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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Diez días que estremecieron al mundo

La madrugada del  25 de octubre, 7 de noviembre según el calendario gregoriano, de 1917 el sóviet de Petrogrado, capital de la Rusia imperial zarista, asaltó siguiendo las instrucciones de Lenin el palacio de Invierno, sede del gobierno provisional y se hizo con el poder. Obreros, militares rebeldes y milicianos bolcheviques estaban fraguando con aquella ocupación los cimientos de la Revolución de Octubre, sentaron las bases de lo que cinco años más tarde se llamaría la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, un país inmenso e inmensamente pobre que se convirtió en la gran superpotencia socialista capaz de plantar cara a la nación más poderosa del mundo, los Estados Unidos de América. Tuvo, no obstante, que pagar un precio también descomunalmente alto: las purgas estalinistas, la inmensa mayoría de dirigentes comunistas que habían hecho la revolución en el partido de Lenin torturados y asesinados, millones de personas perseguidas y después, durante la Segunda Guerra Mundial, 20 millones de muertos, entre soldados y ciudadanos soviéticos, para derrotar al ejército nazi. Y el remate fue la desnaturalización y pérdida de gran parte de los ideales del socialismo.

Lenin arengando a las masas durante la Revolución de Octubre de 1917

La Gran Revolución de Octubre, de cuyo acto germinal mañana se cumplen cien años, también alumbró un arte nuevo y revolucionario, el cine, cuya potencialidad propagandística, en una sociedad con unos niveles de analfabetismo en el conjunto de la población acordes con el atraso secular, no se le escapaba a los nuevos dirigentes. Muchos jóvenes directores, aleccionados por el poder, tomaron las cámaras y lograron la cuadratura del círculo: producir películas de agitación política, llevar a cabo una labor pedagógica y realizar un cine experimental que dio un impulso decisivo al desarrollo del lenguaje cinematográfico mediante aportaciones teóricas plasmadas en algunas obras maestras de la historia del cine. Los nombres mayúsculos que configuran esta vanguardia artística son Sergei M. Eisenstein, Vsevolod Pudovkin, Dziga Vertvov y Lev Kuleshov. No son los únicos, pero seguramente sí los más grandes.

Del conjunto de grandes obras que entre todos legaron -antes de que Stalin impusiera la doctrina del realismo socialista en 1934 y acabara con los experimentos- como por ejemplo La huelga (1924) y Octubre (1928), de Eisenstein, La madre, de Pudovkin (1926), El hombre de la cámara, de Vertov (1929), o Tierra, de Dovzhenko (1930), con toda seguridad es El acorazado Potemkin (1925), de Eisenstein,  la más universalmente conocida y muy especialmente por una de sus secuencias, la de la matanza de las escalinatas de Odesa, materia de estudio obligatorio en las escuelas de cine de todo el mundo. Un desafío para desentrañar la percepción del sentido del tiempo en sus 170 planos contenidos en una duración de seis minutos aproximadamente y una referencia cumbre para otros importantes directores de todas las épocas.

Si alguno de ustedes no ha visto El acorazado Potemkin es posible que sí haya visto Los intocables de Elliot Ness, dirigida en 1987 por Brian de Palma en la que el director de Carrie rinde un homenaje al maestro soviético trazando un paralelismo con la escalinata de la estación Grand Central Terminal de Nueva York, en una secuencia igualmente brillante, en la que por supuesto no falta el carrito del bebé a punto de despeñarse escaleras abajo. Por cierto, la secuencia se rodó en realidad en la Union Station de Chicago, lo que demuestra que a la relatividad del tiempo se le acompaña la del espacio e incluso la de la acción: De Palma, siempre audaz, había permutado el ataque del ejército zarista al pueblo de Odesa por el enfrentamiento a tiros de Elliot Ness (Kevin Costner) y sus nueve hombres «intocables» contra los pistoleros del capo de los gángsters, Al Capone (Robert de Niro).

El cineasta polaco Zbigniew Rybczyński en 1987 utilizó también la misma secuencia mítica para realizar un mediometraje de 24 minutos de duración titulado Steps. Al dramatismo de la secuencia monocromática de Eisenstein se sobrepone la imagen en color de un grupo de turistas, cámara en ristre, perfectamente integrados en la acción en la que hombres, mujeres y niños tratan de escapar al fuego del ejército zarista huyendo despavoridos escalinata abajo… Una versión sorprendente de la secuencia clásica a la cual añade un extraño y negrísimo sentido del humor.

También fue sorprendente ver que Warren Beatty se marcaba en 1981 en el corazón de Hollywood una superproducción de 230 minutos de duración titulada Rojos para glosar la figura del revolucionario norteamericano más famoso del siglo, el periodista que fundó el Partido Comunista de Estados Unidos, John Reed. Escuchar los sones de la Internacional a todo trapo, con cientos de extras portando banderas rojas adornadas con su hoz y martillo correspondiente, enmarcados en la estupenda fotografía de Vittorio Storaro ganadora de un Oscar, para proyectarse “en las mejores pantallas” de todo el mundo y que aquello no oficiara como ladina propaganda anticomunista es una de las contradicciones más flagrantes del capitalismo. O una alucinante prueba más de su poder para asimilarlo todo. Pero también una experiencia estética emocionante.

Warren Beatty escribía, dirigía e interpretaba a John Reed en una función que no sólo le procuró –a él también- un Oscar a la Mejor dirección sino que hacía olvidar, aunque fuera momentáneamente, la fama de promiscuidad sobrehumana que le perseguía. Los 12.775 polvos en 35 años que Peter Biskind le calculó (¡ejem!) se tradujeron en el pasmoso aserto de Entertainment Weekly: «la vida sexual de Beatty es su mayor contribución a la cultura pop». Al menos en su época de esplendor, nadie se quejó nunca de haber pasado por el lecho de este latin lover; muy al contrario, muchas mujeres, famosas o no, presumían de haber podido hacerlo. No se sabe si entre las miles de amantes que se le atribuyen estaba Diane Keaton, que encarnaba cálidamente a Louise Bryant, la esposa del revolucionario norteamericano, con quien participaba con idéntico o mayor entusiasmo en la exaltación de aquellos “diez días que estremecieron al mundo”.