«Ya no se sostiene eso del supuesto carácter fratricida de los españoles» | Entrevista con Javier Rodrigo y David Alegre, autores de ‘Comunidades rotas’

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Los historiadores Javier Rodrigo y David Alegre han logrado crear un colosal estudio sobre los conflictos civiles del siglo XX en su libro Comunidades rotas: una historia global de las guerras civiles. 1917-2017 (Galaxia Gutenberg, 2019). Un ambicioso repaso de conflictos civiles a lo largo y ancho del planeta, durante un siglo, en el que apuestan, según sus palabras, «más por la complejidad, que por el impacto». En su relato, las soluciones fáciles, las respuestas rápidas o las explicaciones fáciles no abundan, sí el análisis profundo y el tratar ir más allá de los tópicos.

Charlo con estos historiadores y nuestra larga conversación va de lo general a lo particular y nos lleva a la guerra civil española, a los debates actuales sobre nuestra memoria, a los Balcanes, a África y a la siempre espinosa cuestión de cómo el historiador vive al tratar estos temas…

El siglo XX, el de las dos guerras mundiales y la Guerra Fría, fue para ustedes, también el de las guerras civiles… ¿No es una afirmación paradójica?

David: No, en absoluto, si algo hemos visto a lo largo de la investigación que ha culminado en este libro es que tanto la Segunda Guerra Mundial como la Guerra Fría fueron una suerte de paraguas bajo los cuales proliferaron un sinnúmero de guerras civiles de diversa naturaleza e intensidad donde se dirimieron problemas puramente domésticos. Si nos centramos en la Segunda Guerra Mundial, la sucesión de conflictos internos entre resistencia y colaboracionismo (es decir, entre autóctonos) que se suceden ante nosotros es apabullante: la Italia septentrional de 1943-1945, algunas regiones de la Francia ocupada en ese mismo periodo, la propia Grecia desde 1941 hasta finales de la década, por no hablar de los enfrentamientos entre múltiples agentes y con alianzas cambiantes en la Yugoslavia ocupada entre 1941 y 1945 o en la retaguardia de los territorios soviéticos ocupados por Alemania y después recuperados por la Unión Soviética.

Hemos intentado dar cuenta de todas estas cuestiones en la obra. Lo mismo puede decirse de ese parteaguas histórico que fue la Gran Guerra, por mucho que quizás resulte menos evidente, pero nunca hay que perder de vista que en su seno y en buena medida a causa de ella estalló la revolución rusa, que tuvo como correlato la primera gran guerra civil del siglo XX, la rusa, y que es un poco la que abre el libro, con permiso de la finlandesa. En términos generales, además, por sus características la Gran Guerra acabó abriendo la puerta a complejos procesos eliminacionistas y conflictos armados de diversa naturaleza, algunos como el finlandés fratricidas, y muchas veces antes del armisticio de noviembre de 1918.

Javier: Efectivamente, coincido con David en señalar que bajo la primacía de los grandes conflictos por la hegemonía entre superpotencias se han obviado, de manera consciente o no, la infinidad de conflictos internos que estallaron por todo el globo a lo largo del siglo XX, y que siempre fueron tanto o más decisivos que las grandes conflagraciones a la hora de determinar el aspecto actual de las sociedades y de los sistemas políticos y económicos del mundo del mundo actual, de nuestro presente. De hecho, y esto sí es paradójico, la guerra civil es casi siempre el aspecto que cobró la Guerra Fría cuando alcanzó la dimensión de conflicto armado en toda regla, muchas veces agudizado por intervenciones militares extranjeras y casi siempre con el apoyo logístico y material desde el exterior. Vayan a Vietnam, a Myanmar, a Centroamérica, al Cuerno de África o a Afganistán y díganles a los autóctonos que los años que fueron de 1945 a 1989-91 fueron una Guerra Fría. Es importante tener en cuenta que las tensiones propias de esta coyuntura, donde los principales jalones históricos han venido marcados por la evolución de las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética, en casi todas las regiones periféricas del globo cobraron antes o después una dimensión bélica en extremo cruel, siempre en el marco de las luchas internas por la creación, expansión y consolidación de los nuevos estados surgidos de la descolonización y, también, de los intentos paralelos de las grandes superpotencias por expandir sus áreas de influencia y preservar sus intereses. Por el contrario, y desde el punto de vista del relato, al explicar la Guerra Fría han primado las visiones donde los grandes sujetos políticos han sido los estados occidentales, y digo políticos porque habitualmente se ha olvidado la dimensión social de la guerra, que es otra cuestión que nos ocupa de manera muy evidente en Comunidades rotas.

Los conflictos civiles son por definición locales, nacionales, particulares, sin embargo, ¿al estudiarlos en conjunto y de una manera más o menos global -quizá algo menos América- establecéis algún tipo de pauta, de constante?

Javier: Aquí te contesto un poco al hilo de lo que comentábamos antes: una de las pautas que hemos seguido de manera constante es la de intentar evitar una visión del pasado o de la guerra civil como fenómeno global donde esta se explique con los “grandes” sujetos políticos occidentales como principales protagonistas, es decir la vieja visión historiográfica desde de las cancillerías más importantes. Hemos intentado combatir a fondo esta aproximación colonialista al pasado, donde los sujetos político-sociales del mal llamado Tercer Mundo tendrían un papel siempre subsidiario, sometidos a los cambiantes caprichos de la política internacional o a los intereses exteriores. Efectivamente, quien lea Comunidades rotas verá que no se desprecia el papel de la geopolítica, de los equilibrios globales, pero nuestra voluntad a la hora de abordar un fenómeno de tan gran complejidad, con múltiples aristas o dimensiones, como bien señaláis, ha sido tratar de tener todo el tiempo los dos pies sobre el terreno, sobre el lugar donde tienen lugar los conflictos y la violencia asociada a ellos, por mucho que la mirada intente ser lo más amplia posible. Por eso mismo, la complejización de nuestras visiones del pasado ha sido otra de las grandes apuestas de este libro, y quizás es en la búsqueda de la interacción entre los escenarios domésticos e internacionales, junto con la dimensión transnacional (es decir, todo aquello que traspasa fronteras, ya sean individuos concretos, armas, ideas, praxis, intereses, etc.), donde hemos intentado dar con un relato equilibrado, polifónico, multifactorial y, por tanto, ajustado a la realidad de los hechos.

Respecto al tema de América creo que a pesar de los peligros inherentes a todo esfuerzo de síntesis como el que entraña el epígrafe dedicado a los conflictos del centro de ese continente el recorrido está bien hilado y conectado al conjunto del libro, buscando una vez más ahondar en las cambiantes coyunturas domésticas e internacionales y al modo en que condicionarían la naturaleza de las guerras civiles y las violencias que estallaron en esa región. Quizás nos queda la pena de no haber abordado en profundidad el caso de la guerra civil colombiana, que con una evolución muy compleja y pasando por diferentes escenarios históricos iría desde 1948 hasta el actual proceso de desarme de las guerrillas.

