Archivo de septiembre, 2013

El miedo nos paraliza… o provoca el cambio

Por Mélida Guevara Foto_2 Mélida Guevara 70

Muchas mujeres vivimos con miedo en El Salvador, en Guatemala y en el mundo: a la violencia de nuestra pareja, de los hijos e hijas, o de alguna otra persona de la familia, a que nos quiten el trabajo si decimos lo que pensamos, al fracaso, al rechazo, a las amenazas de los grupos violentos o pandillas, a la delincuencia… Y también mucho miedo a los cambios, sobre todo en las relaciones que establecemos. Sentimos inseguridad, tenemos miedo cuando no conocemos bien las claves de lo que tenemos alrededor y no sabemos a lo que nos enfrentamos.

El miedo nos paraliza, nos detiene, provoca muchos efectos negativos en nuestro organismo y nuestra mente. Pero también nos alerta del peligro y esto activa nuestra vigilancia. Es sumamente importante reconocer y aceptar a qué le tenemos miedo. De esta manera podemos prepararnos para enfrentar de mejor manera a la situación que se presenta. Una de las mujeres lideresas relata: ‘aunque dicen que ya no hay más muertes por la tregua, en el silencio en la noche, desde mi casa escucho mucha violencia y me da miedo… y sigo haciendo mi trabajo con las mujeres de la comunidad’.

Movilización del Movimiento Salvadoreño de Mujeres en demanda de sus derechos, 2012

Movilización del Movimiento Salvadoreño de Mujeres en demanda de sus derechos, 2012

Algunas mujeres con las que trabajamos suelen decir que para ellas la única forma de superar el miedo ha sido el conocimiento: reconocerse como mujeres, con personas con derechos, apropiarse de ellos. Esto les ha llevado dirigir la mirada hacia otras mujeres y lograr el cambio, como una de ellas me decía: ‘la mente se ha despertado… Ahora tengo sed de aprender y defender mis derechos. Manejar el miedo es anticiparse, es prepararse, es actuar antes de que ocurran hechos que no queremos que ocurran, es prevenir violencia de género.

Si, podemos contribuir a transformar  nuestro mundo, nuestro entorno. No podemos cambiar a nadie, pero sí tenemos la capacidad de influir en las personas que nos rodean para que los cambios  se vuelvan una realidad. ¿Cuál es la motivación de las mujeres para que  los cambios ocurran? ¿Le tenemos miedo al cambio?

 

Mélida Guevara coordina un programa de prevención de violencia en El Salvador y Guatemala dentro del programa de Justicia de Género de Oxfam.  A través de la ‘ventana ciudadana’ trabaja con otras mujeres en escuelas (con estudiantes, docentes, madres y padres), y también con funcionarias y funcionarios públicos para mejorar la vida de las mujeres que acuden a la justicia.

Consentimiento sexual, ¿cuestión de edad?

Por Susana Martínez-Novo SusanaMartinezNovo70

Diversas fuentes gubernamentales han confirmado estos días que la reforma del Código Penal incluirá la elevación de la edad mínima de consentimiento en el delito de agresiones y abusos a menores, de 13 a 16 años. Esta noticia ha sido acogida de forma favorable por alguna organización que trabaja en defensa de los derechos de los menores y criticada por otros sectores que consideran adecuada la edad mínima actual o que piensan que el referente debe estar en la madurez de la persona y no en su edad.

Cuando hablamos de edad mínima en las relaciones sexuales, nos estamos refiriendo a la edad de la víctima de un posible delito y no del agresor que deberá ser juzgado conforme a la legislación que le corresponda según su edad.

Adolescente. Imagen de @despendolada.

Adolescente. Imagen de @despendolada.

