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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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El beso de los castellers y las tetas de Mathilda May

 

Tenía yo archivada en mi carpeta de buenas fotos ajenas esta imagen de la fotógrafa Mireia Comas. Puede que ustedes no la hayan visto antes y por tanto que no se hayan percatado del detalle magnífico que la artista supo o tuvo la suerte de captar, quién sabe si no lo descubrió mucho tiempo después de hacerla: ese beso entre los dos chicos que ocupan la parte central de la imagen. Sí de acuerdo, lo primero que se preguntan es qué relación guarda la fotografía con los pechos de Mathilda May, a los que golosamente alude el título del post. Y lo segundo, si no estaré dejando algún mensaje subliminal respecto al «valleinclanesco» -en afortunada expresión de Pablo Iglesias- espectáculo vivido anteayer en el Parlament catalán. De esto último ya les digo que se olviden y no vean fantasmas, que el ruedo de la política ya está lleno de ellos. En cuanto a lo otro, vayamos por partes:

Gloriosa, Mathilda May en «La teta y la luna», de Bigas Luna

A esta actriz un servidor la descubrió hace ya una pila de años en una película de terror y ciencia ficción titulada Lifeforce, Fuerza vital (dirigida en 1985 por Tobe Hooper). Era un relato en el que una alienígena con fabulosos poderes destructivos succionaba a sus víctimas humanas el aliento del que ella se nutría dejándolas convertidas en una piltrafilla. La alargada sombra de Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979) se proyectó en ésta, como en tantas otras, pero lo hizo transmutando el perfume erótico que la teniente Ripley había dejado en la nave de carga Nostromo en un tórrido vendaval.

Vamos, que la jovencísima actriz francesa, que entonces contaba veinte años, desplegaba sus poderes al natural y nos dejó a todos tan pasmados como a los policías que le salían al paso para perecer entre sus brazos. Sus tetas eran de una belleza tan contundente que nuestro añorado Bigas Luna pensó en ella para ofrecerle en 1994 el papel estelar de su canto a la leche materna y a su sublime contenedor que llamó La teta y la luna.

Y precisamente, en La teta y la luna el niño que se enamora de Mathilda May (Biel Durán, con diez añitos) y prueba el néctar divino de sus pechos es el anxaneta de una colla de castellers. Que era adonde queríamos llegar. Porque yo ha sido ver esa foto y recordar una escena en la que fluye la leche de la teta de Mathilda. No me dirán ustedes que no resulta imposible evitar la asociación de ideas. A los amantes del flamenco no se les pasará por alto la aparición de Miguel Poveda, jovencito, jovencito, pero ya dejando muestras de su arte (en el cante, que en la interpretación no tanto), también encaprichado de la belleza francesa.
Por cierto, no se pierdan esta noche el programa de La 2 de TVE Historia de nuestro cine, que precisamente emite este delicioso cuento de Bigas Luna, tristemente fallecido en abril de 2013, uno de nuestros creadores cinematográficos más inspirados y atrevidos; sin duda, uno de los grandes. ¿Quién si no Bigas, podría haber imaginado y puesto en escena un plano como éste? (lamentablemente hurtado en el trailer que os pongo más abajo):

Biel Durán y el pecho de Mathilda May en La teta y la luna

Abajo Lo que el viento se llevó

Un histórico cine de Memphis, esa ciudad que todos sabemos que se encuentra en el Estado de Tennesse de, por supuesto, Estados Unidos, anunció a finales de agosto que dejaría de programar Lo que el viento se llevó, según relataba Los Angeles Times, ampliando el eco de una noticia muy difundida en todos los medios de aquel país y hasta del nuestro.

Orpheum Theatre en Memphis (Tennessee)

Debo reseñar que ese mamotreto producido en 1939 que tanto espacio ocupa en las enciclopedias, que tanto tiempo ocupó los primeros puestos en las listas de películas más rentables con sus diez Oscar a cuestas, a mí nunca me hizo demasiada gracia. Sus tan alabados coloretes, su empingorotado romanticismo, su Clark Gable y su Vivien Leigh, su Scarlett y su Rhett, su “a Dios pongo por testigo”, sus plantaciones y sus esclavos y su trasfondo bélico… y el doblaje hispano con el que siempre la vimos en los numerosos pases en televisión me dejaban tan frío como un chapuzón en la Laguna grande de Gredos. Creo que nunca llegué a animarme a verla de principio a fin en su inacabable integridad. Lo que es una confesión pura y dura que menoscaba, lo reconozco, mi reputación, pero qué le vamos a hacer, uno tiene sus debilidades.

Dicho todo lo cual, que el presidente del Orpheum Theatre tomara la decisión de suspender lo que venía siendo una tradición con solera me parece lamentable. Pero, ojo, no por la decisión en sí misma, que por otro lado hasta podría ser saludable, pues la renovación de la cartelera siempre oxigena las mentes, sino por las razones esgrimidas: al parecer, muchos espectadores muy enfadados pidieron la excomunión de Tara, Los Doce Robles, Atlanta y todos sus fastidiosos dimes y diretes, y tacharon a la película de “racista” y de ser un “homenaje al supremacismo blanco”.

Cartel de Lo que el viento se llevó

Cierto que el contexto en el que se produjeron esas reacciones, los habituales disturbios racistas que jalonan la actualidad de aquel país (en concreto los de Charlottesville de mediados de mes), campeón de la democracia, los derechos humanos y la igualdad (ejem…), permiten ser comprensivos. Pero de ahí a que el Orpheum se dedique a “entretener, educar e iluminar a su comunidad de espectadores” y que para “no mostrarse insensible” a la comunidad afroamericana (que representa el 64% de la población en la ciudad) pretendan hacer purgas ideológicas con las películas me parece que se inserta en una corriente muy peligrosa. Vamos que El nacimiento de una nación, la monumental obra racista y genial obra artística de D.W.Griffith, según esas anteojeras sería condenada a los infiernos. Como, por cierto, lo fue, por motivos muy dispares que no vienen al caso, la también muy interesante obra que con el mismo título dirigió el año pasado Nate Parker.

Yo podría entender otros muchos motivos para dejar de programar Lo que el viento se llevó y no me rasgaría las vestiduras, por ejemplo, que en la parroquia ya están hartos de costumbres rancias; pero no los expresados. En el mismo error de óptica incurrieron algunos que desde la izquierda protestaron porque Televisión Española programara “cine franquista”, como esa perla de guion escrito bajo seudónimo por el dictador asesino Franco titulada Raza, o también Espíritu de una raza (1942), prescindiendo del importante detalle de que se emitía en un escenario analítico (el del programa Historia de nuestro cine) que destruye los fundamentos de ese prejuicio.

No sé yo si guardarán alguna remota relación las pulsiones censoras del Orpheum con el hecho de que, según se dice en una web de casas encantadas, éste se haya visto amenazado por la demolición para su conversión en un complejo de oficinas. No he visto esta hipótesis en nunguna reseña de prensa, pero ahí lo dejo: material para guionistas de serie televisiva.

Los que nunca recibirán un Goya

Antes de que demostrara que se puede estar al lado de una gran estrella, Ricardo Darín, y brillar tanto como ella, antes de que nos emocionara casi hasta la lágrima y nos enseñara un poquito más lo que es la verdadera amistad con su Tomás en Truman, portentosa obra cumbre de Cesc Gay (2015),  Javier Cámara, que  fue recompensado con el Goya a Mejor actor de reparto, ya había obtenido ese galardón en la categoría de Mejor Actor a las órdenes de David Trueba en Vivir es fácil con los ojos cerrados.

