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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Kedi (gatos de Estambul)

En estos casos conviene advertirlo cuanto antes: si a usted no le gustan los gatos, les tiene alguna inquina especial o prefiere no perder el tiempo con algo que considera completamente ajeno a sus intereses, no siga leyendo. Y por supuesto, ni se le ocurra ver la película de la que voy a hablar: Kedi (gatos de Estambul), que se estrena mañana viernes, 21 de julio. Sin llegar a esos extremos, si usted cambia de canal cuando en La 2 emiten documentales de animales es más que probable que tampoco le interesen ni este post ni la película correspondiente. A menos, claro, que esté dispuesto a descubrir algo desconocido, de que sospeche o tenga la sensación de que se está perdiendo algo especial relacionado con estos peludos.

Fotograma de Kedi

Uno puede ver una película en mil condiciones distintas, a cuál peor. Desde la micropantalla asesina de un móvil hasta la gigantesca superficie del IMAX, pasando por tabletas, ordenadores, pequeños monitores de tv, sentado en un coche mientras te meten mano, en los incómodos asientos de una terraza de verano… También hay otras opciones deseables, como una buena sala de cine con su sonido cojocuadraplus. Y luego están las situaciones insólitas como las que se dieron ayer en Madrid (La Gatoteca de Madrid) y Barcelona (Espai de Gats de Barcelona): rodeados de gatos reales viendo en la pantalla cómo se las arreglan los mininos de Estambul para dedicarse a su actividad preferida, que no es otra que los humanos les den de comer y un poco de cariño y a su vez les dejen en paz. No es una manera convencional de ver un documental de animales, pero es que éste no es un documental de animales convencional. Por desgracia, ustedes tendrán que conformarse con verlos rodeados de espectadores con barba o sin ella, al menos hasta que dispongan de su copia en soporte casero y puedan compartir la experiencia con sus propias mascotas.

Para empezar, nada de voces en off y explicaciones al estilo de National Geographic. En una megalópolis como Estambul, de casi 15 millones de habitantes, debe de haber unos cuantos gatos, a juzgar por las bellas imágenes, magnífica fotografía, del filme de Ceyda Torun. Viven a medio camino de la condición salvaje y del gato doméstico, con dos patas en el medio humano y las otras dos a su santísima bola. El paraíso terrenal, según parece, porque si nos fiamos de Torun, las gentes de Estambul les adoran y respetan. Ni Dios, ni dueño, y tan felices. La cantidad no nos importa; en este momento, desde luego, lo que cuenta es lo que reciben y lo que aportan al bienestar de los ciudadanos que se ocupan de ellos y les alimentan. La directora nos brinda una mirada respetuosa, encandilada, deliciosa y al ritmo plácido y sereno de sus protagonistas, que sólo en alguna ocasión muestran las garras para defender el territorio.

Se dice en el filme: “En Estambul un gato es algo más que sólo un gato. El gato encarna el indescriptible caos, la cultura y la personalidad única que es la esencia de Estambul. Sin el gato Estambul perdería una parte de su alma. Y no hay nada como esto en ningún otro sitio del mundo.”Para creerlo hay que detenerse a contemplar con detalle y deleite la escena en la que este pequeño felino está  como si no estuviera. De repente una mancha oscura que se mueve con filosófica discreción por la calzada o bien se instala, vigilante, en un lugar elevado de los destartalados edificios desde el que el gato ve y observa a todo lo que se mueve a sus pies. A veces la cámara sobrevuela la ciudad. Otras veces sigue los pasos de un animal que se diría familiarizado con ella desde siempre; como un actor que se precie, sabe que no debe mirar nunca hacia el objetivo y camina en busca de su sustento diario, el que los humanos anónimos le procuran con simpatía. Y si no le basta lo que recibe de manos de las personas, explora el territorio y encuentra su botín en bolsas de basura, lo necesario para alimentar a su prole, y corre presto a alcanzárselo.

