Frank Stella: «Lo que ves es lo que ves».

En el caso de la serie Art Remixed sin embargo sí hay una misión para el espectador, que debe completar mentalmente la imagen disfrazada siempre en 140 puntos de colores, descifrar una especie de tweet pictórico para rescatar a la Gioconda de Leonardo da Vinci, a la Marilyn de Andy Warhol o al hombre que se oculta tras una manzana en El hijo del hombre de René Magritte.

Helena Celdrán

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René Magritte: «Detesto a las artes decorativas y los borrachos»

René Magritte en 1965

René Magritte en 1965

«Detesto mi pasado y el de otros. Detesto la resignación, la paciencia el heroísmo profesional y los sentimientos obligatoriamente bonitos«. El pintor belga René Magritte (1898-1967) se comportó de acuerdo a esta frase, hablando muy poco de sí mismo. De su vida hay escasos datos precisos, se asume que a parte del suicidio de su madre ahogándose en el río Sambre, no hay mucho más que contar de los primeros años de vida del artista.

Magritte termina el contundente discurso diciendo: «También detesto las artes decorativas, el foclore, los anuncios, las voces comunicando anuncios, el aerodinamismo, los boy scouts, el olor a naftalina, los acontecimientos del momento y la gente borracha». La recopilación aleatoria de odios, sin relación ni otro fin que el de manifestarlos, también es una pista sobre la continua confusión que siempre cultivó con sus obras.

Magritte con su mujer Georgette

Magritte con su mujer Georgette

Cuando se veía arrinconado y forzado a hablar de su arte mostraba disgusto, aburrimiento y cansancio, actitudes fingidas que escondían sus deseos de trastornar con cada lienzo la normalidad, desordenar los escenarios comunes, las convenciones, la lógica más básica que controla el modo que tenemos de ver las cosas, entregarse al absurdo.

Evitaba que lo llamaran artista y se describía como un hombre que piensa y que comunica sus pensamientos ilustrándolos. No había cosa que más le irritara que el intento de los críticos por analizar su obra en búsqueda de símbolos y significados ocultos. Su idea del éxito era que los cuadros carecieran de cualquier explicación que valiera para satisfacer la curiosidad del espectador.

No le interesaba dibujar jeroglíficos. Cuando alguien intentaba teorizar sobre sus pinturas, él sólo tenía una contestación posible para dar a entender que no había pretendido nada: «Eres más afortunado que yo».

El Cotilleando a… de esta semana es para el pintor surrealista René Magritte, del que escogemos cinco cuadros como recorrido por sus análisis visuales. Todos demuestran la sencillez de un depurado estilo figurativo para expresar con claridad una idea y las escenas sencillas pero inexplicables de un señor de aspecto burgués que contrastaba con la imagen excéntrica de Dalí o la apariencia contundente de Picasso.

Amado y odiado, reflexionaba en silencio, bullendo por dentro sin necesidad de hacerse notar y siguiendo una sencilla afirmación que justifica cualquier escena que se pueda tachar de absurda: lo inesperado proporciona información; lo que se espera que suceda con seguridad no nos dice nada, es lo normal.

'La traición de las imágenes'

'La traición de las imágenes'

1. La traición de las imágenes (1929). «La inteligencia de la exactitud no impide el placer de la inexactitud», decía el artista a finales de los años veinte. En su misión de despojar al pensamiento del disfraz del lenguaje, pintó en 1929 La Trahison des images. Bajo el dibujo nítido y realista de una pipa de fumar escribió con letra de caligrafía escolar Esto no es una pipa: con un método infantil Magritte despojó de convenciones semánticas a una representación que no es el objeto, pero que de manera trivial todo el mundo acaba aceptando que lo es.

«La famosa pipa. ¡Cómo me la reprocharon! Y sin embargo, ¿podrías rellenarla? No, es sólo una representación. ¿No es así? Si hubiera escrito en mi cuadro ‘Esto es una pipa’, ¡hubiera estado mintiendo!», dijo a su amigo y asesor jurídico, el abogado y coleccionista de arte Harry Torczyner. Los límites del lenguaje obsesionaron al pintor, que en los años siguientes repitió el experimento con obras como La clef des songes (La llave de los sueños) que mostraban galerías de objetos nombrados con palabras erróneas.