David: Un concepto que ha sido decisivo a la hora de plantear este libro ha sido el de los ciclos bélicos largos, en el cual venimos trabajando desde hace ya algunos años, y que alumbramos por primera vez en Europa desgarrada, un estudio colectivo coordinado por ambos junto a nuestro colega Miguel Alonso. Lo interesante de esta idea es que lejos de ser un espacio interpretativo cerrado es todo lo contrario, pues permite a otros investigadores e investigadoras y al propio público lector establecer sus propias hipótesis y conexiones históricas en base a sus conocimientos del pasado y del presente. Los ciclos bélicos dan cuenta de algo que nos quedó muy claro al acabar Comunidades rotas: las guerras civiles, que siempre tienen lugar en países pobres desde el punto de vista capitalista, y por tanto periféricos en el ordenamiento global, tienen una suerte de naturaleza contagiosa, de manera que cuando afectan a un país acaban extendiéndose a zonas fronterizas o a países vecinos. En el libro se trabajan diversos casos, siendo quizás los más evidentes los de Centroamérica, Indochina, Asia Central y Oriente Medio y África Ecuatorial. Esto tiene explicaciones políticas, sociales y económicas muy claras: el tráfico ilegal de armas y las rutas de la droga, la injerencia de países vecinos en zonas de inestabilidad para tratar de imponer sus intereses político-económicos, los grandes flujos de refugiados que provocan luchas por el reparto de recursos y que arrastran en su seno a víctimas civiles junto a perpetradores de otros procesos eliminacionistas y fenómenos violentos que se ocultan entre ellas, etc.

Además, no lo olvidemos, está claro que existen diferentes trayectorias individuales que atraviesan décadas distintas del siglo XX y XXI, de conflicto en conflicto, ya sea por vocación profesional, por idealismo o por afán de lucro, entre otras. Evidentemente, en primerísimo lugar encontramos a militares profesionales, que aportarían sus conocimientos táctico-estratégicos, su praxis de la guerra en diferentes escenarios. En este sentido, y con todas las diferencias que se quiera, otra figura de esta naturaleza, muy reconocible para el gran público, es el Che Guevara y los guerrilleros cubanos que lo acompañaron o que continuaron su obra más allá de su muerte. La canción del Elegido de Silvio Rodríguez deja muy clara esa vocación transnacional del revolucionario argentino-cubano. No obstante, el fenómeno más representativo en la actualidad es el de los muyahidines, que no son sino los herederos de un fenómeno con una larga tradición a sus espaldas: el voluntariado de guerra, que nunca aparece movido por motivaciones monolíticas, sino que estas suelen ser extremadamente variadas, y donde el idealismo no es siempre ni en buena medida el factor central. Lo que nos interesa es que estos individuos llevan consigo discursos y praxis violentas o formas de entender la guerra que exportan, que ponen al servicio de diferentes causas en diferentes escenarios.

El libro se titula Comunidades rotas y supongo que en España se entenderá muy bien, ¿la Guerra Civil y lo que dejó es un paradigma de comunidad rota?

David: Efectivamente, el resultado de la guerra civil española es un caso más que evidente de comunidad rota o comunidades rotas por un conflicto interno, y sobre todo lo es aún más por la gestión nefasta y consciente que se hizo del enfrentamiento durante el franquismo. Este régimen se sirvió de la guerra y su herencia para imponer su victoria incondicional sobre un enemigo al que se quiso desde antes del golpe de estado completamente doblegado, y al cual le fueron impuestas las condiciones draconianas del vencedor. Por eso mismo, la gestión que se hace de los conflictos fratricidas es casi tan crucial como lo que ocurre en el curso de estos, de ahí la importancia de estudiar las posguerras como momentos de transición y cambio histórico, de refundación social y política.

Esto nos lleva a varias cuestiones interesantes que una vez más nos permiten conectar el caso español con otros situados más allá de nuestras fronteras: existen buenas razones para pensar, y eso ya lo hemos dicho en otras ocasiones, que la guerra civil fue el principio del fin de eso que hoy se llama la España vaciada, al menos tal y como se había conocido históricamente hasta la irrupción de la contemporaneidad. Hubo gente que para poder trabajar, es decir, para vivir y también para tener algo de paz, para eludir el acoso social de sus convecinos, tuvo que marcharse de los pueblos donde había vivido siempre su familia, porque habían quedado marcados para siempre por la filiación política de uno o todos sus miembros. En este caso, la violencia rompió de forma evidente vínculos sociales básicos en la solidaridad sobre la que se sostiene la vida de las pequeñas comunidades, por no hablar de las destrucciones que causó en materia de infraestructuras y viviendas, dejando a mucha gente de clase popular sin hogares y sin medios económicos, sin poder contar tampoco con el apoyo del estado para la reconstrucción. Algo parecido observamos en Grecia, donde la despoblación ha afectado de manera muy particular a las zonas del Epiro y Macedonia, al noroeste y norte del país, no por casualidad dos de los principales escenarios de la guerra civil de los años 40. El gran director griego Theodoros Angelopoulos, fallecido hace una década, fue el cronista de este drama histórico.

Evidentemente, la situación casi terminal en que se encuentra buena parte de la España interior tiene muchas razones detrás, incluidas las políticas desarrollistas del franquismo, pero una de ellas, muy evidente, fue la guerra civil española y la durísima posguerra. No hay que olvidar algo que Javier lleva señalando muchos años, al menos desde que fue mi profesor en la carrera allá por el 2009: la ley marcial o estado de guerra siguió vigente hasta 1948, en buena medida para hacer posible la persecución y aplastamiento sin paliativos de la guerrilla antifranquista, así como la destrucción de cualquier oposición político-social frente al nuevo régimen, de ahí que seamos partidarios de esa tesis que habla de una guerra civil que llega como mínimo hasta finales de los años 40, algo que es muy evidente en los espacios rurales donde actuó el llamado maquis.

Javier: Esto es importante dejarlo claro: todas las guerras civiles rompen comunidades de uno u otro modo, todas provocan gravísimas fracturas. Desde luego, a día de hoy la de la guerra civil española se deja sentir más en los pueblos que en las zonas urbanas, de hecho los que se han quedado en el mundo rural en los últimos ochenta años tienen una memoria personal y colectiva mucho más viva del conflicto, y mucho más marcada por la realidad de lo que fue. En el mundo urbano los relatos del pasado están mucho más mediatizado por otros medios ajenos a los que son típicos en el mundo rural, donde la transmisión del recuerdo familiar y la existencia de unas relaciones diarias y unos equilibrios comunitarios marcan la pauta. De hecho, por lo general suelen ser más encorsetados, sobre todo por las dependencias mutuas y por el conocimiento que tienen unos de otros en el vecindario. En los pueblos todo se sabe, y eso marca las relaciones. Esto es algo que se observa bien cuando se hace investigación de campo con entrevistas a supervivientes y testigos de la época. El mundo urbano es otro bien diferente, donde la llegada constante de nuevos individuos tanto del conjunto de la península como del extranjero diluye mucho más la memoria, introduce nuevos estímulos y elementos.