La semana pasada falleció Juan Carrión, el profesor de inglés en quien se había inspirado Trueba para urdir la historia que protagonizaba Javier Cámara cuyo título (en inglés “Living is easy with eyes closed”) está extraído de la canción de The Beatles Strawberry Fields Forever. Cuando vimos a este buen hombre, el 13 de diciembre de 2014 durante la clausura del Festival Internacional de Cine de Cartagena (FICC), recoger el Goya que el director le entregaba como muestra de agradecimiento supimos que su personalidad no podía andar muy lejos de la que éste había creado con la inestimable ayuda de su actor. Se trataba, en efecto, no había más que verle, de un hombre machadianamente bueno.

Es cierto que los espectadores de la película no conocíamos a Juan Carrión, excepto en lo referido a aquella anécdota que sirve de base a la trama de Vivir es fácil el rodaje en Almería de Cómo gané la guerra, de Richard Lester, en el que John Lennon oficiaba de actor, su entusiasta viaje en busca de un contacto improbable con el cantante, etc. Hemos sabido ahora, tras su fallecimiento, algunos detalles biográficos que nos acercan a su figura con independencia de la imagen que para nosotros perdurará, que es la de su alter ego de ficción. Para bien o para mal, de Juan Carrión todos, salvo sus allegados y familiares, olvidaremos la figura y hasta el nombre, y nos quedará en la memoria el de Antonio San Román y el gesto de héroe humilde y bondadoso inscrito en el rostro de frente despejada  de Javier Cámara.

Javier Cámara en Vivir es fácil con los ojos cerrados. Universal Pictures

El hombre real estaba orgulloso del retrato pergeñado por el hombre de ficción. No es para menos, “es como si me hubiera tocado la lotería”, decía, con esa sencillez desarmante con que se identifica la felicidad sobrevenida con el azar que se nos antoja imposible. De entre las muchas cualidades actorales que Javier Cámara atesora, los variados registros que le conocemos, que enlazan como en una tela de araña su Rafi, el perjudicado ayudante de Torrente (Torrente, el brazo tonto de la ley, Santiago Segura, 1998) con Benigno, el enfermero atraído por la inmovilidad de Leonor Watling (Hable con ella, Pedro Almodóvar, 2002), Simón, el trabajador de la plataforma petrolífera (La vida secreta de las palabras, Isabel Coixet, 2005), Mikel, el ex presidiario que pretende ajustar cuentas con su amigo cubano (Malas temporadas, Manuel Martín Cuenca, 2005) o Ricardo Mazo Torralba, escondido durante años de posguerra en el armario de su casa para eludir la muerte (Los girasoles ciegos, José Luis Cuerda, 2008), sin olvidar al amanerado auxiliar de cabina de Joserra Berasategui (Los amantes pasajeros, Pedro Almodóvar, 2013), por citar sólo unos cuantos, al cómico riojano se le dan de maravilla los personajes tiernos. Y otra cosa tal vez alguien quiera discutirla, pero no que a su profesor de inglés Javier Cámara consigue infundirle un aura de ternura sin resultar estomagante, que más les valdría a otros actores inclinados al exceso tomar nota de lo que significa contención en sus justos términos.

 

Tenía muchos motivos don Juan Carrión para estar contento con el éxito de Vivir es fácil… Seis Goyas nada menos, y de los más importantes, ganó la película, y algún mérito sin duda le correspondía a él, que había regalado a David Trueba limitándose a ser él mismo el alma del argumento, aunque éste se centrara sólo en una anécdota, un acontecido más en una larga vida que alcanzó los 93 años. Las crónicas no revelan en cuántos detalles del retrato no se reconocía del todo, porque en alguna medida, por pequeña que fuera, seguramente no terminaría de agradarle. O eso suponemos tratando de ponernos en su lugar. Acaso hubiera preferido un intérprete con más pelo (¿a quién podría reprochársele esa debilidad?) o un punto mayor de dureza en el rostro, o vaya usted a saber.

No. Tonterías. Don Juan estaba muy satisfecho de que un actorazo como Javier Cámara le hubiera hurtado el corazón y de que un creador tan sensible como David Trueba se hubiera enamorado de su personaje para transmutarlo en don Antonio San Román, maestro de escuela, profesor de inglés y espíritu generoso y comprensivo donde los haya, apasionado de la música de los Beatles y del soplo de oxígeno que ésta representaba para la España gris y amargada de entonces. La humildad y grandeza de la película son el reflejo más fiel del cálido y divertido homenaje que Trueba realizó a personas sencillas y discretas como él, que merecen también un Goya por su abnegada y valiosa labor. Y nunca lo recibirán. Porque la inmensa mayoría de oficios importantes, como esos profesores que siembran nuestra personalidad, e incluso los trascendentes para la vida de las personas, como los doctores que nos operan, las enfermeras que nos cuidan o los investigadores que descubren las fórmulas de los fármacos, ni aspiran a ellos ni reciben aplausos. Don Juan Carrión tuvo la suerte de que le tocara la lotería.

Fargo: monumento negro a la estupidez

Tal vez lo más perturbador del cine de los hermanos Coen sea la capacidad que exhiben para crear personajes demoníacos que resultan fascinantes. Incluso cuando ofician de productores ejecutivos y son otros los que los crean siguiendo su estela, como sucede en la serie Fargo cuya tercera temporada finalizó dejando a muchos, entre los que me encuentro, con el amargo sabor de la despedida. En este caso el malo de la película está encarnado por el actor británico David Thewlis, seguramente más conocido que por ningún otro por su personaje de Remus Lupin en la saga de magos de pacotilla para niños Harry Potter. Por cierto, también trabajó con la pareja de directores en su celebrada y recordada El gran Lebowski (1998), oda como pocas al “dolce far niente” a través del personaje de El Nota, el increíble Jeff Bridges, generoso en kilos, marihuana, alcohool, bonhomía y gracia.

¿Qué es lo que nos atrae de un tipejo cuya boca exhibe una dentadura en la que hurga con un palillo como quien busca gusanos en la arena, carece del menor sentido de la compasión por sus víctimas y arrastra por un camino de perdición y miseria al perfecto inútil de Emmit Stussy, un asombroso Ewan McGregor en su doble papel de hermano triunfador y hermano perdedor? Es todo un misterio. Tal vez sean las peroratas filosóficas con que ilustra sus peores intenciones, lo que le da un cariz mefistofélico a su inesperada aparición y su implacable avance colonizador en el mundo de Stussy.

David Thewlis, en Fargo III temporada

Seguramente pese mucho la descomunal inteligencia puesta al servicio de su inmoralidad, que destaca en un universo de idiotas del que sólo se salvan las mujeres, sean policías o ladronas. Porque la serie, la película de la que nace y la filmografía Coen en general son un monumento a la estupidez humana; no para celebrarla, claro está, sino para recordarnos en todo momento que es el elemento primordial de la vida en sociedad y que, como el cigarrillo del fumador junto a la pólvora, combinada con la maldad en el inestable medio del azar suele provocar deflagraciones de gran poder destructivo. ¡Santo dios, cuántos cretinos pueblan las ficciones de los Coen! Nos mueven a la irrisión y al estupor, pero si te paras un momento te dejan un zumbido de mosqueo en el cerebro: ¿seremos todos necios?

Ewan McGregor en su doble papel de los hermanos Stussy

Como todo el mundo sabe, Fargo es uno de los grandes títulos de la fecundísima carrera de Joel y Ethan Coen, y también uno de los ejemplos más acabados del hasta no hace mucho inimitable estilo de los hermanos. Así lo pensábamos pero la serie lo desmiente. O demuestra que lo que llamamos estilo en realidad es la afortunada mezcolanza de un conjunto de ingredientes sabiamente manipulados que puede ser aderezada por otro cocinero, que en el caso que nos ocupa se llama Noah Crawley. Ya he citado estupidez, maldad, fascinación por el lado oscuro y añado suspense y crímenes con violencia extrema diluidos en un sustrato de humor, naturalmente, fino y negro, negrísimo, marca de la casa.

