Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Libertad para mis vecinos de la Fox

Para mí el escenario de toda esta historia fue el Beach Hotel. Un edificio de tres plantas, pintado de color rosa y situado frente al mar, que nació con la intención de alojar a los turistas que vinieran a disfrutar de unas vacaciones en la playa, pero que, por el conflicto armado, no ha visto más que habitaciones vacías, mesas sin comensales, y una lenta pero irrefrenable decrepitud.

En su terraza coincidía con Steve Centanni y Olaf Wiig cuando éramos de los pocos periodistas occidentales que quedábamos en Gaza, ya que el resto había partido hacia el norte de Israel para seguir de cerca la guerra en el Líbano.

El mismo lugar donde cenó por primera vez Anita McNaught, la mujer de Olaf Wiig, cuando llegó a Gaza decidida a quedarse hasta que fuera liberado su marido.

O donde pasaba las horas muertas, oscilando entre la angustia y la esperanza, mientras escuchaba las noticias que venían a traerle desde periodistas locales hasta altos jefes policiales o miembros de la Autoridad Palestina.

Y es allí mismo donde hoy ha tenido lugar la rueda de prensa en la que Steve Centanni y Olaf Wiig agradecieron el esfuerzo que se había hecho por los liberarlos, minutos antes de coger el coche y partir, como es lógico tras 13 días de reclusión, a tierras más seguras y confortables.

Una rueda de prensa breve, emotiva, que comenzó con un aplauso de los periodistas palestinos a sus colegas de la Fox. Y en la que me llamó la atención un detalle: el micrófono de Al Manar, la cadena de televisión de Hezbolá, presente en el atrio.

En su discurso, Steve Centanni afirmó que la gente de Gaza es «maravillosa», y que espera que su secuestro no desaliente a otros periodistas extranjeros a venir aquí, pues los palestinos necesitan que su situación sea conocida en el resto del mundo.

* * *

¿Qué se comenta en la calle? Principalmente, que Hamás respira aliviado, que el final del secuestro de los periodistas implica otro obstáculo superado en su deseo de poder cumplir con el mandato de las urnas y comenzar a gobernar sin más zancadillas, seguramente a través de un gobierno de coalición que le permita dejar atrás los enfrentamientos con Fatah y tratar así de convencer a Estados Unidos y la Unión Europa de que levanten el embargo.

Hay gente que afirma que Las Brigadas de la Sagrada Yihad (organización de la que nada se sabía y de la que seguramente nunca más volveremos a escuchar) no es más que la fachada de un grupo de delincuentes comunes.

Pero algunas personas con las que he conversado sostienen otra teoría, mucho más aventurada y difícil de probar. Creen que detrás de todo esto se encuentra Israel, que actúo a traves de colaboradores en Gaza. Y que por eso se difundió un vídeo estilo Al Qaeda, y se obligó a los dos hombres a «convertirse» al Islam. Según me explican, el objetivo es mostrar una imagen de los palestinos ligada a la concepción habitual del terrorismo, que permita legitimar así futuras acciones del Ejército israelí frente a la opinión pública mundial.

«Es ridículo que alguien te pueda convertir al Islam por la fuerza. Ser musulmán es algo que se lleva dentro, una convicción personal», me comenta Hossam. «Y en Palestina no hay lugar para organizaciones como Al Qaeda. Nosotros luchamos contra la ocupación, por nuestra libertad, y condenamos los atentados en Estados Unidos y Europa».

Por parte del equipo de la Fox, la alegría parecía insuperable, ya que la oficina en Estados Unidos llevaba meses presionando para que se cerrara la delegación en Gaza, y había sido una decisión personal del director de la cadena en Jerusalén, Eli Fastman, dejarla abierta.

* * *

Una última observación al margen, que de ninguna manera intenta opacar la importancia de la liberación de los periodistas de la Fox.

En la primera hora de la rueda de prensa, mientras pasaban políticos y miembros de las fuerzas de seguridad para explicar, sin dar datos concretos ni esclarecedores, cómo se había conseguido terminar con el secuestro, justo frente al hotel, como ha sucedido en días anteriores, una patrullera israelí abría fuego contra pescadores palestinos que, desesperados, tras cincuenta días de embargo, se hacen a la mar empujados por el hambre y la falta de recursos.

Si bien un par de camarógrafos se acercaron a las ventanas para captar imágenes de la agresión de la patrullera, la gran mayoría permaneció indiferente.

Esto me hizo reflexionar en primer lugar sobre cómo los periodistas tendemos en general a cubrir la información de forma uniforme, casi sin fisuras o excepciones, dejando poco lugar para hechos que se salen de la agenda establecida.

Después, sobre el distinto valor que damos al sufrimiento de unos y otros, dependiendo del lugar donde hayan nacido o de su condición social. Casi nada se ha escrito de los barcos hundidos en los últimos días, o de los pescadores heridos bajo fuego israelí, cuando lo único que intentan es trabajar.

A todas luces, esto es un error. Si no escuchamos a los que sufren la guerra, el hambre, la marginación, muy difícil nos va a resultar conseguir el estímulo para luchar de forma decidida contra estos problemas. Y el conflicto armado del Líbano podría ser un buen ejemplo. El espacio que se ha dado en las últimos días a retratar el padecer de la población civil es apenas ínfimo en comparación con la avalancha de declaraciones oficiales de presidentes, ministros, y diplomáticos, tantas veces insustanciales y predecibles.

Curiosamente, fue sobre lo que habló Anita McNaught: «Nosotros estamos muy felices en este momento. Pero aquí en Gaza hay gente que está padeciendo enormes sufrimientos. No debemos olvidarnos de ellos».

De más está decir que, cuando terminó la rueda de prensa, todos los periodistas salieron corriendo detrás del coche de la Fox, y luego se fueron a sus oficinas a mandar la información mientras los pescadores continuaban su ignorada lucha en el mar.

¿Quién tiene a mis vecinos de la Fox?

Tras el comienzo de la guerra en el Líbano, apenas cinco o seis periodistas occidentales nos quedamos de forma permanente en Gaza, por lo que me los solía encontrar en todas partes.

Si iba a un funeral o una marcha de protesta, allí estaban ellos, con su espectacular camioneta 4×4 negra, cámara y micrófono en mano, siguiendo las últimas noticias. Steve Centanni, de mediana edad, no muy grande de estatura, narrando la información con aspecto serio, y Olaf Wiig, delgado, alto, de cabello rubio, con un cierto aire de estar en perpetuas vacaciones ya que tenía la costumbre de llevar bermudas.