Sin embargo, y por cerrar esta cuestión, algo en lo que hemos hecho mucho hincapié, y que David demostró muy bien en su estudio de la batalla de Teruel, es que al final depende de individuos concretos sobre el terreno tomar unas u otras decisiones. Es decir, y esto no hay que olvidarlo, que la guerra adopte una dimensión mayor o menor depende de que aquellos y aquellas que la viven, la sufren y la hacen posible opten por denunciar, violar y matar, por hablar de una triada típica de crímenes, o que en cambio se reafirmen en no rebajarse a eso, por mucho que las situaciones de conflicto impongan muchas presiones de todo tipo hasta el punto de dar la sensación de que el abanico de posibilidades a disposición de los individuos se reduce dramáticamente. Como decía, David demostró muy bien algo que seguramente es extensible a toda España, y es que durante la guerra civil española hubo pueblos de Teruel cuyas autoridades locales de ambos bandos se negaron a apoyar los asesinatos en sus localidades hasta el punto de conseguir que nadie muriera fusilado, aprovechando para ello que por lo general su firma y autorización solía ser solicitada para legitimar las ejecuciones.

A veces los españoles, en un cierto ejercicio de ombliguismo que nos hace ver nuestra historia como extremadamente particular creemos que nuestra historia, nuestra guerra civil es única, casi una anomalía. Leyendo vuestro libro lo parece menos, con guerras civiles encuadradas en ese tiempo… Incluso llegáis a compararla con Corea…

Javier: Todos los nacionalismos tienen este tipo de narrativas victimistas, la propia historiografía y la sociedad alemanas creyeron –y en no pocos casos siguen creyendo, porque esto es todo un debate– que el nacionalsocialismo es un fenómeno específico de la historia alemana, producido por la particularidad de dicha cultura; incluso acuñaron un concepto para referirse a ello, el Sonderweg o camino especial, lo cual habla por sí solo. En cambio, a nuestros ojos el nacionalsocialismo es la particular versión del fascismo en Alemania, la fuerza que encabezó e hizo posible la actualización y el triunfo de las fuerzas contrarrevolucionarias alemanas en los años 30 y 40. A nivel de praxis y discurso, de identificación del enemigo y la amenaza que supondría, las diferencias con otros fenómenos contemporáneos como el propio franquismo o el fascismo italiano son mínimas, casi diría que de matiz: sencillamente perfeccionó y depuró hasta el extremo las formas de eliminar o matar al otro, al indeseable, una figura que por otra parte tiene un recorrido histórico a sus espaldas tan antiguo como la historia misma. Así puede verse en el breve pero intenso recorrido que hacemos en el primer capítulo de la obra por la presencia de la guerra civil como fenómeno desde la Mesopotamia de la Antigüedad hasta nuestros días, pasando por la Grecia y la Roma clásicas o las guerras de religión de la época moderna. Al fin y al cabo, la guerra civil siempre viene definida por la existencia de un enemigo interno, el connacional al que se le niega dicha condición, que debe ser eliminado para garantizar la continuidad o el renacer de la comunidad, del sistema, de la vida misma.

Efectivamente, los grupos de investigación y los proyectos en que me he integrado y he promovido a lo largo de estos años han tenido como uno de sus principales caballos de batalla romper con la supuesta especificidad de España, analizar sus conexiones con un escenario mediterráneo, europeo y transatlántico mucho más amplio. Y en realidad es algo en lo que ha venido insistiendo mucho la historiografía española más avanzada en las últimas dos e incluso tres décadas. Creo que este libro es un paso más en este sentido, pero uno muy importante, porque como bien señalas deja muy claros no solo los hilos que conectan la realidad española con el entorno en que se enmarca, sino también las similitudes con otros escenarios tan distantes en lo geográfico como Corea.

David: Yo creo que el problema en el estudio y comprensión de la historia viene cuando intentamos encorsetar nuestra visión de los acontecimientos humanos, porque las cosas nunca son blancas ni negras, ni las causas que las producen son unívocas o exclusivamente endógenas. Aquí vuelvo a los ciclos bélicos largos o a la transnacionalidad, porque creo que es útil, así como también lo son las ideas que expresaba Javier: el escenario en el que tienen lugar los hechos del pasado que estudiamos los historiadores e historiadoras es global, y si no cuanto menos es amplio y tiene unos contornos muy difíciles de definir, escapa con mucho a la rigidez o al carácter supuestamente estanco que atribuimos a las fronteras estatales o incluso naturales-geográficas. Así pues, nos encontramos con que los individuos, las ideas, las prácticas, las mercancías de todo tipo traspasan océanos, montañas y límites entre estados, se mueven desde que el ser humano campa sobre la faz de la tierra, lo que ocurre es que muy a menudo, víctimas como somos de la moda y de una actualidad siempre cambiante de lo nuevo, tendemos a considerar que el mundo en el que vivimos se inventó ayer, al menos las líneas maestras por las que discurre, y en general no suele ser así. Quizás el ejemplo más cercano de transnacionalidad que tenemos, y que por desgracia no citamos en el libro, se observa en la trayectoria de una parte importante del medio millón de españoles que cruzaron la frontera hispano-francesa en las primeras semanas de 1939, muchos de los cuales acabaron en la resistencia gala contra la ocupación alemana, que lo fue sobre todo contra el colaboracionismo de sus connacionales, tal y como se ve en el libro. Este es un tema que ha estudiado a fondo un paisano nuestro, Diego Gaspar Celaya, y que pone de manifiesto cómo centenares de españoles, la mayoría curtidos veteranos del Ejército Popular durante la guerra civil española, integraron la lucha partisana contra el fascismo en el país vecino, que en determinadas regiones de Francia tuvo la naturaleza de un conflicto interno.