Cada persona llega a la madurez  en momentos diferentes de la vida. Nuestra madurez o grado de vulnerabilidad puede variar incluso según las  circunstancias  una vez alcanzada la mayoría de edad. Sin embargo, la ley debe establecer unos mínimos criterios de referencia que nos sirvan para determinar cuándo una conducta es delictiva, pues la indeterminación del delito es contraria a nuestro sistema constitucional, aunque los tribunales tienen un margen de discrecionalidad para actuar según el caso concreto. En estos supuestos, la edad es un criterio válido del que partir, si bien lo que nos estamos cuestionando ahora es si la diferencia entre los 13 y los 16 años es sustancial.

Para empezar,  no existe un criterio objetivo para determinar una edad u  otra , sino el consenso al que se llegue por los políticos en un momento determinado. Es cierto que cuanto menor es una persona más fácil es manipular su voluntad y forzar su consentimiento. En sentido inverso, las secuelas que estos hechos dejan en las víctimas, son mayores cuando más conocimiento y conciencia de lo ocurrido tienen, y en muchos casos son irrecuperables.

En tal sentido si valoramos la medida como mecanismo preventivo y disuasorio frente a los abusos a menores, podríamos pensar que supone un plus de protección frente a estos delitos. Pero  si valoramos esta medida desde un contexto más amplio, nos encontramos con múltiples problemas.

Establecer la edad mínima de consentimiento en los 16 años supone negar la posibilidad de que los jóvenes tengan relaciones sexuales con anterioridad, so pena de incurrir en un delito, lo cual implica desconocer la realidad social en la que nos movemos en la actualidad ya que todos sabemos  que muchas chicas y chicos tienen relaciones antes. En estos supuestos, se prevé según parece la exclusión de la responsabilidad si el autor de los hechos es de edad próxima a la víctima o similar grado de madurez, con lo cual volvemos a la indeterminación del concepto y al arbitrio judicial. Por otra parte habrá que ver en que medida se puede producir como efecto colateral un  incremento en los abortos ilegales. La chica que tenga relaciones con su novio antes de los 16 abortará para ocultar un hecho que puede implicar a su pareja en la comisión de un delito.

Tampoco hay que olvidar lo que puede pasar si la presión de los padres lleva a alguna menor a alegar «abuso» ante el miedo de haber cometido un acto no permitido por la ley o como los padres pueden presionar a los hijos para presentar cargos en estos casos.

Ante todas estas disquisiciones con las que podríamos llenar páginas, personalmente solo puedo decir que percibo en todo esto  un halo de vuelta al proteccionismo del Estado sobre la libertad sexual de las personas, y especialmente de las mujeres, que excede de lo estrictamente jurídico para entrar en la esfera de lo ideológico. 

Quedan muchas preguntas por responder. ¿Qué relación tiene esta medida con las demás  planteadas por el Gobierno? ¿ De qué forma puede afectar la elevación de la edad mínima de consentimiento para mantener relaciones a la libertad de las mujeres para decidir sobre su sexualidad y sobre su maternidad? ¿Por qué hablamos de 16 y no de 15 ó de 14 años?

No podemos olvidar que ésta forma parte de un paquete de reformas cuyo texto definitivo todavía no conocemos.  Aún así, lo que es preocupante en este caso es que  las pretendidas garantías vengan acompañadas de grandes retrocesos, como el que va a suponer entre otros la reforma  del aborto  para muchas mujeres en nuestro país.

Considero que el gran problema, al margen de la edad, en los casos de agresiones y abusos sexuales, consiste en la prueba sobre los hechos. Los que trabajamos día a día en los pasillos de los juzgados, sabemos lo difícil que es en la práctica probar la existencia o no del consentimiento en las relaciones sexuales, sobre todo cuando estas conductas se desarrollan habitualmente en un ambiente de intimidad sin la concurrencia de testigos. Imaginaos la indefensión de la víctima que solo cuenta con su palabra contra la del agresor.

Más complicada aun es la situación cuando se trata de mujeres jóvenes, cuyo desarrollo físico induce a pensar que tienen una edad o desarrollo madurativo superior al real. Si esto se acompaña de unas copas en un fin de semana “divertido” el tema ya no hay por donde cogerlo y la impunidad es absoluta.

