Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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No claudicar ante la barbarie en Gaza

La semana empezó mal en Gaza. A las tres de la tarde del lunes el ejército israelí interfirió las radios palestinas. Una voz profunda, amenazadora, leyó un comunicado en un impecable árabe clásico: “A los habitantes del norte de la Franja les anunciamos que vamos a bombardear aquellas casas en las que hayan armas escondidas”.

Pocos segundos después, cerca de donde estoy, el obús de un tanque impacta contra un carro tirado por un burro. Me subo al coche y avanzo a toda prisa hacia allí. Humo, vísceras desparramadas por todas partes, olor a carne chamuscada. Murieron una anciana de 60 años y su nieto de 11 cuando se dirigían a trabajar en el campo.

En el hospital hablo con Nadi Hayiería, el marido de la mujer. Sus amigos y vecinos lo abrazan, lo consuelan. Aturdido me dice: “Hace una hora mi esposa bromeaba con nuestro nieto en casa. Ahora están muertos. ¿Por qué?”. El portavoz del ejército israelí asegura que se trató de un ataque contra combatientes palestinos.

La verdad es que al hospital de Beit Lahya lo que más llegan son niños. Entre ellos, Hitam Taya, una pequeña de siete años que falleció antes de entrar. Según su madre, que me habla entre lágrimas, desgarrada por el dolor, la niña estaba jugando en la puerta de su casa cuando cayó un proyectil.

El día de hoy comenzó mal en Gaza. Una incursión de más de 30 tanques israelíes en el barrio de Ash Shaaf, a cinco minutos del centro de la ciudad. Observo el desplazamiento de los carros de combate desde la terraza de una clínica para niños con problemas cardíacos.

Disparos de ametralladoras, fachadas de edificios que vuelan por los aires, misiles lanzados a mansalva desde aviones no tripulados, civiles atrapados en medio, que intentan huir, ambulancias que tratan de entrar para retirar a los heridos pero que son mantenidas a distancia por las balas.

Me dicen que van a evacuar la clínica pues las fuerzas israelíes avanzan hacia nosotros. Salgo en una ambulancia junto a pacientes, médicos y enfermeros. Entre los arbustos descubro a dos milicianos palestinos que aguardan a las tropas hebreas. No llevan cascos ni chalecos antibalas, apenas un par de viejos AK 47 y una ristra de balas en torno a la cintura.

En el hospital Al Shifa fotografío la llegada de las víctimas del ataque israelí. Son 24 los muertos, entre los que se encuentra Sabah Abu Haleeb, una niña de tres años. Y más de 70 los heridos. Los enfermeros se abren paso a través de la multitud, dando voces, alterados.

Cuando comenzó esta locura éramos un centenar los periodistas que nos congregábamos aquí. Ahora no somos más de diez, la mayoría palestinos de televisiones locales, con cámaras vetustas, de las que se usan para grabar bodas. Los corresponsales extranjeros se han dio al Líbano.

En medio del agobiante calor, vecinos, familiares y amigos, en carros tirados por burros, en coches destartalados, vienen a ver a quienes acaban de ingresar. Llantos, gritos de dolor. La tía de Ibraheem al-Otlah, cámara de la televisión palestina, que recibió varios disparos esta mañana, llora entre la gente. “La semana pasada asesinaron a mi hijo, ahora hieren a mi sobrino. ¡Paren por favor! ¡Paren ya!”

Regreso por la noche al piso en el que vivo. Pido al encargado que encienda el generador para poder escribir esta crónica. Mientras lo hago, en la televisión aparece Condoleezza Rice, elegantemente vestida, de pie frente a un micrófono, diciendo que, por el bien de la gente del Líbano, no se puede aceptar un alto al fuego que no sea sostenible en el tiempo. Luego salen otros mandatarios que hablan de la situación humanitaria, de la necesidad de que se cumpla tal o cual resolución de Naciones Unidas.

