No se si, después de varios días sin periódicos impresos, estoy confundiendo deseos con realidad. La verdad es que hoy me ha sorprendido El Mundo en su página editorial. Copio y pego los dos comentarios. El titular del primero basta para creer en los milagros del domingo de resurrección o, como se llamaba antes, de la «pascua florida»:
SOLO UN PP MAS CENTRISTA PODRÁ DERROTAR A ZAPATERO
Del segundo editorial apunto el último párrafo donde Pedro Jota Ramírez pide que Rajoy y Zapatero vuelvan al consenso:
«Si ellos -Suarez y Carrillo, que venían de mundos tan distintos- fueron capaces, ¿por qué no Rajoy y Zapatero?
Ya me dirán si aquí no hay milagro encerrado.
EDITORIAL de El País
Amarillismo y política
08/04/2007
De ampulosa teoría de la conspiración a simple bulo o culebrón sensacionalista: éste es el resumen de la colusión de intereses políticos y periodísticos que durante tres años ha tratado de sabotear la instrucción del sumario por los atentados del 11 de marzo, y que ahora intenta hacer otro tanto durante el desarrollo de la vista oral del juicio. La historia universal de la prensa amarilla, tan cercana a la de la infamia, contiene capítulos similares al que se ha escrito en España alrededor de los trenes de la muerte, haciendo desfilar una galería de episodios y de personajes dignos de las comedias bárbaras. En Estados Unidos y otros países europeos se publicaron no pocos artículos, e incluso algún libro de supuesta investigación, negando que un avión se estrellara contra el Pentágono durante la mañana del 11 de septiembre; hoy nadie los toma en serio. En casos como éstos resulta improcedente invocar la convicción de que tarde o temprano la verdad acaba resplandeciendo; basta con decir que el destino de los delirios es desvanecerse.
Cuestión diferente es la actitud mantenida por el Partido Popular, tal vez sin equivalente en ningún país democrático. Mientras ocupó el Gobierno en funciones, durante las semanas posteriores a la matanza, el PP hizo lo que debía hacer, aunque al mismo tiempo dijo lo que no debía decir. Gracias al hecho incontestable de que no faltó a sus deberes al frente del Ejecutivo, aunque los envolviera en una mentira de Estado que los ciudadanos castigaron con la máxima severidad, la Audiencia Nacional puede celebrar hoy el juicio por el mayor atentado terrorista cometido en Europa.
Pero lejos de enorgullecerse por lo que hizo bien -identificar y detener a los yihadistas que perpetraron la matanza-, el PP persiste en enfangarse en cuanto hizo mal -mentir con fines partidistas y electorales-. Un diputado popular, Jaime Ignacio del Burgo, ha llegado a valerse de su posición oficial para intentar instruir un imposible sumario paralelo al de la Audiencia, entrevistándose con detenidos y aireando en los medios de comunicación sensacionalistas el resultado de estos encuentros. La declaración judicial de quien era jefe de la Policía en el momento de los atentados, Agustín Díaz de Mera, amparándose en una cláusula que, como el derecho a no revelar las fuentes, está pensada para los periodistas y no para los responsables de la Administración, ha puesto de manifiesto la insalvable distancia que existe entre diseminar sospechas a través de una emisora y confundir a un tribunal.
Estos comportamientos no han sido en ningún momento desautorizados por la dirección del PP; antes por el contrario, les ha dado un respaldo más o menos expreso en función de la coyuntura y de sus intereses. El culebrón en torno al 11 de marzo enfrenta a los ciudadanos con dos realidades diferentes, y que deberán ser solventadas alguna vez. Una cosa es que hasta ahora no se haya establecido en España una clara demarcación entre la prensa sensacionalista y la prensa de referencia; otra distinta, que una fuerza política adopte los métodos de la prensa sensacionalista y pretenda valerse de ella para recuperar lo que le negaron las urnas.
FIN
Sobre el tontaina y la burla
Javier Marías en El País semanal
04/04/2007
En una carta enviada por el Portavoz de un determinado Comité Nacional, muy crítica con mi artículo de hace tres semanas «Los derechos confusos», ha habido una frase que me ha preocupado, no sólo por venir de alguien con responsabilidades públicas, sino porque la idea subyacente no es la primera vez que me la encuentro y temo que, incomprensiblemente, esté arraigando en parte de la sociedad. «? Habla sobre los derechos confusos aunque no contribuye gran cosa a clarificarlos», decía esa frase referida a mí, «y se otorga a sí mismo el derecho a burlarse de instituciones que son de todos como el Instituto de la Mujer o el Ministerio de Sanidad ?» Es esta última parte la que me ha dado escalofríos.