Así pues, mirar más allá de los Pirineos y de las masas de agua salada que rodean la península ibérica ya no es que sea esencial en el oficio del historiador y la historiadora, porque está claro que hoy ya no se puede seguir haciendo historia solvente sin una cierta perspectiva comparada, transnacional y global, es que además es sano como ciudadanos y ciudadanas, para relativizar y poner en cuestión las supuestas especificidades de nuestra sociedad y de nuestra historia, para echar abajo ciertos mitos y para quitarle la careta a ciertos creadores de opinión que se lucran a costa de seguir promoviendo discursos de rancio abolengo que datan por lo menos de la época del franquismo. Ya no se sostiene eso del supuesto carácter fratricida de los españoles, algo que no obstante sigue muy en boga aún a día de hoy, o del Spain is different, tal y como acuñó durante los años sesenta el Ministerio de Información y Turismo con Manuel Fraga a la cabeza en el franquismo. A menudo los tópicos identitarios se cumplen mucho más por el deseo y voluntad de exclusividad de los detentadores de esas identidades en un mundo crecientemente globalizado que por la supuesta esencialidad de los caracteres nacionales. España es un país con sus particularidades, como cualquier otro, pero desde luego no tan diferente a los de su entorno cultural y político más inmediato, como es obvio y normal, porque las conexiones que tiene con el escenario mediterráneo, europeo y transatlántico en que se sitúa son tanto o más decisivas que las especificidades domésticas. Es imposible que un país en una posición como la que ocupa el nuestro se alimente exclusivamente de su supuesto carácter singular y de factores endógenos, lo dice la lógica, pero también las evidencias de lo que sabemos por la investigación y la experiencia empírica, y Comunidades rotas creo que arroja bastante luz al respecto. Y no digo esto como una forma de consolarnos por las carencias y defectos que podamos percibir en nuestra sociedad, cultura o sistema político, todo lo contrario, sino para hacer honor a la verdad y a la complejidad de las cosas, para saber que compartimos problemas y realidades con un escenario mucho más amplio, algo que además nos ayudará a analizar mucho mejor nuestro pasado y nuestro presente, a situarlo en perspectiva y a poder incidir en este de forma consciente y responsable.

En pleno siglo XXI, ochenta años después del final de la Guerra, ¿por qué la memoria histórica en España sigue levantando tanta polvareda? ¿No debería resultar evidente que se deben reparar a las víctimas, que se deben dar dignas sepulturas a los enterrados en fosas, etc.? Todo este debate me recuerda a que hace poco, Ángel Viñas en este periódico decía que España “había fallado a la hora de construir un relato objetivo y objetivable, en la manera de lo posible, de la Guerra Civil y el franquismo”.

David: Tengo que confesarte que este es un tema al que últimamente le he dado bastantes vueltas, al fin y al cabo para cualquier experto en la guerra civil siempre está ahí. Hasta cierto punto creo que Ángel Viñas tiene razón, pero no es menos cierto, y negarlo sería ir en contra de la lógica de las cosas, que en una sociedad democrática siempre van a convivir diferentes memorias del pasado, distintos relatos basados en experiencias individuales, familiares y colectivas. No podemos hacer mucho frente a esto salvo escribir buenos libros, reivindicar nuestro lugar en el espacio público para dar a conocer nuestras investigaciones e impartir buenas clases para formar profesionales competentes; este es el único camino, junto a la aceptación de la pluralidad inherente como decía a cualquier sociedad de masas en democracia. Desde luego que continuará habiendo gente que creerá que la guerra civil española era inevitable, contra toda lógica, o que el franquismo fue el que hizo posible la modernización y democratización de país, también faltando al sentido común y al buen gusto, y me refiero a estas cuestiones porque son cosas que se oyen por ahí de forma habitual, que están asentadas en el imaginario colectivo. Sin embargo, nosotros sabemos que es un contrasentido escandaloso desde el punto de vista historiográfico afirmar o sugerir que un dictador pueda traer eventualmente la democracia a un país fruto de su infinita sabiduría y altura de miras, por su habilidad providencial a la hora de reconocer la incapacidad de sus gobernados para gobernarse a sí mismos y, por tanto, la necesidad que tendrían de mano dura hasta que maduren, por su carácter supuestamente díscolo y rebelde o algo por el estilo. Esto comporta varios problemas. Por un lado refuerza la idea del hombre providencial, como decía, lo cual legitimaría su poder total y, por tanto, la posibilidad de ejercerlo de forma discrecional en nombre del bien colectivo, algo que a su vez constituye un ejercicio argumental extremadamente peligroso y corrosivo, legitimador de la tiranía. Por otro lado supone una infantilización de la sociedad entendida como masa ignorante e impulsiva, y por tanto es insultante para la dignidad de los sujetos históricos objeto de estudio, como si la gente en el pasado no hubiera poseído sentido común, ni hubiera tenido capacidad de análisis racional de la realidad desde su perspectiva restringida o reducida de la realidad, como lo es la nuestra hoy en día, no nos olvidemos. Una buena aproximación a cualquier pasado marcado por la privación de libertades pone de manifiesto por sí sola la tremenda injusticia de negar el derecho de las personas a esas libertades, algo que es injustificable desde cualquier punto de vista. Y aún con todo, está claro que estos discursos paternalistas y condescendientes, simplistas en extremo, seguirán existiendo, de modo que nuestra labor solo puede ser de siembra paciente y constante, casi diría de resistencia.

Por otro lado, hay algo que en cierto modo no deja de sorprenderme. Es obvio que en tanto que heredero del régimen franquista, porque lo es por pura línea de continuidad, el actual estado democrático español, fruto de la constitución de 1978 y del proceso de cambio político culminado con la llegada del PSOE al poder en 1981, debería hacerse responsable de los muertos y las muertas tirados como alimañas en fosas comunes y cunetas por todo el territorio peninsular. Ya no se trata de hacer política en un sentido ideológico y partidista, no, se trata de una obligación moral dentro de un estado de derecho que tiene que preservar los intereses y la integridad de sus ciudadanos. Nunca he acabado de entender el problema real de la derecha histórica de este país para apoyar la apertura de las fosas y la identificación de los restos mortales, que sin duda pudo tener cierto sentido en los años ochenta o en los noventa, cuando el vínculo de muchos de sus dirigentes con el franquismo estaba más que claro, pero a día de hoy y pasados más de cuarenta años de la firma de la constitución… Creo que supondría un rearme moral para la derecha, que la acreditaría a ojos de una parte de la ciudadanía que le niega su espíritu y voluntad democráticas y que supondría una muestra de conciencia cívica de valor incalculable. En cambio, nos encontramos con una derecha que se niega por activa y por pasiva a que el estado asuma su responsabilidad, a devolver la dignidad a las miles de personas ejecutadas de manera injusta por un régimen dictatorial, lo cual supone dos cosas: contravenir por completo los principios más elementales de la piedad cristiana y el respeto al prójimo que una parte importante de esta derecha reivindica como propios en tanto que gente católica de fe y de valores, aunque sabemos que el ser humano de contradicciones va sobrado en cualquier tiempo y latitud, y por otro lado mostrarse connivente o cómplice con una dictadura, lo cual es contraproducente desde el punto de vista de la cultura democrática, por mucho que sus orígenes políticos estén en parte en el franquismo.

Quizás pienso como pienso porque nací a finales de los ochenta y me he perdido algo, pero creo que la derecha de hoy ya no debería tener tantos nexos de continuidad con la de ayer en estos temas, ni debería tener miedo a destapar la realidad del franquismo. Además, no lo olvidemos, siguen amparándose para no hacerlo en ese mantra de “no abrir viejas heridas”, como si los españoles del siglo XXI estuvieran esperando la más mínima ocasión para empezar a matarse, como si el país viviera constantemente al borde de la guerra civil y cualquier cosa pudiera desestabilizarlo desembocando en episodios de violencia. Creo que está claro que esto no se sostiene, que es un discurso terriblemente paternalista que ataca a nuestra propia dignidad como ciudadanos y ciudadanas, que nos niega la inteligencia y el sentido común, y yo me niego a ser infantilizado y tratado así, como si mis gestores políticos pudieran ver el mundo desde una posición de excepción que a mí me está vetada sabe dios por qué.