De la torpeza suprema que caracteriza a la mayoría de los personajes se desprende que los planes de unos y otros, puestos a escoger, se empecinan en salir mal y acaban saliendo mal, se pongan como se pongan. Más allá de los elementos icónicos perfectamente reconocibles que estaban en la película de 1996 y se repiten en la serie, el tratamiento fotográfico de los paisajes de Minnesota, el ambiente rural en que transcurre la acción, la envolvente música de Carter Burwell, a la que da inspiración y continuidad la partitura de Jeff Russo, es sobre todo este sino fatal que aqueja a los personajes lo que identifica rotundamente el espacio en que nos movemos.

Fargo – A Multilayered Story from Arnau Orengo on Vimeo.

Curioso territorio el delineado por las ciudades de Fargo, de Bemidji, de Luverne o de Eden Valley, todas ellas en el estado en el que crecieron los hermanos Coen, Minnesota, cuyos habitantes parecen tocados por una especie de síndrome de ingenuidad lindante peligrosamente con un dudoso coeficiente intelectual. La sensatez encuentra refugio, transmutada en sagacidad, de manera exclusiva en las mujeres policías, con la excepción de la segunda temporada en que los uniformados con sesera son dos hombres; y en la tercera también en la atractiva ladrona de la que se ha enamorado el hermano fracasado de los Stussy. Igualmente, anida la inteligencia, como ya he dicho, en los malvados. No así en los bárbaros que secundan sus órdenes ni en los jefes policías que están para entorpecer la labor de las perspicaces investigadoras. Tampoco los codiciosos protagonistas que desencadenan las tramas demuestran demasiadas luces. O sufren un mal fario que les persigue en cada movimiento que realizan. El esquema es el mismo en las tres temporadas con una ligera sensación de “dejá vu” en ningún caso desagradable.

La galería de magníficos intérpretes es larga y deslumbrante: a la magnífica Frances McDormand, que ganó un Oscar con su embarazada policía, lista como el hambre, le tomó el relevo Allison Tolman para darle un toque entrañable en la primera entrega de la serie. Al tonto de la baba, imán para todas las desgracias, acometido por el genial William H. Macy, le sucede como si fuera su gemelo, rivalizando con él a ver quien es más cenizo, el no menos formidable Martin Freeman, aunque su personaje le da varias vueltas de tuerca a la indignidad. Pero el que se lleva todos los focos es el pérfido Lorne Malvo, encarnado por un inmenso Billy Bob Thornton, de la estirpe del Anton Chigurh que le dio la gloria a Javier Bardem en No es país para viejos (2007).

Javier Bardem y Billy Bob Thornton

En la segunda temporada de la serie Patrick Wilson y Ted Danson eran los policías buenos y sensatos lidiando con una recua de mafiosos y con la pareja de oligofrénicos, espléndidos, Kirsten Dunst y Jesse Plemons. En la tercera, Carrie Coon es la discreta investigadora y Mary Elizabeth Winstead, la seductora delincuente, quienes tienen que hacer frente al malvado V.M.Varga, David Thewlis, del que he hablado al principio, con los dos Stussy por medio, la inenarrable pareja de hermanos con los que se luce Ewan McGregor.

Que una extraordinaria película dé lugar a una no menos extraordinaria serie de televisión, en tres etapas treinta episodios de una hora aproximada de duración cada uno, heredera de todas las virtudes de su matriz, es una noticia que dinamita todos los recelos tradicionales acerca de las segundas partes o las secuelas. Yo he disfrutado muchísimo en estas vacaciones, como lo hice en su día con el filme de los Coen brothers. Por desgracia, parece que Noah Crawley, el creador de la serie, está demasiado ocupado para garantizar la continuidad, y no hay una cuarta temporada a la vista.  Así es que si tienen ocasión, nunca es tarde para zambullirse en este peculiarísimo agujero negro en el que se enseñorea sin complejos y con un sobresaliente sentido de la autocrítica la América profunda.

Si Anita Ekberg levantara la cabeza

Anita Ekberg en el rodaje de su baño en La Fontana di Trevi

Pregunta de Trivial: ¿cuál es la imagen más representativa, reconocible y famosa del universo Fellini?. Una pista: pertenece a La dolce vita. Pensarán ustedes que si esta pregunta formara parte de un examen habría que despedir al profesor que la incluyera por incompetente o, tal vez peor, por darse a la bebida en horas lectivas, de tan fácil como se lo estaría poniendo a los alumnos. Efectivamente, la respuesta es tan elemental como conocer el nombre del autor de El Quijote. Ese juego de mesa tiene estas cosas.

La imagen de Anita Ekberg introduciéndose una noche calurosa en el estanque de la romana Fontana di Trevi mientras Marcello Mastroianni la observa entre admirado y confuso, “Marcello, come here” le dice ella voluptuosamente, es mucho más que el emblema de La dolce vita, es una imagen grandiosa, inmortal de la historia del cine mundial. «No era un gran filme, existe por esa escena. Y allí estábamos Marcello y yo. Bueno, más yo que él. Era bellísima, lo sé», diría muchos, muchos años después, la propia Anita toda ufana, que la humildad no era una de las armas que ella manejara con soltura, cuando la sombra de la ominosa se le insinuaba en el horizonte.

Anita Ekberg La Dolce Vita Fontana di Trevi Scena

Hoy ninguna belleza sueca perdida por las calles de la capital italiana podría repetir la escena so pena de estar dispuesta a pagar una multa de 240 euros, como dicta la ordenanza municipal adoptada según la alcaldesa, Virgina Raggi, para “mantener el decoro” y sobre todo, “para preservar el patrimonio histórico de sus fuentes más conocidas” (como las que se encuentran en la Plaza del Pueblo, la Plaza de España o la Plaza Navona). Tan elevada finalidad obliga a prohibir el baño pero no a “arrojar las tradicionales monedas”. Se conoce que los metales que los turistas arrojan por toneladas a las aguas de cualquier charquito monumental que encuentran no son tan viles como creíamos.

Hay quien cree que esta bárbara costumbre se inicia a partir de la que probablemente sea la primera película que se hizo eco de ella: Creemos en el amor, dirigida en 1954 por Jean Negulesco y estrenada con el título original de Three Coins in the Fountain, o Tres monedas en la fuente. Pero incurre en un error porque las creencias en este tipo de superstición, que auguraba salud o deseos cumplidos a quien arrojara piedras a pozos, cuevas, lagos u otras acumulaciones acuáticas, se remontan a tiempos mucho más remotos, celtas y otras gentes de generosa inventiva, cuyas ocurrencias se han perpetuado hasta hoy. El argumento de la película no le hace ascos a la tradición y presenta a tres amigas norteamericanas lanzando sus monedas a la Fontana di Trevi formulando el mismo deseo: encontrar el amor verdadero. ¡Ja, nada menos que el verdadero!

Escena de «Creemos en el amor», de Jean Negulesco

En el mismo escenario se encontraban China Zorrilla y Manuel Alexandre para colofón de una melancólica y sentimentaloide historia otoñal cargada de buenas intenciones y resultados más discretos, que dirigió el argentino Marcos Carnevale en 2005: Elsa & Fred. Como es obvio, la sensualidad de la escena original se transmutó en otros valores marcados por la nostalgia.