Desde aquí, sus declaraciones, tan contenidas, moderadas, parecen absurdas, imposibles de entender, una claudicación ante la barbarie que está teniendo lugar en Gaza y en el Líbano. Al igual que las versiones oficinales, un insulto a la gente inocente que hoy ha perdido la vida. Y a la que lo hará en las próximas horas, en los próximos días, en las próximas semanas.

¿Por qué los niños de Gaza?

Rani Farid Ashad, de 11 años, e Ibrahim Ashad, de 8 años, estaban en su casa cuando esta fue impactada por un misil israelí. Su madre y su hermana murieron en el acto. Su hermano mayor está tan grave que fue llevado a un hospital en Israel. En este momento se debate entre la vida y la muerte.

El padre de Ibrahim y Rani es camionero. No estaba en la vivienda cuando cayó el misil, por lo que se salvó del ataque, al igual que Aimán, el mayor de sus hijos, de 28 años de edad. En el hospital, este último me lleva a un costado y me dice casi susurrando: «No digas nada a los niños acerca de su madre y su hermana, aún no queremos que lo sepan».

Por lo que me comenta Aimán, Rani sospecha algo, intuye que están muertas, ya que no pregunta por ellas. Pero el menor, Ibrahim, no deja de querer saber dónde se encuentran, por lo que el resto de la familia le dice que están bien, que sólo han sufrido algunas heridas y que por eso no pueden venir a verlo.

La casa de la familia se encuentra en Karny, puesto fronterizo tomado por los tanques israelíes. Su presencia allí tiene como finalidad impedir el acceso de mercancías, principal razón de la falta de alimentos y medicinas en Gaza.

Aimán, que es camionero como su padre, me dice: «Es un hecho criminal atacar a una familia en su casa. Es un crimen contra todos los Derechos Humanos que existen en el mundo”. Según los médicos, Rani no podrá volver a caminar ya que la metralla le ha destruido las piernas. Ibrahim ha tenido más suerte. Sólo ha sufrido quemaduras, aunque le será muy difícil superar el trauma de lo que ha vivido. Su abuela, en la fotografía, también se ha acercado al hospital para cuidarlos.

* * *

Los misiles siguen cayendo sobre Gaza. Ayer por la noche en el Ministerio de Economía, hace unas horas en la casa de un líder de Hamás. Continúan los disparos de los tanques desde la frontera, la ausencia de corriente eléctrica, la escasez de alimentos, los vuelos de los helicópteros Apache.

Las incursiones de Israel en el Líbano no han debilitado de forma alguna el sitio de Gaza. La situación es igual de desesperante, no mejora ni empeora.

* * *

Visito el hospital Al Shifa que, con 600 camas, es el principal centro de atención médica de la franja de Gaza. Aquí llegan cada noche las víctimas de los misiles que caen sobre la ciudad.

Recorro sus distintas estancias. Me demoro en la sección de pediatría. Hay momentos en los que tengo que bajar la cámara y guardar el cuaderno en el que tomo apuntes. Me siento profundamente conmovido.

Aref Abu Oshiba tienen 14 años. Jugaba con sus amigos en la terraza de su casa en Segaya, cuando pasó un helicóptero Apache y algo cayó desde el cielo. Lo cogió, sin saber que era, y le explotó en la mano.

Sufre quemaduras en el pecho y en el rostro. Nunca más podrá volver a utilizar la mano derecha. Le han tenido que amputar dos dedos. También ha perdido un ojo.

Su hermano mayor lo ayuda a acomodarse en la cama. Él se queja por el dolor que siente. Ingresó ayer al hospital.

Fadi Abu Wanda, de 13 años edad, había ido a visitar a su abuelo, en el barrio de Beit Lahia. Cuando salió a buscar agua al patio recibió en la cabeza el tiro certero de un francotirador israelí.

Hijo de Montser, un funcionario del gobierno palestino, tiene la bala alojada en el cerebro. Necesita urgentemente ser intervenido. El hospital Al Shifa no cuenta con los medios para realizar la operación. Y el ejército israelí no lo deja salir para ser intervenido tanto sea en Egipto como en Israel. A cada hora que pasa sus probabilidades de seguir con vida disminuyen.