Bosnia 1993 (EFE)

Dedicáis un buen capítulo a la guerra de los Balcanes, en estos tiempos donde los nacionalismos vuelven a resurgir por toda Europa, ¿esas guerras no deberían servirnos de acicate? ¿No deberían ser la alarma para los europeos de que hace no mucho en nuestro continente tuvo lugar una guerra civil tan salvaje? ¿No debería ser un acicate también para agarrarse al proyecto europeo?

David: Este tema es sumamente complejo, y lo es por varias razones, así que voy a tratar de exponer mi opinión de forma sintética y clara. El nacionalismo no fue ni la única ni la causa más importante de las guerras civiles de la antigua Yugoslavia en los años noventa, esto debe quedar claro y lo subrayamos con especial énfasis en el libro. Las guerras yugoslavas fueron una consecuencia extrema de las luchas por el nuevo reparto del poder político-económico entre unas élites políticas comunistas que en muchos casos trataron de preservar su posición de dominio instrumentalizando el nacionalismo, entre otros factores, y de una nueva clase política procedente del amplio abanico de culturas políticas que anidarían en la oposición frente al comunismo. Esto, que fue una realidad compartida en toda Europa centro-oriental, cobró tintes dramáticos en Yugoslavia por las particularidades del ordenamiento federal del país y el alto grado de descentralización política y económica, que dieron una capilaridad extrema a esas luchas por el poder, alcanzando de manera dramática ámbitos locales y comarcales extremadamente variables y con equilibrios muy diversos. Hemos tratado de dar cuenta de ello en el libro de manera minuciosa, de hecho nos hemos referido con detenimiento a Yugoslavia porque fueron guerras particularmente mediáticas, equiparables en ese sentido a España en la primera mitad de siglo, pero en este caso para la segunda. Después tampoco ayudó en nada la aparición de un nuevo escenario político internacional derivado de la descomposición acelerada del comunismo en toda Europa centro-oriental y el espacio soviético, con la victoria del occidente capitalista y liberal. Esto fue un cataclismo que llevó a la redefinición radical de los equilibrios y las políticas internacionales, de las agendas diplomáticas, extremadamente estables en Europa desde hacía más de cuatro décadas a causa de las condiciones provocadas por la Guerra Fría. Y aquí cobra una importancia radical el caso de Alemania, recientemente “reunificada” frente a la reticencia sobre todo de Francia y otros países de Occidente. Los líderes alemanes desplegaron rápidamente una política de potencia continental en la crisis balcánica para ejercer su nuevo estatus, para reclamar los laureles de la victoria en la Guerra Fría y para legitimarse frente a sus aliados franceses y británicos, a quienes quiso lanzar una señal muy clara de que se habían acabado las veleidades expansionistas o el irredentismo, cosa que entonces no estaba clara para líderes políticos como Mitterrand. La consecuencia más evidente de ello fue el reconocimiento precipitado de Eslovenia y Croacia como estados independientes, frente a los intentos de la diplomacia europea para dar con una salida negociada a una crisis yugoslava que todavía no había devenido en una guerra generalizada, y que además de torpedear las conversaciones empujó a Bosnia-Herzegovina a independizarse, con el resultado que todos conocemos, por desgracia. Entonces, repito, hablar del nacionalismo como causa primera o última de las guerras civiles esconde mucho más de lo que explica, simplifica en extremo la complejidad de los hechos y nos priva de los múltiples intereses y niveles de realidad que confluyen a la hora de hacer posible el drama de los conflictos internos. De todas formas, invito a los lectores y lectoras a sumergirse en el libro para entender mejor un conflicto que fue extremadamente enrevesado y que se enmarcó en un periodo de cambio de tanto calado como lo fue el de la Gran Guerra y la revolución rusa setenta años antes.

Respecto a las garantías que nos ofrece el proyecto europeo creo que hay que mostrar las cosas como son, sin exagerar. Está claro que promover la cooperación, la transparencia en la toma de decisiones y los espacios de contacto y negociación supranacionales ha contribuido a evitar conflictos internacionales entre potencias, pero no sé si podemos decir lo mismo respecto a las guerras civiles. Es más, las guerras de Yugoslavia en los noventa son una de las manifestaciones más evidentes del fracaso de la entonces Comunidad Económica Europea para ofrecer una respuesta colectiva y una salida a la crisis política previa o a los conflictos armados que se sucedieron desde 1991 en un espacio político-geográfico que está a las puertas mismas de Europa, los Balcanes Occidentales, a pesar de que buena parte del prestigio político del proyecto europeo iba en ello, máxime en un marco de victoriosa postguerra fría y dentro del deseo de marcar tendencia entre los países de todo el antiguo bloque comunista. Esto es algo que le valió muchas críticas a los líderes comunitarios, y que ya reveló de forma muy clara los límites y las costuras del proceso de integración, cuestionando sus logros. Tampoco hay que olvidar que lejos de ser blanda, la política exterior y el modelo europeo de desarrollo político-económico está siendo causa de inestabilidad y conflictos durante los últimos años en los confines orientales del continente, en la siempre confusa y difícil frontera con Rusia y lo que esta considera como su área de seguridad e influencia histórica. La presente guerra civil en Ucrania oriental es la muestra más clara de todo ello.

En fin, que valorar los beneficios del proyecto europeo siempre es algo complejo y no exento de polémica, sobre todo en tanto que constructo al servicio fundamentalmente de determinados intereses. No quiero quedarme aquí afirmando algo que sin duda sonará vacío, como un mero eslogan: la Unión Europea ha sido el instrumento que han escogido las élites político-económicas del viejo continente para competir a nivel mundial y preservar o promover sus intereses en un mundo crecientemente globalizado, sobre todo desde finales de los años ochenta, hasta el punto que vivir fuera de ella una vez se ha estado dentro, como podría ocurrirle al Reino Unido en poco tiempo, se antoja muy difícil, por las dependencias mutuas que generan las sinergias y la protección comunitarias. Está claro que hasta cierto punto, al menos por lo que respecta a la política doméstica, la Unión Europa ha contribuido en no poca medida a la estabilización de los diferentes estados-nación que la componen, al sancionar su existencia y tomar su soberanía como único punto de referencia posible. Esto ha quedado muy claro en la gestión que se ha hecho del independentismo escocés y catalán, donde todas las fuerzas comunitarias han ido al unísono al coincidir en que ambos eran un problema con el que habían de lidiar los estados británico y español respectivamente.