Hollywood, siempre dispuesto a reciclar cualquier película no hablada en inglés que consideren prometedora en taquilla en un remake con sus lengua y sus propios actores, lo intentó en 2014 con Shirley MacLaine y Christopher Plummer. Se hace difícil la comparación entre ambas, pero si uno recuerda la secuencia de Fellini, como lo hace Michael Radford mediante insertos en la suya se expone a lo peor.

La maravillosa joya del barroco que en la comedia Totòtruffa’62, de Camillo Mastrocinque, 1961, Totò intentaba vender a unos ingenuos turistas, ha sido escenario permanente de todo tipo de representaciones reales o de ficción, spots publicitarios, y happenings mortales o veniales. ¡Pues se acabó! Las autoridades quieren ponerse serias. Y esto es triste, muy triste; que lo que el cine ofrece como imagen del santoral, el funcionario público lo prohíba.

Escena de Totòtruffa’62, de Camillo Mastrocinque

Estoy dispuesto a entender que los vándalos no se bañan como homenaje a los sagrados momentos de la cinefilia, pero no me dirán ustedes que no es contradictoria esta prohibición con el homenaje que el propio Ayuntamiento de Roma dedicó a la memoria de Anita Ekberg el 13 de enero de 2015, dos días después del fallecimiento de la actriz, a los 83 años de edad. En aquella ocasión una enorme imagen que evocaba el divino chapuzón con la leyenda “Ciao, Anita” fue colgada de los andamios que cubrían el monumento, entonces en fase de restauración.

«Los turistas que se acerquen a la Fontana di Trevi podrán admirar, una vez más, la belleza abrumadora de una actriz que filmó aquí una de las escenas inolvidables del cine italiano, haciendo de Roma una ciudad aún más famosa en todo el mundo», lanzó a los cuatro vientos la asesora de Cultura de la capital, Giovanna Marinelli. Hombre, a mí estas declaraciones me parecen inducción a la comisión del delito. Y ahora, cuando la llama ha prendido, se llaman andana. Los turistas pueden seguir admirando la escena en la pantalla, pero que no se les ocurra imitarla. ¡So pena de 240 euros de vellón!

Vuelve La naranja mecánica

No hay palabras para ponderar la iniciativa que nos permite contemplar de nuevo en una pantalla enorme un clásico como el de Kubrick. El milagro es posible hoy en el cine Callao de la Gran Vía madrileña, en el marco de las sesiones Cult dedicadas al cine de culto, de autor y “underground”; el título en versión original subtitulado, inolvidable: La naranja mecánica.

Recuerdo haberla visto hace muchos, muchos años, en una galaxia muy lejana llamada Cinestudio Griffith, sito en la plaza San Pol de Mar, 1, de la capital, a finales de los 70, tal vez en uno de las sesiones dobles que por entonces se estilaban, a un precio popular al alcance del bolsillo de estudiantes y gente de malvivir.

Si tuviera que resaltar uno solo de los elementos que más me impresionaron seguramente tendría que apuntar el tratamiento del sexo puesto en imágenes con una franqueza que había desafiado a las censuras de los países en los que se estrenó –y con más razón a la del nuestro- . Por aquella época se conquistaban centímetros de piel para la cámara con el mismo empeño que kilómetros de playa en las batallas y todo lo que fuera ver sin tener que ponerle demasiada imaginación era un triunfo formidable y gozoso.

Alex Delarge y sus secuaces en «La naranja mecánica»

Pero eran muchas otras cosas las que convertían a La naranja mecánica en un chute de emociones. Ya de entrada se imponía la voz de un actor extraordinario, Malcolm McDowell, desde entonces y para siempre vinculado al genio de Kubrick, uno de los grandes más grandes de la historia del cine. Su jerga incomprensible, inventada por Anthony Burguess, el autor de la novela original que Kubrick adaptó, el lenguaje nadsat, decía cosas que en los subtítulos se leían como “tolchocar”, “videarlo”, o “anciano cheloveco, que revestían de mayor ferocidad pero también de una extraña y contradictoria inocencia a los “drugos” que acompañaban a Alex en sus correrías, y en sus visitas al KorovaMilkbar para empaparse de la leche, extraída de los pechos de una peculiar fuente femenina.

La pasión de Alex por Ludwig Van versionada por Walter Carlos en un sincrético cruce entre la música clásica y el sintetizador moog eran el no va más de la modernidad, que Kubrick representó en cada una de sus películas, hasta que al final de su carrera, con la última de sus obras maestras, tibiamente acogida, Eyes Wide Shut (1999) los críticos decidieron que ya estaban hartos de los caprichos de genio maleducado que siempre habían a regañadientes tolerado.

La ultraviolencia que veíamos en la pantalla causaba enorme impresión en todos los patios de butaca, a pesar de que hoy en día puede parecernos moderada. La secuencia de la violación, que Burguess había llevado a su novela para exorcizar una experiencia por él vivida en 1944, la violación de su mujer por cuatro soldados norteamericanos que le hizo perder el hijo del que estaba embarazada, resultaba insoportable porque anticipaba la perversa mezcla de dolor y humillación que había llegado para quedarse en la conciencia de nuestra sociedad. En 1997 Michael Haneke diseccionaba los mecanismos de aquella naranja actualizada y los descerebrados de FunnyGames actuaban como una réplica moderna de aquellos drugos.

Malcolm McDowell en «La naranja mecánica»

En 1971 el estreno en Estados Unidos obtuvo una infamante clasificación X que obligó a cortar 30 segundos para pasar a la R. No resulta muy difícil adivinar qué metros de celuloide sufrieron la amputación. Seguramente a los vigilantes de la moral les resultaría insoportable escuchar la canción Singing in the Rain, que había sido improvisada por McDowell durante el rodaje de las muy numerosas tomas que Kubrick requirió. Sabido es que el bueno de Stanley no se contentaba fácilmente en su obsesiva búsqueda de la perfección.

Pero entre todos los hallazgos, revolucionarios para la época, que Kubrick depositó en esta perturbadora obra debemos destacar la severa crítica política que contenía, cuya vigencia nunca decae. Lejos de ser una apología de la violencia, como toda una legión de miopes quiso ver entonces, La naranja mecánica llevaba a cabo un ajuste de cuentas con los métodos que el poder siempre está dispuesto a utilizar para combatirla: contra la violencia del individuo, la legítima violencia del Estado, ¿les suena familiar? El método Ludovico pasaba por un sometimiento voluntario al tratamiento de rehabilitación, grotesco e inquietante pero visualizaba la expresión sibilina de una filosofía que subvierte los fundamentos de la sociedad democrática. De purita actualidad.

El misterio de los actores

Juan Diego, Natalie Poza y Miki Esparbé entrevistados durante la promoción de «No sé decir adiós»

Siempre he sido un gran admirador de quienes ejercen el oficio de actor. Me asombra que sean capaces de automanipularse, controlar y alterar sus emociones, sus gestos, su cuerpo de tal modo que pueden llegar a convertirse en seres opuestos a lo que en principio se suponen que ellos mismos son. Vemos a gente como Juan Diego, en Dragon Rapide (Jaime Camino, 1986) como Juan Echanove en Madregilda (Francisco Regueiro, 1993) o Carlos Areces en La reina de España (Fernando Trueba, 2016) mimetizarse con el dictadorzuelo que asoló nuestro país durante cuatro décadas, a pesar de situarse en las antípodas ideológicas. Uno creería más fácil asemejarse en la composición del personaje a aquel de quien de entrada se siente más afín. Pero, qué va, nada que ver. A veces el opuesto a uno mismo, Franco, sin ir más lejos, se deja atrapar con mayor fluidez y los citados no son más que un ejemplo tomado al azar.