Al principio pensaba que eran de Channel Four, pues la camioneta tiene matrícula inglesa y a los corresponsales de la BBC los conozco. Hasta que un día me acerqué y vi en el parabrisas un cartel de la Fox. No voy a negar que me sorprendió que un medio estadounidense tan conservador, famoso por su defensa enfática y altisonante de las políticas de la administración Bush, tuviera a dos hombres aquí de forma permanente (el anterior equipo se había ido unos diez días antes).

Donde coincidíamos de forma regular era en la terraza del Beach Hotel, a donde yo solía ir por las noches a cenar o a fumar narguile, pues está situado a dos manzanas del piso en el que vivo en Gaza, y en el que ellos estaban hospedados.

Intercambiábamos saludos de cortesía. Parecían amables. Al salir de regreso a casa, muchas veces me los encontraba en la calle Al Mina. La camioneta aparcada sobre la acera, el reflector de la cámara encendido y Steve Centanni que entraba en directo para dar las noticias. Debo confesar que me detenía a observarlos, fascinado por los modernos equipos que tenían.

El 14 de agosto fueron secuestrados. Como a casi todo el mundo aquí, la noticia no me inquietó demasiado, pues en numerosas ocasiones reporteros extranjeros fueron privados de su libertad durante algunas horas o días por grupos armados que exigían trabajos o compensaciones económicas a la Autoridad Palestina.

Hasta Anita McNaught, la mujer de Olaf Wiig, que llegó esa misma noche, parecía distendida mientras cenaba junto al director de la Fox en Jerusalén, Eli Fastman, y a la reportera estrella de la cadena en Oriente Próximo, Jennifer Griffen, en la terraza del Beach Hotel. Anita McNaught es periodista independiente y suele colaborar con la BBC, por lo que había estado hace poco tiempo en el Líbano.

De todos modos, tomé la decisión de cambiar de hábitos. Dejé de recorrer la oscura calle Al Mina para cenar fuera. Y empecé a hacer la compra en el mercado y a comer en casa. Mirando hacia atrás en el tiempo, recordé algo que me alarmó: dos días antes del secuestro, un miliciano al que desconocíamos se acercó para preguntar a Kayed si yo era “americano”. Supongo que fue una coincidencia, pero me dejó bastante intranquilo.

Cuando nadie salió a atribuirse el secuestro, comenzó a circular el rumor por Gaza de que Steve Centanni y Olaf Wiig estaban siendo utilizados como escudos humanos para evitar que el Ejército israelí bombardeara las casas de dirigentes de facciones armadas.

A lo largo de los días, la incertidumbre y la perplejidad generalizada iban en aumento. Y el rostro Anita McNaught, que ha dicho que se va a quedar hasta que liberen a su marido, mostraba una creciente desazón.

Hoy ha salido un vídeo en el que se ve a los hombres. Sus captores, miembros de la organización Las Brigadas de la Sagrada Yihad, de la que aquí nadie había escuchado hablar, exigen en 72 horas la liberación de los musulmanes que están en cárceles de Estados Unidos.

A todas luces, una noticia funesta para la integridad de estos hombres que, como yo y tantos otros, estaban haciendo su trabajo, a pie de calle, junto a la gente.

Y también para los habitantes de Gaza. Si grupos de esta clase, inspirados en organizaciones tan brutales y despreciables como Al Qaeda, que siguen a líderes mesiánicos y delirantes, que ni siquiera tienen piedad con su propia gente, comienzan a proliferar en esta parte del mundo, más excusas tendrá el Ejército israelí para retomar y endurecer su campaña de castigo colectivo, y la causa palestina perderá legitimidad ante los ojos de millones de personas. Una causa que debe buscar la victoria en el campo moral, y no a través de actos violentos, pues la razón última está de su parte.

Los nuevos rumores que recorren Gaza dicen que los periodistas serán liberados. Pero lo absurdo de la demanda me hace pensar lo contrario. Ojalá no sea así.

El bloqueo de Gaza: pescadores sin mar

Según la Cuarta Convención de Ginebra, que fue firmada en 1949 y que trata sobre los derechos de los civiles en tiempos de guerra, el Estado de Israel, como fuerza de ocupación en los territorios palestinos, tiene la obligación de velar por el bienestar de la población.

El artículo 39, sobre los Medios de Subsitencia, establece que si la fuerza ocupante «somete a una persona protegida a medidas de control que le impidan ganarse la subsistencia, dicha Parte en conflicto satisfará sus necesidades y las de las personas a su cargo».

Hasta el momento, Israel no ha asumido esta responsabilidad, dejándola en manos de la comunidad internacional y de la Autoridad Palestina (AP).

Y todos sus esfuerzos parecen ir en la dirección contraria al no permitir la salida de los productos locales a los mercados externos, al prohibir a los pescadores de hacerse a la mar, y al destruir miles de cultivos, invernaderos y granjas desde que el dìa 28 de junio comenzara la operación militar conocida como Lluvia de verano.

Como consecuencia, el 79% de los hogares de la franja de Gaza vive por debajo de la línea de la pobreza.

* * *

Cada vez que tomamos la carretera del mar, Kayed se detiene frente a un pequeño local en cuya puerta hay pintado un pescado.

Hasta ahora, el dueño del restaurante ha respondido con un gesto negativo a la pregunta implícita que mi amigo le formulaba sin necesidad de palabras, apenas con un gesto, con una mirada. Pero hoy, sonriente, nos ha dicho que sí, que tiene pescado fresco, por lo que hemos aparcado inmediatamente el coche y nos hemos dirigido hacia allí. Desde que llegué a Gaza llevo escuchando a Kayed alabar una y otra vez sus productos de mar, lamentándose de que Israel no deje salir a faenar a los pescadores.

La dieta de los palestinos ha variado radicalmente desde que comenzó el embargo hace seis semanas. Buena parte de sus productos esenciales no pueden entrar debido a que Israel controla el único puesto de acceso de mercancías a la franja. Los que lo hacen han incrementado exponencialmente su valor. Según Naciones Unidas, el azúcar ha aumentado un 33%, y la harina un 15%.

Pero a quienes la política israelí de castigo colectivo ha golpeado más duramente es a los pescadores. Si bien los colonos se retiraron de la Franja de Gaza hace un año, lo cierto es que Israel sigue teniendo el poder tanto sobre las fronteras, como sobre el espacio aéreo y marítimo, por lo que se considera que la ocupación continúa.

Samir Al Hassami, el dueño de la pescadería, recuerda tiempos mejores, cuando las neveras de su negocio estaban llenas de frutos del Mediterráneo. Ahora, apenas tiene dos cajas de unos lánguidos y espinosos sargos. Pescado importado de Israel al que intenta proteger del calor, que no baja de los cuarenta grados durante el día, con cubitos de hielo pues no hay electricidad.

