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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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El debut de Casanova

Tengo que reconocer que un poster que presenta un rostro en primer plano que tiene por boca el orificio de un ano no es el colmo de lo que a mí me apetece ver. Admitamos que no es tampoco el «summum» de la belleza, ni resulta un plato particularmente apetitoso. Yo en un restaurante no consumo voluntariamente esa peculiar línea de gastronomía cinematográfica. Dicho sin tantos remilgos, aborrezco la escatología y tener que ver Pieles me abocaba a pasar un rato francamente jodido.

Carmen Machi y Eloi Costa en «Pieles»

Sin embargo, ¡qué narices! Cuando a uno no le queda más remedio, por razones profesionales, hay que armarse de valor e intentar sacudirse los prejuicios, muy malos consejeros. Con prejuicios no se descubren novedades ni se conquistan territorios inexplorados. Con prejuicios nunca hubiera apreciado ningún valor en el cine de un chaval nacido el 24 de marzo de 1991, que en su sitio web tiene la osadía de presentarse con estas palabras: “El cine para mí es como la morfina para Bela Lugosi, como Richard Burton para Liz Taylor, como la luz roja para Dario Argento, como los grandes senos para Russ Meyer, como Lynch y los enanos, como Godard para la Nouvelle Vague o como Rose McGowan para los años 90; imprescindible y complementario.”

Eduardo Casanova en una página de su Book

Desparpajo no le falta a Eduardo Casanova, ya lo sabían quienes se habían dejado caer en el inconfundible universo de sus cortometrajes, fechorías cometidas con más garra que vergüenza, que datan de cuando el niño contaba 17 años. Ansiedad, se llamaba el primero: sífilis, gonorrea, hepatitis A, SIDA, y otras delicias en el cabaret, colección de enfermedades venéreas que con deleite enunciaba una de las starlettes que se contoneaba sobre el escenario. El maestro de ceremonias presentaba un número “que suda purpurina, que caga lentejuelas y derrocha glamour por cada una de sus extremidades”. Mierdas bonitas recién cagadas y otras lindezas… bueno, el espectro del principiante Almodóvar y su troupe de Pepi, Lucy y Boom redivivo, tres décadas después. Nada mal para empezar, apuntes del natural de los fantasmas, obsesiones e inclinaciones exhibicionistas que con el tiempo tendría ocasión de ir regalando a cucharadas grandes y pequeñas.

La inlinación coprófila alcanza su cima en Eat my shit, cortometraje trasladado directamente, con escasas modificaciones al largometraje Pieles, de cuyo (huuuum, ¿halitósico?) cartel os he hablado al principio. Aunque hay que reseñar que en ese trasvase Casanova se ha recortado un pelín las uñas. Vamos, que el corto va más lejos que el largo en cuanto a imágenes perturbadoras (si digo vomitivas describo la sensación física que puede provocar en estómagos delicados). 

De otros finos trabajos ha dejado fuera, supongo que siguiendo consejos de sus productores (Álex de la Iglesia y Carolina Bang) planos como los que muestran explícitamente una penetración (puede verse en el cortometraje La hora del baño) aunque mantiene su gusto por la visualización del desnudo masculino y del sexo agitado libre de sus ataduras indumentarias. Garras con guantes arañan menos.

La hora del baño

No, no crean que con todo lo que les he adelantado estoy tratando de enterrar al recién bautizado cineasta. No es mi intención porque he llegado al convencimiento de que Eduardo Casanova tiene talento en cantidades incalculables, o sea que no hay modo de saber cuánto, que puede ser mucho o poco, pero talento hay. Talento visual, incuestionable. Imaginación, entendida como la capacidad de crear imágenes que fascinan o repelen, o ambas cosas simultáneamente, o alternativamente. Y manías, muchas manías, traumas sin resolver que él convierte en una mina de líneas argumentales.

Mara Ballestero y Lucía de la Fuente en «Pieles»

Lo malo es que por lo visto hasta ahora, en esa recopilación, por limitada que sea, enmarcada en el formato opera prima de largometraje que es Pieles, sus historias vienen todas a converger en un territorio común: el feísmo o la deformidad como paraíso terrenal en el que dios reparte las manzanas envenenadas de dolor. La galería de personajes no tiene desperdicio: la chica del sistema digestivo invertido o caraculo, enanas, caraquemadas, rostros grotescamente tumorales, camareras con sobrepeso, pedófilos que desconfían de su resistencia a la tentación ante la contemplación de un bebé, madames de burdel desnudas de figura poco apropiada para ser exhibidas, chicos que ansían desprenderse de sus piernas, madres castradoras… alguno me dejo quizás porque la fauna es numerosa, como se observa.

Y todos estos personajes están clamando por la comprensión del mundo, gritan en pro de la tolerancia hacia el diferente, lo hacen enmarcados en cuadros perfectamente compuestos, una fotografía avariciosamente acaramelada que contrasta con los horrores (¡nada de horrores, la belleza está en el interior!, dice candorosamente Casanova) que padecen los personajes, magníficamente simétrica, teñida de rosa por todos los rincones de la escenografía, o de un azul que no sé apellidar. Iconografía cristiana bañada en canciones estridentes legitimadas –eso intenta el director- por los compases de la ópera Carmen.  Pesadillas con ecos lynchianos, y otras influencias más o menos amontonadas… no le quitan fuerza al conjunto pero sí señalan que Eduardo Casanova tiene que depurarse y madurar, ganar poso y  profundidad sin perder personalidad. En el combate entre la forma y el fondo sobre el ring de su cine, gana la forma por goleada. Si encuentra el equilibrio puede llegar a ser grande, o al menos, importante. Que parece lo mismo, pero no lo es.

Pieles se estrenó el pasado viernes 9 de junio. Reportaje en Días de cine: https://goo.gl/EhKg4T

Confesión y muerte en el G8

Roberto Andó comparte con Paolo Sorrentino su admiración por Toni Servillo, lo cual a nadie puede sorprender porque este cómico italiano está a la altura de los más grandes actores de la escena internacional. No hablo sólo de ahora mismo, me refiero también a cualquier tiempo pasado. No sé si citar los dos Premios del Cine Europeo o los cinco David di Donatello, estatuilla italiana más estilizada, ciertamente, que nuestro cabezón de Goya, o el Globo de Oro. Para dar lustre a su carrera mejor me limitaré a recomendar volver a ver –y si es por primera vez, que sea urgentemente- La Gran Belleza (2013) y gozar con el retrato de un Marcello Mastroianni que a través del túnel del tiempo hubiera llegado a Roma siguiendo órdenes de Sorrentino para reescribir La dolce vita y no para ser “simplemente un hombre mundano sino para ser el rey de la mundanidad”. Esa cara de alucinado descreído en la secuencia de la fiesta inicial y la del compungido y anonadado solidario del viudo cuya mujer siempre estuvo enamorada de él, son cimas monumentales de la interpretación. La Gran Belleza es uno de los ochomiles del cine y Servillo el sherpa y el oxígeno para coronarlo.