Ni yo ni nadie nos podemos «otorgar», o arrogar, un derecho que ya tenemos, englobado en el más amplio a la libertad de expresión, de opinión, de crítica y hasta de sátira. Que alguien, por tanto, me reproche que me «otorgue a mí mismo» un derecho que ya poseo, como cualquier otro ciudadano, indica que ese alguien no lo cree así, que lo poseamos. No lo poseímos los españoles, efectivamente, durante los casi cuarenta años de la dictadura franquista, pero ésta, por suerte, quedó atrás hace ya más de treinta. A ese alguien, además, le parece mal que, no teniendo ?según él? ese derecho, me atreva a tomármelo, sobre todo para «burlarme» de instituciones «que son de todos». Me permito recordar que mis burlas consistían en la expresión «el siempre tontaina Instituto de la Mujer» y en incluir a la Ministra Salgado en una breve relación de personas a las que, en evidente tono de guasa, comparaba con «los cristianos re-nacidos, los cuáqueros, los impulsores de la Ley Seca, el Santo Oficio y el Ejército de Salvación», bien por el celo de su religiosidad extrema, bien por su exagerado puritanismo frente a ciertos «vicios», bajo la coartada no sólo de la salud general sino de la de cada individuo, en la que nadie debería entrometerse si quiere evitar lo que asimismo hizo el franquismo, a saber: tratar a los españoles como a menores de edad por cuya salvación (moral entonces, física ahora) el Estado velaba a base de leyes, campañas y prohibiciones. En cuanto a la palabra «tontaina», es sin duda la mejor forma de no llegar a llamar «tonto» a alguien, sino de señalar que bordea la tontuna, ni siquiera la tontería. Tal como se deteriora el uso de nuestra lengua, es normal que mucha gente no distinga apenas los ricos matices de que aquélla es capaz, pero eso ya no es culpa mía. Baste insistir en que no es lo mismo un tonto que un tontaina que un tontín que un tontuelo que un tontaco que un tontazo que un tontorrón que un tonto del haba que uno de remate que uno del culo, por seguir con ese adjetivo.
Pero aún más llamativo es el blindaje que la carta en cuestión pretendía hacer de las instituciones «que son de todos». Según el remitente, de esas menos que de ninguna se podía uno burlar. ¿Y por qué? De acuerdo con eso, tampoco nos podríamos burlar del Gobierno, del Presidente y sus Ministros, de los parlamentarios (tan proclives ellos a la rechifla), de los alcaldes a menudo corruptos, de los Consejeros autonómicos, de la Empresa Municipal de Transportes, de la Renfe, del Consejo General del Poder Judicial, del Ejército, de la Policía ni seguramente de los bomberos. Tal vez todas esas instituciones sean «de todos» en abstracto y en vacuo. Pero lo cierto es que de ese modo no existen jamás en la práctica: están siempre ocupadas por personas concretas que las tienen en mero usufructo, hasta que sean destituidas por sus respectivos superiores o desalojadas de sus cargos por el voto de los ciudadanos. Y la actuación de esas personas concretas ?de sus instituciones, por tanto? no sólo es criticable, sino que, precisamente por su propio carácter público, al servicio «de todos», está sujeta a mayor escrutinio y control que la de cualquier organismo o individuo particular. Por seguir con el ejemplo que puse en aquel artículo, lo que en mi casa hiciera un hipotético club de fumadores ateos no atañería más que a sus miembros, mientras que sí atañe a todo el mundo lo que hagan o digan los funcionarios públicos, obligados, en consecuencia, a encajar y soportar las críticas o burlas de cualquiera y a rendir cuentas.
Bajo todo esto, sin embargo, late algo más grave: la creciente creencia de que nadie debe ser criticado por nada, de que censurar a las personas y las conductas equivale a ser «intolerante». No digamos a las religiones e ideologías y nacionalismos, a los medios de comunicación y hasta a los partidos políticos. Alguno de éstos se pasa la vida insultando histéricamente, y los locutores de cerebro gallináceo a los que me referí también hace tres domingos, nos despiertan o duermen a diario con improperios o arbitrariedades megalomaniacas. Pero luego tienen la piel tan fina que en cuanto se les roza a ellos se soliviantan y se asemejan a esos personajes chuscos de Forges que exclaman dolidos: «Huy, lo que me ha dicho». Conviene atajar esta tendencia a la intocabilidad cuanto antes, y recordar que, en una sociedad libre, todos somos criticables y posibles objetos de burla. Conmigo, desde luego, y con otros compañeros de este periódico, no se suelen tener miramientos.
FIN