Por ello en lo que yo haría hincapié es en trabajar para reforzar las medidas de prevención, información y educación sexual en igualdad, especialmente entre jóvenes adolescentes, pues la prevención es la mejor manera de luchar contra este tipo de conductas que desgraciadamente son tan comunes en nuestra sociedad.

 

Susana Martínez Novo. Abogada y activista. Presidenta de la Comisión para la Investigación de Malos Tratos a Mujeres y miembro de la Asociación Española de Abogados de Familia.

Mujeres policía en Afganistán

Por Laura Martínez ValeroLaura Martínez Valero

Ser mujer en Afganistán no es fácil. De hecho, según un informe de 2011, este país encabeza la lista de países más peligrosos para ser mujer. Desgraciadamente esto no suena a nuevo. Con el inicio de la guerra de Afganistán en 2001, mucha gente oyó hablar por primera vez de los talibanes y de las horribles prácticas fundamentalistas que impusieron en el país desde 1996. Las mujeres fueron las principales afectadas y se les prohibió, entre muchas otras cosas, trabajar.

Este fue el motivo de que desde 1996 y hasta la caída del gobierno talibán en 2001, el Cuerpo Nacional de Policía Afgano (ANP) no contara con mujeres en sus filas. La situación hoy en día es distinta, pero no mucho. El Gobierno afgano ha llevado a cabo varias iniciativas para fomentar el ingreso de mujeres en la policía. Sin embargo, a día de hoy sólo un 1% del personal son mujeres. Concretamente, unas 1.500 mujeres. La cifra supone un incremento importante, pero queda muy lejos de lograr la meta de 5.000 mujeres fijada para finales de 2014.

¿Por qué es tan necesario que las mujeres se incorporen a esta profesión y no a otra? En realidad es necesario que la mujer se incorpore en todos los sectores, pero las mujeres policía son especialmente importantes en Afganistán porque suponen el acceso a la justicia de muchas mujeres que, a día de hoy, siguen sufriendo los abusos de la cultura machista imperante.

 

Mujeres policía en Afganistán

Mujeres policía en Afganistán

En un país donde los matrimonios forzados, violaciones, lapidaciones y crímenes de honor siguen a la orden del día, las mujeres únicamente pueden denunciar su situación a otras mujeres, a mujeres policía. Esto es así porque las normas sociales crean un muro entre sexos y muchas mujeres se sienten incapaces de hablar con hombres policía, algo que por otro lado puede resultar un riesgo añadido a su situación.  Como dice Mariam, una joven de 18 años de la provincia de Logar, “nos da vergüenza contar a los hombres  nuestros problemas, pero con una mujer es diferente: ella siente lo mismo que nosotras”.

Infografía: las mujeres afganas necesitan mujeres policía. En una sociedad profundamente conservadora, las mujeres sólo pueden denunciar los delitos que sufren a mujeres policías.

Infografía: las mujeres afganas necesitan mujeres policía. En una sociedad profundamente conservadora, las mujeres sólo pueden denunciar los delitos que sufren a mujeres policías.

Y sí que sienten los mismo. A veces, hasta extremos insospechados. Porque las mujeres policía no están a salvo, ni mucho menos, de la violencia y de los abusos. En 2012 una investigación reveló que en Mazar-e-Sharif, la tercera ciudad con más mujeres policía, el acoso sexual y las violaciones de mujeres policía por parte de sus colegas varones era una práctica extendida. Además, altos cargos de la policía exigían favores sexuales a cambio de promociones. Promociones que en muchos casos nunca llegaban, ya que muchas mujeres policía suelen desempeñar tareas menores en las que no pueden destacar, como llevar el té, y carecen de material básico, como uniformes.