Juan Diego, Juan Echanove y Carlos Areces, en la piel de Franco

Pongamos otro: cuando Anthony Hopkins dio la campanada con su Hannibal Lecter en El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991) que por cierto resonó tanto como para reportarle un Oscar, alguien pudo pensar que era un actor especialmente dotado para encarnar a tipos perversos y retorcidos. A pesar de que sólo aparecía en pantalla unos diecisiete minutos, su mirada torva y su dicción tan impecable como maligna se convirtieron en un icono definitivo para la historia del cine, uno de los malvados más memorables de cuantos pueblan en territorio de las sombras en el cinematógrafo. ¿Cuánto de este filántropo, bromista en los rodajes y discreto individuo se esconde entre las costuras del psicópata criminal que cocinaba a la sartén con las artes de un exquisito gourmet trocitos del cerebro de su oponente, Ray Liotta, estando aún vivo (Hannibal, Ridley Scott, 2001)?

Anthony Hopkins y Ray Liotta en «Hannibal»

La verdad es que la carrera de Hopkins es tan dilatada que da para encontrar todo tipo de sujetos de la más variada calaña entre sus películas. Aunque probablemente sea Hannibal Lecter el que se lleve la palma en cuanto a celebridad y el que sobreviva a todos los demás en el naufragio de los tiempos. Desde el profesor Van Helsing en Drácula, de Bram Stoker (Francis Ford Coppola, 1992) al genial y casquivano Picasso en Sobrevivir a Picasso (James Ivory, 1996), desde el morigerado mayordomo de Lo que queda del día (James Ivory, 1993) al tormentoso y tramposo Nixon (Oliver Stone, 1995), desde el astrónomo y matemático Ptolomeo en Alejandro Magno (Oliver Stone, 2004) al genial prestidigitador del suspense en Hitchcock (Sacha Gervasi, 2012)… la capacidad de este monstruo ( hay que ser un monstruo para acometer tales proezas) para enmascararse hasta el punto de hacernos olvidar la verdadera faz del representado es portentosa e inagotable. Nada que ver, ya digo, con parecidos razonables de partida.

Algunos personajes de Anthony Hopkins

Por cierto que he calificado a Hopkins de discreto y he de añadir también humilde a los trazos con que suele presentarse ante los periodistas. O al menos esa fue mi experiencia cuando tuve el placer de realizar una entrevista, por desgracia extremadamente breve como es cada vez más habitual en estos casos (no llegaría ni a diez minutos, tal vez incluso la mitad) con ocasión de la promoción de Sobrevivir a Picasso. “¿Cómo hace usted para meterse dentro de tan diversos y opuestos?”, le pregunté con toda candidez, “¿en dónde radica el secreto de esa portentosa mutabilidad?”. “Nada más sencillo”, contestó. “En realidad, ser actor es un trabajo como otro cualquiera, no tiene mayor ni menor dificultad; tan sólo hay que trabajar, como hace usted y como ejercen su oficio los carpinteros o los conductores de autobús”. Así, sin más, sin darse ninguna importancia renunció a la vanagloria y el autobombo que caracteriza a muchas de las grandes estrellas.

Juan Diego ha dado con frecuencia en entrevistas lo que él cree que es la clave del misterio. Si un honrado actor es capaz de transformarse en un auténtico hijo de puta, como hacía él con su inolvidable y execrable señorito en Los santos inocentes (Mario Camus, 1984), o sus colegas, Francisco Rabal en el entrañable deficiente Azarías, y Alfredo Landa, como el campesino humillado, en la misma catedralicia obra, es “porque dentro de cada uno de nosotros”, afirma, “se esconde cada una de esas personalidades, todos podríamos llegar a ser algo que nos puede parecer inimaginable, si se dieran las circunstancias necesarias. Entonces, lo que hace el actor es bucear dentro de sí mismo para encontrar esa parte de su yo”.

Juan Diego y Paco Tous en «23-F: la película»

Por ahí asoman el general Alfonso Armada en 23-F: la película (Chema de la Peña, 2011) el glorioso anarquista desnudo Boronat de París Tombuctú (Luis García Berlanga, 1999) y el enloquecido fraile Villaescusa que ve pecados hasta en el cielo en El rey pasmado (Imanol Uribe, 1991). Todos ellos se dan un aire a Juan Diego, el rostro, la voz, la estructura ósea… aunque provienen de galaxias tan alejadas que nadie creería que los encarna el mismo actor si no le conociera.

Tirando del hilo de esa explicación deberíamos encontrar indicios para comprender la inconmensurable actuación de dos intérpretes mayúsculos, padre e hija en la ficción de No sé decir adiós: del propio Juan Diego, ese José Luis tozudo, encerrado en su amargura desde que enviudó y moribundo sin saberlo, y de Natalie Poza, su hija, la solitaria, drogadicta y enfadada con el mundo, Carla.

Juan Diego y Natalie Poza en «No sé decir adiós»

La sensacional opera prima de Lino Escalera (reportaje en Días de cine), cuya grandeza se debe por igual a los mencionados cómicos, al texto escrito a cuatro manos por el director y su guionista Pablo Remón y a una dirección acertadísima, alcanza el momento de máxima brillantez en la última secuencia, ejemplo paradigmático de cómo se termina en climax lo que cualquier otro hubiera terminado en anticlímax. Es una secuencia para desmenuzar en una escuela de cine a la que se llega en un proceso de cocción a fuego lento, con un ritmo de tensión in crescendo sabiamente administrado que cierra el paréntesis abierto en la primera secuencia.

Juan Diego, Natalie Poza y Lola Dueñas en «No sé decir adiós»

¿Es No sé decir adiós una película de resignación ante lo irremediable? ¿O es un grito desesperado de impotencia? ¿Cómo podemos disfrutar sufriendo con los personajes? ¿Cómo consigue Natalie Poza que nos importe y preocupe lo que le pasa a su abofeteable personaje, que le sigamos los pasos cuando liga torpemente, cuando se emborracha de coca y alcohol y cuando trata de acercarse sin demasiada suerte a su padre? ¿Por qué no nos tira para atrás la enfermedad de José Luis y su aparatosa tos? ¿Por qué sonreímos a la menor insinuación del chiste con Juan Diego, milimétricamente medida? El guion y la dirección tienen mucho que ver en nuestro asombro e interrogaciones, pero lo de los actores es francamente misterioso por muchas explicaciones que nos den. Y lo de esta pareja es un fenómeno paranormal.

Alien: Covenant, y la que venga

El director Ridley Scott

A seis meses de cumplir los ochenta años, Ridley Scott, que aunque parezca mentira aún no ha ganado un oscar, sigue siendo uno de los directores más vigorosos del panorama mundial. Nunca fue, ni pretendía ser, Andréi Tarkovski; quiero decir que no es el cineasta cuyas obras estén imbuidas de un hálito de trascendencia metafísica. Ni siquiera aquellas que, como Blade Runner (1982) podrían haber aspirado a reivindicarse de ese modo. Para el director de Los duelistas (1977) el discurso fílmico se construye en torno a ideas visuales y musicales antes que al desarrollo de enunciados ideológicos. Hoy a Blade Runner no le niega nadie la categoría de obra maestra, por su belleza y la profundidad filosófica que alcanza, pero en su día gran parte de la crítica le negó el pan y la sal y tardó en reconocerla como tal. Él sólo pretendía contar una historia que atrapara al espectador. Y a fe que lo consiguió. Lo mismo sucedió con Alien: el octavo pasajero (1979), magnum opus de una variante fecunda de la ciencia ficción, la del terror en el espacio, constituida con el paso de los años en cabecera de una franquicia decente y fuente de inspiración para innumerables productos menores.