– Nos mandan lo que les sobra, lo que ellos no comen, y encima nos lo cobran a 40 shekels el kilo, cuando aquí conseguías un pescado de calidad superior por 30 shekels – , me explica -. Como controlan nuestras fronteras, sólo nos permiten comprarles sus productos. Hacen negocios con nuestra desgracia.

Kayed no mentía, el pescado es extraordinario. Lo asan sobre una parrilla situada en la puerta del local. Después lo sirven en hojas de periódico, cargado de especias y limón, junto a una abundante ración de salsa picante, humus y pan.

Antes de que Israel tomara la decisión de no dejar salir más a los pescadores palestinos, Samir vendía entre 60 y 70 kilos de pescado asado cada jornada. Y la lonja de Gaza distribuía las treinta toneladas que a diario traían las embarcaciones locales desde el Mediterráneo.

* * *

En el puerto converso con Rajab al Hesi, una suerte de patriarca de los pescadores, que tiene 17 hijos. Lo encuentro entre las barcas que están fuera del agua.

– Tengo 83 años y llevo más de 70 pescando en Gaza – me dice de forma pausada, demorándose al final de cada frase -. Y resulta que no puedo hacerlo más, que me tengo que quedar aquí todo el día, porque si salgo con el barco los judíos me disparan. Estamos en la mejor temporada para la sardina, que es el trigo de Gaza, y aquí nos ves, sentados en la arena.

Rajab pertenece a una estirpe de pescadores que trabaja en la región desde hace décadas. Antes de la creación del estado de Israel, recuerda que podían pescar tanto por el norte como por el sur, desde el Lïbano hasta Egipto. Ahora apenas tienen los 40 kilómetros de la costa de la franja. Lo que resulta insuficiente para las 3.500 familias que viven del mar en Gaza.

– Tenemos más pescadores que Israel y el Líbano juntas. Sin embargo, nos dejan este pequeño trozo de mar que ni siquiera podemos usar. Para peor, se aprovechan y sólo nos venden su gasolina, que cuesta seis shekels el litro, cuando si la traemos nosotros mismo de Egipto nos cuesta apenas un shekel. ¿Cómo quieren que podamos vivir? – me dice y coge una radio que tiene a su lado -. Ni siquiera puedo comprar pilas para poder escucharla.

* * *

Por las calles del puerto coincido con otro Mohamed al Hesi, ya que los al Hesi son una de las familias más ligadas a la pesca en Gaza. Sobrino de Rajab, de 44 años, preside la asociación local de pescadores.

Recorremos el embarcadero. Allí me muestra una serie de barcos a los que las patrulleras israelíes han disparado en el mar alegando que son utilizados para traficar armas desde Egipto.

– El acuerdo de Olso establecía nueve millas marinas para los barcos palestinos. Sin embargo, nunca nos han dejado pasar de las seis millas, lo que es muy malo para nosotros pues nos obliga a tirar las redes en la zona en que crecen los pescados más jóvenes.

La mayoría de los pescadores viven gracias a las ayudas alimentarias que reciben de organizaciones no gubernamentales. Sin embargo, desde la llegada de Hamás al poder y el bloqueo de fondos a la AP, esta ha decrecido notablemente.

– Estamos en una situación desesperada. Como tú has visto no hay mucho en la franja de Gaza, algunas fábricas, algunos cultivos, y nada más. La pesca es vital para nuestra economía, para nuestra alimentación – me dice -. No sólo nos han cortado la ayuda que recibíamos. Además, llevamos seis semanas sin hacernos a la mar.

El sol comienza a colarse por las espaldas del horizonte. Camino entre pescadores que arreglan sus redes, que juegan a las cartas, que yacen tumbados a los pies de sus embarcaciones. Habitualmente, las aguas de los puertos están sumamente contaminadas, pues, al encontrarse limitadas, aisladas del constante movimiento del resto del mar, tienen pocas oportunidades de renovarse. Por otra parte, los barcos suelen verter grandes cantidades de aceite y combustible cuando limpian sus motores. Poco tardo en describir que el puerto de Gaza no es una excepción.

A pesar de todo, cuando me acerco a la orilla veo a numerosos hombres inmersos en el agua, que caminan lentamente moviendo sus redes en busca de peces. Muchos son vecinos de la zona, que se han acercado empujados por el hambre, para ver si consiguen algo de comer. Otros son pescadores.

Un joven pasa a mi lado con varios pescados en la mano. Le pido que me los muestre. Son mujoles. Una especie que se alimenta los desperdicios que se acumulan en el lecho de los puertos.

Mensaje de la aviación israelí: «Disculpe señor, nos equivocamos de casa»

Naim Abu Ful, uno de los principales líderes de los Comités Populares de la Resistencia (CPR), recibió una llamada a las doce de la noche. Al ver se que trataba de un número que desconocía, le pasó el móvil a su hermano, el doctor Adla Ful.

“Marhabá”, dijo este con cautela. “Está recibiendo un mensaje del Ejército de Defensa Israelí”, le anunció en árabe una voz ronca y profunda. “Su casa será bombardeada en veinte minutos, usted y todos sus ocupantes deben abandonarla inmediatamente”.

Como Naim Abu Ful es uno de los hombres más buscados por Israel, ya que los CPR participaron en el secuestro del soldado Gilad Shalit, cogió a su familia y partió en busca de un sitio seguro.

Afortunadamente, la noticia fue pasando de puerta en puerta, y los vecinos de la zona hicieron lo mismo. Aunque la vivienda de Jamil Habibi, un hombre de 62 años y antiguo empleado de Naciones Unidas, no es de las más próximas, ordenó también a su mujer, a sus hijos y sus nietos que salieran.

Desde el descampado en el que se habían congregado, Habibi observó atónito como un primer misil hacía saltar por los aires el techo de su casa. Y como un segundo proyectil la partía en dos esparciendo fragmentos de ladrillos, ventanas y muebles, unos doscientos metros a la redonda.

Hasta el momento, el Ejército israelí ha destruido 17 casas pertenecientes a líderes de Hamás, la Yihad Islámica y los CPR. Al principio, sin realizar llamada telefónica alguna, lo que terminó con familias completas, como la de Nabil Abu Salmiya, que murió bajo los escombros el 12 de julio junto a su mujer y siete de sus hijos.

Pero el caso que más comentarios ha generado en Gaza es el de Jamil Habibi. Ya varios amigos me han hablado de este pobre hombre. Lo han hecho con pena, pero también sin poder evitar una sonrisa, pues todo se debió a un error.