¿De dónde extraen los gatos de Estambul, como el resto de los gatos del mundo, el coraje para aventurarse y sobrevivir, incluso disfrutar, en una jungla tan inamistosa como la urbana? De la suprema habilidad de escaladores, del nulo sentido de la agorafobia, ni la claustrofobia, del equilibrio inverosímil que les permite pasear sobre el filo del alambre. De siglos de observación y aprendizaje para detectar malos humores en algún energúmeno de la especie de bípedos con los que se mezcla. De siglos de observación para saber a qué buena sombra arrimarse para encontrar buen cobijo.

La cámara de Torun proclama la armonía de los encuentros entre humanos y felinos sin aspavientos ni pomposos discursos. Al contrario, juega sin complejos ni prejuicios las cartas de la sencillez y la humildad. Siempre habrá alguien que no se enganche con este aparente no contar nada. Pero sí cuenta cosas, pequeñas pero de una importancia capital para saber amar la vida, con su mirada plena de empatía hacia los gatos y las personas, muy atenta a la fascinación y el cariño que despierta en las gentes de Estambul.

Riña de gatos en Kedi

Cuenta la película las cosas que cuentan las personas que hablan allí porque son capaces de sentir amor, porque un día se libraron de la depresión cuando descubrieron la amistad de estos seres, porque son capaces de apreciar las virtudes que les adornan y pueden servirnos de ejemplo. Resulta curioso que los animales sean identificados por sus nombres y las personas no. El anonimato de esa buena gente que cuida a los animales sin esperar nada a cambio, salvo la beatífica sensación de paz que reciben de ellos, es todo un símbolo de la generosidad humana recompensada. Verles cuidar a los gatos que no poseen, de los que no son dueños, echarlos en falta si nos los ven, porque van y vienen con total libertad, es absolutamente enternecedor. De repente vemos a la gata Bengu defender su territorio y expulsar de sus proximidades a algún congénere, extremando las precauciones por sus crías. O dormitar despreocupadamente en la calle junto a algún can, contradiciendo la enemistad irreconciliable que se les supone.

Los minaretes de las conocidas e imponentes mezquitas agujererean los cielos de la ciudad. Un gato asoma entre las hojas de un jardín, otro sube sigiloso las escaleras de un barrio popular, más allá un tercero les contempla. Los ojos de los gatos son insondables y al contemplarlos uno se asoma a un pozo de misterio. Y luego, uno se topa con una gata y sus cachorros y queda desarmado porque la escena le pone en contacto con lo más primigenio, el amor de una madre, la inocencia de las crías, el milagro de la vida. Vean a este rudo marinero alimentar a los pequeños. Vean el cariño y el cuidado con que se aplica a la tarea. Acérquense y quizás descubran que con su actitud este buen hombre, amigo de los gatos de Estambul, desmantela la hipocresía y pone al descubierto la inhumanidad de las políticas de acogida a los refugiados. Si a ustedes les fascinan estos animales muy probablemente disfrutarán. Si no es así, permítanse el lujo de intentarlo. Tal vez lo consigan.

Fotograma de Kedi

¡Miau! Felinos en el cine

Marlon Brando no parece tan duro como nos lo habían pintado

En La cara oculta de la luna, producción alemana de reciente estreno, un prestigioso abogado dedicado a la fusión de grandes compañías, ese tipo de profesionales dedicados a obtener los máximos beneficios en el Monopoly inmoral que el sistema carga a cuenta de los trabajadores, sufre una especie de síndrome de Jeckyll y Hyde: alterna momentos de lucidez y crisis de conciencia con otros de extrema violencia. En uno de sus ataques estrangula al gato de la chica con la que acaba de establecer una relación sentimental.

Este es uno de los tristes destinos que el cine ha reservado a los pobres felinos, víctimas muchas veces en la ficción, y muchas más aún en la realidad, de las neuras criminales de quienes se tienen por humanos y  desmienten esa condición maltratando a los animales. Escenas como ésa son dolorosas de ver y traumáticas. La primera que recuerdo asomaba en la monumental Novecento, de Bernardo Bertolucci, y ejemplificaba de manera cristalina el salvajismo del líder fascista, execrable ser interpretado por un excelente Donald Sutherland.  Attila daba lecciones a sus camaradas de cómo había que tratar a sus verdaderos enemigos, los comunistas, y destripaba a un gatito con la cabeza. Aviso: las imágenes pueden herir la sensibilidad.


