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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Anne Hathaway, Vigalondo y el monstruo

Nacho Vigalondo se pellizcaba porque no se podía creer que estuviera asistiendo a un “casting” de productores para su última película, estrenada el viernes. ¡Era él quien debía decidir a quienes dejaban entrar en la producción de Colossal! El secreto de lo que –según reconocía el director- difícilmente volverá a repetirse (aunque vaya usted a saber) era Anne Hathaway, que había decidido que ese personaje estaba escrito para ella. La ganadora de un Oscar, un Globo de Oro y un rosario de premios en 2012 por su sufrida y cantarina heroína en Los miserables, se había interesado por un proyecto tan pequeño sin que el propio Vigalondo se lo hubiera enviado. Suerte para él.

A mí este director me cae muy bien, especialmente por su atrevimiento. ¿A quién se le ocurriría poner a bailar al monstruo de Godzilla, salvo a quien colocó una invasión alienígena en pleno centro de Madrid sin tener un duro para marcianitos? Con Extraterrestre (2011) demostraba dos cosas: 1. El espacio off es un recurso del que los pobres pueden con mucha imaginación  sacar dinamita. 2. Hace falta talento y saber manejar los mecanismos de la narración para que nos hagan creer que está pasando algo que no vemos entre los cuatro segmentos de la imagen, algo de lo que oímos hablar a través de las voces de un noticiario, o en los diálogos de los personajes pero no aparece en la pantalla, más que en un rincón del encuadre en algunos momentos durante pocos segundos, una nave espacial que ni se mueve, y con música y ambiente apropiados nos lo tragamos. Vigalondo posee el talento de un cuentacuentos embaucador, pero todavía tiene un terreno por recorrer para madurar la enjundia de sus historias.

Tampoco es necesario un gran esfuerzo para sostener la afirmación que acabo de hacer. Al fin y al cabo, haber sido nominado al Oscar con un  cortometraje no es algo que esté al alcance de cualquiera; ya lo recordé el jueves pasado: fue en 2004 y con 7:35 de la mañana Vigalondo dio con la tecla de la pulsión cómica que mueve no se sabe cómo a los espectadores. Delante y detrás de la cámara. Y luego, de un brinco al primer largometraje con aterrizaje feliz. Los cronocrímenes (2007) era un triple salto mortal sin pértiga en el que se metía y nos metía en un bucle de paradojas, un enrevesado argumento que empujaba a Karra Elejalde a apuñalarse a sí mismo después de desdoblarse tras pasar por un máquina de viajar en el tiempo por espacio de una hora. La ciencia ficción, con el propio Vigalondo embutido en la bata de un científico, tratada con mucha más seriedad de lo que aparentaba y premiada en el Fantastic Fest de Austin, Texas, Estados Unidos.

En aquella ciudad se rodó en parte Open Windows (2014), el resto en Madrid. No puede negarse tampoco el virtuosismo que le permitió a Vigalondo encerrar en una pantalla de ordenador repleta de ventanitas emergentes toda la acción de un thriller, una vuelta de tuerca narrativa complicadísima y espectacular por la que se colaban el voyeurismo, la acción trepidante y el suspense. Un experimento formalmente deslumbrante, aunque en el fondo escasamente nutritivo, que contaba entre sus atractivos con la presencia de Elijah Wood y Sasha Grey, ésta última portadora de una contraseña particular debido a su amplia experiencia en el cine genital. Fue su primera película en inglés. La segunda es Colossal.

La verdad es que sobre Colossal yo no soy tan entusiasta como Daniel G. Aparicio y considero que es ante todo y sobre todo una comedia sentimental en clave “indie” sobre treintañeros fracasados. Rodada en Canadá y Corea del Sur, la buena noticia, o el aspecto más positivo, es el aliento feminista que convierte a la chica en protagonista, obvio en este caso, dada la presencia de Hathaway, una mujer capaz de sobreponerse a su debilidad por la bebida (asunto con el que el autor roza el territorio de la moralina) para mostrarse decidida y combativa ante el trío de botarates que la rodean. Pero éste es el reverso de la moneda: mal asunto si hay que contraponer la fortaleza femenina a tres machos estúpidos, demasiado cerca de la caricatura. Vigalondo invoca un recuerdo infantil traído un poquito por los pelos para desvelar la oculta tendencia de maltratador de uno de ellos, que sirve por contraste para dar una pincelada más de fuerza en el retrato femenino.

Jason Sudeikis y Anne Hathaway en Colossal

A la trama principal se le superpone la osada ocurrencia de convertir a Godzilla (o como sea que se llame el engendro) en avatar de la protagonista, lo que provoca en los primeros momentos la perplejidad absoluta en el patio de butacas, al menos en el asiento que yo ocupaba. La chica se comunica a miles de kilómetros con el monstruo radioactivo coreano en una pirueta que toma el esquema de Extraterrestre y lo eleva a la máxima potencia: comedia sentimental + ciencia ficción delirante = humor surrealista al estilo Vigalondo. En Madrid los alienígenas no atacaban ni causaban ningún estropicio, pero en Seúl el pobre diablo gigantesco repite los gestos atolondrados de la protagonista, Gloria, y provoca involuntariamente pequeñas y dramáticas catástrofes. ¿Metáfora sobre las consecuencias de nuestras torpezas, del desconcierto generacional en los tiempos actuales, o simple divertimento y macguffin? En el primer supuesto, la correlación es un poquito forzada; en el segundo, la gracia es limitada. Dejémoslo en mitad y mitad.