– Claro que aquí vivía Naim Abu Ful, pero no ahora, sino hace seis meses. Ahora esta casa es mía, yo se la compré con los ahorros de toda mi vida – me dice Habibi con resignación mientras uno de sus nietos me muestra la cabeza de los misiles lanzandos por aviones F16.

A finales del 2005, Jamil Habibi se jubiló de su trabajo como guardia en una escuela de Naciones Unidas. Por haber estado empleado durante décadas en esta organización, recibió una buena indemnización. Con ese dinero, más lo que pudo pedir prestado, adquirió la casa de Naim Abu Ful sin siquiera imaginar que los israelíes sumarían a su campaña de castigo colectivo el hábito de derribar viviendas.

Padre de seis hijos, pasó la mayor parte de su vida en un bajo pequeño y oscuro del campo de refugiados de Yabalia. Mudarse a una vivienda de 300 metros cuadrados, con un enorme jardín, significaba un sueño hecho realidad tanto para él como para toda su familia.

Ahora vuelven a vivir en un lugar breve y lóbrego. La única estancia que se salvó del ataque. Una habitación situada junto a la calle que utilizaban para guardar cosas.

De entre las ruinas, el hijo mayor de la familia, Yahia Jamil Habibi, de 27 años, y padre de cuatro niños que también residen allí, rescata algunos objetos. Unas cortinas recién estrenadas que aún no han pagado. Unos portarretratos con fotos de cuando eran jóvenes.

Después, desde una ventana, me señala la casa de Naim Abu Ful, la que sí tendría que haber sido bombardeada.

Mientras la observa, pensativo, Yahia Jamil Habibi me comenta: “Al menos podrían coger ahora el teléfono para decirle a mi padre: Disculpe señor, nos hemos equivocado de casa”.

Atrapados en Gaza

La avenida Saladino, que habitualmente suele tener poco tráfico, hoy está plagada de vehículos que avanzan rápidamente hacia el sur, eludiendo los baches, los montículos de tierra colocados por los milicianos para detener a los tanques, los carros tirados por burros, los puentes destruidos por la aviación israelí.

Taxis, coches particulares, camionetas, con el techo y el maletero atiborrados de valijas, de cajas, de bolsas de plásticos, con personas que se asoman por las ventanas, sintiendo el roce del viento en la cara, soñando con la libertad que hace tiempo perdieron y que hoy esperan recuperar.

La carrera termina en Rafah, localidad del sur de Gaza, cuando el número de vehículos es tal que resulta imposible seguir adelante, y uno tras otro se van deteniendo a lo largo de la carretera. Entonces la gente se baja, coge las maletas y camina rumbo al puesto fronterizo.

A esta distancia, bajo el sol, se percibe un ambiente optimista. Niños que alquilan carros para llevar el equipaje, que venden zumos, policías de la Autoridad Nacional Palestina que hacen gestos con sus porras para tratar de encauzar el torrente humano que a cada paso se va haciendo más compacto y multitudinario.

El entusiasmo inicial se tambalea al divisar el caos que impera alrededor de la primera valla que los palestinos tienen que superar para cruzar el paso de Rafah, que comunica a Gaza con Egipto, y empiezan a emerger a la superficie, los miedos, las dudas, las vacilaciones que hasta ahora nadie se animaba a mencionar abiertamente.

Al día siguiente del secuestro del soldado Gilad Shalit, capturado el día 25 de junio, Israel decidió cerrar la franja de Gaza, dando así comienzo a la operación de castigo colectivo bautizada como Lluvia de verano, que implica la destrucción tanto de las infraestructuras palestinas – puentes, centrales eléctricas, edificios gubernamentales -, como viviendas particulares, campos de cultivos, invernaderos. Además del bombardeo constante de diversos barrios, incursiones militares con tanques, la distribución de propaganda amenazadora, y la restricción casi total del ingreso de mercaderías de primera necesidad: medicamentos, gasolina, alimentos.

Como consecuencia del cierre de la frontera sur, que es la única por la que podían salir y entrar los palestinos, más de 15 mil personas se encontraron atrapadas. Muchas han venido para visitar a parientes y amigos, y llevan semanas esperando que las dejen salir, que les permitan regresar a sus trabajos, a la universidad. En las listas de esperas se encuentran también cientos de pacientes necesitados de tratamiento médico urgente en el extranjero, a los que, por razones de seguridad, no se les permite entrar a Israel.

Tras varios días de rumores, finalmente hoy, a las tres de la mañana, se anunció que el paso de Rafah iba a estar abierto. Por esta razón, todos los que estaban esperando hicieron las maletas y partieron raudamente.

Las primeras que logran pasar la verja hasta la zona controlada por la Unión Europea son las ambulancias del hospital Al Shifa. Bajo el inclemente calor del desierto converso con quienes están en su interior, como Amina Arafat, que acompaña a su hijo Ramzi, de 23 años, que requiere una intervención quirúrgica por una herida de bala que recibió en la pierna.

En otra ambulancia está Rajdi Azur, de 70 años. Tiene cáncer en el estómago. Deben operarlo de urgencia. Le han dado 36 unidades de sangre, me dice su mujer. Tenía turno para entrar al quirófano hace una semana.

En la misma camioneta viaja un joven de 17 años, Mohamed Huwar, al que un misil hirió en la incursión israelí en el campo de refugiados de Al Maghazi. “La metralla me alcanzó en el brazo, en la pierna y en los genitales. Los médicos me dijeron que si no me operan pronto me tendrán que amputar el brazo. Pero creo que hoy podremos cruzar y que todo saldrá bien”, me comenta sonriente, esperanzado.

A las doce del mediodía veo que los oficiales palestinos hablan agitadamente con los de la Unión Europea. Minutos después comienza a correr la noticia: el paso se ha cerrado. Una mujer tunecina llora, pide por favor a un observador francés que la deje pasar, que está enferma. Él le dice que verá qué puede hacer.

El corredor que separa a Gaza de Egipto, conocido como Filadelfia, es administrado por Naciones Unidas. María Tellería, responsable de prensa del puesto, me comenta: «Acaban de llamar del ejército de Israel. Estamos cerrados. Dicen que hay una amenaza de atentado suicidad. Quizás mañana nos den luz verde para volver a abrir».

– Sólo he visto a mujeres, niños y personas enfermas en el paso fronterizo – le digo -. ¿La Unión Europea no presiona de alguna manera?

– Sí, desde Bruselas se está haciendo todo lo posible para que la gente pueda salir. Personalmente, Javier Solana se está ocupando de ello.

Del lado palestino, entre la primera y la segunda valla, la noticia no ha llegado. Los viajeros se pelean por subir a los autobuses que aún creen que los van a transportar hasta la frontera con Egipto.