En Viva la libertad (2013) Roberto Andò nos regalaba el placer de ver a Toni Servillo batiéndose con dos personajes por el precio de uno, dos hermanos gemelos que lucían como la luna y el sol. El primero de ellos era el secretario general del principal partido de la oposición que se hundía en la depresión al haber precipitado a su organización en un agujero electoral; el segundo, un viva la virgen, un optimista volcánico recién salido de una institución psiquiátrica, paradoja equivalente a un desahuciado celebrando su cumpleaños. Un recambio de uno por otro a espaldas de la opinión pública y el partido recuperaba el tono vital y comenzaba a subir como la espuma. Vean el tráiler y prueben a establecer paralelismos con la situación española…

No hace mucho se paseaba por este blog la figura de los directores gerentes del FMI, más en concreto la de Dominique Straus-Kahn en el traje a medida que le hizo Abel Ferrara poniendo de modelo el cuerpo serrano de Gerard Dépardieu, y nos encontramos de nuevo esta semana en Las confesiones, que se estrenó el viernes pasado, con el pájaro mayor de ese nido de buitres encarnado por Daniel Auteil (que, todo hay que decirlo, le deja las plumas, las alas y el pico bastante más apañados). Convendrán conmigo que entre la clase y elegancia de Daniel y el barrilete de Gerard no hay color. El Auteil de Las confesiones  recuerda de lejos a Mario Conde en sus tiempos de esplendor, cuando lucía toga y birrete y la Universidad Complutense de Madrid le investía como doctor Honoris Causa en 1993. ¡Jajajaja! No me digan que esto no estaba a la altura de la imaginación de Rafael Azcona… Cuando más tarde disfrutó de plaza reservada en prisión, me imagino al señor Conde contándolo sin poder evitar partirse de risa.

Daniel Auteil y Toni Servillo en «Las confesiones»

¿Y saben ustedes quien recibió la misma distinción por la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid en 2009 y estuvo a punto obtener la de la Universidad de Alicante? ¡Rodrigo Rato! El mismo que también comparecía en el post citado. La suerte para los despistados académicos alicantinos es que el caso de las tarjetas black estalló antes de que se hubiera celebrado la ceremonia y la UA revocó el acuerdo. No desgloso la lista de ilustres semejantes porque los casos de Jordi Pujol, Gerardo Díaz Ferrán, José María Aznar o Francisco Franco darían para cubrir de guasa  y pitorreo todo el espacio de este post.

Rodrigo Rato, doctor honoris causa. EFE

Daniel Auteil, como decía, en Las confesiones es un director gerente del FMI que preside una reunión del G8 en un fastuoso hotel, como está mandado. Lo que se sale del libreto, o mejor dicho, lo que el guion de Roberto Andó introduce haciendo uso de una licencia argumental parabólica es un monje italiano, nuestro inigualable Toni Servillo, que nunca hubo un monje con aire más monacal que él, ni siquiera Sean Connery en el convento de El nombre de la rosa, que filmara Jean-Jacques Annaud en 1986. Daniel Roché (Auteil) tiene un ataque de conciencia, algo muy perjudicial para la salud de los banqueros, según él mismo admite, y desea que el religioso le confiese.

Toni Servillo en una imagen sorrentiniana de «Las confesiones»

Hay varias cuestiones argumentales cuya improbabilidad toleramos entendidas en clave de fábula. A saber: Una, el reconocimiento de culpa de las fechorías que como buen financiero ha cometido el señor Roché. Dos, que en semejante escenario, la catedral coyuntural del capitalismo, se introduzca alguien que es la espiritualidad personificada para cantar las cuarenta a los que dictan las leyes que destrozan las economías del mundo. Tres, que una vez descubiertas las cartas, el monje permanezca en aquel escenario arriesgando gravemente su integridad. Roberto Andò apura sus cartas para denunciar la inmoralidad consustancial a aquel cónclave y no se corta un pelo en dejarlo claro, tal vez demasiado explícita y verbalmente, aunque esto, sin que sirva de precedente, a mí no me molesta lo más mínimo, que no hay munición que sobre para derribar a un monstruo, aunque éste tiene la piel más dura que el acorazado Potemkin.

Además de Toni Servillo hay otros detalles que delatan la proximidad entre Roberto Andó y el director de La juventud: un evidente aroma sorrentiniano y algunos planos marcados por su sello irónico y surrealista, como ese monje en el aeropuerto desconcertado por una estatua viviente que parece estar suspendida en el aire, en el arranque mismo del filme; pero también otros muchos detalles en el tratamiento del suspense que recuerdan a Las consecuencias del amor (2004) o Il divo (2008).

Las confesiones no vuelan tan alto, lastradas por la escasez de sutileza, como el aguafuerte vaticano de la serie de HBO El joven Papa (2016), creada por Sorrentino, pero su cluedo político financiero es un trago refrescante para estos días de calor.

El misterio de los actores

Juan Diego, Natalie Poza y Miki Esparbé entrevistados durante la promoción de «No sé decir adiós»

Siempre he sido un gran admirador de quienes ejercen el oficio de actor. Me asombra que sean capaces de automanipularse, controlar y alterar sus emociones, sus gestos, su cuerpo de tal modo que pueden llegar a convertirse en seres opuestos a lo que en principio se suponen que ellos mismos son. Vemos a gente como Juan Diego, en Dragon Rapide (Jaime Camino, 1986) como Juan Echanove en Madregilda (Francisco Regueiro, 1993) o Carlos Areces en La reina de España (Fernando Trueba, 2016) mimetizarse con el dictadorzuelo que asoló nuestro país durante cuatro décadas, a pesar de situarse en las antípodas ideológicas. Uno creería más fácil asemejarse en la composición del personaje a aquel de quien de entrada se siente más afín. Pero, qué va, nada que ver. A veces el opuesto a uno mismo, Franco, sin ir más lejos, se deja atrapar con mayor fluidez y los citados no son más que un ejemplo tomado al azar.

Juan Diego, Juan Echanove y Carlos Areces, en la piel de Franco

Pongamos otro: cuando Anthony Hopkins dio la campanada con su Hannibal Lecter en El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991) que por cierto resonó tanto como para reportarle un Oscar, alguien pudo pensar que era un actor especialmente dotado para encarnar a tipos perversos y retorcidos. A pesar de que sólo aparecía en pantalla unos diecisiete minutos, su mirada torva y su dicción tan impecable como maligna se convirtieron en un icono definitivo para la historia del cine, uno de los malvados más memorables de cuantos pueblan en territorio de las sombras en el cinematógrafo. ¿Cuánto de este filántropo, bromista en los rodajes y discreto individuo se esconde entre las costuras del psicópata criminal que cocinaba a la sartén con las artes de un exquisito gourmet trocitos del cerebro de su oponente, Ray Liotta, estando aún vivo (Hannibal, Ridley Scott, 2001)?

Anthony Hopkins y Ray Liotta en «Hannibal»

La verdad es que la carrera de Hopkins es tan dilatada que da para encontrar todo tipo de sujetos de la más variada calaña entre sus películas. Aunque probablemente sea Hannibal Lecter el que se lleve la palma en cuanto a celebridad y el que sobreviva a todos los demás en el naufragio de los tiempos. Desde el profesor Van Helsing en Drácula, de Bram Stoker (Francis Ford Coppola, 1992) al genial y casquivano Picasso en Sobrevivir a Picasso (James Ivory, 1996), desde el morigerado mayordomo de Lo que queda del día (James Ivory, 1993) al tormentoso y tramposo Nixon (Oliver Stone, 1995), desde el astrónomo y matemático Ptolomeo en Alejandro Magno (Oliver Stone, 2004) al genial prestidigitador del suspense en Hitchcock (Sacha Gervasi, 2012)… la capacidad de este monstruo ( hay que ser un monstruo para acometer tales proezas) para enmascararse hasta el punto de hacernos olvidar la verdadera faz del representado es portentosa e inagotable. Nada que ver, ya digo, con parecidos razonables de partida.