Hablamos de un problema complejo en extremo, tanto que no podemos ventilarlo en una entrevista de estas características. A mi parecer, Timothy Snyder lo señaló de forma muy acertada en un artículo escrito a principios de 2019, titulado Europe’s Dangerous Creation Myth, donde apuntaba precisamente que la narrativa de que la Unión Europea es el fruto de la perfectibilidad del ser humano y sus sociedades, es decir, del aprendizaje de los costes inasumibles de la guerra es eso, una narrativa, en no poca medida una invención interesada para legitimar el proyecto europeo. Snyder señalaba, y con eso concluyo, que “en 1945 los poderes europeos no habían aprendido que la guerra es mala. Siguieron luchando guerras coloniales” –tal y como se puede observar a la perfección en Comunidades rotas, por cierto– “hasta que las perdieron o hasta que quedaron exhaustos a causa de estas… No fueron los estados-naciones los que impulsaron el proceso de integración europeo, sino los imperios en su ocaso, exhaustos por sus esfuerzos coloniales… Como mantener sus imperios se convirtió en algo demasiado costoso, estos encontraron los mercados europeos y la identidad europea… La UE es un cómodo aterrizaje post-imperial.”

Javier: Por tirar un poco de lo que comentaba David, es posible que hoy en día la Unión Europea se haya convertido en una suerte de mecanismo de contención frente a los conflictos internos de menor o mayor intensidad, pero está por ver si eso será siempre así o no. Creo que si algo nos enseña este libro es que las narrativas basadas en la fe en el progreso, es decir, en la evolución de las sociedades humanas hacia estadios supuestamente superiores de perfección y organización social y económica no son líneas rectas, ni mucho menos son irreversibles. En cualquier caso, si atendemos a las tesis de nuestra obra la ausencia de guerras civiles en la Europa comunitaria ha tenido mucho más que ver seguramente con la existencia de estados burocráticos modernos bien consolidados y sistemas políticos estables que garantizan unos mecanismos y espacios para la negociación de los conflictos sociales y económicos, pero también al mismo tiempo de sociedades que, más allá de la inaccesible cúspide de la pirámide donde se concentra la riqueza, se caracterizan por un reparto de poderes más o menos equitativo, siquiera por el actual empobrecimiento o progresiva desaparición de las clases medias. Además, hoy en día las opciones que abogan por la violencia como vía política hacia el poder o la consecución de un nuevo reparto económico están completamente desaparecidas por desacreditadas, es decir, están fuera del horizonte mental de los ciudadanos de Occidente fruto de multitud de cambios operados a todos los niveles en las últimas décadas; además, sin organización ni cuadros que encuadren el descontento y lo vehiculen a través de las armas es imposible que se dé una guerra civil, y es una suerte que sea así, porque las formas para la resolución de los problemas estructurales tienen que ser otras.

En cualquier caso, algunas veces lo hablamos con David: es muy posible que si se dan episodios de violencia en nuestras sociedades durante las próximas décadas estas tengan como víctimas a las minorías religiosas y/o nacionales que cada vez en mayor número viven en nuestras sociedades, pero de ser así no se tratará de conflictos en pie de igualdad, es decir, de guerras civiles tal y como las entendemos, sino de otro tipo de procesos asimétricos. Sin embargo, los historiadores somos malos haciendo predicciones de futuro, y en este caso querría que siguiera siendo así, la verdad. Hay que pensar una cosa: los estados-nación europeos se han forjado en el marco de guerras, desplazamientos de masas y procesos eliminacionistas de diversa naturaleza. Es decir, a lo largo de su historia estos estados y las élites que los han regido han hecho una gran inversión en violencia para alcanzar lo que durante muchos años ha sido el ideal del progreso: la homogeneización cultural y la racionalidad administrativa, desde el modelo revolucionario francés, arraigado a su vez en la tradición absolutista de los Borbones franceses, se ha considerado durante muchas décadas la única garantía de igualdad y libertad ante la ley, como garantía de una ciudadanía como cuerpo social depositario de derechos y obligaciones. Con esto quiero decir que los estados-nación europeos no se han construido bajo la premisa de la multiculturalidad donde esta aparezca como algo deseable y positivo, ni tampoco bajo la necesidad de preservarla, aunque hoy en día esta sea una corriente más que vive y permea en mayor o menor medida nuestras diferentes culturas políticas. Sin embargo, sigue viviendo con esa otra tendencia homogeneizadora y racionalizadora, que está muy arraigada en nuestro modo de entender el mundo, sobre todo en Europa, no tanto en Estados Unidos y otros países occidentales, que como sociedades y estados parten de unas tradiciones, unos procesos y unos escenarios históricos muy diferentes. El modo en que se está lidiando con la gravísima crisis de los refugiados venidos de África y Oriente Medio es la mejor muestra de ello, o la gestión (no-gestión más bien) que se ha hecho en Francia de la población inmigrante, así como de los hijos y nietos de los que inmigraron hace ya varias décadas: los países europeos se vuelven a encontrar con un problema que creían haber resuelto, que entra en contradicción con el mismo modo en que fueron concebidos, y el modo en que se gestione esto marcará la política de los próximos diez o veinte años sin lugar a dudas. De hecho, esto último ya está ocurriendo, esa inquietud por la homogeneización ya está siendo instrumentalizada políticamente, tal y como podemos ver cada día, de modo que tendremos que estar atentos.

Calificáis las guerras civiles que azotan África este siglo como “pandemia”, ¿cómo se puede resolver una situación así?

Javier: Hasta cierto punto podría parecer una metáfora, sin embargo un análisis mínimamente detenido de los conflictos del último cuarto de siglo, incluso de los últimos cincuenta años, nos revela hasta qué punto dicha imagen se ajusta a la realidad de manera dramática. Dicho de forma un tanto libre, el sentido etimológico de pandemia nos remite a una enfermedad infecciosa generalizada que afecta a las poblaciones que habitan en un área geográfica extensa, y eso define a la perfección la naturaleza de la guerra en África. Así se observa en dos escenarios muy concretos. Por un lado tenemos el ciclo bélico largo abierto sobre todo en 1972 en el Cuerno de África, con las guerras civiles en el pequeño país de Eritrea, que pronto desestabilizarían una vasta región que abarcaría y que abarca conflictos internos e internacionales con Etiopía o Somalia en un lugar relevante, y que podrían conectarse también con las guerras civiles sudanesas que vendrían de los años cincuenta ya; vale la pena señalar que algunas de las guerras civiles ocurridas dentro de este ciclo, como la somalí y en no poca medida la sudanesa, duran hasta nuestros días, con la consecuencia evidente de un estado fallido, Somalia, y la aparición de otro nuevo, Sudán del Sur. Lo mismo ocurre en torno al Congo, donde la guerra civil ruandesa de la primera mitad de los noventa y en paralelo el genocidio de los tutsis a manos de los hutus acabaría desencadenando un ciclo bélico que dura hasta hoy, donde el Congo Oriental se ha convertido en el escenario de guerras internas e internacionales con una tremenda miríada de actores operando sobre el terreno. Todo ello fue el fruto de diversos procesos y decisiones, muy relacionados con las dificultades para gestionar los grandes flujos de millones de refugiados generados por el desarrollo y resultado de la guerra civil en Ruanda y el genocidio que corrió paralelo a esta en 1994.