Cargan sus maletas como pueden. Muchos de ellos han venido numerosas veces a Rafah por los rumores que han estado circulando durante los últimas semanas.

Cada persona tiene una historia desgarradora, cargada de rabia e impotencia. Hombres que han sido despedidos del trabajo por no regresar a tiempo. Jóvenes que no han podido asistir a los exámenes en la universidad. Tiempo, dinero, ilusiones, proyectos, perdidos, arruinados, que difícilmente podrán recuperar.

«Soy ciudadana sueca», me dice una mujer desde la ventana de uno de los autobuses mostrándome el pasaporte. «Tengo cuatro hijos, uno discapacitado, y estoy aquí desde las cinco de la mañana. Necesito volver a mi país».

Observo el interior del autobús. Si el calor resulta insoportable fuera, dentro es mucho peor. Le digo a la mujer que la frontera está cerrada, que es mejor que bajen del autobús, que no vale la pena que sufra en vano.

Esos pasillos plagados de rostros sudados, de miradas perdidas, no me gustan nada, resuenan a trenes, a vagones, a destinos colectivos prisioneros de un poder sordo e inclemente. Pero nadie me escucha. Mi buen amigo Kayed me explica: “Se aferran a la esperanza de que van a salir, no les queda otra opción, llevan semanas esperando, lo tienes que comprender”.

Fuera del paso de Rafah, los coches siguen llegando. Es tal el nudo que se ha formado que resulta complicado caminar entre ellos.

Me conmueve un joven padre que, en medio del caos, el polvo y el calor, moja la cabeza de su niño y le susurra canciones para que la espera no se le haga tan dura.

Después converso con Maisa Yana, que vive en los Emiratos Árabes y que vino a Gaza para asistir al funeral de su madre. «Hace un mes que debería haber vuelto. Mi hijo sufre una enfermedad para la que necesita una medicina especial. Aquí es imposible de conseguir. Mi marido, que está en los Emiratos, trató de enviármela pero no la dejaron entrar. Mi hijo se está muriendo».

Amira Hass afirma en su libro «Drinking the Sea at Gaza» que los palestinos son gente de una paciencia infinita. Nada tienen que ver con las imágenes que se muestran en televisión de rabia y odio, que son consecuencias de momentos puntuales y que sirven para presentarlos como un pueblo naturalmente irascible y violento.

Doy fe de ello. Como occidental, tan poco proclive a aceptar que me hagan perder tiempo, no sé qué haría en su situación.

Y termino con una anécdota. Estamos sentados con Kayed en la terraza de uno de los restaurantes de la avenida Saladino, tomando algo antes de volver a la ciudad de Gaza, cuando vemos a una mujer que viene caminando de la puerta de acceso al puesto fronterizo.

Un hombre, seguramente su marido, le pregunta: “¿Qué tal las vacaciones en Egipto? ¿Me has traído algún regalo?” A pesar del calor, del cansancio, de la frustración, ambos se ríen.

Una lluvia de papel sobre Gaza

Avanzamos por la carretera de la playa hacia Beit Lahia, cuando escuchamos una explosión y, segundos después, vemos en el cielo miles de rectángulos de papel que flotan apaciblemente, que giran sobre sí mismos, a los que el viento lleva de un lado hacia otro como si fueran bandadas de pájaros. Le pido a mi amigo Kayed que los siga, que se acerque lo más que pueda a ellos, pues quiero uno, quiero saber qué dicen.

Kayed hace girar el coche y volvemos en la dirección contraria. Al tiempo en que avanzamos descubro que no soy el único decidido a coger uno de esos trozos de papel. Decenas de niños, que salen de las casas del campo de Al Shati, abandonan sus lóbregas callejuelas, y corren a nuestro lado, gritando, alborozados.

En la playa veo que los niños que saltan para cogerlos, que se pelean por hacerlo, que se empujan, inmersos otra vez en esas suerte de histeria colectiva, de locura multitudinaria.

“Mashaal juega con el futuro de Palestina y os trae frustración, desesperación y destrucción”, se lee en la octavilla. Junto a esta frase hay una caricatura de Khaled Mashaal, líder del brazo militar de Hamás, que se encuentra en Siria, en la que se lo ve jugando a la ruleta. En la mano tiene tres fichas: seguridad, desarrollo, bienestar. Y, en lugar de números, en la ruleta están escritos los nombres de las principales localidades de Gaza: Beit Lahia, Rafah, Gaza, Khan Yunis, Beit Hanun.

La octavilla me la entrega un joven que se llama Mohamed. Pudo hacerse con una porque es más alto que el resto de los niños.

– ¿Por qué la coges?

– Para saber qué nos quieren decir los israelíes.

– ¿Y qué opinas?

– Es una mentira. Nosotros confiamos en los dirigentes de Hamás. Son gente honesta – me responde, sorprendiéndome una vez más con el altísimo grado de conciencia política, de implicación en la realidad, de los niños palestinos, que siguen con atención todo lo que pasa, sin posibilidad alguna de situarse al margen, ya que esta realidad tan disparatada y cruenta, esta campaña de castigo colectivo, resulta imposible de eludir por la falta de electricidad, por la ausencia de alimentos, por las 300 bombas que Israel lanza cada día por la franja de Gaza (que suenan de fondo mientras hablo con Mohamed), por las fotos de los muertos que cubren las paredes de las calles, y que a todos nos afecta.

Hace alrededor de una semana que Israel decidió agregar a su cerco a Gaza una nueva serie de elementos de presión psicológica: interferencias amenazadoras en las radios y llamadas telefónicas del ejército; panfletos que caen en determinadas zonas con proclamas como las de hoy, o con mensajes mucho más agresivos, que indican a los habitantes de determinados barrios que sus casas serán bombardeadas a la brevedad, lo que genera situaciones de pánico, familias que lo abandonan todo y corren a buscar refugio en las escuelas.

Le pregunto a una niña por qué ha recogido una de las octavillas. Se llama Inés, tiene diez años. “¿Para qué voy a cogerla? Para romperla. Nada más se puede hacer con una cosa así”, me dice con seriedad y determinación.

Una patrullera israelí avanza por el mar, la proa levantada, orgullosa. Frente a donde estamos, da vueltas en círculos. Acto seguido, ejecuta dos disparos. “Joder”, dice Kayed “Busquemos un lugar seguro”. Y yo lo sigo, mientras lo niños aumentan su euforia ante la agresión, corren por la playa desafiantes, haciendo gestos altivos, dando gritos.

La lancha se va después de unos cuantos disparos más que terminan sobre el agua, sin lastimar a nadie. Saco la cámara y, como siempre sucede, tardo unos segundos en tener a mi alrededor a una veintena de niños que repiten exaltados: sowarne, sowarne.