Como todo el mundo sabe, el viernes 12 de mayo se estrenó Alien: Covenant, producida y dirigida por Scott, segunda entrega de la anunciada trilogía que opera como precuela de la obra maestra seminal. Sin necesidad de subrayarlo en el argumento, esta entrega sucede a Prometheus (2012) ejemplo de la habitual discordancia entre público y crítica, ya que tuvo muy buen rendimiento en taquilla (más de 400 millones de dólares de recaudación) y la general reprobación, con excepciones entre las que me encuentro, de los comentaristas.

A diferencia de las tres sucesoras de Alien, el octavo pasajero, las dirigidas por James Cameron, David Fincher y Jean-Pierre Jeunet (El regreso, 1986; Alien 3, 1992 y Alien: Resurrección, 1997), por razones obvias de coherencia argumental y edad de Sigourney Weaver, la teniente Ripley, alma de la función junto a su némesis bestial, ha desaparecido del horizonte en las tres predecesoras, aunque no la figura femenina encargada de enfrentarse cuerpo a cuerpo con el xenomorfo babeante. La saga ha perdido carisma y gancho erótico, porque no son lo mismo Noomi Rapace (que tenía sus roces con Charlize Theron en Prometheus) ni  Catherine Waterston, menos sexi pero sí, en cambio, más terrenal y accesible.

Si en Prometheus la expedición conseguía despejar la incógnita de la procedencia humana, al descubrir que el ADN de la especie era idéntico al de Los Ingenieros -así se llamaban esos seres enormes y blanquecinos que aparecen al principio en el bello paisaje islandés- en Covenant el enigma a desvelar es el origen de los huevos, de los bichos, de la criatura, en fin, creada por el genio del artista suizo Hans Ruedi Giger. Después de 35 años de la aparición en pantalla y tantas réplicas sucesivas de uno de los iconos más poderosos del cine de terror parecía mentira que nadie se hubiera aventurado a aclarar ese misterio, lo que no dejaba de ser un reto para los guionistas y el propio Scott, que se la jugaban en ese apartado del argumento. La pirueta con la que salvan el precipicio (que obviamente no puedo desvelar) me parece un triple salto mortal con tirabuzón brillantemente ejecutado. De paso se nos advierte, con un mensaje –muy útil en la actualidad- tomado prestado de Mary Shelley, de los peligros y la tentación de convertirse en dioses de la creación mediante la manipulación genética.

Covenant tenía otro desafío igualmente evidente: mantenerse fiel a la estructura básica con el fin de conectar la trama tanto con Prometheus como con Alien, el octavo pasajero, pero a la vez aportar algún elemento importante que supusiera una novedad respecto a ellas. Este elemento viene de la mano del robot interpretado por Michael Fassbender, que adquiere un gran protagonismo a expensas de la heroína de Waterston. Aquí pueden ver una bella secuencia que no figura en el montaje de la versión estrenada en España.

El “sintético”, en la jerga de los expedicionarios, además se desdobla y arrastra una retahíla de reflexiones filosóficas sobre la dialéctica creador-criatura: la independencia, superioridad y rebelión de la segunda respecto del primero. Los universos de Alien y Blade Runner se aproximan amistosamente con el síndrome de Roy Batty que sufre Walter en contraste con David, los dos encarnados por Fassbender. Los efectos visuales en la secuencia del aprendizaje musical son tan buenos… que ya no sorprenden a nadie. Otro síndrome, el de Terminator 2: El juicio final (1991) de James Cameron, también asoma la patita y dejan el único chiste de toda la película: “en este tiempo ha habido algunos avances en programación”, le dice David a Walter.

La fidelidad al obligado esquema narrativo, a cambio de esas y alguna otra novedades, nos hace pagar gustosamente el peaje del canon: una expedición que llega a un planeta desconocido, encuentran rastros y por supuesto huevos de la criatura alienígena, monstruo que salta a la cara, penetra en los organismos de los viajeros de diversas maneras, les hace estallar desde dentro y da lugar a una lucha a muerte sin cuartel… ¿es lo mismo? Sí, pero siempre hay algo, una perfección en la puesta en escena, en el montaje, en la acción y el suspense, que lo hace parecer distinto. Naturalmente, cualquier nuevo capítulo que respete esas premisas será siempre inferior a la originalidad casi absoluta que representó el primero en 1979, nunca podrá alcanzar la misma altura. Aunque se tratara de un armazón en el fondo clásico, en palabras del propio Scott, era una película de serie B bien hecha con un trasfondo muy básico: siete personas encerradas en la vieja y siniestra casa, y la duda de quién va a morir antes y quién va a sobrevivir.

En el debe de Covenant debemos reseñar algunas secuencias con un inequívoco aire a subcultura B que contrasta con la pulcritud y elegancia de otras como el prólogo, por ejemplo: el alien que crece aceleradamente nada más brotar del cuerpo de su involuntario anfitrión y se yergue orgulloso, la lucha mediante artes marciales entre robots, la refriega sobre el casco de la nave que no acaba de despegar, o la desaparición de la civilización de los ingenieros, más propias de productos como La momia (Stephen Sommers, 1999) y similares. También se cuela algún objeto del presente que cuesta imaginar dentro de 80 años, como el ordenador personal con que se comunican entre tierra y nave nodriza, pecadillos sin importancia. En el haber, todo el resto del filme, con su atmósfera de misterio -atención al score musical de Jed Kurzel- sus espasmos de violencia provocada por la criatura y la brillante escenificación de interiores y exteriores.

Alien: Covenant comienza con un primer plano de un ojo, una imagen que aparecía también en los primeros minutos de Blade Runner y que Denis Villeneuve parece ser ha mantenido en su secuela (Blade Runner, 2049) o al menos eso parece en el trailer, según nos recuerda Carles Rull. Es un pequeño detalle de sello autoral de un director que ha tocado, siempre con un nivel digno, todos los palos en su larga carrera de 25 largometrajes y otras innumerables piezas diversas, un realizador de poderosa capacidad de síntesis narrativa, cuyas historias oscilan entre lo simplemente entretenido (como Exodus: Dioses y reyes, 2014) y la excelencia (las citadas aquí y otras, como Gladiator, 2000). Ridley Scott tiene un crédito para mí inagotable y espero con impaciencia la continuación de la saga Alien.

El pecado del voyeur

Craig Wesson en «Doble Cuerpo», de Brian de Palma

Que el cine es la cristalización artística más evolucionada de la pulsión de “voyeur” tan arraigada en la especie humana, ya nos lo han recordado muchas veces, algunas de ellas en forma de obra maestra. Espacio privilegiado de la memoria lo ocupan varios clásicos: de Alfred Hitchcock, La ventana indiscreta (1954) y Psicosis (1960), de Michael Powell, El fotógrafo del pánico (1960). La mirada de James Stewart recorre una por una las ventanas del edificio de enfrente de su ventana, pero se prolonga a través de sus prismáticos y su cámara de fotos; es la máxima expresión de la curiosidad tal vez malsana, es un decir, que todos sentimos cuando podemos observar sin ser vistos.

James Stewart en «La ventana indiscreta», de Alfred Hitchcock

Pero la quintaesencia de ese impulso se plasma en torno a una mirilla en la puerta, un ojo de cerradura, un agujerito en la pared, como el que Anthony Perkins utiliza para penetrar en la habitación de sus huéspedes femeninas mientras se desnudan. Damos un paso más allá y lo filmamos con una cámara de cine, damos cien pasos más y lo que filma Karlheinz Böhm es el terror de sus víctimas cuando están a punto de morir. La asociación que se da en la ficción cinematográfica entre voyeurismo y crimen no deja de ser peligrosa.