En el libro hablamos más a fondo de todo esto, pero si algo ha caracterizado a las guerras civiles africanas de las últimas décadas es el carácter contagioso de los conflictos armados, haciendo imprevisible en qué puede derivar una lucha armada aparentemente localizada. Está más que comprobado: los conflictos armados se extienden en virtud de una suerte de efecto dominó, fruto del lucrativo tráfico de armas acompañado de otras mercancías; la ruptura de formas de vida tradicionales a causa de la guerra; el desarraigo de millones de personas sin medios de subsistencia; el desequilibrio que genera su llegada como refugiados a los países de acogida en las fronteras de los lugares en conflicto; las estrategias de algunos sectores de entre ellos para sobrevivir, a menudo con el recurso a las armas y a la guerra como única forma de vida que les quedaría; y así un largo etcétera, hasta hacer de la guerra una pandemia en sí misma. Pero además, acompañándola aparecen otras pandemias que contribuyen a hacer de esta una experiencia mucho más terrible: el hambre, agudizada por acontecer los conflictos en lugares periféricos, pobres y mal vertebrados, sin apenas comunicaciones ni interés para la comunidad internacional; y las enfermedades infecciosas, ya sean de transmisión sexual o no, las primeras, con el SIDA a la cabeza, favorecidas por la utilización de la violación como arma de guerra y la consideración que se da a la mujer de botín de guerra, pero todas ellas propiciadas por la intensa circulación de individuos que genera cualquier situación de conflicto generalizado.

David: Apuntaré algo más: para nosotros ha sido fundamental evitar en todo momento colonizar a los africanos desde el punto de vista académico o historiográfico, que es algo que ocurre de manera bastante corriente cuando se hace historia del mundo desde Europa, sobre todo, o desde Occidente en general. Es esa vieja y manida idea consuetudinaria, muy presente en determinados ámbitos de la izquierda, según la cual los países del mal llamado Tercer Mundo debían ser una Arcadia feliz y lo seguirían siendo en caso de que no hubiera habido ni siguiera habiendo intromisiones de las principales potencias en los espacios bajo su soberanía. Una vez más, se trata de una visión condescendiente y paternalista que presupone en ciertos sujetos, en este caso sobre todo en los africanos o en los pueblos indígenas de toda Latinoamérica, que son los que más sufren este tipo de tratamiento, una suerte de bonhomía natural, dentro de esa tradición del pensamiento ilustrado roussoniano del buen salvaje.

Pues bien, lejos de eso nos encontramos con que una de las principales plagas que asoló el continente africano, el comercio de esclavos procedentes en su mayor parte del África Ecuatorial, decisivo además en el desarrollo del capitalismo y en el estímulo a los primeros estadios de la globalización tal y como la conocemos hoy, solo fue posible con el concurso activo de los propios autóctonos. Hasta bien entrado el siglo XIX los europeos nunca se adentraron más allá de la costa africana, donde fundaron factorías comerciales en las cuales confluían mercancías de todo tipo, incluidos seres humanos. Dichas mercancías, incluidas las personas, eran traídas por naturales del continente tras llevar a cabo cacerías en las regiones del interior, de las cuales sacaron pingües beneficios, hasta el punto de dar lugar a un lucrativo negocio gracias al constante flujo de intercambios posibilitado por la siempre creciente demanda occidental. En este sentido, nos debería dar que pensar el hecho de que fueron africanos los que actuaron como el primer eslabón en el comercio de esclavos que llevó a millones de personas de dicho continente a diferentes regiones de América, sobre todo a Brasil, el Caribe y los territorios meridionales de los actuales Estados Unidos. Y con esto no queremos construir un nuevo relato, ahora sobre la maldad inherente al ser humano, sino más bien entender cuán complejas son las cosas cuando nos aproximamos al estudio pormenorizado y desprejuiciado de las sociedades.

Cuando uno hace un repaso del horror bélico durante el siglo XXI, supongo que va preparado para adentrarse en momentos terribles, ¿pero hay alguna guerra civil que os haya dejado tocados emocionalmente al estudiarla?

David: Cualquier proceso creativo o trabajo humanístico requiere de un grado de implicación tal por parte del individuo que lo lleva a cabo que hace que uno se acabe volcando en su trabajo de la forma más exigente que quepa imaginar, sobre todo porque se trata de quehaceres donde la pasión ocupa un lugar central. Sin embargo, escribir una obra de estas características ha comportado un desgaste si cabe mayor, tanto por la naturaleza extremadamente desgarradora del objeto de estudio como por la ambición inherente a nuestro enfoque, global, transnacional y comparado, pero también descendiendo a lo local y lo individual. Hay que reconocer que cuando uno trabaja sobre una cuestión como las guerras civiles de los últimos cien años siente aún más el peso de la responsabilidad sobre sus hombros, y creo que es bueno que así sea, porque los historiadores y las historiadoras tenemos que trabajar conscientes de que abordar hechos humanos exige respeto, humildad y dedicación, nos pide ser capaces de tener en cuenta las implicaciones y el interés potenciales de nuestro trabajo. Así pues, me atrevería a decir que aunque ambos llevamos ya varias investigaciones y publicaciones a nuestras espaldas, todas ellas bastante exigentes, en esta ocasión todo se ha alineado para hacer que nuestro grado de implicación haya sido aún mayor, dando como resultado un desgaste difícil de transmitir, porque se siente bastante más de lo que se deja explicar. En definitiva, creo que los autores fallamos muchas veces a la hora de explicar todo lo que hay detrás de nuestros libros, y eso es un problema, porque en el caso de todo aquello que tiene un valor cultural dar cuenta del proceso, del dolor que comporta, contribuye a dar una idea de lo que cuesta y de lo importante que es cuidar y seguir cultivando el conocimiento y la cultura. En el caso de Comunidades rotas, como podéis imaginar, ha habido mucha pasión, con el oficio del historiador, y mucho compromiso, con el estudio y conocimiento complejo del pasado, con la necesidad de promover una conciencia crítica a través de nuestra labor.