Le pregunto a su madre, Amaan, que tiene otros cinco hijos, qué siente. «¿Qué voy a sentir?», me responde. «Como todas las madres palestinas, me pregunto por qué matan a nuestros hijos».

* * *

Converso con Jumaa Al Saqq, cirujano y portavoz del hospital Al Shifa. Desde que comenzara la ofensiva israelí el 25 de junio, han muerto en Gaza 90 personas, de las que 41 son niños. Más de 350 han sido heridas. El 27% menores de edad.

Se queja de que la falta de energía no les permite tener aire acondicionado y está dañando los equipamientos. El hospital funciona gracias a generadores eléctricos. Jumaa me dice que no sabe qué va a ocurrir cuando se acabe el combustible. Dice que si se corta la energía, todas las personas que están con respiración artificial morirán.

También me explica que hay 300 pacientes de cáncer que no pueden recibir quimioterapia. Y que los abortos involuntarios han aumentado un 30% debido al estré que sufren las madres como consecuencia de los bombardeos y de la oscuridad.

Mientras conversamos entra un padre con su hija en brazos. La acaba de alcanzar la metralla de una bomba en la espalda. Desperado, el padre llama a los médicos, abraza a su hija, llora.

* * *

Leo esta mañana un editorial del diario Haaretz escrito por el prestigioso intelectual judío Gideon Levy. Dice que el ejército de Israel se comporta como el «matón del barrio». Apenas alguien lo lastima o lo ofende, reacciona de forma brutal. Y, en esta ocasión, tiene el orgullo herido, así que la respuesta es aún más desproporcionada.

«¿Un soldado fue secuestrado en Gaza? Pues toda Gaza deberá pagar por ello. Ocho soldados mueren, y dos son secuestrados en el Líbano, y todo el Líbano debe pagar por ellos«.

«En Gaza, un soldado es secuestrado por el ejército de un Estado que sucestra a civiles de sus casas y los encierra durante años con o sin juicio. Pero claro, sólo a nosotros nos está permitido hacer esto. Sólo a nosotros se nos permite tirar bombas sobre la población civil».

«Los dolorosos pasos tomados en Gaza, que incluyen arrojar una bomba de una tonelada sobre un edificio residencial, o matar a una familia con siete hijos en el Líbano, matando a docenas de residentes, bombardeando el aeropuerto, cortando la electricidad y el agua a miles de personas durante meses es una respuesta carente de justificación, legitimidad y proporción. ¿Para qué ha servido? ¿Se ha liberado al soldado? ¿Pararon los misiles Qassam?».

«La verdadera estima se tiene por el poderoso que antes de responder se lo piensa dos veces».

La semilla del odio en Gaza

Tras dos días de escaso sueño, me voy a dormir temprano. De fondo, el sonido de las hélices de los helicópteros, de las avionetas teledirigidas. A las dos de la mañana una enorme explosión sacude el edificio. Me levanto de un salto, profundamente conmocionado, y me asomo por la ventana.

A tres manzanas de donde me encuentro arde un edificio. Escucho gritos de horror, de rabia. La ciudad permanece a oscuras como consecuencia de la escasez de energía eléctrica, pero la luz de la luna llena descubre la fisonomía latente de los edificios que la pueblan, de pie, silenciosos, expectantes.

Bajo a la terraza. No puedo evitar sentir miedo. Los aviones F16, ocultos tras las nubes, vuelan rasantes. Me pregunto en qué momento van a lanzar un nuevo misil, dónde irá caer, a quién va a asesinar.

Una fotógrafa española sale también somnolienta al balcón. “Han atacado el Ministerio de Asuntos Exteriores”, me dice que le acaban de informar por teléfono. “Hay varios heridos entre los vecinos”.

Ya no puedo conciliar el sueño. El hotel permanece en penumbras. La periodista española vuelve a la cama. Yo me quedo en la terraza. Como estamos en un piso catorce dominamos toda la ciudad. Observo las ambulancias que van de norte a sur, desde el hospital Al Shifa hasta el edificio atacado. Admiro a sus conductores, a los médicos que viajan en ellas, que se animan por las calles para cumplir con su labor a pesar de la presencia de los aviones israelíes.