Por todo ello es necesario un aumento de las mujeres en el ANP, pero no sólo eso. Su situación debe mejorar. Deben tener mejor entrenamiento y acceso a puestos de relevancia. Además, los hombres también tienen que recibir formación en temas de género y leyes. Todo esto es muy necesario porque la mejora de la situación de las mujeres policía conllevará inevitablemente una mejora de la situación de las mujeres en todo el país, especialmente en las zonas rurales donde persisten las prácticas talibanes y donde es muy raro conseguir ver a una mujer policía.

Laura Martínez Valero es estudiante de Periodismo y Comunicación Audiovisual. Colaboradora del equipo de comunicación de Intermón Oxfam.

 

Un cátalogo del maltrato en el trabajo

Por Margarita Saldaña  MargaritaSaldaña

Los relatos que las empleadas domésticas hacen de sus propias experiencias laborales son con frecuencia espeluznantes y darían de sí para escribir un “catálogo del maltrato”. Racismo, clasismo, infravaloración, acusaciones infundadas, abuso de confianza,  retribución injusta y hasta negación de comida son sólo algunos tipos de violencia que, a diario y en silencio, soportan muchas mujeres en España. Capítulo aparte merece la violencia sexual, por el sufrimiento de las víctimas y la complicidad que suele acompañar los hechos.

Instalación de Axel Friedrich. Foto @bdelabanda

Instalación artística de Axel Friedrich en Jávea. Foto @bdelabanda

Estudiaba lingüística, pero tuve que dejar mi carrera a medias porque la situación económica familiar no me permitía seguir estudiando‘. Así comienza a contar Verónica su propio itinerario como mujer migrante, que la llevó a salir de Bolivia pensando que en España todo sería diferente pero ha tenido que sufrir episodios degradantes que nunca había imaginado.

‘Cuando la señora se enteró de que mi pareja es senegalés, se lo contó a su marido y escuché que le decía: “sólo la quiere para la cama”.  Son racistas, me hablan como si yo fuera tonta y hacen comentarios despectivos delante de mí, como “en esos países de Latinoamérica hay muchas enfermedades” o “que se vayan a su país o que no hubieran venido”‘. Igual que el trato racista, a Verónica le duele la desconfianza y le resulta denigrante que le nieguen algo tan básico como la comida: ‘no puedo comer entre horas aunque lleve mi propia comida, porque creen que estoy comiendo lo de ellos. A veces me dan el pan duro, o la comida pasada, o me preparan aparte el segundo plato para no darme mucha carne’.

La vivencia cotidiana de situaciones como éstas provoca daños profundos en la autoestima de las mujeres y conduce a experimentar el trabajo como una carga pesadísima: ‘no me gusta mi trabajo porque me siento infravalorada. Te pagan menos porque para ellos no vales’. Tanto Verónica como sus empleadores saben que la condición de las mujeres indocumentadas supone una privación de derechos y obliga a soportar situaciones de otra forma inadmisibles: «me dijo la señora que las españolas exigen mucho y en cambio las extranjeras no, y es verdad, porque nosotras nos tenemos que aguantar lo que nos digan».

Podríamos sospechar que Verónica exagera, si no fuese porque los testimonios de muchas otras mujeres apuntan en la misma dirección.  ‘Un día me dijeron: “hay que reducir el sueldo porque no le podemos quitar la comida a los perros”’. Esto se lo dijo a Cirelda su empleadora, y cumplió su palabra. ‘La señora tiene demencia senil y le decía a su hijo que yo le robaba. Entonces el hijo entró un día furioso en mi habitación y registró todas mis cosas. Me sentí muy humillada, pero no podía hacer nada más que aguantar’. Esto se lo hicieron a Cristina, sin el menor temor a que ningún juez vaya a sancionar lo que bien podría ser visto como una variante del allanamiento de morada.

La suma de dichos y hechos lleva a concluir que, lamentablemente, los malos tratos en el empleo doméstico no constituyen una rara excepción, aunque la invisibilidad encubra a los agresores y deje desprotegidas a las mujeres que a diario los sufren.

