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A la caza del agujero negro en el corazón de la Vía Láctea

M. VillarPor Montserrat Villar (CSIC)*

Si pudiéramos reducir el tamaño de la Tierra al de un azucarillo, nuestro planeta se convertiría en un agujero negro. En teoría, lo mismo ocurriría con cualquier objeto siempre que contáramos con un sistema capaz de comprimirlo lo suficiente: una casa, una mesa, yo misma. Por debajo de un tamaño crítico el efecto de la gravedad será imparable: ninguna fuerza podrá impedir el colapso e inevitablemente se formará un agujero negro. Ese tamaño crítico viene determinado por el llamado ‘radio de Schwarschild’ y depende únicamente de la masa del objeto en cuestión. Es decir, conocida la masa, el radio de Schwarschild se deduce con facilidad. Para la Tierra es aproximadamente 1 centímetro, mientras que para el Sol son unos 3 kilómetros. Por tanto, si el Sol se redujera a una bola de unos 3 kilómetros de radio, nada impediría que se convirtiera en un agujero negro.

Agujero negro

Distorsión visual que observaríamos en las proximidades del agujero negro en el centro de la Vía Láctea debida a los efectos de la gravedad.

La existencia de un agujero negro en el centro de nuestra galaxia, la Vía Láctea, fue propuesta en 1971 a partir de evidencias indirectas. Las pruebas concluyentes empezaron a acumularse hacia 1995 y hoy su existencia está confirmada. ¿Cómo lo sabemos?

Para comprobarlo necesitamos determinar cuánta masa hay en el centro galáctico y el volumen que ocupa. Si es menor que el correspondiente al ‘radio de Schwarchild’, tendremos la prueba definitiva. Sin embargo, no podemos ver un agujero negro. En el interior de dicho radio (que coincide con el llamado horizonte de sucesos del agujero negro), la fuerza de la gravedad es tan intensa que nada, ni siquiera la luz, puede escapar. ¿Cómo medir la masa y el volumen de algo que no podemos ver?

Esto se ha logrado estudiando cómo se mueven las estrellas más cercanas a la localización de ese objeto invisible en el centro de nuestra galaxia, región llamada Sagitario A*. Puesto que la fuerza de la gravedad determina los movimientos de dichas estrellas, midiendo la velocidad, forma y tamaño de sus órbitas podremos inferir la masa responsable y determinar su tamaño máximo.

A mediados de la década de los 90 y durante casi veinte años se han rastreado los movimientos de unas treinta estrellas, las más próximas conocidas a Sagitario A*. Para estas observaciones astronómicas se utilizaron los mayores telescopios ópticos del mundo (telescopios VLT y Keck, en Chile y Hawai respectivamente). Así se obtuvo la visión más nítida conseguida hasta la fecha del centro de nuestra galaxia.

örbitas

Imagen generada por ordenador. Órbitas de las estrellas conocidas más próximas a Sagitario A* rastreadas a lo largo de veinte años (Keck/UCLA/A. Ghez).

La estrella más cercana a Sagitario A* tarda poco más de quince años en describir su órbita y se acerca a una distancia mínima equivalente a unas tres veces la distancia media entre el Sol y Plutón. Llega a alcanzar una velocidad de ¡18 millones de kilómetros por hora! Para explicar movimientos tan extremos se necesita una masa equivalente a cuatro millones de soles. El ‘radio de Schwarschild’ correspondiente a esta masa es de unos 13 millones de kilómetros. Medidas realizadas con técnicas diversas demuestran que ese objeto invisible ocupa un volumen con un radio de, como máximo, unos 45 millones de kilómetros; es decir, unas 3.5 veces el ‘radio de Schwarschild’. Aunque estrictamente no podemos afirmar que la masa central está contenida en un volumen inferior al de Schwarshchild, sabemos que se trata de un agujero negro. Pensemos que en un volumen menor que el que contiene al Sol y Mercurio, tendríamos que ‘empaquetar’ cuatro millones de soles. No hay explicación alternativa: nada que conozcamos puede tener una masa tan enorme y ocupar un volumen tan pequeño.