Pensaba que con los incidentes en el Líbano, Israel dejaría de atacar durante unos días a Gaza. Pero no es así. La campaña de estrangulamiento continúa. Los tanques se adentran cada día más y las bombas siguen cayendo sobre esta ciudad sin agua, sin luz, a la que le queda apenas una semana de alimentos.

Siento rabia. ¿Por qué se hacen las cosas de esta manera? ¿Por qué destruir las infraestructuras? ¿Por qué asfixiar a la población civil? ¿Por qué lanzar misiles a mansalva, habiendo mujeres, niños y ancianos en los edificios?

Aún permanece en mí el recuerdo de los niños de la familia que murió la noche de ayer, cuyos pequeños cuerpos vi en la morgue del hospital envueltos en sábanas manchadas de sangre.

* * *

Vuelvo al día de ayer, que comenzó con otro ataque de misiles israelíes. Otra brutal explosión en medio de la noche que, al menos, me encontró despierto. Horas más tarde, cuando ya sale el sol, me dirijo al edificio destruido, que se haya en Sheij Raduán, a tres kilómetros del centro de la ciudad de Gaza.

De una vivienda de tres plantas, apenas algunas columnas y varios colgajos de hormigón. Debajo, los objetos diarios de la familia de Nabil Abu Silmiya: un cuaderno de escuela, unas zapatillas de deporte, una vieja foto de los ancestros. De sus once miembros, nueve murieron en el instante, el padre, la madre y siete de los hijos. Los otros se encuentran en estos momentos en el hospital de Al Shifa luchando por salvar su vida.

Los equipos de rescate remueven los escombros para ver si hallan a más personas.

* * *

Llamo al portavoz del ejército israelí. “Estoy frente al edificio donde ayer cayó un misil que mató a nueve personas, quería saber cuál es vuestra versión”, le digo.

– Perdona, pero no sé de que me hablas, estamos centrados en la operación en el Líbano.

– Ayer cayeron dos misiles a pocos kilómetros de la ciudad de Gaza, que mataron a nueve miembros de la familia de Nabil Abu Salmiya.

– Ahora lo miro y te llamo.

Dos minutos después suena el móvil.

– Sí, mira, aquí lo tengo.

En medio de los escombros saco la libreta y tomo apuntes de lo que me va diciendo.

– No sabíamos que la familia estaba allí, de otro modo hubiésemos cancelado la operación como ya lo hemos hecho en otras ocasiones. Pero sí sabíamos que allí había reunidos varios terroristas que han cometido crímenes de sangre contra Israel, como Modamed Dif, y que han utilizado a las mujeres y a los niños como escudos humanos

– ¿Pero habéis atrapado a alguno de estos hombres? ¿A Mohamed Dif?– le pregunto.

– No, lamentablemente, han logrado huir. El segundo misil cayó en el coche en el que escapaban, aunque han salido ilesos – me explica. Y a continuación añade: “Es un acto de cobardía por parte de los terroristas escudarse tras mujeres y niños. En ningún otro lugar del mundo los jefes militares de un ejército se reúnen en lugares donde hay mujeres y niños.

– ¿Pero son jefes militares o terroristas? Ahora no me queda claro.

– Terroristas, por supuesto, con las manos manchadas de sangre israelí.

– Gracias.

* * *

La versión de los vecinos es muy distinta. “Mi casa se movía de un lado a otro, parecía que bailaba”, me comenta Jamil Namur, cuya vivienda fue alcanzada por la metralla del misil y presenta puertas arrancadas de cuajo, huecos en las paredes y cristales rotos. “Bajé y encontré a la madre descuartizada, en la esquina, y al hijo pequeño allí, en lo alto de ese olivo. ¿Por qué nos hacen esto? ¿Por qué matan a nuestras mujeres y nuestros niños? Si esta era buena gente, iban siempre a la mezquita. El padre tenía un doctorado en Matemática y daba clase en la universidad, los niños iban al colegio con mis hijos”.

