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Del Machu Picchu a Ibiza

Pedro Quispe dejó los 3.200 metros de altitud del Cuzco y se vino a vivir al nivel del mar. Su casa es el barco donde trabaja. Allí comparte camerino con tres personas más: el capitán, el cocinero y la camarera, todos españoles. Pedro, que es ingeniero eléctrico, se ocupa de todas las instalaciones eléctricas del barco, y echa una mano a sus compañeros cuando el barco es alquilado para navegar por las aguas del Mediterráneo.

Este peruano, de 35 años, es otro latinoamericano que este verano trabaja de cara al sol. Su trabajo parece divertido, pero en los meses estivales no hay horario ni días de descanso para él, ni para la tripulación. Van recibiendo a grupos de amigos y familias, uno tras otro, y es imposible bajarse del barco.

En el verano su casa-barco está en el Puerto de Ibiza, y cuando llega el invierno alterna entre los puertos de Alicante y Barcelona. La ciudad condal es el sitio donde más tiempo ha estado en tierra firme, porque allí vive su hermano menor y siempre que puede va a visitarlo. Él le consiguió el trabajo en el barco y le ayudó a emigrar de Perú, donde había tenido una mala racha con los negocios de karaoke que tenía.

Allí, en el Cuzco, a 3.200 metros de altura, dejó a sus dos hijos y espera ahorrar algo de dinero para regresar. Pedro apenas lleva un año en España y tiene contrato de trabajo para otro año más. Después, «ya veremos», como dice él, y como ocurre con todas las historias de inmigración que se escriben por partes.

La salsa versus el house en Ibiza

Cuando Sherlock decía su nombre en Ibiza, la gente le atribuía la nacionalidad inglesa, pero por su color de piel y su acento también pasaba por cubano o dominicano, pero la verdad es que Sherlock es ecuatoriano, guayaquileño para más señas, y su apellido no es Holmes (como el personaje de ficción) sino Barahona.

Lleva 7 años en España, 4 de ellos en Ibiza, en donde se lo conoce como uno de los promotores de los ritmos tropicales. Durante los meses de invierno se lo encuentra en la discoteca Keeper, que abre un espacio a la salsa cuando la isla se queda desierta y no hay turistas veraniegos.

El problema para Sherlock, y la salsa, llega con el verano. Los ritmos latinos son relegados y se impone en la isla esa movida electrónica que convierte a Ibiza en el centro de la juerga internacional.

Sherlock no sucumbe a esa corriente musical que vibra bajo las luces de neón de las macro discotecas. Él mantiene la salsa en su cuerpo los 365 días del año. Ahora mismo trabaja en una discoteca nueva, se llama Kronos y ha apostado por los ritmos tropicales. Sherlock es el relaciones públicas del lugar, y también es el profesor de salsa y bachata de la discoteca.

¿Y quién se apunta a las clases? «La mayoría son españoles, sólo tengo un par de ecuatorianos y un colombiano que viene de vez en cuando», me respondió Sherlock. Y eso fue lo que evidencié al asistir a una de sus clases. Las parejas son españolas y entre las mujeres hay muchas andaluzas que han inmigrado a Ibiza por trabajo.

Sherlock marca los pasos al vaivén de la música, nunca cuenta los pasos, y sus alumnos lo siguen hasta donde pueden, cuando no pueden, la salsa desaparece del salón y el maestro se ocupa de desatar los brazos y los pies que se enrollan, sobre todo, en las piruetas. Luego el ecuatoriano ordena repetir. ¿Desde dónde?, le preguntan. «Desde el génesis», responde él y la salsa vuelve al salón sin demora.