Algunos personajes de Anthony Hopkins

Por cierto que he calificado a Hopkins de discreto y he de añadir también humilde a los trazos con que suele presentarse ante los periodistas. O al menos esa fue mi experiencia cuando tuve el placer de realizar una entrevista, por desgracia extremadamente breve como es cada vez más habitual en estos casos (no llegaría ni a diez minutos, tal vez incluso la mitad) con ocasión de la promoción de Sobrevivir a Picasso. “¿Cómo hace usted para meterse dentro de tan diversos y opuestos?”, le pregunté con toda candidez, “¿en dónde radica el secreto de esa portentosa mutabilidad?”. “Nada más sencillo”, contestó. “En realidad, ser actor es un trabajo como otro cualquiera, no tiene mayor ni menor dificultad; tan sólo hay que trabajar, como hace usted y como ejercen su oficio los carpinteros o los conductores de autobús”. Así, sin más, sin darse ninguna importancia renunció a la vanagloria y el autobombo que caracteriza a muchas de las grandes estrellas.

Juan Diego ha dado con frecuencia en entrevistas lo que él cree que es la clave del misterio. Si un honrado actor es capaz de transformarse en un auténtico hijo de puta, como hacía él con su inolvidable y execrable señorito en Los santos inocentes (Mario Camus, 1984), o sus colegas, Francisco Rabal en el entrañable deficiente Azarías, y Alfredo Landa, como el campesino humillado, en la misma catedralicia obra, es “porque dentro de cada uno de nosotros”, afirma, “se esconde cada una de esas personalidades, todos podríamos llegar a ser algo que nos puede parecer inimaginable, si se dieran las circunstancias necesarias. Entonces, lo que hace el actor es bucear dentro de sí mismo para encontrar esa parte de su yo”.

Juan Diego y Paco Tous en «23-F: la película»

Por ahí asoman el general Alfonso Armada en 23-F: la película (Chema de la Peña, 2011) el glorioso anarquista desnudo Boronat de París Tombuctú (Luis García Berlanga, 1999) y el enloquecido fraile Villaescusa que ve pecados hasta en el cielo en El rey pasmado (Imanol Uribe, 1991). Todos ellos se dan un aire a Juan Diego, el rostro, la voz, la estructura ósea… aunque provienen de galaxias tan alejadas que nadie creería que los encarna el mismo actor si no le conociera.

Tirando del hilo de esa explicación deberíamos encontrar indicios para comprender la inconmensurable actuación de dos intérpretes mayúsculos, padre e hija en la ficción de No sé decir adiós: del propio Juan Diego, ese José Luis tozudo, encerrado en su amargura desde que enviudó y moribundo sin saberlo, y de Natalie Poza, su hija, la solitaria, drogadicta y enfadada con el mundo, Carla.

Juan Diego y Natalie Poza en «No sé decir adiós»

La sensacional opera prima de Lino Escalera (reportaje en Días de cine), cuya grandeza se debe por igual a los mencionados cómicos, al texto escrito a cuatro manos por el director y su guionista Pablo Remón y a una dirección acertadísima, alcanza el momento de máxima brillantez en la última secuencia, ejemplo paradigmático de cómo se termina en climax lo que cualquier otro hubiera terminado en anticlímax. Es una secuencia para desmenuzar en una escuela de cine a la que se llega en un proceso de cocción a fuego lento, con un ritmo de tensión in crescendo sabiamente administrado que cierra el paréntesis abierto en la primera secuencia.

Juan Diego, Natalie Poza y Lola Dueñas en «No sé decir adiós»

¿Es No sé decir adiós una película de resignación ante lo irremediable? ¿O es un grito desesperado de impotencia? ¿Cómo podemos disfrutar sufriendo con los personajes? ¿Cómo consigue Natalie Poza que nos importe y preocupe lo que le pasa a su abofeteable personaje, que le sigamos los pasos cuando liga torpemente, cuando se emborracha de coca y alcohol y cuando trata de acercarse sin demasiada suerte a su padre? ¿Por qué no nos tira para atrás la enfermedad de José Luis y su aparatosa tos? ¿Por qué sonreímos a la menor insinuación del chiste con Juan Diego, milimétricamente medida? El guion y la dirección tienen mucho que ver en nuestro asombro e interrogaciones, pero lo de los actores es francamente misterioso por muchas explicaciones que nos den. Y lo de esta pareja es un fenómeno paranormal.

Kristen Stewart ante el espejo

Kristen Stewart probándose modelitos en «Personal Shopper». Foto Carole-Bethuel

Hay que reconocer que Kristen Stewart tiene algo indefinible que le hace muy atractiva. Ese mohín, como de permanente enfado con el mundo, la fama, tal vez, o vaya usted a saber, en un rostro bello con rasgos de chica lista, y por qué no inteligente, y una estructura ósea tirando a andrógina tienen gancho.

No es extraño que Olivier Assayas quedara prendado de ella cuando rodó Viaje a Sils Maria (2014). Esta personal y actualizada versión de Eva al desnudo, el clásico de Joseph L. Mankievicz de 1950, era el reencuentro de Olivier Assayas y Juliette Binoche tres décadas después de que el director coescribiera junto a André Téchiné el guion de La cita. Binoche encarna a una consagrada actriz a las puertas de un declive que percibe como irremisible, ante quien se aparece de nuevo la historia con la que se inició en el camino a la fama.  Como si fuera un eco de esa historia ficticia, Kristen Stewart es en la vida real la joven acriz, ya famosa pero aún con terreno que recorrer para llegar al estrellato absoluto, y en la fantasía de Sils Maria, la secretaria y representante, mucho más joven, de Juliette Binoche, con la que mantiene una estrecha relación de confidencias, de admiración, subordinación y algo más mucho más ambiguo, un sustrato de carácter erótico, tan sutil que lo advertimos en alusiones verbales a los celos y particularmente cuando Maria Enders (Binoche) contempla a escondidas a su secretaria (Stewart) que duerme desnuda sobre la cama. Kristen Stewart borda el personaje, como ya hiciera en Siempre Alice (Richard Glatzer, 2014, con Julianne Moore) y con Assayas este rendimiento actoral va acompañado de una osadía imposible de imaginar en una producción norteamericana.

Mientras que en Europa el desnudo de los actores se ve como algo consustancial a su trabajo, con todas las reservas que se quiera, con todos los detalles de la porción de piel que se puede y no se puede ver acordados en contrato, en Estados Unidos siguen siendo tabú determinadas partes anatómicas, radicalmente excluidas de cualquier producción comercial; y no hace falta que les detalle cuáles. La antigua reina de la saga Crepúsculo, felizmente reclutada para obras de mayor enjundia, le regala en Personal Shopper -que se estrena mañana- al director francés, y a los espectadores, claro, unos cuantos planos tocados por un delicioso y fino perfume erótico.

El propio Olivier Assayas confiesa que se dio cuenta de que el guion lo había escrito inconscientemente para su musa en un encuentro fortuito con ella en París. En cierto modo recupera el personaje de Viaje a Sils Maria, con algunas variantes, pero le concede el total protagonismo que en aquélla compartía con Juliette Binoche. Sigue ejerciendo una profesión de ayudante, concretamente de encargada de los estilismos que usa una supermodelo parisina, pero su jefa prácticamente no aparece, o muy poco. Maureen, que así se llama el personaje de Kristen Stewart, va de boutique en boutique, a cual más exclusiva, de Dior a Chanel pasando por la joyería Cartier, y se acerca a Londres para recoger un encargo como quien va del Retiro a Serrano.