En la filmografía de Vigalondo, un tipo simpático, humilde, inteligente y muy imaginativo, Colossal es una muestra de estancamiento, lo que significa un paso atrás. Porque la línea argumental que se desarrolla en Corea del Sur no sobrepasa la entidad de ocurrencia, y la línea romántico-sentimental que transcurre primero en Nueva York y luego en la ciudad natal de Gloria no llega a adquirir mucha complejidad. Aun así, ojalá encuentre muchos espectadores que encuentren motivos para pasar un buen rato ante la pantalla.

La vida en corto

“España no es país para cortos”, titulaba el 24 de febrero en Publico.es Nacho Valverde una crónica en la que recordaba, no obstante, que de no ser por este formato nuestra industria no habría tenido presencia en la categoría de nominados a Mejor Película de habla no inglesa en la gala de los Oscar desde 2005, cuando Amenábar lo ganó con Mar Adentro y Nacho Vigalondo bailaba con su cortometraje 7:35 de la mañana y se quedó cerquita de conseguirlo; hubiera sido un bonito doblete.

Para no ir más lejos, este año estuvo nominado Timecode, de Juanjo Giménez, que acudía a Los Angeles con su Palma de Oro del Festival de Cannes (desde Buñuel y Viridiana, no se conoce otra igual) y el Goya bajo el brazo. Y si miramos más atrás, aunque finalmente tampoco consiguieran la estatuilla, Juan Carlos Fresnadillo, se presentó allí, en 1997, con Esposados; Borja Cobeaga y Javier Fesser con Éramos pocos y Binta y la gran idea en 2007; Javier Recio con La dama y la muerte, en categoría de animación, en 2010; y Esteban Crespo con Aquel no era yo en 2014.  Esto por referirnos a la proyección de mayor eco internacional.

Atendiendo a este ángulo del escenario, el cortometraje español parece gozar de buena salud. En la última Gala de los Goya la competencia fue dura: el citado Timecode, finalmente triunfador, Graffiti, de Lluis Quílez, Premio Méliès de Plata al Mejor Cortometraje Fantástico Europeo y posteriormente Premio Forqué; La invitación de Susana Casares, premiada en la última Seminci en la sección ‘Castilla y León en Corto’; Bla, Bla, Bla de Alexis Morante, triunfador del Notodofilmfest y En la azotea, dirigido por Damià Serra, premiado también en la pasada Seminci en la sección «La noche del corto Español». Entonces, ¿acaso el cortometraje ha dejado de ser el pariente pobre del cine español, uno de esos familiares que uno no puede poner en la calle, porque está muy mal visto, pero desearía poder hacerlo con toda impunidad? La Academia incluso pretendió dejarlo al margen de la Gala de los Goya, aunque felizmente rectificó. No está nada clara la conclusión, pero este debate es viejo, muy viejo, viene de muy atrás y no parece que pasen los años por él.

Aún recuerdo que hace varias décadas, cuando existían soportes que a las generaciones actuales seguramente ni les suenen, como el Súper 8 mm. y el 16 mm, vestigios de la vieja era analógica, quienes aspiraban a hacer cine tomaban el formato de corta duración como terreno de prácticas y aprendizaje, o carta de presentación en su legítima aspiración a cineastas con todas las de la ley. Los periodistas, de hecho, hablamos con frecuencia del debut, sin mayores matices, de un director cuando realiza su primer largometraje, aunque previamente haya acreditado con premios y otros reconocimientos una experiencia sobrada en la narrativa cinematográfica, lo que no deja de ser contradictorio.

Juanjo Giménez, el director de Timecode, intenta combatir esta idea que menosprecia a la corta duración: “Yo ya he hecho tres largometrajes, y pienso seguir haciendo cortos y largos. Lo he compaginado, he hecho de productor y he estado en varios frentes, pero no quiero abandonar el corto porque me siento a gusto”. Recuerda que no está solo en esa visión de la jugada, como lo demuestran directores que menciona: Fesser, Sánchez Arévalo, Vigalondo o Cobeaga, y afirma que la idea de “que el corto es la puerta de entrada al largo es algo antiguo y está abandonado”. A mí me parece que por mucho que Giménez se empeñe en resaltar la noción de fórmula narrativa diferente, la conocida comparación con la literatura según la cual el corto es al largo lo que el cuento o relato corto es a la novela, las limitaciones que suponen las estrechuras del cortometraje en términos de financiación, de medios, de tiempo y espacio, y por otro lado también la trascendencia y el prestigio que suponen “consagrarse” en un certamen como director en uno u otro formatos no admiten comparación.