Carlheinz Böhm y Moira Shearer en «El fotógrafo del pánico»

A modo de aperitivo les dejo aquí debajo un estimulante montaje sobre esta fijación del cine de Hitchcock que Jorge Luengo (a quien no conozco, espero que no se moleste) ha elaborado recopilando muchos y variados planos de miradas por los que desfilan Cary Grant, Ingrid Bergman, Joan Fontaine “et altrii”.

Gus van Sant fusiló Psicosis en 1998 con un gusto en paladar semejante a un technicolor muy sabroso, pero su experimento formal, con un Norman Bates (Vince Vaughn) que nos dejaba ver más centímetros de piel de la víctima que en el original, es decir que era más explícita en cuanto al trasfondo sexual, no satisfizo a casi nadie. A mí sí, pero yo soy muy heterodoxo y tengo estas cosas.

Más cerca de nuestro tiempo, el gran sucesor de Hitchcock, alguien que no se ha cansado de homenajearle y de inspirarse en algunas de sus obras, tantas veces incomprendido, Brian de Palma, también cultivó ese vicio nefando del deleite en la mirada pecaminosa. En Doble cuerpo (1984), que ni pretende ni podría disimular su devoción por el maestro gordinflón, un individuo bastante inepto e inocente (Craig Wasson) utiliza un pequeño telescopio para vigilar de cerca el contoneo súper insinuante de una chica que está pidiendo a gritos ser atacada por el malhechor de turno; poco después descubre en un cineclub una película pornográfica en formato s/8 en la que una jovencísima Melanie Griffith se exhibe desnuda bailando con el mismo arte. En este punto se encuentra con Demonios tus ojos, que se estrena mañana. También el protagonista descubre a su medio hermana en un video pornográfico, no bailando sola, sino acompañada,  y esta circunstancia casual desencadena el desarrollo de la trama.

Hay otros precedentes recientes en nuestro cine ubicados en este mismo territorio. Antonio Hernández en Matar el tiempo (2015) abría la ventana del ordenador a la habitación de Esther Méndez para que Ben Temple intimara con ella y conviniera el precio de su amistad íntima a tiempo parcial, antes de que irrumpieran los malos de la función y lo jodieran todo.

Nacho Vigalondo había abierto en la computadora no una sino un montón de ventanas y dejaba que por una de ellas se colara nada menos que Sasha Grey en Open Windows (2014). Sasha Grey, por si alguien a estas alturas no lo recuerda, fue una consumada experta en las artes del intercambio venéreo y lleva ya cumplidos unos cuantos intentos para convertirse en actriz dramática sin que el guion le exija felaciones, cunnilingus y otros lances de su oficio anterior. Aunque Vigalondo no dejaba que ese pasado reciente se olvidara del todo por el papel que le asignaba. En un “tour de force” realmente complicado y meritorio, el director organizaba un intrincado enredo en el que se veía envuelto Elijah Wood sin salir de los límites de esa pantalla y seguía toda el embrollo saltando de una a otra ventanita. Era ya el colmo de la mirada virtual, de la vida vivida a distancia a través de Internet.

Y como decía esta misma semana nos encontramos con la última incursión en estos procelosos mares del voyeurismo de la mano de Pedro Aguilera con Demonios tus ojos, tercera película del autor, tras La influencia (2007) y Naufragio (2010). En realidad el director donostiarra cruza dos tendencias consideradas oscuras por el pensamiento ordenado y homologado: de un lado, la señalada, el embeleso por la visión clandestina del objeto de deseo; de otro la irresistible atracción por la carne prohibida, el incesto.

Tanto formalmente como por el objeto tratado, Demonios tus ojos ofrece una perspectiva muy atrevida. Para ello, encaja sus imágenes en un formato estrecho de 4/3, una opción estética y narrativa que probablemente tiende más a recalcar un afán de autoría que a dotar de significado añadido a la imagen. Aunque es cierto que este rectángulo le conviene bien a la circunferencia con que Julio Perillán, un actor con virtudes que recomiendan su seguimiento, captura la imagen de su hermana (sólo por parte de padre), Ivana Baquero, cuando se encuentra en su cuarto privado y sin que ésta sea consciente de estar siendo libidinosamente observada.

 

Por cierto, debo detenerme en Ivana Baquero, cuyo recuerdo de niña atrapada en El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006) reverbera sobre su aspecto acusadamente infantil, pero ya asaz crecidita como para aparecer en un video porno, y le da una dimensión dramática que ella aprovecha sin complejos. Ivana encarna a una lolita mitad ángel mitad demonio, una criatura llena de ambigüedades, de deseos esbozados, de insatisfacciones propias de la edad, de intuiciones acerca de que lo prohibido es mucho más placentero que lo establecido. Se deja llevar y descubre cosas insospechadas que no le dan miedo. Estupenda, Ivana.

Continúo con el director: contar las historias de una manera peculiar, con algo parecido a eso que llamamos estilo propio, no está al alcance de todo el mundo, pero, sobre todo, ni siquiera se lo plantea la mayoría; y Pedro Aguilera lo consigue. Quiero decir que lo consigue en una buena medida, lo suficiente como para que su película resulte prometedora de emociones fuertes y de futuras obras de mayores logros. En la osadía de colocar una cámara indiscreta en el cuarto de su hermana, verla desnudarse, verla hacer el amor con su novio, controlar en definitiva sus movimientos, el protagonista de Demonios tus ojos nos introduce en ese terreno pantanoso del que hablamos en este post.

Mientras dura la intriga de adónde conduce esa perturbadora situación el filme resulta robusto y cautivador. Cuando se reafirma la perspectiva incestuosa, el interés perdura. Cuando ambas líneas confluyen el guion titubea, el desenlace le hace perder fuelle. Lo más difícil es concluir una historia plagada de ordenanzas morales por transgredir sin entregar terreno a los que dictan los mandamientos. Ahí Aguilera duda y cede: una acción fuera de campo que debería estar dentro de él, dos hermanos que lo son pero sólo a medias… La osadía tiene sus límites y la representación de lo perverso en la pantalla muchos más aún. Con todo, Demonios tus ojos probablemente sea una de las propuestas más sugestivas de lo que nos depare nuestro cine de aquí a final de año.

Un sátrapa en Nueva York

¿Qué fue de Dominique Strauss-Kahn, aquel sátrapa que gobernó la cueva de Ali Babá de las grandes finanzas del mundo y fue procesado por violación?

Dominique Strauss-Kahn. EFE

Los ilustres caballeros que se reúnen en el FMI, esa institución que imparte órdenes y consejos para arruinar a los países en aprietos, parecen esforzarse  en colocar en su poltrona a los más conspicuos dinamiteros del sistema. Dexter White resultó ser espía soviético; Michel Camdessus dimitió precipitadamente y nunca se supo por qué; Hörst Köhler hizo lo propio; de Rodrigo Rato cada detalle de sus fechorías que sale a la luz  desborda nuestra capacidad de indignación ya sobradamente saturada; tras él llegó el mentado Strauss-Kahn y su sucesora, la actual Directora Gerente, Dominique Lagarde, fue declarada culpable de negligencia por un tribunal francés. Los tres últimos han tenido asuntos graves que dilucidar con la Justicia y el que parece que lleva peores cartas en la timba de póker fue, en la época de aquel señor de bigote de cuyo nombre no quiero acordarme, el ministro estrella del partido de la gaviota, antes de hundir en la miseria a la joya de la corona de las cajas de ahorro españolas.