El barrio está conmocionado. Todos conocían bien a la familia de Nabil Abu Salmiya, ya que llegaron huyendo del mismo pueblo, Ashkelón, tras haber sido expulsados por las fuerzas israelíes. Aquí, en este lugar decadente, de casas sin pintar, aceras cubiertas de basura y un hacinamiento que hace el aire difícil de respirar, reprodujeron las misma distribución que en su hogar originario. Los vecinos se situaron en posiciones similares, puerta con puerta, para mitigar así la sensación de desarraigo, de pérdida.

“Queremos venganza. Queremos que Israel pague por la forma en que nos trata. No podemos quedarnos de brazos cruzados”, me dice encolerizado Abdeljalil, un joven amigo del mayor de los hijos Nabil Abu Salmiya, que tenía 16 años.

– Pero en ese ámbito nunca podréis ganar, Israel es muy superior militarmente – le comento.

– Lo sabemos, porque ellos tienen a Estados Unidos y nosotros estamos solos. Pero no nos importa. Mejor morir luchando que como animales. Tenemos que tirar misiles y hacer ataques en Israel. No nos dejan otra opción.

* * *

Una hora más tarde, en el hospital Al Shifa se hace perceptible la misma rabia cuando los cadáveres de los nueve miembros de la familia son llevados en andas por milicianos de Hamás, partido político que ganó las pasadas elecciones y al que pertenecía Nabil Abu Salmiya.

En los pasillos, los doctores se lamentan de la falta de medicinas, de la ausencia de electricidad y agua corriente, lo que dificulta la atención tanto a los enfermos como a las víctimas de los ataques israelíes. Entre veinte y treina personas heridas llegan cada día.

La procesión con los cuerpos de la familia de Nabil Abu Salmiya recorre a toda prisa las calles de la ciudad de Gaza bajo un sol inmisericorde. Disparos al aire. Gestos de rabia, de dolor. Banderas de diversas facciones armadas.

Por momentos me parece un espectáculo desaforado, grotesco, salvaje. Sobre todo los disparos, que ponen inútilmente en riesgo la vida de la gente que está en las ventanas (o de los periodistas que nos encaramamos en algún lugar alto para sacar las fotografías).

Más y más gente se une a la marcha. A través de los altavoces de una camioneta salen los sonidos de una canción que dice: «Están en el cielo, con Alá, son felices, son mártires, están en el cielo».

Por los altoparlantes de otra camioneta que avanza entre la gente, un hombre con la cabeza encapuchada arenga a las masas con voz desgarrada: “¿Por qué nos dicen que somos terroristas si ellos son los que matan a mujeres y niños? Israel es el terrorista. Ehud Olmert es el terrorista. Pero nos vengaremos. Alá está de nuestra parte. Ya tenemos a dos soldados en el Líbano. Y caerán muchos más”.

Después viene el entierro. Las caras de dolor de los familiares. Toda la gente con la que hablo se queja de lo mismo, se pregunta por qué Israel mata a mujeres y niños. Y todos, sin excepción, piden revancha, claman venganza.

Entre medio, los niños, que siguen los actos espectantes, entre el estupor y la risa, como un juego, escuchando y observando a sus mayores.

* * *

Sigo despierto en la terraza del hotel. En el horizonte despuntan los primeros rayos de sol. Mis lecturas oscilan entre Amira Hass, y su extraordinario Drinking the Sea at Gaza (que cuando vuelva a España hablaré con editores, haré todo lo posible para que se traduzca y se publique) e Ilan Pappe.

Este último, prestigioso historiador y profesores en la universidad en Haifa, hijo también de víctimas del Holocausto, defiende la teoría de que los judíos cometieron un grave error al echar de sus hogares a los palestinos en 1948 (más de 700 mil de una población de 1,4 millones de personas). «Refugiados que expulsaron a otros de sus casas para convertirlos a su vez en refugiados». Según él, la única solución al conflicto, la única forma de conseguir realmente la tan anhelada seguridad, pasa porque Israel reconozca sus errores históricos y los enmiende. Osea, que termine con la ocupación y deje vivir en paz a los palestinos.