Kristen Stewart de compras en «Personal Shopper». Foto Carole-Bethuel

A fuerza de colocarse los vestidos de la modelo delante de sí misma, Maureen termina por caer presa del influjo narcisista y decide enfundárselos para apreciarlos mejor, o para sentirse mejor, en realidad, pues la pulsión masturbatoria no tarda en aparecer, lo cual se entiende bien a la vista del cariz sadomaso de algunas de las prendas. Todo un elogio de la perversión sutil y vaporosa, muy chic, muy francesa.

Lo sorprendente del caso es que este ritmo de vida laboral tan mundano, este frotarse con el lujo y los ambientes más selectos discurre en paralelo con una inclinación esotérica que nos deja a todos con el paso cambiado y sin saber a qué atenernos. Maureen es médium, tienes cualidades paranormales y vive obsesionada con establecer contacto en el más allá con su hermano gemelo tristemente fallecido. En sus excursiones parapsicológicas incluso llega a vislumbrar un ectoplasma que a ella no le asusta y a mí, la verdad, me hizo dudar de si no sería una broma que firmara la película el autor de Carlos (2010), el relato de las andanzas revolucionarias y terroristas de aquel perseguido por todos los servicios secretos del mundo en los 70 y 80, Ilich Ramírez Sánchez, alias Carlos El Chacal.

Kristen Stewart en «Personal Shopper». Foto Carole-Bethuel

A mí esas veleidades espiritistas me dejan más bien frío. Prefiero mil veces la vertiente fetichista, su parafernalia y sus derivados antes que las excursiones al género del terror más naïf, por muy transgresor que se muestre Assayas con sus reglas y supuestos básicos. Es más, creo que los dos polos provocan un cortocircuito cuando se juntan en la resolución del misterio: un auténtico fiasco. Le tengo tanto respeto a Assayas y me había parecido tan genial Viaje a Sils Maria, me las prometía tan felices con volver a ver a Kristen Stewart en lo que, según decían, era un thriller erótico, que salí de la sala con cara de preferentista saludando la entrada de Rodrigo Rato en el juzgado. Menos mal que nos llevamos en la retina las escenas de Kristen Stewart ante el espejo.

Bajo el sol, queman las heridas

Apenas tres años después de finalizada la guerra de Bosnia (1992-1995) una producción de Oliver Stone dirigida por Predrag Antonijevic se atrevía a poner los pies (figuradamente) sobre aquel terreno sembrado de minas. De entrada, Savior era un filme que no se alineaba incondicionalmente contra los que la opinión pública occidental había satanizado otorgándoles el papel de malos malísimos, los serbios, que por aquel entonces aún reivindicaban el nombre de Yugoslavia, una república socialista, de las de economía planificada, no como entienden los socialdemócratas el término. Eso ya era de agradecer como punto de partida.

Dennis Quaid perdía a su mujer e hijo en un atentado en París, supuestamente cometido por islamistas, y esta tragedia le hacía convertirse en mercenario alineado en el bando serbio para luchar contra los musulmanes bosnios en la contienda de los Balcanes. Posteriormente decidía ayudar a una joven serbia, violada y embarazada por un miliciano olvidadizo con los preceptos de Mahoma, que ha sido liberada y devuelta a sus familiares pero rechazada por éstos. Y como no podía ser de otro modo, en el intento de cruzar territorios controlados por uno u otro bando para llevarla al refugio de las Naciones Unidas (más tarde hemos descubierto que eso era una ingenuidad) el personaje de Quaid nos llevaba a descubrir la absoluta inutilidad del odio, de la violencia, de la guerra.

Se han realizado un buen manojo de excelentes filmes que han hecho incursiones en aquel conflicto, en aquel rosario de conflictos, habría que decir, que supuso la destrucción metódica y planificada de la vieja Yugoslavia, el país socialista menos contaminado por el veneno del alineamiento, esperanza a la vez para el mundo de los no alineados de encontrar su propia vía, ajena a la bipolaridad USA-URSS. Welcome to Sarajevo (1997), de Michael Winterbottom, Las flores de Harrison (2000) de Elie Chouraqui, o Before the Rain (1994) de Milcho Manchevski, por citar sólo tres aunque podrían ser más, reflejaban con estremecedor realismo en qué infierno habían convertido por enésima vez a aquel torturado territorio.

Pero a Savior la recuerdo como contenedora de la escena bélica más brutal de la historia del cine, el alegato más desgarrador en contra de la violencia que yo hubiera visto nunca hasta entonces. Tal vez sea cosa de la memoria, pues hace muchos años que la ví, pero como con aquella escena, el típico grupo de civiles masacrados por una mala bestia, no recuerdo haberme sentido tan fatal muchas veces. Bueno, si hago un gran esfuerzo quizás elaborara una corta lista de momentos que me provocaron la náusea, entre los que se encontraría en primer lugar Saló, o los 120 días de Sodoma, de Pasolini (1975). Aquí les dejo la secuencia, para que juzguen por sí mismos.

Como Before the Rain, que estaba estructurada en tres segmentos, aunque el tercero transcurría en Londres, Bajo el sol, de Dalibor Matanic, recién estrenada en España con dos años de retraso, se articula en tres episodios ambientados en Croacia. La producción exhibe ejemplarmente su origen financiero en Serbia, Croacia y Eslovenia, de modo que el espíritu que la anima ya puede adivinarse: pone de manifiesto la incomprensible división de una comunidad multiétnica cuyas gentes convivían entrelazadas sin complejos hasta que alguien les convenció de que estarían mejor separadas sin advertirles del precio a pagar .

Dalibor Matanic no ha querido ofrecer ningún plato fuerte en el guiso que ha cocinado, apenas un fogonazo de violencia con resultado de muerte, completamente absurda y gratuita, eso sí, y como decía estructura la historia en tres tiempos a lo largo de tres décadas.

El primero de ellos corresponde a la asfixiante atmósfera que se instaló en el territorio de Yugoslavia en 1991 antes de la declaración del estado de guerra. El único muerto en pantalla, un trompetista que hace sonar quijotescamente su instrumento frente a los belicosos armados, representa a los aproximadamente 200.000 fallecidos por arma de fuego que provocaron el reguero de incendios declarados allí.

El segundo capítulo, fechado en 2001, muestra a una chica joven, la misma actriz, Tihana Lazovic, que en el primer relato contempla el asesinato de su novio músico, incapaz de aceptar a un chaval carpintero porque no puede olvidar que su hermano fue ejecutado por vecinos de la etnia del pretendiente.

Tihana Lazovic en «Bajo el sol»

En el tercero, en 2011, aún perduran la amargura y los odios que impiden la reconciliación: un joven se ve obligado a abandonar a su novia embarazada, porque es serbia y su familia no lo admite.

El común denominador a las tres historias salta a la vista: la imposibilidad de compartir la vida entre miembros de las comunidades que se enfrentaron durante la guerra; el dolor de las heridas que no pueden cicatrizar en el corto espacio de tiempo transcurrido desde que ésta terminó se impone a todos los intentos de superarlo. Las caras de los actores se repiten en personajes diferentes al cambiar de segmento, lo que subraya la idea de que cualquier persona es lo que le ha tocado ser en aquellas circunstancias, pero sin dejar de ser él mismo podría haberse encontrado en el lugar opuesto. ¿Qué es lo que no entendéis, estúpidos sectarios, de algo tan sencillo?

