‘Stasiland’: memoria histórica, muro de Berlín y los héroes olvidados

Una mujer saluda a unos conocidos del sector Este desde el Muro de Berlín (1961). De Dan Budnik (1933-) – http://hdl.loc.gov/loc.pnp/cph.3c08561 Library of Congress, Dominio público, Enlace

Publicamos el prólogo escrito por Anna Funder para la reedición de 2019 de su libro Stasiland. Historias tras el muro de Berlín (traducción de Julia Osuna Aguilar, Roca Editorial). Esta obra de 2003 ganó el premio Samuel Johnson al mejor libro de no ficción. Ahora vuelve a las librerías con una edición conmemorativa del 30 aniversario de la caída del muro de Berlín, que se conmemora el próximo 9 de noviembre. En este nuevo escrito, la escritora australiana revive cómo fue el impacto de su obra en Alemania y cómo los poderes vivos del régimen comunista están ganando la batalla a la memoria.

A veces, un error es tan enorme que no se ve. Errores así son capaces de sustanciar un proyecto, como en su momento el de Stasiland; o sustanciar vidas, como las de los hombres de la Stasi.

Mientras escribía este libro, no me detuve mucho a pensar en qué tipo de acogida tendría. Mis expectativas, si realmente tuve alguna, se vieron totalmente sobrepasadas por la repercusión que tuvo en el mundo entero. Aquello quizá podía esperarlo en Alemania, donde había mucha gente implicada.

Mi gran error fue creer que los alemanes recibirían con agrado las historias que fui encontrando: las de Miriam, Julia, frau Paul o Klaus Renft. Sabía que a algunos valientes opositores al régimen de Hitler se les había rendido homenaje. Tenía en mente, por ejemplo, a aquellos famosos hermanos, Hans y Sophie Scholl, ejecutados por distribuir octavillas en contra del Führer en 1943. Por toda Alemania se les recuerda con placas y premios, calles y nombres de colegios. Así pues, pensé que el pueblo alemán estaría orgulloso de esos héroes de a pie que se habían rebelado con valentía frente a la dictadura.

Sin embargo, encontré una reacción más dividida que el propio país. De entrada, entre la Alemania Occidental y la Oriental. Y, dentro de la antigua RDA, en tres sectores: quienes apoyaron el régimen, los que se opusieron a él y un grupo tan nutrido como hermético de gente silenciosa o compañeros de viaje.

Las historias que me contaron Miriam, Julia, frau Paul y Klaus Renft me conmovieron. Y no sólo por lo valiente que fue trepar el Muro de Berlín, excavar un túnel subterráneo o desafiar una declaración gubernamental que te decía que «has dejado de existir». Mi emoción tenía unas bases más profundas: estaba presenciando, allí mismo, vivita y coleando (tomándose un café conmigo), la decencia humana. Durante el régimen, esas cuatro personas dijeron con su actitud: «Me da igual lo que me hagáis: no pienso traicionar a nadie de mi entorno. No traicionaré a mi hermana; no traicionaré al estudiante occidental que intentó ayudarme a escapar; no traicionaré a los de mi grupo de música. Porque, de lo contrario, estaría traicionándome a mí mismo». Y alzaron la voz ante uno de los regímenes de vigilancia más feroces que jamás hayan existido. Un régimen basado en el miedo y en la traición.

No es sencillo ver «la conciencia», pero yo la vi: la vi en una chica con las uñas mordidas, en un rockero alcohólico, en un ama de casa que estrujaba su pañuelo empapado, así como en la hermosa Miriam, una fumadora empedernida. Vi en ellos la que quizá sea la cualidad más extraordinaria de los seres humanos: el instinto para rebelarse contra la tiranía, a pesar de saber que sufrirás o morirás a manos de sus líderes. Esta conciencia y el valor para actuar en consecuencia son un milagro, pero también resulta la esencia de nuestra humanidad, lo que nos alertará ante la siguiente tiranía, independientemente de la forma que adopte. Quizá sea lo que nos hace conservar la libertad. Veinte años después, estoy en disposición de decir que encontrarme con esas personas fue uno de los grandes privilegios de mi vida.