En la calle converso con un hombre. Se llama Zakaria. Acaba de cumplir 52 años. Es desempleado y vive en Al Shati. Le pido a Kayed que le pregunte qué opina de las octavillas.

– Si resistimos sus bombas, sus misiles, sus tanques, ¿cómo no vamos a resistir una lluvia de papel? Estamos luchando por nuestra libertad, por nuestro derecho a una vida digna, por que nos devuelvan a los diez mil prisioneros que tienen en sus cárceles, sin juicio ni condena, a los que no podemos visitar – nos dice. Y agrega con una sonrisa: «Tantos años viviendo juntos y aún los israelíes no tienen la más mínima idea de cómo somos los palestinos».

El dolor de un hijo en Gaza

Hay momentos en un conflicto armado en los que debes tomar decisiones de las que pueden llegar a depender tu vida. Aprietas los dientes, cierras los ojos, y dices salgo ahora, corro por las calles en busca de refugio, y quizás la fortuna está de tu parte, y eludes las balas de los tanques, los misiles de los aviones, y llegas seguro. O quizás no.

Son caminos que se bifurcan ante ti, en momentos de absoluta incertidumbre, regidos por fuerzas que te son ajenas, en los que te resulta imposible pensar con claridad, y en los que un error, un giro en la esquina equivocada, te puede conducir a la muerte.

Ayer, en Rafá, ante el avance de los blindados israelíes, algunas personas prefirieron quedarse en sus casas; otras, partir para tratar de encontrar refugio. De estas últimas, hubo más de diez que perdieron la vida, como Huda Natour y sus hijos, a los que un avión no tripulado israelí les disparó un misil.

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Visito una escuela en la que Naciones Unidas acoge a las familias que lo dejaron todo y salieron huyendo ante el arribo de los blindados. Hay más de 1.500 personas. En su mayoría personas humildes, agricultores y trabajadores de la construcción, de la zona próxima al aeropuerto. Las mujeres permanecen dentro de las aulas o bajo las galerías, con sus hijos pequeños. Los hombres deambulan por el patio, conversan en las esquinas. Y los niños juegan por todas partes, corren, se pelean, gritan, el clamor ahogado de sus voces se escucha desde la calle.

“Yo me escapé con mi mujer y mis hijas apenas entraron los soldados. Cuando salíamos justo cayó un misil que mató a tres niños a mi lado. Mi mujer está embarazada de ocho meses. Se ha quedado muy impresionada por todo lo que vio. Creemos que va a perder al niño. La he dejado con su familia y yo me he venido aquí porque allí ya somos demasiados”, me dice Helmi Abu Al Rous, un obrero de 33 años de edad.

«Estoy muy preocupado por mis padres, que no pudieron escapar porque son muy mayores y siguen atrapados en su casa. Estuve hablando con ellos por el móvil pero se les acabó la batería. No tienen agua ni comida. ¿Pueden hacer algo para ayudarlos, para sacarlos de allí?”

Salgo a recorrer la escuela. En cada aula hay varias familias, sentadas, con las pocas pertenencias que han podido coger antes de huir. Al verme entrar las mujeres se cubren rápidamente la cabeza. Los bancos apilados en una esquina y, en el medio, sobre el suelo, varias esterillas de bambú. Quizás una hornalla, un plato con algunas alubias, unas mantas.

La gente parece adormilada, absorta, por el bochorno. Al haber poca agua, resulta imposible bañarse. Por lo que percibo un intenso olor a sudor, a fatiga y hacinamiento.

En un extremo de la escuela, frente a la cocina, los hombres luchan por conseguir algo que comer. No muy lejos de allí, frente a un mostrador, los recién llegados intentan registrarse. El oficial de Naciones Unidas, con su chaleco azul, trata de poner orden entre los carnés de identidad que la gente agita a su alrededor, llamándolo, buscando que los atienda, que los anote en la lista así se les asigna un lugar en el cual tumbarse, así pueden recibir un poco de comida.

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Me dirijo hacia donde se encuentran los tanques. Ahora me toca a mí decidir qué hacer, cuánto acercame, en qué momento decir se acabo, me voy. Camino lentamente por la acera junto a otros colegas. Se escuchan disparos de ametralladora. Y, segundos después, un potente impacto de obús.

Los milicianos nos gritan que no es seguro, que nos tenemos que ir. Volvemos sobre nuestros pasos. Una camioneta pasa raudamente a nuestro lado. Va a buscar a los heridos.

Llega al hospital de Rafá un joven con impacto de metralla en la pierna. Se llama Kamel Abu Umer, tiene 18 años. Intentaba acercarse a su casa para ver si podía ayudar a sus padres y hermanos, que llevan dos días atrapados.

Los médicos le limpian la herida y deciden que lo van a enviar al hospital Nasser, en Khan Yunis, donde será intervenido. Hasta el momento, me confirma el director del centro hospitalario, 17 personas han muerto como consecuencia de la incursión israelí.

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En el hospital Nasser visito a los heridos. En la UCI encuentro a una mujer. Se llama Huda Natour, tiene 44 años. Ayer por la noche, cuando huía de su casa junto a sus tres hijos un avión no tripulado israelí les lanzó un misil. Dos murieron a las pocas horas: Kifah, una joven de 16 años, y Amar, de 15, su hermano. El tercer niño está en el hospital de Gaza. Le han tenido que amputar una pierna y parte de las caderas.

Entran varias personas a la sala. Son familiares de Huda. “Me llamaron ayer por la noche cuando entraron los tanques. Venían hacia mi casa, que está en una zona segura, pero nunca llegaron», me dice Salah, su hermano, de 36 años, que trabaja como traductor. “Los niños estaban destrozados. Al pequeño la metralla le impactó en la espalda. A la niña en el pecho, le rompió el corazón en mil pedazos».

«Mi hermana era mujer muy valiente. Su marido la abandonó hace años y ella sola ha sacado adelante a la familia», continúa. «Me pregunto que habrá pensado, qué habrá sentido, el soldado israelí que controla el avión cuando decidió lanzar un misil a una mujer con tres niños. ¿Por qué nos hacen esto?».

Segundos después entra un joven a la sala. Es Yakup, el hijo mayor de Huda. Unos días antes se había ido a Gaza para visitar a unos amigos, por eso no estaba en su casa cuando entraron los tanques.

Yakup coge la mano de su madre. Esta reacciona, mueve la cabeza, como si sintiera su presencia. Él llora. Sus primos y tíos lo abrazan.