Bajo el sol propone un punto de vista intimista con muchos planos cortos y poca profundidad de campo y un tempo lento creado a partir de planos de larga duración y escaso movimiento interno. Con ese estilo la película adquiere un tono atmosférico muy pesado, como si una gran nube negra se cerniera sobre los personajes principales, condicionados por familiares que se mueven en sentido contrario a ellos: o bien rechazan sus relaciones de noviazgo –primer capítulo- o bien empujan a superar las diferencias sin conseguirlo –la madre de la chica en el segundo- o bien provocan la ruptura de una pareja que espera un hijo –los padres del chico atormentado en el tercero-.

El interés de Matanic no es narrar o recordar los momentos más agudos del enfrentamiento bélico, las atrocidades cometidas por parte de los tres bandos contendientes, serbios, croatas o musulmanes, y el inmenso sufrimiento que todo ello comportó, sino describir las cenizas del campo arrasado, el lento florecimiento de la vida durante la interminable posguerra y las dificultades con que se encuentra para imponerse a la lógica de la muerte: una radiografía de la sociedad sometida a una violencia remanente de baja intensidad.

Dalibor Matanic durante el rodaje de «Bajo el sol»

Al centrarse en el amor y no en la guerra, aunque se trate de un amor prohibido entre miembros de comunidades distintas, paradójicamente Matanic insufla un hálito de optimismo a su relato; optimismo que discurre oculto bajo la superficie de los conflictos no superados y deja que entre sus grietas asomen los deseos naturales y positivos de los individuos, la necesidad del perdón y el olvido, el ansia por dejarse abrazar sin buscar marcas en los brazos que delaten hechos sucedidos en el pasado.

Alien: Covenant, y la que venga

El director Ridley Scott

A seis meses de cumplir los ochenta años, Ridley Scott, que aunque parezca mentira aún no ha ganado un oscar, sigue siendo uno de los directores más vigorosos del panorama mundial. Nunca fue, ni pretendía ser, Andréi Tarkovski; quiero decir que no es el cineasta cuyas obras estén imbuidas de un hálito de trascendencia metafísica. Ni siquiera aquellas que, como Blade Runner (1982) podrían haber aspirado a reivindicarse de ese modo. Para el director de Los duelistas (1977) el discurso fílmico se construye en torno a ideas visuales y musicales antes que al desarrollo de enunciados ideológicos. Hoy a Blade Runner no le niega nadie la categoría de obra maestra, por su belleza y la profundidad filosófica que alcanza, pero en su día gran parte de la crítica le negó el pan y la sal y tardó en reconocerla como tal. Él sólo pretendía contar una historia que atrapara al espectador. Y a fe que lo consiguió. Lo mismo sucedió con Alien: el octavo pasajero (1979), magnum opus de una variante fecunda de la ciencia ficción, la del terror en el espacio, constituida con el paso de los años en cabecera de una franquicia decente y fuente de inspiración para innumerables productos menores.

Como todo el mundo sabe, el viernes 12 de mayo se estrenó Alien: Covenant, producida y dirigida por Scott, segunda entrega de la anunciada trilogía que opera como precuela de la obra maestra seminal. Sin necesidad de subrayarlo en el argumento, esta entrega sucede a Prometheus (2012) ejemplo de la habitual discordancia entre público y crítica, ya que tuvo muy buen rendimiento en taquilla (más de 400 millones de dólares de recaudación) y la general reprobación, con excepciones entre las que me encuentro, de los comentaristas.

A diferencia de las tres sucesoras de Alien, el octavo pasajero, las dirigidas por James Cameron, David Fincher y Jean-Pierre Jeunet (El regreso, 1986; Alien 3, 1992 y Alien: Resurrección, 1997), por razones obvias de coherencia argumental y edad de Sigourney Weaver, la teniente Ripley, alma de la función junto a su némesis bestial, ha desaparecido del horizonte en las tres predecesoras, aunque no la figura femenina encargada de enfrentarse cuerpo a cuerpo con el xenomorfo babeante. La saga ha perdido carisma y gancho erótico, porque no son lo mismo Noomi Rapace (que tenía sus roces con Charlize Theron en Prometheus) ni  Catherine Waterston, menos sexi pero sí, en cambio, más terrenal y accesible.

Si en Prometheus la expedición conseguía despejar la incógnita de la procedencia humana, al descubrir que el ADN de la especie era idéntico al de Los Ingenieros -así se llamaban esos seres enormes y blanquecinos que aparecen al principio en el bello paisaje islandés- en Covenant el enigma a desvelar es el origen de los huevos, de los bichos, de la criatura, en fin, creada por el genio del artista suizo Hans Ruedi Giger. Después de 35 años de la aparición en pantalla y tantas réplicas sucesivas de uno de los iconos más poderosos del cine de terror parecía mentira que nadie se hubiera aventurado a aclarar ese misterio, lo que no dejaba de ser un reto para los guionistas y el propio Scott, que se la jugaban en ese apartado del argumento. La pirueta con la que salvan el precipicio (que obviamente no puedo desvelar) me parece un triple salto mortal con tirabuzón brillantemente ejecutado. De paso se nos advierte, con un mensaje –muy útil en la actualidad- tomado prestado de Mary Shelley, de los peligros y la tentación de convertirse en dioses de la creación mediante la manipulación genética.

Covenant tenía otro desafío igualmente evidente: mantenerse fiel a la estructura básica con el fin de conectar la trama tanto con Prometheus como con Alien, el octavo pasajero, pero a la vez aportar algún elemento importante que supusiera una novedad respecto a ellas. Este elemento viene de la mano del robot interpretado por Michael Fassbender, que adquiere un gran protagonismo a expensas de la heroína de Waterston. Aquí pueden ver una bella secuencia que no figura en el montaje de la versión estrenada en España.

El “sintético”, en la jerga de los expedicionarios, además se desdobla y arrastra una retahíla de reflexiones filosóficas sobre la dialéctica creador-criatura: la independencia, superioridad y rebelión de la segunda respecto del primero. Los universos de Alien y Blade Runner se aproximan amistosamente con el síndrome de Roy Batty que sufre Walter en contraste con David, los dos encarnados por Fassbender. Los efectos visuales en la secuencia del aprendizaje musical son tan buenos… que ya no sorprenden a nadie. Otro síndrome, el de Terminator 2: El juicio final (1991) de James Cameron, también asoma la patita y dejan el único chiste de toda la película: “en este tiempo ha habido algunos avances en programación”, le dice David a Walter.

La fidelidad al obligado esquema narrativo, a cambio de esas y alguna otra novedades, nos hace pagar gustosamente el peaje del canon: una expedición que llega a un planeta desconocido, encuentran rastros y por supuesto huevos de la criatura alienígena, monstruo que salta a la cara, penetra en los organismos de los viajeros de diversas maneras, les hace estallar desde dentro y da lugar a una lucha a muerte sin cuartel… ¿es lo mismo? Sí, pero siempre hay algo, una perfección en la puesta en escena, en el montaje, en la acción y el suspense, que lo hace parecer distinto. Naturalmente, cualquier nuevo capítulo que respete esas premisas será siempre inferior a la originalidad casi absoluta que representó el primero en 1979, nunca podrá alcanzar la misma altura. Aunque se tratara de un armazón en el fondo clásico, en palabras del propio Scott, era una película de serie B bien hecha con un trasfondo muy básico: siete personas encerradas en la vieja y siniestra casa, y la duda de quién va a morir antes y quién va a sobrevivir.