Tal vez debería haber empezado a darme cuenta de que los alemanes no leerían Stasiland como una celebración del heroísmo cuando, una vez tras otra, veintitrés editoriales alemanas rechazaron el libro. Pero no fue así. Supongo que creía (lujos de ser una novata) que todavía no había experimentado suficiente rechazo y que, seguramente, me lo tenía merecido. En la vigesimotercera editorial, tuvieron la amabilidad de darme una razón: me escribieron para decirme que «en el actual clima político» no se veían capaces de publicar Stasiland. Eso fue en 2002. ¿Era porque, en general, los ex-Stasi escalaban posiciones en la vida política y en la pública? ¿Estaban dirigiendo, ellos o sus antiguos I. M., las editoriales? ¿O era una cuestión más general, que las historias sobre la crueldad humana y quienes se oponían a ella no eran bien recibidas por una sociedad que estaba intentando recomponerse? Presionaban a la gente a «llevarse bien». Y quizás eso sólo fuera posible si los crímenes de los ex-Stasi se dejaban sin castigar, si a las víctimas se les otorgaba una escasa indemnización y si los héroes se marchitaban en el olvido. En todo caso, yo no tenía manera de saberlo.

Al final, me di por satisfecha cuando una pequeña editorial de la antigua Alemania Occidental compró los derechos para la traducción del libro.

Seguramente, debería haberme dado cuenta de algo cuando, en 2004, la publicista que me acompañaría en mi gira de presentación del libro por diez ciudades alemanas me mandó un correo: «Mejor que vayas con flakjacket«. Yo no sabía lo que significaba flakjacket en alemán (¿una especie de chaqueta polar hecha de material reciclado?), y tuve que buscarlo. Pero me encontraba en el primer trimestre de mi segundo embarazo, cuando las hormonas están más relajadas, y no recuerdo sentir aprensión, la verdad. Seguía fascinada por el valor de los protagonistas de mi libro y creí que a los demás les pasaría lo mismo.

La presentación oficial de Stasiland tuvo lugar en el salón de baile del antiguo cuartel general de la Stasi en Leipzig, en la Runde Ecke. Mi editora, originaria de la Alemania Occidental, subió al estrado para leer su discurso enfundada en un elegante abrigo de pieles. Mientras, yo esperaba entre bastidores. Sentí mariposas en el estómago. Como forastera, tenía la impresión de que no iba a contarle nada nuevo a aquella gente. Ellos habían vivido esa época. Sin embargo, cuando miré a mi editora, agarrada con las manos al estrado, vi que sus rodillas (visibles en el hueco entre el abrigo de pieles y la caña de las botas) temblaban.

Desvié la vista para ver qué estaba mirando. Las primeras dos filas de asientos estaban llenas de hombres que habían pertenecido a la Stasi (puede que al Partido). Lo sé porque vestían el uniforme de la ex-Stasi (o del ex-Partido): pantalones de poliéster con la raya muy marcada, chaqueta de cinturilla elástica y gomina por un tubo. Allí estaban: sentados en su antiguo salón de baile, con las piernas separadas y los brazos cruzados, fulminándonos con la mirada.

Cuando llegó al final de su discurso, mi editora pareció visiblemente aliviada. Recogiendo sus notas a toda prisa, dijo: «Y, a fin de cuentas lo que nos une aquí hoy a los orientales y a os occidentales es lo que tenemos en común como alemanes: la traición».