Por fortuna, el recorrido de los silenciosos cuadrúpedos a través de la pantalla es infinitamente amplio y sus andanzas, diabluras, poses en cachazuda tranquilidad y otras evoluciones lo recoge con divertida profusión un libro de reciente aparición que les recomiendo si sienten alguna debilidad, no es imprescindible llegar a mi nivel de fascinación, por estos animales: Miau Miau Miau, Los gatos en el cine, de Juan Luis Sánchez y Luis Miguel Carmona, editado por Diábolo Ediciones.

Los autores han hecho un meritorio esfuerzo de recopilación de títulos, tanto en cine como en televisión, en imagen real o animación, citando incluso otras manifestaciones artísticas. Si bien la calidad literaria no es el fuerte del volumen, pues los autores han optado por derrochar su energía en la investigación antes que en la depuración de la prosa, sí podemos congraciarnos con él gracias a la multitud de ilustraciones fotográficas y a la chispa de infinidad de anécdotas que pululan por entre las páginas.

“Los gatos son obstinados, no harán nada a menos que encuentren una razón para hacerlo. Si no quieren hacerlo no lo harán”, dice Walter Huber, uno de los pioneros en el adiestramiento profesional para los rodajes, en los años 30 y 40.

Además de explicar de qué modo se solventa esta particularidad gatuna en los rodajes (con varios animales para el mismo papel, entre otras soluciones) nos cuentan Sánchez y Carmona que existen unos premios para los actores que maúllan, ladran o emiten otro tipo de sonidos que no sean palabras, los PATSY (Performing Animal Televisión Star of the Year), creados en 1939 por la Asociación Humanitaria de Hollywood, que naturalmente no se otorgan a los humanos por muy animales que sean o parezcan en la pantalla. Los premios intentaban rendir homenaje a un caballo accidentalmente fallecido durante el rodaje de Tierra de audaces, de Henry King (1939) y el primero de ellos le fue concedido en 1951 a ¡la mula Francis! en una ceremonia presentada por un actor que años después mostraría su cara más mostrenca en la presidencia de Estados Unidos, Ronald Reagan. Lástima que estos galardones sólo duraran hasta 1986; habría que ver cómo se las apañaban en la ceremonia para honrar al delfín Flipper, por ejemplo. Yo le tengo mucho cariño y admiración a los animales, es cierto, pero no estoy seguro de que estén dispuestos a aprenderse sus papeles de buen grado, así es que no tengo claro lo de sus premios.

Seguramente el gato Morris, famoso a primeros de los 70 por multitud de anuncios televisivos, también participante en Un largo adiós, de Robert Altman, desdeñaría altanero su medalla (por su actuación junto a Burt Reynolds en Shamus, pasión por el peligro (1973) ofreciendo cara de asombro ante las extrañas cosas que inventa el ser humano. Y si aún se mantuvieran, con toda seguridad habría que haberle concedido el correspondiente a su categoría de animales especiales (las otras tres eran equinos, perros y animales salvajes) al gato Bob de cuya historia hemos dado cuenta en este blog.

Aún no he podido verla pero la tengo anotada en mi carnet de películas pendientes y le ofrezco la sugerencia a los amantes de los gatos: la distribuidora Avalon informa que el próximo 21 de julio estrenará el documental Kedi (Gatos de Estambul), de Ceyda Torun. Sinopsis: Cientos de miles de gatos vagan libremente por la frenética ciudad de Estambul. Durante millones de años han deambulado formando parte de las vidas de la gente, pasando a convertirse en una parte esencial de las comunidades que conforman la ciudad. Sin dueño, estos animales viven entre dos mundos, ni salvajes ni domésticos, y llenan de alegría a los que deciden adoptar. En Estambul, los gatos funcionan como reflejo de las gentes, permitiéndoles reflexionar sobre sus vidas de una forma única. Para quienes, como yo, no pueden evitar quedarse embobados mirándoles, cuando se cruzan con algún felino, este trailer que les pongo a continuación puede resultarles un delicioso aperitivo.