'La evidencia eterna'

'La evidencia eterna'

2. La evidencia eterna (1930). Magritte realizó este juego visual tras volver de París a Bruselas. En la capital francesa se relacionó con André Breton y las primeras figuras del surrealismo parisino, pero las tensiones personales con aquel y el coste de la vida lo devolvieron a Bélgica.

Con L’Evidence éternelle, el pintor demandaba la atención del espectador para completar el motivo del cuadro, pero con un método muy diferente al empleado en la pintura abstracta. La modelo es su mujer Georgette, fragmentada en cinco óleos.

El precedente de esta pintura, que bien podría verse como una escultura en dos dimensiones, se encuentra tal vez en el cuadro Tentative de l‘ impossible (Intentando lo imposible), dos años anterior, en el que Magritte se retrata creando a Georgette en carne y hueso, dando pinceladas a un brazo inacabado.

'El modelo rojo'

'El modelo rojo'

3. El modelo rojo (1935). El pinto siempre usó su arte para poner a prueba la realidad: en los años treinta fue abandonando su fijación por la relación entre el lenguaje y la imagen y comenzó a estudiar la transformación de los objetos, creando situaciones en las cuales el significado entraba en crisis. Se valía del aislamiento para librarlos de la función original, de la modificación para otorgarles propiedades que no tienen, cambiaba su escala habitual

Le Modele Rouge es un ejemplo de hibridación, una de las técnicas con las que jugaba el artista. En la obra, unos pies humanos se convierten en zapatos. «El problema de los zapatos demuestra cómo lo más primitivo pasa a aceptarse a base del hábito», dijo el artista durante una charla en 1938. La unión del pie con la bota de cuero se presenta en la realidad como una monstruosa combinación y sin embargo en ambos casos se trata de piel.

'Golconda'

'Golconda'

4. Golconda (1953) es una lluvia —o una elevación, según se mire— de hombres con abrigo negro y bombín, similares a Magritte, en un entorno urbano también parecido al del pintor en Bruselas.

A partir de los años cincuenta, el pintor se sumergió en la poesía de las escenas, alejándose de teorías sobre las palabras y los objetos. Al contrario que otros autores surrealistas, no buscaba escándalos, no le gustaba dejarse ver y se ocultaba en la normalidad de la rutina diaria, sin estridencias ni sobresaltos, volviéndose invisible para el mundo real, cuyas normas básicas de coherencia él no compartía. Seguiría esa senda hasta su muerte, a causa de un cáncer de páncreas, a los 68 años.

Golconda se refiere a una ciudad de la India, ahora abandonada, que en el siglo XIII fue conocida por sus minas de diamantes. El extraño título del cuadro no fue idea de su autor, sino del poeta surrealista Louis Scutenaire, que lo visitaba todos los domingos y bautizaba las obras animado por el artista. Curiosamente, Scutenaire murió tras ver un especial en televisión dedicado a su amigo, el 15 de agosto de 1987, el día que se cumplían 20 años de la muerte de Magritte.

'El hijo del hombre'

'El hijo del hombre'

5. El hijo del hombre (1964). En sus últimos años de vida retrató con insistencia al hombre del bombín, muchas veces sin rostro o dado la vuelta, como reacio a aparecer ante el mundo, contagiado de la invisibilidad de su creador: Le fils de l’homme es un autorretrato. «Hay un interés en lo que está oculto y en lo que la parte visible no nos enseña. Este interés puede producir un sentimiento bastante intenso, una especie de conflicto, se podría decir, entre lo visible que está oculto y lo visible que está presente», declaró enigmático en una entrevista un año después de pintar el cuadro.

El autor dijo poco más del cuadro, que pese a ser uno de los más célebres, no está comentado con demasiada intensidad por los estudiosos. La obra ha sido vista como una alusión al pecado en la vida moderna, como una representación de Adán encorbatado… Magritte sin duda se hubiera dado la vuelta al escuchar esas hipótesis, dando la espalda al teórico de turno que trata de inmiscuirse en el universo hermético del hombre del bombín.

Helena Celdrán