 

Margarita Saldaña trabaja en el Centro Pueblos Unidos, de Madrid.

Candelaria de Polochic ya no tiene miedo

Por Laura HurtadoLaura Hurtado

El pasado marzo vi a Candelaria por primera vez. Aparecía en un vídeo contando frente a los micros el terrible desalojo del que había sido víctima junto a las 769 familias del Valle del Polochic, en Guatemala. “Vinieron a destruir nuestros cultivos, quemaron nuestra ropa, perdimos nuestras azadas para trabajar el campo” contaba en alusión al día en el que les echaron violentamente de sus casas y de sus tierras los cuerpos de seguridad del Estado y la empresa Chabil Utzaj quien actualmente ocupa este territorio para cultivar caña de azúcar.

Me acuerdo especialmente de Candelaria porque lloraba ante las cámaras mientras recordaba ese día en el que además murieron tres compañeros. Y también porque dijo que desde el desalojo no estaban comiendo, un hecho que ponía en evidencia la gravedad del caso de Polochic. Para esas familias, que son campesinas, quedarse sin tierra es sinónimo de pasar hambre. Ni más ni menos. O sea, dramático.

Meses más tarde la volví a ver. En esta ocasión, Candelaria aparecía denunciando, otra vez entre lágrimas, que les habían quemado el poco maíz que habían conseguido cultivar en una vera del río para poder comer, cuando llevaban ya casi dos años desalojados. Esta vez, nadie la estaba entrevistando sino que era ella misma la que llevaba el micro en la mano. Y miraba a cámara. Ahora, era ella la que nos estaba hablando, directamente, sin intermediarios.

 

Hoy la he visto de nuevo. Le explica a la Relatora de Naciones Unidas su situación y le exige al Gobierno de Guatemala que dé tierras a las familias desalojadas, tal como prometió. Porque “queremos cosechar maíz, frijol, chile, arroz, ayote, yuca, camote, plátano…”. Esta vez, Candelaria no llora. Habla alto y claro. Su tono es el de una persona que ha tomado conciencia de su poder. Una fuerza que ha ido ganando mes tras mes (como hemos podido ver a través de youtube) y que está respaldada por el apoyo de más de 100.000 personas de todo el mundo que han pedido que se resuelva su situación y que están pendientes del caso de Polochic. “Yo no tengo miedo de contar lo que está pasando”, afirma.

El próximo 14 de septiembre, el presidente de Guatemala Otto Pérez Molina prometió que entregaría tierras a 158 familias de las 769 que fueron desalojadas del Valle del Polochic. Espero ver pronto a Candelaria en otro vídeo. Y espero que por fin aparezca sonriendo.

 

Puedes entrar en la página de Facebook de Otto Pérez Molina y pedirle que cumpla con su promesa del 14 de septiembre y que no se olvide de dar solución a las 611 familias restantes que siguen en la calle.

 

Laura Hurtado es periodista y trabaja en Intermón Oxfam.

 

¿Desigualdad natural?

Por Irantzu Varela Irantzu Varela n

No es que todas las mujeres vivamos todos los días situaciones de violencia explícita, o que nos vayan discriminando descaradamente por la vida, como si estuviéramos en un sistema de apartheid, no.

Pero todas las mujeres, cada día de nuestra vida, estamos expuestas a la posición de desigualdad en la que nos coloca el sistema patriarcal, que es universal y omnipresente, y se manifiesta en innumerables formas, algunas de ellas tan sutiles que ni siquiera nos damos cuenta.

http://es.wikipedia.org/wiki/Kathrine_Switzer

Un comisario intenta expulsar a Kathrine Schwitzer del Maratón de Boston en 1967

En los medios de comunicación aparecemos como víctimas, consortes, modelos irreales de belleza y objetos sexuales. La publicidad utiliza nuestros cuerpos como vallas en las que promocionar sus productos, trata nuestras características físicas normales como defectos y nos ofrece productos para limpiar mejor, cocinar mejor, cuidar mejor, aparentar mejor.