El doctor Ahmed, responsable de la UCI, les pide que salgan unos minutos, sabe que es demasiado impresionante para el joven ver a su madre en esas condiciones, cubierta de pies a cabeza por vendas, con la cara desfigurada por el impacto de la metralla.

Después me dice, retirando la sábana que la cubre: «Tiene quebrado hasta el último hueso del cuerpo. La posibilidades de que viva son muy pocas. Y si lo hace tendrá una vida miserable, sobre todo por la mandíbula, que está destruida».

Salgo de la UCI. Me acerco al hermano de Huda. Conmocionado, fuera de sí, me dice: «Lo peor de todo es que Yakup se siente culpable, cree que si no se hubiese ido con sus amigos, si se hubiese quedado con su madre y sus hermanos, esto no habría sucedido».

Ser niño en Gaza

Llevamos unos días de cierta calma en Gaza. Continúan el embargo, la falta de luz, los misiles, pero los tanques apenas han cruzado la frontera, sin llegar a sumergirse en los pueblos y campos de refugiados, que es lo que siempre causa más muertes.

Estamos atentos. Esperando a ver qué sucede. Dicen aquí que, como Israel está en la etapa final de la ofensiva en el Líbano, necesita todas sus fuerzas. Ya más adelante volverá a descargar su puño sobre Gaza.

Aprovecho para reflexionar sobre los niños. Muy a menudo me pregunto cómo los afectará toda esta violencia. Las bombas que caen por la noche, los cuerpos de los muertos que son llevados al cementerio al día siguiente, la gente que va armada por la calle, el bloqueo económico, los edificios destruidos, las retratos de los hombres, mujeres y niños asesinados por el ejército de Israel cuyos amigos y familiares pegan en las paredes de sus casas, en los negocios, en los parabrisas de los coches.

La semana próxima entrevistaré a un par de psicólogos que siguen de cerca la situación de la infancia en esta parte del mundo. Por ahora, dos anécdotas que de algún modo representan lo que hasta el momento he percibido de los niños de Gaza.

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Avanzo con un periodista por las callejuelas de Beit Hanun. Lo sigo porque le han indicado un lugar seguro desde el cual sacar fotos de los tanques que han entrado al campo de refugiados. Se escuchan brutales estruendos, vemos gente que corre en dirección contraria a la nuestra.

Nos protegemos tras un bloque de cemento. Estamos en una calle perpendicular a donde se encuentran los tanques. Sus disparos no nos pueden alcanzar. Aunque sí me preocupan los helicópteros Apache, que se mueven con tanta agilidad en esta clase de escenario.

En la otra esquina hay dos milicianos, con la cabeza encapuchada, que se asoman esporádicamente y disparan a los tanques con sus AK 47. Acto seguido, estos responden furiosos.

En unos segundos nos vemos rodeados de niños pequeños que miran nuestras cámaras, se ríen, hacen muecas, gestos divertidos, como si posaran. Nos dicen sowarne, sowarne, que en árabe quiere decir «sácame una foto». De fondo, siguen los ensordecedores bramidos de las bombas, la sucesión de golpes ahogados de la metralla que se clava contra las paredes de ladrillo levantando una nube de polvo.

El periodista al que he seguido hasta aquí, que es ruso, les grita en árabe que se vayan. Pero los niños no le hacen caso. Entonces baja la cámara y me pide que lo imite. “Estos niños están locos, ignóralos que los van a matar por nuestra culpa”, me dice.

Al ver que no se van, que siguen a nuestro lado, de pie en medio de la calle, se levanta y hace gestos con la mano a los milicianos para que les digan a los pequeños que se vayan. Uno de los dos, entrado en carnes, con los pantalones que no le cierran del todo, se saca la capucha y se dirige gritando a los niños. No entiendo lo que dice, pero es evidente que los está echando.

Atónitos, observamos cómo los niños ahora cruzan la calle de una esquina a otra, desafiando a los tanques, alterados, fuera de sí, como si estuvieran en una fiesta, como si todo esto fuera un juego, como si una fuerza ingobernable tirase de ellos, en medio del ruido y los disparos. No lo entiendo. Cojo mi cámara y me voy.

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Mientras avanzamos en el coche rumbo a Beit Lahia, converso con mi buen amigo Kayed acerca de las armas de juguete. Le comento que me sorprende que casi todos los niños tengan una, ya sea las réplicas de plástico de M16, que son extraordinariamente fieles a los originales, o unas mucho más simples hechas con trozos de madera unidos por clavos.

Quiero saber si se trata de un mero acto de imitación de los adultos, en esta sociedad que parece estar, sin excepciones, en pie de guerra contra el enemigo. O si entraña algo más profundo que no logro atisbar.

Kayed me explica que, cuando su hijo mayor comenzó a ir a al escuela el año pasado, lo primero que le pidió fue que le comprara una ametralladora de juguete que había visto en una tienda del barrio. Hasta ese momento no salía solo de casa más que para encontrarse con sus vecinos. Pero ahora se veía obligado a recorrer varias manzanas cada mañana para poder asistir a clase.

– ¿No prefieres que te compre un coche de carrera o unas paletas para jugar con tus amigos? Las armas no me gustan, aunque sean de juguete – me cuenta Kayed que le dijo a su hijo, que tiene cinco años de edad.

– No papá, necesito una ametralladora. Y si aparece un tanque en la calle ¿qué hago?

El bloqueo de Gaza: un corazón para Erez

La incursión militar israelí, con su vasta estela de muertos y heridos, es apenas la punta del iceberg del drama que en estos momentos vive Gaza.

El férreo bloqueo de Israel, que apenas permite el ingreso de productos y la salida de personas, sumado la ausencia de electricidad, de agua, de combustible, de alimentos, de medicinas, afecta negativamente la vida del millón y medio de habitantes de la franja causando aún más muertes que los obuses de los tanques y los misiles de los helicópteros Apache y de los aviones F16.

Visito el hospital Mohamed al-Dura, especializado en la atención a niños con problemas del corazón, para ver cuál es la situación de aquellos que necesitan ser operados con urgencia. Converso con Sami Abu Haifa, su director.

«En Gaza nacen cada año unos 400 niños con disfunciones en el corazón. La mitad de ellos, unos 200, requieren operaciones para seguir viviendo. Como aquí carecemos de los medios para realizar estas intervenciones, los mandamos al extranjero. El Ministerio de Sanidad palestino se encarga de cubrir los gastos».

«En lo que va de año, de los 200 niños que tenían que salir, sólo apenas cuatro lo lograron. No tenemos problemas con los médicos israelíes, al contrario, ellos verifican el diagnóstico y nos dan fecha. Después de todo, pagamos siete mil dólares por cada operación. El problema es Erez, el único puesto fronterizo por el que se puede entrar y salir de Gaza en estos momentos, que no deja que los niños vayan al hospital».