Estando aquí, en esta irrefrenable espiral de rabia y desesperación, me parece también la única opción viable y justa. No entiendo el acoso a la población, no entiendo estos misiles que caen en medio de la noche, que nos sacuden de la cama, que matan a tantos inocentes. No entiendo que se siembren con tanta pasión las semillas del odio.

Bienvenido a Gaza, bienvenido al infierno

A mi lado, en la carretera, pasan coches con jóvenes que van a la playa, que llevan en el techo tablas de surf, bicicletas. A ambas orillas de la ruta se suceden campos verdes, casas de madera, centros comerciales, Mc Donalds. Es un día de sol radiante. En esta parte del país, próxima al mar, prima un aire festivo, relajado, ya que las vacaciones acaban de empezar en Israel.

Resulta difícil creer que a pocos kilómetros de aquí haya una realidad distinta. Cuesta imaginarse que diez o veinte minutos no separan del lugar más acosado, sitiado y estrangulado del mundo: Gaza. Donde más de un millón de personas carecen de agua corriente, electricidad y alimentos, además de padecer cada noche el azote de los misiles, los tanques y las artillería pesada de Israel.

Pero cuando el taxi que me lleva desde Jerusalén abandona la vía principal y toma el desvío hacia Ashkelón, aparece en el fondo una gran humareda negra, señal inequívoca de que estamos en la ruta correcta, de que Gaza, con su infinito dolor, existe.

A medida que nos acercamos, escuchamos el ruido de misiles que caen. Un zumbido fugaz y luego una gran explosión. Preocupado, el taxista para el coche a un lado de la carretera y enciende la radio. Acto seguido, me mira por el espejo retrovisor y me pregunta: ¿Estás seguro de que quieres ir a Gaza? Me río. Afortunadamente, no me hace la pregunta dos veces.

Erez es una base militar israelí que también sirve de check point. Dos soldados me paran: ¿llevas armas? Les digo que no y sigo. Me ponen el sello de salida de Israel. Y recorro un largo pasillo, bajo cámaras de televisión, que una época estaba atiborrado de gente que entraba y salía de Gaza. Ahora, desde el cerco israelí, está desierto.

Mientras avanzo pienso en el libro que estaba leyendo en el taxi. La primera obra de Amira Hass, periodista judía que se fue a vivir en Gaza para conocer el día a día de los palestinos bajo la ocupación. Una mujer brillante, de un gran coraje, que es acusada por muchos de traidora y antisemita pues defiende que, para terminar con la violencia, Israel debe abandonar Palestina.

Amira Hass vivió en los años noventa en Gaza, donde escribía para el periódico Haaretz. En su libro, Drinking the Sea at Gaza, afirma que lo hizo porque eso es lo que le enseñaron sus padres, dos supervivientes del Holocausto. Su madre le dijo que mientras la llevaban al campo de concentración el tren se detuvo en una estación, y las mujeres alemanas que estaban allí las miraban con indiferencia, mientras ellas iban abarrotadas en los vagones, como animales, rumbo a la muerte.

«Cuando veas a alguien padecer una injusticia, no lo mires con indiferencia, haz algo», le enseñó.

Y es por esta razón, según explica en su libro, que dejó su acomodada vida en Tel Aviv y se fue a vivir con los palestinos, para dar testimonio al mundo de su sufrimiento, para no permanecer indiferente ante las injusticias que padecen, a esos trenes en los que están atrapados, como animales, y que los llevan a ninguna parte.

Otra frase del libro de Amira Hass reverbera en mi cabeza a medida que camino hacia el lado palestino del check point. Cuando un israelí quiere mandar a otro a la mierda, no le dice vete al infierno, sino: ¡Vete a Gaza!

* * *

El contraste no puede ser más notable. Así como Israel vive en un próspero siglo XXI de amplias carreteras, centros comerciales, coches último modelo y gente despreocupada y bien vestida, Gaza da la impresión de estar aún en una lóbrega y paupérrima Edad Media.