 

* Montserrat Villar es investigadora en el Centro de Astrobiología (INTA/CSIC) en el grupo de Astrofísica extragaláctica

Agujeros negros, ‘monstruos’ en el centro de cada galaxia

Por Mar Gulis

El físico norteamericano John A. Wheeler acuñó en 1967 el término ‘agujero negro’ para referirse a una de las consecuencias más extrañas de las teorías de Einstein: una región del espacio que se comporta como una puerta giratoria de un solo sentido. Cualquier objeto que entre por la puerta accede al interior del agujero, pero nada, ni siquiera la luz, puede salir. Con esta analogía explica José Luis Fernández Barbón, físico teórico del CSIC, qué son estas misteriosas regiones del espacio en su libro Los agujeros negros (CSIC-Catarata).

En efecto, estos exóticos objetos ejercen una gran fascinación sobre los físicos, que han encontrado en ellos auténticas piedras filosofales de los fundamentos de la física. Aunque tienen una larga historia como posibilidad teórica, fue en los años 70 y 80 cuando los agujeros negros empezaron a formar parte del pensamiento cotidiano de los astrofísicos. Más tarde los progresos en instrumentación astronómica permitieron asomarse al mismo centro de las grandes galaxias, como nuestra Vía Láctea, proporcionando pruebas de la existencia de agujeros negros gigantes con masas equivalentes a miles de millones de soles.

La Via Láctea vista desde el desierto de Atacama

La Via Láctea vista desde el desierto de Atacama. / Google imágenes.

Antes de seguir, aclaremos varios conceptos. Las galaxias están compuestas de estrellas, gas, polvo y materia oscura, y sus dimensiones son enormes, llegando a superar los 300.000 años luz de diámetro. La galaxia a la que pertenece el Sol, la Vía Láctea, tiene 100.000 millones de estrellas y en el universo hay miles de millones de este tipo de galaxias.

Los agujeros negros pueden formarse cuando una cantidad de materia equivalente a la masa del Sol queda concentrada en una región de unos pocos kilómetros. Esto puede suceder cuando una estrella masiva estalla como supernova. Si hay más materia, digamos un millón de soles, basta que esta se concentre en una región de unos pocos millones de kilómetros, y así sucesivamente. La superficie esférica del agujero negro se llama horizonte de sucesos. Cualquier objeto que la sobrepase es engullido y no podrá dar marcha atrás en su camino. Es el punto en el que la atracción gravitacional de un agujero negro es tan fuerte que nada puede escapar de él.

Aunque no se ven directamente, diversos candidatos a agujeros negros han sido descubiertos en el universo gracias a otros objetos visibles que giran en su órbita, como por ejemplo una estrella compañera. Sin embargo, los candidatos más espectaculares están en los confines del universo. Mirando muy muy lejos se ven las galaxias tal como eran cuando el universo era mucho más joven, hasta la décima parte de su edad actual. Estas galaxias, llamadas quásares, emiten casi toda su radiación desde el mismo centro, como volcanes en erupción. La única explicación aceptada de su funcionamiento es un agujero negro gigante que se alimenta violentamente, engullendo a borbotones y emitiendo ‘salpicaduras’ que vemos como la radiación del quásar. Pero si las galaxias tenían agujeros negros gigantes en su adolescencia, deben mantenerlos en su vejez, ocultos como dragones dormidos…

Chandra's image (left) has provided evidence for a new and unexpected way for stars to form. A combination of infrared and X-ray observations indicates that a surplus of massive stars has formed from a large disk of gas around Sagittarius A* (illustration on right). According to the standard model for star formation, gas clouds from which stars form should have been ripped apart by tidal forces from the supermassive black hole. Evidently, the gravity of a dense disk of gas around Sagittarius A* offsets the tidal forces and allows stars to form. The tug-of-war between the black hole's tidal forces and the gravity of the disk has also favored the formation of a much higher proportion of massive stars than normal.

Esta imagen tomada por el satélite Chandra muestra el centro de nuestra galaxia. La flecha señala la ubicación del agujero negro, conocido como Sagitario A*, o Sgr A* de modo abreviado. / NASA/CXC/MIT/F. K. Baganoff et al.