En el debe de Covenant debemos reseñar algunas secuencias con un inequívoco aire a subcultura B que contrasta con la pulcritud y elegancia de otras como el prólogo, por ejemplo: el alien que crece aceleradamente nada más brotar del cuerpo de su involuntario anfitrión y se yergue orgulloso, la lucha mediante artes marciales entre robots, la refriega sobre el casco de la nave que no acaba de despegar, o la desaparición de la civilización de los ingenieros, más propias de productos como La momia (Stephen Sommers, 1999) y similares. También se cuela algún objeto del presente que cuesta imaginar dentro de 80 años, como el ordenador personal con que se comunican entre tierra y nave nodriza, pecadillos sin importancia. En el haber, todo el resto del filme, con su atmósfera de misterio -atención al score musical de Jed Kurzel- sus espasmos de violencia provocada por la criatura y la brillante escenificación de interiores y exteriores.

Alien: Covenant comienza con un primer plano de un ojo, una imagen que aparecía también en los primeros minutos de Blade Runner y que Denis Villeneuve parece ser ha mantenido en su secuela (Blade Runner, 2049) o al menos eso parece en el trailer, según nos recuerda Carles Rull. Es un pequeño detalle de sello autoral de un director que ha tocado, siempre con un nivel digno, todos los palos en su larga carrera de 25 largometrajes y otras innumerables piezas diversas, un realizador de poderosa capacidad de síntesis narrativa, cuyas historias oscilan entre lo simplemente entretenido (como Exodus: Dioses y reyes, 2014) y la excelencia (las citadas aquí y otras, como Gladiator, 2000). Ridley Scott tiene un crédito para mí inagotable y espero con impaciencia la continuación de la saga Alien.

El pecado del voyeur

Craig Wesson en «Doble Cuerpo», de Brian de Palma

Que el cine es la cristalización artística más evolucionada de la pulsión de “voyeur” tan arraigada en la especie humana, ya nos lo han recordado muchas veces, algunas de ellas en forma de obra maestra. Espacio privilegiado de la memoria lo ocupan varios clásicos: de Alfred Hitchcock, La ventana indiscreta (1954) y Psicosis (1960), de Michael Powell, El fotógrafo del pánico (1960). La mirada de James Stewart recorre una por una las ventanas del edificio de enfrente de su ventana, pero se prolonga a través de sus prismáticos y su cámara de fotos; es la máxima expresión de la curiosidad tal vez malsana, es un decir, que todos sentimos cuando podemos observar sin ser vistos.

James Stewart en «La ventana indiscreta», de Alfred Hitchcock

Pero la quintaesencia de ese impulso se plasma en torno a una mirilla en la puerta, un ojo de cerradura, un agujerito en la pared, como el que Anthony Perkins utiliza para penetrar en la habitación de sus huéspedes femeninas mientras se desnudan. Damos un paso más allá y lo filmamos con una cámara de cine, damos cien pasos más y lo que filma Karlheinz Böhm es el terror de sus víctimas cuando están a punto de morir. La asociación que se da en la ficción cinematográfica entre voyeurismo y crimen no deja de ser peligrosa.

Carlheinz Böhm y Moira Shearer en «El fotógrafo del pánico»

A modo de aperitivo les dejo aquí debajo un estimulante montaje sobre esta fijación del cine de Hitchcock que Jorge Luengo (a quien no conozco, espero que no se moleste) ha elaborado recopilando muchos y variados planos de miradas por los que desfilan Cary Grant, Ingrid Bergman, Joan Fontaine “et altrii”.

Gus van Sant fusiló Psicosis en 1998 con un gusto en paladar semejante a un technicolor muy sabroso, pero su experimento formal, con un Norman Bates (Vince Vaughn) que nos dejaba ver más centímetros de piel de la víctima que en el original, es decir que era más explícita en cuanto al trasfondo sexual, no satisfizo a casi nadie. A mí sí, pero yo soy muy heterodoxo y tengo estas cosas.

Más cerca de nuestro tiempo, el gran sucesor de Hitchcock, alguien que no se ha cansado de homenajearle y de inspirarse en algunas de sus obras, tantas veces incomprendido, Brian de Palma, también cultivó ese vicio nefando del deleite en la mirada pecaminosa. En Doble cuerpo (1984), que ni pretende ni podría disimular su devoción por el maestro gordinflón, un individuo bastante inepto e inocente (Craig Wasson) utiliza un pequeño telescopio para vigilar de cerca el contoneo súper insinuante de una chica que está pidiendo a gritos ser atacada por el malhechor de turno; poco después descubre en un cineclub una película pornográfica en formato s/8 en la que una jovencísima Melanie Griffith se exhibe desnuda bailando con el mismo arte. En este punto se encuentra con Demonios tus ojos, que se estrena mañana. También el protagonista descubre a su medio hermana en un video pornográfico, no bailando sola, sino acompañada,  y esta circunstancia casual desencadena el desarrollo de la trama.

Hay otros precedentes recientes en nuestro cine ubicados en este mismo territorio. Antonio Hernández en Matar el tiempo (2015) abría la ventana del ordenador a la habitación de Esther Méndez para que Ben Temple intimara con ella y conviniera el precio de su amistad íntima a tiempo parcial, antes de que irrumpieran los malos de la función y lo jodieran todo.

Nacho Vigalondo había abierto en la computadora no una sino un montón de ventanas y dejaba que por una de ellas se colara nada menos que Sasha Grey en Open Windows (2014). Sasha Grey, por si alguien a estas alturas no lo recuerda, fue una consumada experta en las artes del intercambio venéreo y lleva ya cumplidos unos cuantos intentos para convertirse en actriz dramática sin que el guion le exija felaciones, cunnilingus y otros lances de su oficio anterior. Aunque Vigalondo no dejaba que ese pasado reciente se olvidara del todo por el papel que le asignaba. En un “tour de force” realmente complicado y meritorio, el director organizaba un intrincado enredo en el que se veía envuelto Elijah Wood sin salir de los límites de esa pantalla y seguía toda el embrollo saltando de una a otra ventanita. Era ya el colmo de la mirada virtual, de la vida vivida a distancia a través de Internet.

Y como decía esta misma semana nos encontramos con la última incursión en estos procelosos mares del voyeurismo de la mano de Pedro Aguilera con Demonios tus ojos, tercera película del autor, tras La influencia (2007) y Naufragio (2010). En realidad el director donostiarra cruza dos tendencias consideradas oscuras por el pensamiento ordenado y homologado: de un lado, la señalada, el embeleso por la visión clandestina del objeto de deseo; de otro la irresistible atracción por la carne prohibida, el incesto.

Tanto formalmente como por el objeto tratado, Demonios tus ojos ofrece una perspectiva muy atrevida. Para ello, encaja sus imágenes en un formato estrecho de 4/3, una opción estética y narrativa que probablemente tiende más a recalcar un afán de autoría que a dotar de significado añadido a la imagen. Aunque es cierto que este rectángulo le conviene bien a la circunferencia con que Julio Perillán, un actor con virtudes que recomiendan su seguimiento, captura la imagen de su hermana (sólo por parte de padre), Ivana Baquero, cuando se encuentra en su cuarto privado y sin que ésta sea consciente de estar siendo libidinosamente observada.

 

Por cierto, debo detenerme en Ivana Baquero, cuyo recuerdo de niña atrapada en El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006) reverbera sobre su aspecto acusadamente infantil, pero ya asaz crecidita como para aparecer en un video porno, y le da una dimensión dramática que ella aprovecha sin complejos. Ivana encarna a una lolita mitad ángel mitad demonio, una criatura llena de ambigüedades, de deseos esbozados, de insatisfacciones propias de la edad, de intuiciones acerca de que lo prohibido es mucho más placentero que lo establecido. Se deja llevar y descubre cosas insospechadas que no le dan miedo. Estupenda, Ivana.