«Dicen que es por cuestiones de seguridad. ¿Pero qué amenaza puede suponer para Israel un niño de seis meses enfermo del corazón? Además, los médicos israelíes pasan la información a los oficiales de Erez con un mes de antelación, así que estos tienen tiempo de comprobar que el niño tenga los papeles en regla».

Me acerco a la casa de Raed Habib, cuyo hijo, Khalid Habib, de dos años, necesita ser operado urgentemente, pues tiene una obstrucción en la aorta.

«Estuvimos ayer todo el día en Erez, doce hora sentados del lado palestino esperando a que nos dieran una respuesta, y al final no lo dejaron pasar. Sin más, sin darnos explicación alguna. Llamábamos y nos decían, en media hora, en media hora. Cuando telefoneé por última vez, me dijeron que el oficial de la coordinación de estos casos se había ido a su casa pues había terminado su horario».

«A mi hijo le cuesta repirar, se cansa apenas camina. Además, como estamos sin luz no podemos encender el aire acondicionado, y este calor insportable lo hace sentirse aún peor. Se suponía que debía entrar hoy al quirófano. Y, para que no desconfiaran, para que no se sintieran amenazados en su seguridad, lo iba a acompañar su abuela».

«Ahora, el hospital israelí nos dio fecha para el 22 de septiembre. Si en Erez no vuelven a dejar que mi hijo salga, lo más seguro es que se muera. De una manera o de otra, quieren hacernos sufrir y castigar a todos los palestinos. Esa es su estrategia. Y a mi hijo le están causando un grave daño. Pero bueno, no perdemos la esperanza».

Enterrar a los niños muertos en Gaza

Gaza amaneció no sólo sitiada por el inexpugnable cerco de las tropas israelíes que desde hace un mes la condena a la miseria y la desesperación, sino también por el dolor y la tristeza. Dice la gente en la calle que la de ayer fue la jornada más sangrienta de los últimos años. Y hoy, en este día nublado, el primero ausente de sol radiante en varias semanas, las polvorientas arterias de los campos de refugiados son recorridas por interminables procesiones de hombre, mujeres y niños que llevan sobre los hombros los cuerpos de sus muertos.

Me dirijo a Yabalia para sumarme al cortejo fúnebre de una de las familias más afectas por los ataques del ejército de Israel. En los últimos días mi vida parece haberse limitado a la misma rutina: ver los bombardeos, seguir el avance de los tanques; correr después al hospital para ser testigo del arribo de las víctimas, hablar con las familias; y luego asistir a los entierros, visitar los edificios destruidos, las montañas de escombros que se acumulan por doquier. Y esto hace que me esté quedando sin palabras, sin recursos, para describir tanta aniquilación, tanto sinsentido, tanta barbarie.

Como todo el mundo aquí, me digo: bueno, este es el último, ya se ha terminado, no morirá más gente inocente, esto no puedo ir a peor. Vuelvo a casa cubierto de polvo, cargado de imágenes terribles en la cámara. Y, lamentablemente, sigo escuchando el sordo rugido de las bombas. Ayer, la incursión de los helicópteros apache, a lo largo de la noche, lanzando misiles sobre la ciudad. Como todo el mundo me preguntó, ¿cuándo podremos salir de esta perversa rutina de muerte y devastación?

En la mezquita de Yabalia, parientes, amigos y vecinos de las víctimas se acercan a dedicarles una oración, a darle el último adiós.

Son tres, una mujer embarazada y sus dos hijas: María, de cinco años, y Shahd, de ocho meses. Cuando los tanques israelíes entraron al barrio de Ash Shaaf las cogieron por sorpresa. No pudieron escapar como hicieron muchos de sus vecinos, así que se refugiaron en el salón de la casa. Pero un obús impactó de lleno, destruyendo toda la primera planta. La mayor de las tres hermanas está en el hospital con severas heridas en la cabeza y el abdomen.

A medida que nos acercamos al cementerio se hace más insoportable el sonido de los aviones israelíes, el estruendo de los proyectiles que lanzan. La multitud sigue adelante a pesar de todo, enfurecida, acongojada.

Entre las lápidas nos cruzamos con otro cortejo fúnebre. El de una mujer de 75 años que también fue asesinada por un obús cuando estaba en su casa.

Mientras se entierran los tres cuerpos sin vida, descubro entre la multitud a un hombre de expresión inconsolable, que parece irremediablemente solo aunque todos se acercan a él, lo abrazan, le dan ánimos. Su nombre es Samir Okal. Trabaja como obrero. Tiene 32 años. Y es el padre de las niñas.

Una vez que los tres cuerpos son enterrados, un líder comunal de barba blanca habla a la multitud, se queja de que el mundo ha olvidado a Gaza y pide a Dios que acoja en su seno a las tres mujeres.

El padre no quiere hablar, está demasiado aturdido. en una instante ha perdido todo lo que tenía: su casa, su mujer, sus hijas. Le pregunto al tío, Mohamed, qué siente, qué opina. El hombre permanece en silencio. Un vecino le grita: «Vamos, cuéntale que nos están matando como animales, cuéntale cómo matan a nuestros hijos». Y él, con cansada ironía me mira y me dice: «No, Israel ha hecho bien en matar a la pequeña Shahd, era una terrorista, tenía un lanzagranadas, yo la vi».

Partimos de regreso hacia al centro de Gaza. Calles cortadas por barricadas, tanques que disparan. Milicianos con la cabeza cubierta por pasamontañas, armados con vetustos AK 47, que se esfuerzan vanamente por detenerlos.

Damos vueltas tratando de encontrar un camino seguro. En la radio del coche, las noticias: Una familia de 28 miembros es encerrada en una habitación y utilizada como escudo por un comando israelí que ha tomado su casa. Nuevas incursiones, en el norte, en el sur, cuatro muertos en lo que va de día. El hombre que viaja a mi lado, amigo de la familia que nos pidió que lo lleváramos, me mira y me dice: “No sólo no nos dejan vivir, nos cortan la luz, nos sacan la comida, nos tiran bombas. Ni siquiera nos dejan enterrar a nuestros muertos”.

Recorro el hospital Al Shifa en busca de la hermana de las niñas fallecidas. No resulta fácil. Los pasillos están llenos de heridos. En un edificio contiguo, en una pequeña UVI en la que hay varios jóvenes, la encuentro. El cirujano que la operó me dice: «Tuvimos que sacarle buena parte del aparato digestivo, lo tenía destrozado, pero no pudimos hacer nada con la cabeza, está clínicamente muerta».