La mayor parte de los vehículos con los que me cruzo apenas entrar, y a los que saco fotos desde el coche, son carros tirados por burros o caballos. Las calles están desiertas. De vez en cuando frenamos en las esquinas para dejar paso a algún coche destartalado, cubierto de polvo. Porque si hay algo que parece caracterizar a Gaza en estos primeros instantes de encuentro es el calor infernal, y el polvo. Aquí, al no contar con recursos para sistemas de irrigación, el desierto no es verde como en Israel, el desierto es árido, irrespirable.

También descubro en las calles, en nuestro trayecto al hotel, montañas de tierra que los milicianos utilizan para tratar de detener a los tanques israelíes, para dispararles, vanamente, con sus AK 47. Y banderas de grupos armados, por todas partes, en el techo de las casas. Como si la población entera estuviera en pie de guerra contra las tropas israelíes.

Finalmente, me conmueve la decrepitud de los edificios, que parecen caerse a pedazos, los esqueletos oxidados de coches que ya nunca más irán a lugar alguno, y la basura que se acumula por doquier. No hay agua, no hay electricidad, y los desperdicios se suceden en cada esquina, en cada acera, en cada descampado. Como bien señalaban los comunicados de ONG que leí esta mañana, entre los que destaco el de Acción contra el Hambre, la crisis humanitaria, si Israel no levanta el cerco, está próxima, es inminente.

* * *

En el hotel hay apenas unas horas al día de electricidad, debido a un generador a gasolina. Me preocupa saber cómo voy a conectarme a Internet y escribir este blog. Pero ahora lo importante es salir y buscar las historias, ver cómo es la vida en esta Gaza que lleva dos semanas sitiada, cerrada a cal y canto.

Munir, el conductor, me lleva a ver el barrio de Beit Lahia, donde hace unos días entraron los tanques israelíes. Noto que al coche, en el techo, le ha puesto las letras TV. Cuatro lánguidos trozos de cinta adhesiva roja que se supone que deben indicar a los soldados que conducen desde los helicópteros Apache la campaña de asesinatos selectivos contra líderes de Hamás, que no nos disparen, que somos «buenos».

Nos debemos buscar mucho para encontrar casas destruidas por los tanques y misiles. Apenas me bajo del coche la gente se acerca. Todos me quieren mostrar cómo ha quedado su vivienda. Atropelladamente me cuentan lo que les han hecho los soldados, me hablan de vecinos asesinados, de hombres secuestrados. La primera casa que visito es la de Abdeljalil, de catorce años edad, que posa de pie frente al salón de su vivienda. Los tanques llegaron de madrugada y abrieron fuego sin más explicaciones.

Después voy a la vivienda de Amer, una niña de diez años. La fachada está cubierta de huecos provocados por las balas. «Tengo siete hijos y estoy desempleado», me dice Taufik, el padre de Amer, que lleva una camiseta de tirantes y unos viejos pantalones. «¿Te parezco un terrorista? ¿Te parecen mis hijos terroristas? ¿Por qué llegan en medio de la noche y nos disparan? ¿Por qué el mundo no hace nada?»

Sigo recorriendo las casas. Me siento como el flautista de Hamelin. Decenas de niños me siguen. Observan cada uno de mis movimientos. Ríen, juegan. A pesar de todo, la vida continúa.

Otro de ellos, Mohamed, me explica cómo los soldados israelíes entraron, los encerraron en una habitación y utilizaron la planta de arriba, en cuyas paredes hicieron huecos, para situar francotiradores.

No dejan de escucharse explosiones. Misiles que caen cerca de donde estamos. Ante cada estruendo miro con preocupación a Munir, que se ríe. Me sorprende que parezco ser el único que los nota. Los niños, la gente en general, siguen hablando, contándome sus historias, como si no los escuchasen, como si la tierra no vibrase bajo nuestros pies en cada impacto.

Sigo, más casas, más adultos y niños que me cuentan lo que sucedió. Munir no da abasto para traducir ni yo para tomar notas de tanta información, de tanto deseo de contar lo que sucede, de mostrar el dolor que padecen, la injusticia de la que son víctimas.