Continúo con el director: contar las historias de una manera peculiar, con algo parecido a eso que llamamos estilo propio, no está al alcance de todo el mundo, pero, sobre todo, ni siquiera se lo plantea la mayoría; y Pedro Aguilera lo consigue. Quiero decir que lo consigue en una buena medida, lo suficiente como para que su película resulte prometedora de emociones fuertes y de futuras obras de mayores logros. En la osadía de colocar una cámara indiscreta en el cuarto de su hermana, verla desnudarse, verla hacer el amor con su novio, controlar en definitiva sus movimientos, el protagonista de Demonios tus ojos nos introduce en ese terreno pantanoso del que hablamos en este post.

Mientras dura la intriga de adónde conduce esa perturbadora situación el filme resulta robusto y cautivador. Cuando se reafirma la perspectiva incestuosa, el interés perdura. Cuando ambas líneas confluyen el guion titubea, el desenlace le hace perder fuelle. Lo más difícil es concluir una historia plagada de ordenanzas morales por transgredir sin entregar terreno a los que dictan los mandamientos. Ahí Aguilera duda y cede: una acción fuera de campo que debería estar dentro de él, dos hermanos que lo son pero sólo a medias… La osadía tiene sus límites y la representación de lo perverso en la pantalla muchos más aún. Con todo, Demonios tus ojos probablemente sea una de las propuestas más sugestivas de lo que nos depare nuestro cine de aquí a final de año.

Un sirio muy serio y divertido, de Kaurismäki

Al otro lado de la verja, no me refiero en particular a la de Melilla, sino a la del paraíso en el que supuestamente vivimos, sigue despedazándose el mundo. Más allá de nuestras fronteras, no las españolas sino las europeas, millones de personas siguen creyendo que pueden encontrar aquí comprensión, acogida, solidaridad, un futuro para sus familias. Nosotros sabemos hasta qué punto están equivocados, hasta qué punto es despreciable el modo en que son tratados los que llegan y lo serán los que sobrevivan a su penoso viaje.

Pero no todo es miseria moral en nuestro mundo. Hay cineastas, como Aki Kaurismäki, que nos lo recuerdan y dan fe de que existe un resquicio para la bondad. Once años después de aquel precioso cuento portuario que tituló Le Havre, presenta otro relato sobre sobre la inmigración ilegal, que es la manera que tenemos aquí de llamarle a la desesperada lucha por la supervivencia, El otro lado de la esperanza.

Requerido en el Festival de Berlín (en el que recibió el Oso de Plata al Mejor Director) sobre la posibilidad de que fuera ésta la segunda entrega de una trilogía, respondió que sí, que quizás, o que tal vez se tratara de una trilogía de dos películas. Cuestión de etiquetas, pero sí es cierto que estos dos títulos manifiestan una sensibilidad agudísima con el fenómeno de los refugiados y una ternura infinita al diseñar el dibujo de esos personajes. “Me avergüenzo de ser europeo”, “los refugiados son personas que aman y necesitan ser amadas, y sufren por el trato inhumano que les damos”, “en mi país se les trata como basura”…

La peculiar y lúcida mirada de Aki Kaurismaki. Javier Etxezarreta/EFE

En las entrevistas concedidas en el proceso de promoción de El otro lado de la esperanza Kaurismäki adopta un punto de vista esencialmente moral, de una radicalidad ejemplarizante que golpea la estúpida parálisis mental en la que parece que nos desenvolvemos, narcotizados como estamos por unos medios de comunicación que están en manos de los que defienden tanto el poder como las políticas inhumanas dictadas por el gran capital.

Proclamando a cada ocasión que se le presenta un pesimismo a prueba de bombas, el mundo de este cineasta finlandés es tan personal e intransferible como que bastarían cinco minutos de cualquiera de sus películas para reconocer su autoría. Los colores cálidos y saturados de la fotografía (incluso cuando rueda en blanco y negro) debidos a la mano de Timo Salminen, los inolvidables rostros de sus actores, serios como un palo de escoba pero hilarantes como Matti Pellonpää,  Sakari Kouosmanen o Ilkka Koivula, el tempo pausado dentro del cuadro y el ritmo parsimonioso con que se suceden los escasos acontecimientos…

El insólito restaurante de «El otro lado de la esperanza»

Y el humor que a nosotros nos remite a Buster Keaton pese a que Kaurismäki se reconoce antes en Charles Chaplin (“en el plano general ves comedia, en el primer plano, tragedia”). Es un sentido del humor tan genuino que debería llevar su nombre si no resultara casi impronunciable: lo cotidiano visto a través de un prisma ingenuo y descacharrante.

Pero por encima de todas estas señas de identidad, Kaurismäki vuelca en sus películas un humanismo arrebatador y esto es lo que les confiere el salvoconducto definitivo para que con su poesía surreal pueda penetrar en nuestro endurecido corazón, en el que lo tendrían difícil sus personajes inexpresivos, sus silencios prolongados, la indescifrable apatía en la que patinan como sobre el hielo.

Con esas claves estilísticas El otro lado de la esperanza es una nueva historia mínima sobre un mundo descorazonador habitado por perdedores descarriados, como ese refugiado sirio que cruza su camino en Helsinki, adonde ha llegado en barco enterrado en carbón, con una galería de almas cándidas y solidarias, comenzando por el flemático empresario que le ofrece trabajo y calor humano.

Kaurismäki se siente íntimamente escandalizado y conmovido por el infierno que retrata, pero lo hace con tal delicadeza que pareciera temer causar daño a los espectadores. Todas las aristas se suavizan en el plano formal para dejar intacta bajo la superficie la carga desoladora y triste que contiene el relato. Tragicómica, triste, muy triste, pero divertida, como son todas sus películas. Lo que no tengo tan claro es lo que hay al otro lado de la esperanza.

Sherwan Haji y Sakari Kuosmanen, en «El otro lado de la esperanza»

David Lynch nunca va al cine

Debo advertir de que el documental David Lynch: The Art Life, estrenado este viernes, puede resultar decepcionante para quienes no se incluyan entre los incondicionales de este singularísimo cineasta, un tipo que confiesa no ir nunca al cine o ser incapaz de escoger su escena favorita (¿aunque se lo pidieran con un dónut y un café humeante como contrapartida? pregunto yo). ¿Por qué? Porque sus autores, Rick Barnes, Jon Nguyen y Olivia Neergaard-Holm pretenden mostrar la cara oculta del monstruo, las raíces del mal que asoma en sus películas en forma de inquietantes atmósferas, perturbadores seres, oníricas secuencias, surrealismo a borbotones… las raíces pero no el tronco ni las las ramas, o sea que no muestran en ningún momento fragmentos de ellas, bien por carecer de los derechos o por coherencia narrativa.

Autorretrato de David Lynch en las etapas germinales de su personalidad como artista, desde su propia infancia. Lynch habla ante un micrófono frente al que se ha sentado con ese aire inconfundible de genio abstraído que se sabe admirado, ese individuo del que nos interesa cada palabra que se resbale de su boca, cada inflexión de su voz. La propia imagen del director cede el espacio a documentos de un indudable interés, fotografías, rollos de súper 8, rastros del pasado fundamental, huellas en forma de recuerdos que podemos asociar con toda claridad a escenas imperecederas clavadas en nuestra memoria, desgajadas de algunas películas clave de su filmografía.