Por fin terminé de ver la luz y se me deshizo el nudo del estómago: aquello no iba a ser una celebración del heroísmo. Caminé hacia el estrado. Cuando observé al público, los hombres de la primera fila estaban murmurando entre sí y me miraban con desdén. Mientras abría el libro, descruzaron los brazos, se metieron la mano en los bolsillos de la chaqueta y desenfundaron… sus libretas. Y luego, conforme hablaba, se dedicaron a garabatear notas. En este punto, el nudo había desaparecido para dejar paso a un sentimiento más acerado.

¿Qué expediente pensaban abrirme y qué podían hacer con él? Vi en sus caras que les gustaba asustar a la gente, y no quise darles ese gusto. Además, yo ya había tomado mis propias notas sobre ellos: en las páginas de Stasiland.

Tras la lectura, se abrió un turno de preguntas. No habló nadie. Acto seguido, aquellos hombres se levantaron arrastrando las sillas y desfilaron en orden por el pasillo central: sus pasos resonaron sobre el suelo de parqué de imitación. Hasta que hubieron desaparecido, la gente no habló (y aquello ocurrió en todas las ciudades de la antigua RDA por las que pasé). Esa tarde, en Leipzig, una mujer me dijo: «Yo fui presa política, al igual que mi hijo. Nos ha pasado a tantos… ¿Por qué ha hecho falta que venga alguien de fuera a contarnos esto? ¿Por qué nadie de aquí cuenta estas historias?». Me pareció que la respuesta a su pregunta acababa de salir por la puerta.

No sé qué hicieron esos hombres con las notas, pero sí sé lo que hicieron (ellos y otros como ellos) con mi libro. Una tarde, ya de vuelta en Sídney, estaba trabajando en mi desván cuando recibí un correo. Estaba relacionado con un grupúsculo de ex-Stasi, antes conocido como el Insiderkomitee, que por entonces se había fundido con otro asociación de antiguos funcionarios del SED, abogados y demás. Irónicamente, se hacían llamar «Asociación por las Libertades Civiles y la Defensa del Hombre» (GBM, en sus siglas en alemán). En el correo se contaba que la GBM iba a demandar a mi editora alemana. En concreto, por un párrafo del libro en el que denunciaba por encima cosas que los ex-Stasi habían hecho para atormentar a antiguos disidentes tras la caída del Muro, ya en la década de los noventa: como cortar cables de frenos de coches para provocar accidentes, retener a sus hijos después de clase, mandar a sus mujeres pornografía no deseada y amenazar con atacar con ácido a un antiguo guardia fronterizo que había hablado por televisión. Al parecer, ahora iban a por mí.

Necesitaba tomarme un té.

Bajé y abrí el grifo. No salía agua. Por un milisegundo, me volví completamente paranoica, por absurdo que parezca. «Han extendido su mano oscura por todo el planeta, y piensan matarme de sed», me dije. Pero no: lo que pasaba es que el Ayuntamiento estaba realizando unas obras en la calle y no había visto el aviso.

Finalmente, una suspensión cautelar emitida por el tribunal de distrito de Berlín en 2004 ordenó a la editora que eliminara el párrafo para futuras ediciones alemanas. Me sentí víctima, aunque fuera de un modo minúsculo, de algunas de las tácticas que los ex-Stasi y compañía utilizan para manipular una reputación, amparándose en la ley alemana del derecho a la intimidad (una ley poco clara).

Los hombres poderosos heredaron de la RDA la costumbre del poder. De la noche a la mañana, parecieron manejar como expertos la ley de la Alemania democrática. En consecuencia, esos tipos, responsables del que quizá sea el régimen que más insidiosamente ha invadido la intimidad de su pueblo, hombres que utilizaban biografías robadas para extorsionar a la nación entera y destruir vidas, ahora pueden valerse de la ley para evitar que las acusaciones contra sus perversas actividades salgan a la luz pública.