Mientras esperamos que el cine español consiga inspiración y financiación para desmenuzar la mecánica de la corrupción en España sin tener que retroceder hasta el siglo pasado –lo que faltaba para que el PP le renovara el juramento de odio por siempre jamás- Abel Ferrara nos contaba con pelos y señales en Welcome to New York (2014) la ejemplar bajada a los infiernos de aquel prohombre socialista que  aspiró a la presidencia de Francia y cuyo acrónimo -DSK- parecía destinarle desde la cuna a regentar algo gordo como el puticlub internacional de las tres letras (FMI).

Fotograma de «Welcome to New York»

El mismo año en que Abel Ferrara estrenó en Italia Pasolini, su sentido homenaje al gran poeta, escritor, cineasta y persona comprometida con su tiempo, había presentado en el Festival de Cannes Welcome to New York, que sólo se exhibió en nuestro país en VOD, plataformas de pago, lo que quiere decir que no se vio en salas. Una lástima. Por fortuna existe edición en dvd y quien lo desee también puede recuperarla en este soporte.

El italo-norteamericano Abel Ferrara es un director muy singular. Yo lo descubrí cuando ya llevaba unos cuantos títulos en la cartera de los que el más notable era El rey de Nueva York (1990). La ciudad más famosa del mundo, su ciudad, marcada como un tatuaje en el cuerpo de su cinematografía. Teniente corrupto (1992) le dio a Harvey Keitel uno de sus más memorables personajes y a la historia del cine una de las secuencias más escabrosas, la masturbación  del cochambroso policía exhibiéndose frente a dos jovencitas que le siguen la corriente con indisimulado asco y colaboran con el agente como pago para no ser denunciadas. Se la dejo a ustedes aquí debajo:

Unos años más tarde, en 2009, Werner Herzog realizó un remake, lo trasladó a Nueva Orleáns y reemplazó los apéndices nasales de Keitel por los de Nicolas Cage para saciar la desaforada ración de polvos blancos del protagonista. Pese al tiempo transcurrido, el carácter corrosivo del original no fue superado por la copia.

Ferrara continuó su carrera habitualmente calificada de “outsider” en la que figura El Funeral (1996) como punto más elevado, sombría reunión familiar en torno al cadáver nada exquisito de Johnny Templo (Vincent Gallo), asesinado por un clan rival: una de gángsteres y venganzas, con un elenco de actores que en otra vida podrían haber desempeñado ese honorable oficio sin forzar demasiado el gesto: Christopher Walken, Benicio del Toro, Chris Penn, el mentado Vincent Gallo, acompañados de mujeres con la belleza que el cine le regala a las mujeres de los gángsteres desde que los reinventara Francis Ford Coppola: Isabella Rossellini, Annabella Sciorra, Amber Smith…

El funeral se desarrollaba en Nueva York y en esa ciudad se celebró la muy laica ceremonia del réquiem político por Dominique Strauss-Kahn (DSK, para los amigos) ex Director Gerente del Fondo Monetario Internacional, después de que este probo socialdemócrata francés de 62 años de edad, que tuvo que renunciar, claro, a sus aspiraciones a la presidencia de su país, fuera acusado de asalto sexual por una limpiadora del lujoso hotel en el que, no sólo se hospedaba sino que, según las crónicas, daba rienda suelta a su incontenible furor inguinal en reuniones tumultuosas con jóvenes señoritas de húmeda compañía. Los hechos acontecieron el 14 de mayo de 2011 en la suite 2806 del hotel Sofitel de Manhattan y la detención de DSK, cuando ya se encontraba en el avión que le llevaría a París, estuvo a punto de costarle una severa condena de cárcel, aunque se saldó a la postre con un acuerdo extrajudicial estampado en un cheque, en cuya base luciría su firma y suponemos que muchos ceros a la derecha de alguna cifra en el espacio que sigue a la palabra dólares .

Ferrara llevó a cabo el triple salto mortal, de Pasolini a Strauss-Kahn, o viceversa, cuando decidió plasmar en una pantalla esta historia en la que Gerard Depardieu presta su oronda figura al político francés, a condición de darle un nombre imaginario, Devereaux, para evitar enojosas consecuencias judiciales. La imponente belleza y la clase de Jacqueline Bissett adornan el papel de la entonces esposa -la tercera- del ex ministro de François Miterrand, Anne Sinclair. Dado que Devereaux no podía declararse públicamente como vivo retrato de DSK, Ferrara pudo a cambio permitirse el lujo de no ajustar el guion escrupulosamente a la verdad, al precio de dejarnos con la duda de dónde se sitúa la línea que separa a ésta de la ficción. Aunque, para mí que mucha diferencia entre ambas no debe de haber.

Respecto a los pormenores del caso la película cuenta lo conocido y relatado por la prensa pero en la zona de penumbra deja pocas dudas sobre si se consumó o no la agresión sexual. Pese a ello, en Estados Unidos se estrenó una versión que amputaba 15 minutos a la duración original en la que se esfumaba la secuencia clave de la hipotética violación, lo que provocó un enfado monumental del autor, ofendidísimo porque lo consideró una alteración del contenido moral y político de su obra.

Las sospechas que todo el mundo albergaba sobre un complot orquestado para destruir políticamente a DSK se verbalizan en boca de Devereaux pero el filme no aclara si lo dice en defensa propia o porque canta la verdad de la buena. En cuanto a las cuestiones cruciales del asunto, Devereaux  le cuenta a su mujer una milonga en aprovechada aplicación de la doctrina Clinton de cuando su célebre “affaire” con la becaria Monica Lewinksy: sin penetración no hay relación sexual.

Que la estampa de DSK sea fidedigna puede que no esté claro, pero de lo que no cabe duda es de que Depardieu le depara un aspecto deplorable con su perfil de ballenato con patas. En su haber hay que apuntar una interpretación tan cínica como de él puede esperarse, o sea, perfecta, y como muy meritoria la secuencia en la que es humillado en la comisaría de policía, obligado a desnudarse e inclinarse ante dos agentes que le tratan como a un refugiado de nuestro tiempo. Por otro lado, no es extraño que las escenas de sexo fueran calificadas como pornográficas, más que nada a causa de las toneladas de carne que Depardieu desparrama  cuando se afloja el cinturón. Si yo hubiera sido Strauss-Kahn hubiera planteado mi demanda contra Ferrara por atentado a la dignidad de la propia imagen.

En el discurso de Welcome to New York Dominique, la mujer de Devereaux, calculadora, decidida y apasionada es quien tiene todo el interés en llevar a su marido a la Presidencia, sacrificando a tal fin muchas cosas, importantes cantidades de dinero incluidas, soportando sus aventuras y desplantes. El personaje se agranda rápidamente cuando entra en escena: acude en socorro de su marido cuando es detenido y le reprocha que haya echado todo a perder por su incapacidad de mantener la bragueta cerrada; de infidelidades está, naturalmente, curada de espanto. Devereaux parece pasar de todo, se muestra frío e insensible tanto dentro como fuera de la cárcel, y sólo parece vivir cuando tiene una hembra a la que tumbar, debido a lo que confiesa como su enfermedad.

Gérard Depardieu en una escena de «Welcome to New York»

Welcome to New York radiografía a un gigante de la superchería, un prototipo de la perversión de unas ideas que se pretenden progresistas; su ángulo de visión se extiende a ese mundo a años luz de la vida cotidiana de los mortales, sembrado de moquetas, coches de lujo, champán en los bidets y caviar para desayunar… lo normal para alguna gente importante que no padece de vértigo en las alturas del poder y las finanzas. Su crónica ilumina uno de tantos rincones oscuros del capitalismo feroz, aunque a Ferrara lo que realmente le interesa del caso es ahondar en la psicología de la pareja, perfilar un retrato de dos personas que no parecen regirse por las coordenadas que gobiernan a los ciudadanos que pagan sus impuestos, gente que seguramente habita en la cara oculta de la luna.