Después recorro casas arrasadas de cuajo, en las que ya no quedan más que los recuerdos de sus habitantes.

Años de vida, de trabajo, de recuerdos, de lucha, de alegrías, de frustraciones…

… destruidos en unos segundos.

* * *

Busco otros ángulos desde los que describir el sitio a Gaza. Vamos al campo de refugiados de Yabalia. Me llama la atención un dirigible que vuela sobre las casas. Según me explica Munir, graba los movimientos de la gente, escoge los objetivos que luego serán atacados, por lo que su presencia, deduzco, es una señal nefasta para los habitantes de esos barrios.

Además del dirigible, varios aviones de color blanco, sin ocupantes, teledirigidos, vuelan sobre Gaza constantemente. Su sonido, como el de un avión de juguete, me genera una gran desazón. Me siento como un perro en fiestas, mirando hacia todas partes ante cada ruido, cada explosión, cada motor que pasa sobre nuestras cabezas. Y, entre medias, el llamado a la oración que sale desde los minaretes de las mezquitas.

Pasan las horas, cambiamos de bario una y otra vez, y el dirigible, con sus cámaras de vídeo, allí sigue, como una suerte de gran hermano que todo lo ve, que todo lo registra.

* * *

Llegamos a una estación de venta de gas. La gente se abarrota en la puerta, hace cola en su interior, junto a las bombonas que han traído desde sus casas. Las reservas están bajo mínimos.

«Hace ocho horas que estoy aquí esperando», me dice un hombre. «No es justo, ¿por qué atacan a la población civil, por qué Israel y Estados Unidos no nos dejan vivir en paz?».

Aunque ya el sol comienza a perderse en el horizonte, el calor sigue siendo agobiante. Y presencio escenas de gente que se pelea, que se empuja. Supongo que consecuencia de la enorme presión bajo la que viven desde hace semanas, de la asfixiante situación en la que están atrapados.

* * *

Antes de regresar al hotel noto una gran presencia de hombres armados. Los rumores dicen que hoy habrá un nuevo ataque israelí dentro de esta ofensiva que ya anuncian que durará semanas. Y que, según afirman aquí, estaba planeada desde mucho antes del secuestro del soldado Gilad Shalit, para terminar con el gobierno de Hamás y para detener el lanzamiento de los misiles caseros Qassam (que en cinco años han matado a seis israelíes). Un gobierno que todo el mundo me recuerda en Palestina, fue elegido democráticamente y ahora, en su mayor parte, está en prisión.

Los milicianos se multiplican. Amira Hass habla con admiración de muchos de ellos, pues dice que saben que van a morir, que es una batalla desigual, que tienen armas antiguas y carecen de entrenamiento, en contraposición al poderío de las tropas israelíes. Pero también dice que muchos de sus intentos son patéticos, desesperados.

* * *

Regreso al hotel. La ciudad de Gaza permanece en la penumbra. Cuando se enciende el generador aprovecho para seleccionar y editar las fotografías. En los momentos en que se va la electricidad, leo junto a una vela el libro de Amira Hass. Desde la ventana observo a una familia que cena en la terraza de su vivienda a la luz de una lámpara de gas.

Ya es de madrugada cuando escucho una gran explosión. Y luego, el sonido de ambulancias. Por la ventana veo fuego en un sector de la ciudad y bengalas que zurcan el cielo. Escucho disparos, nuevas explosiones aunque de menor intensidad.

A primera hora del día, cuando logro conectarme finalmente a Internet, descubro que el misil cayó sobre un edificio mantando a un hombre, su mujer y a siete de sus hijos. El hombre era Nabil abu Silmiya, un profesor y miembro de Hamás, que recientemente recibió un doctorado en Matemáticas de una universidad egipcia. Las edades de sus hijos muertos están comprendidas entre los 16 y los cuatro años. Sólo dos de los niños han sobrevivido al ataque.

También leo con preocupación que los tanques israelíes se han adetrado más en Gaza, apretando el nudo, el cerco, aumentando la presión sobre los palestinos.

Fotos: Hernán Zin

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