En la cultura somos la excepción. Eternas “pitufinas” que no protagonizan historias, sino que las complementan, dando un toque bello, malvado o sentimental a las historias importantes, las de ellos. Como creadoras, hacemos “cine de mujeres”, “literatura de mujeres”, como si las obras de los hombres fueran las normales y las nuestras un subgénero, destinado a un público minoritario.

En el mercado laboral, trabajamos casi dos meses más para cobrar lo mismo, se nos imponen dificultades para ascender y se nos considera las únicas destinatarias de las medidas de conciliación.

En la política, somos menos y se nos valora menos. Se nos trata como a infiltradas, que ocupan el espacio que correspondería a un hombre, si la valía prevaleciera sobre las cuotas. Y se espera de  nosotras que nos ocupemos de la salud, la educación o el bienestar, como si la economía, la política internacional o la guerra no fueran cosa nuestra.

En la calle, en los bares, se opina sobre nuestro cuerpo, nuestro aspecto, nuestro comportamiento… como si fuéramos de propiedad colectiva, como si la sociedad pudiera decidir sobre lo que hacemos y cómo lo hacemos.

Porque todavía se nos considera una excepción, una excentricidad, un complemento a la medida de quien es referencia de todas las cosas: los hombres. Se nos trata como a figuras que tienen que saber cuál es su sitio: cuidar, adornar, acompañar… u osadas que se meten donde no las llaman.

Cada día, a todas las mujeres del mundo, se nos recuerda que, para nosotras, hay el doble de reglas y la mitad de derechos.

Los piropos, las miradas condescendientes, los comentarios paternalistas, los controles disfrazados de cuidado, los cuestionamientos a nuestra profesionalidad, las exigencias de autocontrol, presentarnos como fuentes de tentación, sexualizarnos, infantilizarnos, silenciarnos, quitarnos importancia… todas esas cosas -o muchas de ellas- nos pasan cada día, hasta el punto que hemos aprendido a asimilarlas como normales.

Pero no lo son. Son la prueba y la herramienta de un sistema de desigualdad que nos pretende personajes secundarias y que quiere convencernos de que esas pequeñas cosas, esas sutiles desigualdades “no son para tanto”. Pero sí lo son. Son el alimento de esa creencia dictadora y opresora que nos pretende convencer, a unas y a otros, de que la desigualdad es el estado natural de las cosas.

Pero no lo es.

 

Irantzu Varela es periodista, feminista, experta en género y comunicación, y (de)formadora en talleres sobre igualdad en Faktoría Lila.

Cuesta abajo en camioneta: la experiencia de Becky Blanton

Por Gema Castilla Gema Castilla

Quería compartir con vosotros la experiencia de vida de una escritora y periodista estadounidense, Becky Blanton. La he conocido gracias a una charla TED donde cuenta su experiencia cuando se convirtió en una persona trabajadora pero sin hogar en EE.UU., eso le mostró como alguien puede convertirse en invisible para la sociedad y sentir su vida fuera de control.

Becky planeó ilusionada vivir en su camioneta durante un año, recorriendo su país para conocerlo a fondo, pero tras el fallecimiento de su padre, sufrió una terrible depresión y vio como su trabajo como periodista tocó su fin. Su roadtrip  se convirtió en una situación extrema, donde todas las fichas de dominó iban cayendo.

La sociedad, explica Becky, cree que vivir en una estructura de hogar permanente (da igual la calidad de la misma) representa tu valor como persona, pero no debería ser así. Lo que ella quiere decir es que juzgamos a alguien por el lugar donde vive, ya sea un apartamento o una cabaña. Seguimos estigmatizando a las personas que viven en sus coches, en casas de materiales de baja calidad o en la calle.