Javier: Estoy bastante de acuerdo con lo que comenta David, aunque cada uno lo hemos vivido de una manera diferente, como es obvio entre dos personas que se llevan once años de edad y tienen situaciones vitales diferentes. Sin ir más lejos, cuando empezamos a rematar el libro, es decir, en la fase más intensa de redacción y correcciones, yo fui padre por segunda vez, y esto hace que Comunidades rotas tenga un componente emocional mucho más fuerte. Evidentemente, no es casual que la obra comience reflexionando sobre el hecho de que en la mayor parte de las culturas no existe una palabra para referirse a la pérdida de un hijo o una hija por parte de sus padres, al contrario que a la inversa, donde la situación se define como orfandad. Esto se nos apareció de inmediato como una muestra de la anormalidad de dicha situación, que sin embargo y por desgracia es muy común en el marco de las guerras. Los hijos mueren en combate o fruto de la violencia eliminacionista o de las consecuencias mismas de los conflictos armados, el hambre, el frío, los bombardeos, las enfermedades, etc. Por eso, el hecho de criar un bebé en paralelo a la escritura de un libro como este, donde la muerte es omnipresente y ocurre en circunstancias extremas, te hace pensar mucho en cuán vulnerable es la vida y en cuán injustas son las guerras, especialmente con los más inocentes, y aunque suene a tópico también te hace pensar en la suerte que tenemos de haber nacido en sociedades donde la guerra o el conflicto armado han quedado definitivamente desterrados, al menos por ahora. Este libro ha querido recoger ese sufrimiento, dejar constancia de él, pero también explicar las causas que hay detrás de él, que si se quiere es la única manera de reparar a las víctimas.

Escribís en el capítulo final, que apostáis más por la complejidad que por el impacto. Resulta algo loable y deseable en un trabajo intelectual, aunque parezca que vaya contra el discurso mediático y social actual…

David: Al adentrarse en el estudio de la guerra el encuentro con el horror se da por sí solo, se aborde de forma sensacionalista o de forma profesional y compleja, lo que pasa es que el pasado bélico y violento sorprende más cuando se estudia como se debe, es decir, desde el razonamiento de que tanto la conducción de la guerra como la práctica de la violencia responden por lo general a cálculos racionales, tanto en las altas esferas del estado como al nivel de una persona corriente. Para entender lo que es una guerra no hace falta dar con la foto icónica, por mucho que pueda ayudar a que tengamos una cierta idea de su magnitud y naturaleza, pero más allá de eso necesitamos visiones responsables, más conocedoras de los contextos y de los equilibrios que se dan en ellos, más críticas a la hora de acercarnos a los sujetos históricos, y eso pasa por la complejidad. Yo siempre se lo digo a mis alumnos y alumnas en la universidad: si queréis tener una medida de cuán complejos son los acontecimientos humanos mirad a vuestras relaciones sentimentales, a los equilibrios dentro de las familias extensas, al funcionamiento de los grupos de amigos y amigas, a la vida comunitaria en vuestros barrios y pueblos, o a la multitud de lecturas que realizamos en nuestra propia mente frente a un conflicto cotidiano. ¿Por qué simplificar en el pasado lo que en el presente se nos aparece como difícil y requiere de un esfuerzo evidente para ser comprendido? Está claro que en el discurso histórico necesitamos simplificar para hacer comprensible el pasado, porque este nos llega necesariamente incompleto por muchas razones, y además tampoco sería deseable que fuera de otro modo, pero complejizar no significa hacer incomprensible, sino todo lo contrario: aportar más factores, integrar más voces, dar una explicación más completa y, en definitiva, ser más convincentes en nuestro trabajo.

Javier: Llegados a este punto creo que va muy bien aquella frase de Ortega y Gasset donde apuntaba como principio para la educación que “siempre que enseñes, enseña a la vez a dudar de lo que enseñas”. Creo que esto se ajusta a la perfección al espíritu que hemos querido imprimir a nuestro Comunidades rotas, un libro que ya hemos dicho alguna vez que no se presenta como algo definitivo, sino como camino abierto a todos, como espacio de encuentro donde seguir renovando el flujo de preguntas y respuestas. Conseguir esto no es que sea mucho, no, es que lo es todo, y es el principal fin de las humanidades, dentro de las cuales se encuentra la historia. En sí mismas, su continuidad y su supervivencia constituyen una posibilidad de pensamiento autónomo y crítico para nuestras sociedades; esa es la única garantía para tener una democracia sana, es decir, con contrapesos, en este caso el de una ciudadanía que se plantea preguntas y que es capaz de llegar a respuestas. Así pues, como ya apuntaba un poco David, solo complejizando se consiguen mejores aproximaciones al pasado, que es al fin y al cabo el objetivo del historiador. Por tanto, el futuro de las humanidades pasa justamente por ahí, por complejizar, que es lo que las hará atractivas de cara al gran público y al alumnado, que lo que busca no solo es el gusto del saber por el saber, que también, sino quizás más aún utilidad, poder tener una opinión, instrumentos de análisis. Creo que los historiadores e historiadoras del siglo XXI no podemos pasar por alto nada de esto, porque forma parte de los retos de nuestro oficio en un tiempo de retroceso de los saberes humanísticos.

Concluís que ninguna guerra civil es inevitable. ¿Un mensaje esperanzador o una conclusión dolorosa de haber estudiado los horrores del siglo XX a posteriori?

Javier: Siempre insistimos en ello en cada presentación o seminario donde hablamos de la investigación que hizo posible este Comunidades rotas: señalar que las guerras civiles son inevitables, tal y como a menudo se suele hacer en base a supuestas inestabilidades endémicas y problemas estructurales, no solo es faltar a la verdad, sino que exculpa a aquellos que deciden en un momento concreto tomar las armas para la prosecución de determinados objetivos políticos o económicos, con todos los sufrimientos terribles que se desencadenan a raíz de una decisión así. Aunque no es fácil, las decisiones, las personas, las instituciones y los procesos que dan origen a las guerras civiles siempre se pueden identificar, y eso es lo que hemos intentado en Comunidades rotas. En cualquier caso, y esto también es importante, muchos de los que han hecho posibles conflictos de esta naturaleza no siempre han tenido por qué ser conscientes a priori de que sus decisiones llevarían a una guerra civil.

David: Tenemos que evitar las metáforas que no explican nada y que por tanto ocultan la realidad, como por ejemplo escalada de tensión, caída en la barbarie, fuerzas históricas o factores estructurales, como si hubiera una maquinaria imparable que se pusiera en marcha y precipitara el desastre de la guerra al margen de la voluntad de los encargados de tomar decisiones. Esto no ocurre nunca, aunque es obvio que las cosas siempre escapan al control de aquellos individuos o aquellas instituciones tras tomar ciertas decisiones, pero es importante tener en cuenta que antes de que los acontecimientos cobren vida –un principio básico de la guerra o la violencia de masas– se han tomado esas decisiones. Así pues, el recurso al deus ex machina como principio explicativo de la historia es la muestra más evidente del fracaso de aquellos historiadores e historiadoras que se sirven de él para explicar el pasado, además de ser un blanqueo de la trayectoria de los grandes prohombres de la historia o de las sociedades que toman parte en los procesos históricos. En Comunidades rotas hemos querido señalar quién o quiénes hacen posible llegar a situaciones de conflicto interno, a todos los niveles, pero también cómo ocurre esto, cómo es posible.

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