De esa manera, los miembros de la antigua Stasi y los del antiguo SED pueden seguir con sus carreras en el mundo empresarial, en los medios, en el campo del derecho (incluidos jueces: Miriam vio al juez del caso de Charlie todavía en el estrado en la década de los noventa) y en la política. Yo, por mi parte, cambié de editorial. En una edición alemana más reciente, pedí que reintegraran el párrafo, pero que lo tacharan en negro y añadieran una nota al pie en la que se atribuyera esa redacción a aquel grupo de ex-Stasi: quería que los lectores alemanes vieran lo que podía llegar a conseguir ese siniestro régimen mucho después de desmantelado.

Si iban a por mí de esa manera (estando a salvo en la otra punta del mundo), ¿cómo se sentiría un antiguo preso político o un opositor que quisiera levantar la voz en Alemania?

Más adelante, en aquella misma gira alemana, me invitaron a participar en televisión, en el programa de debate de Johannes B. Kerner. También invitaron a Miriam Weber. En nuestro primer encuentro en 1997, ella me había dicho que le daba igual que utilizara o no su verdadero nombre. Aquella transparencia me alarmó. Acabé empleando un seudónimo porque me parecía que ninguna de las dos estaba en posición de calibrar lo práctico o lo seguro que sería dar a conocer su historia cuando se publicara el libro. Hice lo correcto. En 2004, Miriam estaba trabajando en uno de los canales de la televisión pública. Su jefe inmediato era un antiguo I. M. de la Stasi. Además, un superior que estaba aún más arriba en el escalafón había sido un alto mando del Ministerio del Interior de la RDA. Que a gente así se le permitiera trabajar en la televisión pública de un Estado que estaba aprendiendo por entonces a ser democrático me parece increíble.

Sus jefes sabían que Miriam había sido una presa política y le tenían inquina. Tampoco les hacía gracia que protestara cuando los directores de los informativos relegaban al final del boletín una noticia que dejaba en mal lugar a la RDA o a la Stasi, o cuando directamente no querían emitirla. Se oponía a lo que le parecían esfuerzos extenuantes, en una cadena pública, para mostrar la RDA como un Estado del bienestar inofensivo y seguro, con altos ideales. Se oponía a la Ostalgie rampante, a la Verharmlosung y al Schönreden.

Miriam se había pasado casi toda la vida luchando contra el Estado del SED y la Stasi. Pero allí seguían las mismas personas, todavía ejerciendo poder sobre ella. Estaba cansada, tenía un contrato temporal y era vulnerable. Sencillamente, le habría complicado demasiado la vida salir en televisión. Así pues, decidió no ir al programa.

Mi gira continuó, con algunos resultados predecibles (y otros menos). Stasiland se granjeó una crítica de una violencia casi cómica de un periodista de la antigua Alemania Oriental; era esperable: en las dictaduras, los «periodistas» se convierten en portavoces del régimen. Las críticas de otros periódicos liberales o más cercanos al movimiento de los derechos civiles eran buenas. Sin embargo, la repuesta del gran público resultaba más difícil de interpretar. Parecía un silencio estridente: por fin empezaba a comprender que la vasta mayoría de la opinión pública de la antigua Alemania Oriental no compartía mi fascinación por los héroes del libro.

Sin embargo, hasta que conocí a Fred Breinersdorfer tras la proyección en Sídney de su película Sophie Scholl: los últimos días no pude comprender la razón. En el propio vestíbulo del cine, Fred mencionó que, tras la guerra, los padres de Hans y Sophie Scholl fueron condenados al ostracismo por la gente de su pueblo, que los tachaba de «traidores». Recuerdo lo mucho que aquello me impactó. ¿Los padres de unos célebres resistentes habían sido denigrados por sus coetáneos? Aquello me resultaba incomprensible. Asimilarlo cambiaría mi visión de las cosas.

Fred me explicó que la «rehabilitación» de los Scholl, o su fama (las placas y los premios, los nombres de calles y colegios), no llegó hasta, por lo menos, ¡veinte años después! Por increíble que parezca, hasta finales de la década de 1960 (con el cuestionamiento del movimiento estudiantil alemán del 68), la mayoría de la población no rindió tributo a la resistencia a Hitler.