Justo en el centro de nuestra galaxia, a solo 27.000 años luz de nosotros, hay un anillo de gases que emite radiación mientras gira a grandísimas velocidades. Fue descubierto en 1974 por los estadounidenses Bruce Balick y Robert Brown, que lo denominaron Sagittarius A*. Con el tiempo se ha comprobado que las estrellas en su vecindad trazan órbitas rapidísimas. Para que se produzcan estos fenómenos es necesario que haya en el centro galáctico una gigantesca masa de tres o cuatro millones de soles, que, según muchos científicos, sólo puede ser un agujero negro.

La hipótesis de que todas las grandes galaxias tienen un agujero negro gigante en el centro, testigo mudo de su pasado quásar, ha dejado hace tiempo de ser un ámbito limitado a los ‘pioneros’ de los años 60, como el ruso Yakov Zeldovich, el norteamericano Edwin Salpeter, o los británicos Donald Lynden-Bell y Martin Rees. Hoy, el papel de estos ‘monstruos en la vida de las galaxias es una de las áreas de trabajo esenciales en la astrofísica contemporánea.

Nuestro ‘dragón’ particular en el centro de la Vía Láctea pesa lo equivalente a cuatro millones de soles. Sin embargo, su tamaño sería relativamente pequeño en el club de los monstruos. Se estima que muchos quásares tienen agujeros negros con masas de miles de millones de soles. Incluso las estimaciones realizadas para la zona central de la galaxia Andrómeda revelan que su agujero negro podría ser unas 100 veces mayor que el nuestro. Dado que ambas galaxias están en rumbo de colisión parece claro quién llevará la voz cantante en el baile cósmico que tendrá lugar en unos 4.000 millones de años.

¿Qué pasará si el universo no frena su expansión?

AutorPor José Luis Fernández Barbón (CSIC)*

El universo se expande, sí, pero ahora sabemos que lo hace de forma acelerada. Todas las galaxias lejanas se escapan de nosotros más rápido que las cercanas, pero además lo hacen hoy más deprisa que ayer. Esto significa que, de seguir así, todas ellas acabarán por aproximarse a la velocidad de la luz, y también que hay galaxias en el universo cuya luz nunca llegará hasta nosotros. Aunque esperemos una eternidad, la fabricación constante de espacio entre medias impide que los fotones puedan completar el viaje.

Universo lejano

Campo ultraprofundo del Telescopio Hubble. La imagen recoge una colección de galaxias de las más distantes que se han logrado observar. / NASA,
ESA, S. Beckwith (STScI) y HUDF Team

Todas las consideraciones nos dicen que, en un espacio-tiempo en expansión acelerada como el que parece corresponder a nuestro universo, debe existir un horizonte de sucesos cosmológico. Desde nuestro punto de vista, ese horizonte se ve como una gigantesca esfera negra con un tamaño de unas 20.000 veces la distancia que nos separa de la galaxia de Andrómeda. Lo que sucede más allá de este horizonte siempre estará fuera del alcance de nuestros instrumentos.

Bajo la hipótesis de que la expansión acelerada se mantenga eternamente, acabaremos por tener a todas las galaxias lejanas congeladas sobre nuestro horizonte cosmológico, cada vez más tenues, hasta que los fotones de su luz sean tan débiles que no los podamos detectar. En este caso, la astronomía será poco interesante para nuestros descendientes.

Para ellos, después de fusionarse con Andrómeda, la Vía Láctea parecerá una isla solitaria en el centro de un universo vacío. Resultaría irónico que una visión ‘galactocéntrica’ acabara por imponerse miles de millones de años después de que el geocentrismo griego hubiera sido relegado por la historia. Si así fuera, vivimos en una época privilegiada, una época en la que todavía podemos echar la vista atrás y divisar las reliquias del Big Bang.

 

* José Luis Fernández Barbón es investigador del CSIC en el Instituto de Física Teórica (CSIC-UAM) y autor del libro Los agujeros negros (CSIC-Catarata).