Huérfanas de una historia que ha borrado los logros de nuestras antepasadas

Claudia Casanova (Barcelona, 1974) es autora de la reciente Historia de una flor (Ediciones B), novela inspirada en la primera botánica española Blanca Catalán de Ocón. En el siguiente artículo, la novelista y editora de Ático de Libros hace un llamamiento para recuperar la memoria de las grandes mujeres de la historia.

Como sabrán los lectores de mis anteriores novelas, suelo mezclar los personajes históricos y sus circunstancias reales con historias inventadas, que podrían ser verdad o no. Me acojo siempre al privilegio que una vez enunció el sabio historiador Jacques Le Goff: «La historia tolera múltiples verdades». Confieso que la lectura de Alejandro Dumas, el mago que convertía la historia de Francia en su particular terreno literario, ejerció mucha influencia en mí. Lo digo como preámbulo a una reflexión sobre la historia de las mujeres, un espacio que creía conocer muy bien, desde la lectura de la obra imprescindible de Georges Duby, Historia de las mujeres, que ahora acaba de reeditarse. En Historia de una flor, quise contar algo muy sencillo: la historia de una muchacha y su pasión por la botánica, y cómo a pesar de los impedimentos de la época que le ha tocado vivir, las postrimerías del siglo XIX, logra conseguirlo. La novela está inspirada en algunos elementos de la vida de Blanca Catalán de Ocón, botánica que vivió en Teruel en el siglo XIX, y especialmente en sus descubrimientos sobre botánica. Me fascinó, leyendo los diarios de viaje del botánico alemán Heinrich Moritz Willkomm, que una mujer en el siglo XIX se hubiera ganado una mención de honor en la historia de la botánica, descubriendo la flor Saxífraga blanca, que de hecho está bautizada en su honor: blanca por Blanca. También he querido contar más historias de amor en esa misma novela: el amor de una madre por sus hijas, el afecto de una familia y el romance de la joven y un científico alemán. Buena parte de eso es ficción, porque yo no escribo biografías: las leo, las disfruto, pero el gran privilegio de las novelas es que son ficción, y nos permite a los escritores crear y recrear mundos a voluntad. No hay libertad mayor que esa.

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Pero volvamos al tema que motiva este artículo: cuando un escritor se sumerge en el pasado, los personajes que van desfilando por sus manos a través de la documentación suelen recaer en varias categorías: son los monarcas o gobernantes más conocidos, los aristócratas, la jerarquía eclesiástica, los grandes conquistadores o navegantes, los líderes espirituales y demás notables; luego está la masa de nombres menos conocidos que sin embargo quedan, por fortuna, registrados en las crónicas. Por supuesto que, entre los personajes menos conocidos que salen a la luz durante el proceso de documentación, una porción ínfima son mujeres. Indefectiblemente, o al menos esa ha sido mi experiencia, la historia desconocida que aflora cuando aguzamos la vista y miramos al pasado de esas mujeres es deslumbrante. Me había pasado ya con las trovadoras del siglo XII, o con las hijas de Leonor de Aquitania, mucho más desconocidas que su famosa madre pero que fueron mecenas y protectoras de grandes poetas; y me sucedió también mientras me documentaba sobre esta novela. ¿Cómo es posible que conozcamos al dedillo nombres de segunda, tercera y cuarta fila en no importa qué disciplina, y sin embargo se ignore casi con terquedad los nombres de mujeres cuyas aportaciones a la historia han sido importantísimas? Algunas aparecen citadas al inicio de mi novela, porque quería rendirles homenaje, pero sus nombres llenarían páginas y páginas de los libros no escritos de la historia de la ciencia: si todos sabemos quiénes fueron Descartes, Rousseau o Newton, ¿por qué no conocemos a Mary Anning, paleontóloga y descubridora de importantes fósiles en el siglo  XVIII? ¿O a la naturalista Maria Sibylla Merian, cuyos exquisitos dibujos de la flora y la fauna en Surinam siguen cautivándonos, y que contrajo la malaria durante sus viajes y siguió trabajando denodadamente a pesar de ello, hasta la muerte? ¿O a Émilie de Châtelet, física, matemática y filósofa que tradujo al francés a Isaac Newton en el siglo XVIII? ¿O en nuestro país, a la médica y genetista Jimena Fernández de la Vega, una de las primeras mujeres en estudiar en una universidad gallega? Ángeles Caso y Clara Janés, por citar solamente dos autoras, han llevado a cabo una notable labor de recopilación de la obra de pintoras y escritoras respectivamente, que permite visibilizar figuras que de otro modo quedan dispersadas entre siglos. Son solo dos ejemplos, y hay muchos más; pero debería haber miles. Pensaba en eso a raíz de descubrir a Blanca Catalán de Ocón, que tuvo el gran mérito de convertirse en botánica sin más ayuda que su afán, el apoyo de su madre y un entorno que comprendió y alentó sus inclinaciones científicas. Que no es poco. ¿Podemos decir lo mismo de nuestro tiempo, cuando las vocaciones científicas de las mujeres están en mínimos preocupantes? Cuando no hay pioneras en las que mirarse, no es de extrañar que las mujeres nos sintamos huérfanas de una historia que ha borrado los logros de nuestras antepasadas. No lo digo como recriminación: es una constatación, y requiere poner manos a la obra para remediarlo.

De hecho, si imaginamos una línea que uniera a una de las primeras filósofas como Hipatia de Alejandría; a Trótula di Ruggero, profesora en la escuela de medicina de Salerno; a Margaret Cavendish, aristócrata y científica del siglo XVII (que por supuesto, jamás fue admitida en la Royal Society); la astrónoma alemana Maria Winkelmann, la matemática Maria Gaetana Agnesi o la inglesa Ada Lovelace, por mencionar solo un puñado, probablemente lograríamos trazar un hilo invisible que contaría una historia de la ciencia y del conocimiento tal vez no distinta, pero sí más rica, porque contendría la aportación de todas las mujeres que, por mor de su sexo, han permanecido ocultas u olvidadas en las crónicas oficiales. Quiero saber más sobre las mujeres que trabajaban en la industria del cine a principios del siglo XX; quiero saber más sobre las vikingas que luchaban como un guerrero más; quiero conocer el nombre y las obras de la escriba con los dientes manchados de lapislázuli en el siglo XII. ¿Vosotros no?

Para comprender el pasado es necesario y deseable conocerlo desde todos los ángulos posibles, y es dudosa la historia que solo se escribe con una voz. Propongámonos contar mejor la historia, no reescribirla; hacerla más rica y dotarla de más miradas. Tal vez sea una tarea titánica, pero las mujeres estamos hechas al trabajo. Descubramos otra historia, otra ciencia y otra cultura: al fin y al cabo, es la nuestra y será la de todos.

*Las negritas son del bloguero, no de la autora del texto.

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