Antigua prisión de la Stasi en Erfurt. By FelixkraterOwn work, CC BY-SA 4.0, Link

Así pues, si los padres de los Scholl eran unos «traidores», eso quería decir que los lugareños habían seguido siendo «leales» a… ¿qué exactamente? A un régimen a todas luces homicida (la destrucción de su mundo, las montañas de cadáveres). No querían que les mostrasen lo que ellos mismos, como los hermanos Scholl, podían haber visto, pero no quisieron ver. A veces, el corazón humano prefiere mantenerse leal, irracionalmente terco. Es mejor eso que derrumbarse.

Tras la caída de un régimen, ¿sigue siempre un periodo inmediato de amnesia pública voluntaria? ¿Un agujero negro de veinte o incluso treinta años de, por un lado, una lealtad continuada al régimen caído y, por otra, de un trauma sin atajar y una resistencia sin reconocer? En los treinta años que han pasado desde la caída del Muro, ha sido muy difícil (por no decir imposible) rendir su merecido homenaje a los resistentes de la Alemania Oriental. Para la opinión pública, sólo había un puñado de trasnochados activistas de los derechos civiles, a los que se les catalogaba, cuando menos, de tercos y obsesos caducos, y un grupo más amplio de «víctimas», de las que nadie quiere saber nada.

Hasta la fecha, no han proliferado ni las placas, ni los libros ni los nombres de calles o colegios en su honor. Y puede que nunca lleguen si los ex-SED, los ex-Stasi y sus defensores acaban ganando la guerra de la opinión pública; una guerra que parece apoyada por un pueblo que no quiere reconocer a esa segunda hornada de malhechores alemanes del siglo xx.

Por fin, en aquel vestíbulo de un cine, comprendí que las historias de Stasiland planteaban una pregunta incómoda para mucha gente: si esas colegialas, esa ama de casa y ese cantante de rock alcohólico habían levantado la voz, ¿por qué ellos no? Aprendí entonces que nos gusta que nuestros héroes se vayan atenuando con el tiempo para que no nos devuelvan un reflejo de nosotros mismos. Aquel fue mi gran error, pero sigo albergando la esperanza de que el tiempo lo deshaga.

Aunque quizá nunca suceda.

A frau Paul, una mujer que estuvo años en la cárcel por intentar llevar a su criatura gravemente enferma a un hospital del Berlín Occidental, le costó Dios y ayuda aportar las pruebas que las autoridades consideraban necesarias para reconocer que su trauma fue causado por el Gobierno del SED. Todo lo que consiguió fue una pequeña paga (y ya ha fallecido, así como su hijo, Torsten Rührdanz, que también murió en la pobreza). Klaus Renft falleció. Con Julia perdí el contacto. Miriam tiene asignada una pequeña indemnización mensual y vive muy apuradamente. Es una terrible ironía de la historia (posiblemente, deliberada) que la justicia, cuando hablamos de honores y compensación, sólo llegue, si es que lo hace, cuando la persona en cuestión es ya una anciana o ha muerto.

Sin embargo, los interesados (como yo) en cómo la gente corriente pudo desafiar a un régimen injusto (comportándose con decencia y heroísmo) querrá que se haga justicia a tiempo, cuando esos héroes aún están vivos.

En la RDA, los opositores al régimen (en realidad, todo el que tuviera ambiciones o ideas no dictadas por el Gobierno) eran tomados por criminales, en Regime-Gegner (opositores al régimen) o feindliche-negative Element (elementos negativo-enemigo). Se los silenciaba y se los condenaba a prisión o con el Zersetzung (una destrucción psicológica urdida con mucho esmero, véase más abajo): les quitaban a sus hijos, los excluían del sistema educativo y del mercado laboral, o forzaban su exilio. En el Occidente capitalista, la herramienta que se emplea es, por supuesto, el dinero: se los silencia a través del empobrecimiento. En opinión de Miriam, la Alemania Federal está acabando lo que la RDA empezó.