Afortunadamente, tampoco pueden compararse las posibilidades que se ofrecen a los cortometrajistas en el tiempo presente con las que se abrían en los tiempos remotos de los que hablaba yo antes. Las plataformas de visionado a través de la red, la infinidad de Festivales, específicos o no, e incluso las ayudas públicas a la producción (aunque hoy en día recortadas, congeladas y minimizadas, que casi no existían entonces –hablo de los años 80, cuando yo me movía en lo que entonces era un submundo-) dejan un margen amplio para que surjan ilimitadas iniciativas. Un concurso como el Iberoamericano de Versión Española SGAE en aquellos tiempos era una quimera, la cuantía de los premios un potosí (12.000 euros, 8.000 euros y 4.000 euros para el Primer, Segundo y Tercer Premio) y las posibilidades de emisión en TVE remotas. Ah, y por entonces los Goya aún estaban por inventarse.

Ya sé que con esta extemporánea y anacrónica compulsación estoy contemplando la botella medio llena. No se me escapa el simpático detalle de que hace tres años Versión Española SGAE concedía 20.000 euros como premio gordo (¡muy gordo!). Ni que el Festival de San Sebastián, el más importante de España, todavía tiene pendiente abrir esa ventana. O que otros festivales entregan cuantías muy inferiores, cuando no se contentan con dispensar un humilde trofeo. En la Sección Oficial a concurso de Cortometrajes de la SEMINCI el ganador recibe su Espiga de Oro y 2.000 euros. Como en la última edición, hubo un reparto ex aequo de ese honor entre Il Silenzio, de Farnoosh Samadi y AliAsgari (Italia/Francia) y Cheimaphobia, de Daniel Sánchez Arévalo, no sé cómo se apañaron con tan exigua cantidad de dinero. El Premio de La noche del corto español en la Sección Punto de Encuentro (que correspondió a The App, de Julián Merino) estaba dotado con 3.000 euros.

La semana pasada he tenido el honor de participar como miembro del Jurado en la IV edición de Los Premio Pávez de cortometrajes, que se han celebrado en Talavera de la Reina. Me agrada mucho reseñar que el citado The App ha sido el gran triunfador en seis -las principales- de las nueve categorías a las que aspiraba.

Julián Merino empaqueta en The App una idea digna de la famosa serie Black Mirror que se puede encontrar en la plataforma Netflix, con un sentido del humor perfectamente engrasado al que sólo le sobran unas gotitas de lubricante en el desenlace: el delirante mundo en el que estamos embarcados gracias a las maravillosas oportunidades que nos brindan las nuevas tecnologías para alcanzar las más altas cotas de estupidez. Carlos Areces, que ganó el Premio a Mejor actor, es la evidencia de que el arte de la interpretación no entiende de duraciones; Luis Zahera, cuyo trabajo, a través de su voz únicamente, podemos apreciar en off, como el de Scarlett Johansson en Her, no tuvo la misma suerte aunque la merecía. The App es un buen ejemplo de las virtudes y limitaciones del formato. Estén atentos en la próxima gala de los Goya, porque es muy probable que la encuentren allí.

Ayer mismo asistí a una de las cuatro galas de la 18ª temporada del Festival Cortogenia que con una periodicidad no establecida tienen lugar en el Cine Capitol de Madrid, un lujo de sala y pantalla en estos tiempos en los que el formato parece condenado a verse en ordenadores, tabletas y hasta teléfonos. A final de año se celebrará la gala final para reparto de premios a las categorías de dirección, guion, dirección de fotografía, dirección de producción, montaje, música original, sonido, dirección artística y mejor interpretación masculina y femenina; además del Primer Premio Cortogenia, Premio del Público, Mención Especial del Jurado y Mayor Proyección Internacional. Los asistentes, en entrada libre, votan para discernir el Premio del Público.

De los seis trabajos exhibidos, tengo que resaltar con especial énfasis uno: el titulado Australia, dirigido por Lino Escalera. Este año asistimos al descubrimiento de este espléndido realizador que tan sólo hace un mes estrenó el largometraje No sé decir adiós, película a la que vaticino un protagonismo total cuando los Goya pretendan dictar sentencia sobre lo que es duradero y lo que es pasajero. El cortometraje, explicaba su director, vio la luz en paralelo al proceso de rodaje del largometraje. Como escindido de éste, por precaución y miedo a que no pudiera ser terminado, el personaje de Natalie Poza buscó su propio espacio en una historia mucho más corta que, sin embargo, posee idéntico sello de fortaleza y autenticidad, gracias a la propia actriz y a su colega Ferrán Vilajosana. ¡Qué dos enormes actores!  En casos como éste, el cortometraje resulta ser un brillantísimo destello de gran cine, magnífico relato por breve que sea, que remacha la idea que nos había quedado meridianamente clara cuando vimos No sé decir adiós: Lino Escalera y su coguionista Pablo Remón escriben diálogos al dictado de los dioses de la narración y con ellos atrapan pedazos de vida que deleitan y conmueven. En enero volveremos a pelearnos con las teclas para encontrar los adjetivos que les hagan justicia. Por cierto, a la vista de Australia el debate sobre la entidad del cortometraje queda zanjado; cosa bien distinta es el sentido y la utilidad que seguirá teniendo para quienes lo hacen y para el resto de la industria.