Porque desgraciadamente podemos ver con frecuencia en los medios de comunicación, los acontecimiento de odio y rechazo que sufren estas personas cada año. Pero  no deberíamos criminalizar el sinhogarismo, porque aunque estas personas no tengan hogar, tienen una vida.

Becky Blanton con su furgoneta, su perro y su gato. Imagen publicada en writersdigest.com

Becky Blanton con su furgoneta, su perro y su gato. Imagen publicada en writersdigest.com

Me quedo con dos frases clave de Becky: ‘el sinhogarismo es una actitud, no un estilo de vida’. Y con ‘las personas no son donde viven, donde duermen o cuál es su situación de vida en un momento dado’.

Os invito a invertir siete minutos de vuestro tiempo y escuchar la emotiva historia de esta mujer que luchó por volver a ser lo que era, conseguir un empleo de nuevo y devolver a su vida ilusión por vivir.

 

Todos deberíamos luchar contra la exclusión, la discriminación y ante todo, contra los prejuicios. Construyamos en común una sociedad para todas las personas, sin juzgar a nadie.

Gema Castilla trabaja en RAIS Fundación, entidad que trabaja por la integración sociolaboral de personas sin hogar.

¿Niño o niña?

Por Belén de la Banda @bdelabanda

Es una de las preguntas más corrientes que hacen las personas que no te conocen cuando te ven con un bebé. Con un bebé que no lleve pendientes ni esté vestido ostentosamente de rosa, por supuesto. Cualquiera cree tener derecho a formular esta pregunta ante el bebé, en un parque, o en una tienda. Muchas veces me ha resultado una pregunta molesta: ¿quiere decir que según la respuesta, algo tiene que ser diferente? Si no es evidente la diferencia, ¿no es demasiado pronto para empezar a ‘distinguir’?

Ésta ha sido una de las cuestiones a las que he dado vueltas durante el verano. En Alemania, un cambio normativo permite que la madre y el padre no asignen inmediatamente sexo a su bebé recién nacido. En muchos casos, existen dudas, y la obligación de asignar un sexo a la persona recién nacida conlleva una serie de penalidades (desde trámites legales hasta complicadas operaciones) y genera sufrimiento a lo largo de toda la vida de un ser que no tiene la oportunidad de decidir por sí mismo.

Portada de la novela 'Donde nadie te encuentre' de Alicia Giménez Bartlett.

Portada de la novela ‘Donde nadie te encuentre’ de Alicia Giménez Bartlett.

La noticia me pilló acabando de leer la historia de Florencio Pla Meseguer, el guerrillero antifranquista conocido como ‘La Pastora’ en torno al cual gira la galardonada novela ‘Donde nadie te encuentre’, de Alicia Giménez-Bartlett. La novela no me gustó tanto como esperaba, pero los pasajes en los que la autora reconstruye la trayectoria de La Pastora resultan muy significativos para entender de qué problema estamos hablando. Cuando nace, ante la dificultad para identificar con claridad sus órganos sexuales, su familia decide inscribirla como mujer, para protegerla de la exposición al servicio militar. La asignación equivocada conlleva, en unos años de enormes sufrimientos y penurias, una vida de marginalidad, porque desde muy pequeña Teresa necesita aislarse de las burlas y críticas por su condición. Nunca se sintió mujer, y su diferencia sumió su vida en la marginalidad. Hasta que se enrola en el grupo de guerrilleros como un hombre más, y se acaban las burlas.

Hoy en día, cuando existen peticiones para que se permita legalmente elegir el sexo de los hijos, -por no hablar de libros, webs y gurús que garantizan a los padres el método para elegir-  nos encontramos en una nueva frontera, porque hay niñas y niños que tienen derecho a abrirse camino hacia el suyo propio, cuando las cosas no son automáticas ni evidentes. Y estas niñas o estos niños tienen, independientemente de su sexo, el mismo derecho a ser felices que los demás. 

 

Belén de la Banda es periodista y madre de familia numerosa. Trabaja en el equipo de comunicación de Intermón Oxfam