Lynch habla de la primera vez que, siendo niño, vio a una mujer completamente desnuda, con la boca ensangrentada, caminando llorosa por mitad de una gran avenida en Shoshani (Wyoming). Y la efigie de Isabella Rossellini en Blue Velvet (1986) acude a nosotros presurosa con toda su fuerza perturbadora como respondiendo a una llamada imperecedera.

Isabella Rossellini en Blue Velvet, 1986

Una infancia idílica, junto a  unos padres que jamás discutían en su presencia y una madre cariñosa, si bien tampoco particularmente efusiva, a quien pronto decepcionará el adolescente por entablar amistades poco recomendables –ese tipo de amigos que no se deben tener, dice él-  el triángulo de jardín de hierba, las dos manzanas de extensión de su mundo en el que “todo estaba allí”… Imposible no imaginar en su relato la aparición de una oreja humana que interrumpe con su abrumadora simpleza la cotidianeidad en el espacio de juegos infantiles. No, esa anécdota en particular no existe – o no la cuenta- pero sí otras, como cuando fue por primera vez a la escuela, en Virginia, bajo el aguacero implacable de un gigantesco huracán, o cuando un soberbio “colocón” le hizo detener su coche en mitad de una avenida. Impagable también cuando el universitario recibe a su padre y le muestra en el sótano la colección de animales que guarda en distinto grado de descomposición ante lo cual el progenitor espantado le recomienda no tener nunca hijos.

Retrato de familia, David Lynch primero por la derecha

El director de El hombre elefante (1980) va escarbando en su memoria y rescatando nombres y acontecimientos, amigos, lugares, destacando hechos como una auténtica “llamada telefónica que te cambia la vida”, con la que le comunicaron que le había sido concedida la beca para estudiar en el American Film Institute, o cuando se casó con Peggy Reavey con quien tuvo su primera hija, Jennifer.

Mientras Lynch habla, sus manos no paran afanadas en el despliegue aparentemente espontáneo de su actividad pictórica y escultórica. En presencia de su hija más pequeña, que a veces observa su trabajo con cierta perplejidad, el cineasta se entrega a un ejercicio que se empareja con la primera de las anécdotas rememoradas, cuando sus padres le introdujeron junto a un amiguito en un agujero excavado en la tierra a modo de bañera natural, un charco de barro en el que ambos críos se entregaban al indescriptible placer de estrujar la tierra con las manos y embadurnarse de libertad, algo así como la felicidad absoluta. Casi se diría el retrato de un pintor más que el de un cineasta. En realidad, es difícil saber en qué esfera artística encontramos más a fondo al verdadero David Lynch porque en todo lo que hace afloran fantasmas similares.

El artista y su hija pequeña

El largometraje provoca al concluir una sensación de coitus interruptus porque el relato se detiene en el momento justo en que el director se dispone a realizar su primer largometraje, Cabeza borradora (1977) experiencia que eleva a la categoría de mística. Los productores Jon Nguyen y Jason S. ya participaron  en la elaboración del documental Lynch, en el curso del rodaje de Inland Empire (2007) y tal vez pretendan que David Lynch: The Art Life sea complementario con aquél.

La segunda piel de Scarlett Johansson

Una de las páginas autocensuradas de Ghost in the Shell

Portada de la edición 2017 de Planeta Cómic

Yo que siempre ando quejándome de la censura (si me leyeron el último post, Bajos instintos, 25 años después, lo comprobarán) me quedo a cuadros cuando me entero de que el autor del legendario cómic Ghost in the Shell, Masamune Shirow, exigió a Planeta Cómic que se eliminaran dos páginas de su obra como condición para que se reeditara en España.¿Contenido? ¡Ja! ¿Pues cuál va a ser? Lo de siempre: dos páginas con material radioactivo que provoca la caída del cabello de los niños y sudores fríos a los abuelos que las vean. A los adultos no incluidos en ambos grupos es de suponer que les provoque otro tipo de reacciones físicas que me abstengo de especificar por innecesario.

Planeta dio razones de su inocencia, pero ya se sabe que hay mucho descreído por el mundo. Mientras tanto, a la reedición española que se presenta en el Salón del cómic de Barcelona, a celebrarse desde hoy hasta el 2 de abril, le viene que ni pintado el estreno, mañana mismo, de la primera versión con actores de carne y hueso y título Ghost in the Shell: El alma de la máquina que también arrastra su pequeña (o grande, según se asome uno a según qué medios o a según qué redes) polémica por la elección de Scarlett Johansson en el papel estelar del ciborg Motoko Kusanagi. Si los androides del futuro pueden parecerse a éste, les auguro un éxito de ventas arrollador.

Vayamos por partes. Como no todo el mundo sabe, Ghost in the Shell comenzó a publicarse en Japón en 1989 en formato manga subidito de tono que combinaba la metafísica con la fisicidad de las máquinas, el futuro de entonces, hoy cada vez más cercano, y el presente y el pasado de siempre: la corrupción política y policial, el control de las mentes, la tecnología más avanzada, la robótica, la integración del cerebro humano en los cuerpos fabricados artificialmente… un concentrado de sabores muy excitante.

Fue un cómic visionario que llegó al cine de animación japonés (anime, según el término acuñado internacionalmente) en 1995 con el mismo título, Ghost in the Shell, y un autor que también saltó a la fama entre los muchos seguidores de este mundillo, Mamoru Oshii. Por cierto que este buen señor se presta a la promoción de la versión actual y no se corta ni un pelo en alabar la elección de Johansson, es fácil imaginar el fajo de billetes con que le habrán convencido sobresalir de su bolsillo mientras lo hace.

El anime, el largometraje de animación se elevó al Olimpo de la animación para adultos y aunque había aligerado notablemente la carga erótica del manga -de las páginas ahora censuradas olvídense-  aún conservaba una respetable temperatura. De ahí saltó a dos series para televisión, dos largometrajes más, cuatro videojuegos…

Hasta llegar a Scarlett Johansson.  Y seguro que lo han adivinado: por supuesto rebaja bastantes grados más la calentura. De la segunda piel que viste hemos de señalar que podría haber sido un poquito más finita, más que nada para que perdiera ese molesto aspecto de traje de neopreno. Aún así, le sienta muy bien a su cuerpo serrano y da gusto mirarla los ratitos en que se deja ver de esa guisa, que no son muchos. Hay que valorar lo bien que se saca partido esta mujer, que cautiva con su sonrisa al más escéptico.

Scarlett Johansson embutida en su segunda piel

No sé muy bien si esto aliviará en alguna medida el griterío que se armó cuando se supo que sería esta buena moza y mejor actriz (escuchen su melodiosa voz y admirable interpretación en Her, de Spike Jonze, 2013, y me darán la razón) o por el contrario algunos de los ofendidos encontrará más motivos para el enfado. Está visto que en lo tocante al cabreo hay motivos sobrados para repartir: a algunos nos solivianta la autocensura, a otros el descafeinado de la obra, a otros que le toquen su cómic sagrado y no le pongan a una oriental de protagonista, también los habrá contentísimos con Scarlett…

¡A mí, desde luego, no me disgusta nada, lo que se dice nada. ¿La película? No, no, Johansson. La película se deja ver, el look es espectacular, los habituales excesos de violencia en el cine de acción aquí se mantienen en tasas ecológicas y las reflexiones filosóficas no es que sean para tirar cohetes pero le dan cierta apariencia de seriedad. El cine prefabricado para jóvenes que bebe del cómic suele aburrir soberanamente y en este caso al menos entretiene. ¡Algo tendrá que ver con ello Scarlett! (ver reportaje en Días de Cine, TVE).

Sensualidad en la máquina y la carne