«El dinero dignifica lo que es frívolo si no está pagado», apuntó Virginia Woolf. Los antiguos funcionarios del SED y de la Stasi lucharon con éxito por conseguir que la República Federal les concediera las pensiones completas que les habrían correspondido por su trabajo para el régimen. Han salido ganando con la democracia, como pasaba en la dictadura. Mientras tanto, sus víctimas caen en la pobreza y pierden su dignidad. No hay reparaciones ni pagas para ellos. No hay homenaje a su resistencia, a su lucha por la democracia en tiempos tan duros. Por el contrario, son abandonados en la manos del sistema de asistencia social, diseñado sólo para lidiar con la pobreza y las desventajas, no para honrar y reconocer.

Según la ley, hay pagos extraordinarios de sumas relativamente pequeñas que se calculan según los meses pasados en prisión; luego, si una persona gana menos de 1048 euros al mes, se le aplica un extra de trescientos euros mensuales. Todo eso está a años luz de las placas y los nombres de calles, colegios y plazas bautizados en su honor. Es más, por sorprendente que parezca, esa misma ley prevé que el derecho de las víctimas de persecución política en la RDA a solicitar una compensación más amplia expirará a finales de 2019. La RFA conmemorará los treinta años de la caída del Muro al tiempo que silenciará para siempre las reclamaciones de quienes lucharon por ella.

En 1989, la RDA estaba sumida en la bancarrota, mientras que el SED, el partido en el poder (el Partido Socialista Unificado) tenía miles de millones (nadie sabe exactamente cuántos, pero miles de millones, en moneda occidental) guardados y atesorados para su uso. Ocurría al tiempo que, gracias al milagro de las siglas, se transformaba en el PDS (Partido del Socialismo Democrático) y se presentaba a las elecciones alemanas. Según el historiador Hubertus Knabe, utilizaban «un alto grado de energía criminal» para esconder dinero, lingotes de oro y otros objetos de valor. Lo hacían en Alemania y en países como Cuba, Austria y Suiza. (Asimismo, se cuenta que, en los antiguos Estados satélite del Este, emplearon ese capital para que los exmiembros del partido se establecieran rápidamente como propietarios de bares, empresas de taxis y de transportes, o clubes de pesca. Eso explica un chiste que se contaba en la década de los noventa sobre por qué los ex-Stasi jugaban con ventaja en el negocio del taxi: «Solo tienes que meterte y quedarte callado: saben perfectamente dónde vives».)

Según la comisión independiente que estuvo dieciséis años investigando los fondos estatales desaparecidos: «El SED siguió una estrategia de ocultación engañosa de capital». En palabras de su presidente, Christian von Hammerstein, el Partido consiguió así «numerosos millones» del Estado alemán. Para más inri, el PSD había regentado propiedades y fábricas, y había llenado sus arcas de «dólares, barrotes de plata, monedas, relojes y una reserva de oro para los dientes de los miembros del Politburó». Como es lógico, sobre esto se sabe poco o nada. Sólo se ha recuperado para Alemania partes de esos fondos. Eso sí, no se han empleado para compensar a las víctimas, sino para fines menos políticos, como la instalación de barbacoas en los parques de Berlín. Me pregunto si parte de dichos fondos no se destinarían a pagar al abogado del antiguo régimen, el señor Wolff, en el caso que abrieron contra mí. Parece posible que el partido sucesor del SED, el PSD, amalgamado ahora con otros grupos de izquierdas y conocido como die Linke, se haya beneficiado de esos millones. Para que la Linke floreciera, no podía reconocerse a las víctimas de su predecesor como tales, pues eso los convertiría en responsables.

En las ciudades de la Alemania Occidental por las que hice mi gira en 2004, me plantearon varias veces una angustiosa pregunta sobre el régimen de la Stasi: «¿Qué crees que dice de nosotros, los alemanes?». A veces, quien me preguntaba hacía explícitas sus propias suposiciones, al preguntar si «nuestra tendencia, tan alemana, a “perfeccionar las cosas” estaba en la base de todo, o si la costumbre de obedecer a la autoridad que exigen esos sistemas “perfeccionados” refleja, en cierto modo, el carácter nacional».

Me incomodan los constructos como «carácter nacional». Las dictaduras (e incluso el genocidio) se dan en culturas muy distintas; mi propio país se fundó como un intento de extinguir una raza. Comprendí, no obstante, que la pregunta dejaba entrever tanto una trágica inquietud nacional como una mentalidad valiente.

La inquietud trágica surge de reflexionar sobre las dos dictaduras alemanas, así como de la búsqueda de las causas. En gran medida, el calibre casi inconcebible del terror que sembró el régimen nazi lo dificulta, pues nadie quiere restarle importancia a algo así. Nunca. Sin embargo, del mismo modo, tampoco debemos quitarle importancia a otros horrores de menor calibre. Debe comprenderse el pasado para tomárselo en serio, y estar dispuesto a asumir las responsabilidades. Tal forma de pensar se desarrolló en la parte occidental, pero no tras la guerra, como suele pensarse, sino a partir de finales de la década de los sesenta, tras un agujero negro de veinte años.

¿Y qué quiere decir realmente lo de «perfeccionar las cosas»? Significa instituir un orden en nombre de un ideal (tanto un ideal fascista de un pasado mítico, patriarcal y de pureza racial como un ideal comunista de un futuro igualmente mítico, de hegemonía masculina y de pureza política), que luego se aplica a la enésima potencia, en un extremismo que es la extensión de su lógica más allá de la razón, la decencia y el respeto por la humanidad.

En la práctica, tal perfeccionismo adopta forma de orden, de eficacia administrativa, de innumerables normas y de procedimientos intrincados y seguidos a pies juntillas. Es como si la gente sugiriera que estaba tan absorta por la completa y obediente implementación del sistema que perdieron la perspectiva del objetivo (fuera un Estado de pureza racial o política), empantanados como se encontraban en la gestión del día a día.

Afirmar que un régimen fue «perfeccionado» implica que llevó demasiado lejos unos ideales buenos (fuera bajo una bandera negra o una roja). Deja la puerta abierta (y resulta escalofriante) a la posibilidad de que dichos ideales fueran sensatos inicialmente. Esto lo oí en su momento de algunos ancianos en la Alemania de la década de los ochenta. Opinaban que, aparte de «la historia esa de los judíos, que se les fue de las manos», los nazis tenían ideas y políticas buenas. Y lo oí también de boca de muchos hombres que pertenecieron a la Stasi, así como de otros leales al régimen, como Karl-Eduard von Schnitzler, quien me dijo que sí, que «quizá» la vigilancia fue demasiado lejos, pero que los ideales del comunismo eran estupendos, buenos y justos.

Son palabras espeluznantes porque justifican el terror de tales regímenes. Todavía hoy se puede escuchar esta retórica en Alemania. Se intenta defender una «nueva narrativa» para la RDA, por la que la RDA no era sólo la «Stasi y sus víctimas», también había una vida diaria (Alltagsleben) de alquileres y transportes subvencionados y pleno empleo. A nadie le hace gracia quitarles los recuerdos felices a los demás.

Sin embargo, la verdad está en las historias de Stasiland: no había aspecto de la vida diaria que escapase a la vigilancia. Y eso precisamente es lo que significa el «total» de la palabra «totalitario». Como el SED y la Stasi (que era su «escudera») podían convertir en enemigo a cualquiera bajo con cualquier pretexto (y lo hacían), el país no era más que una realidad sencilla y terrible dividida entre el SED y la Stasi, por un lado, y sus víctimas o sus potenciales víctimas, por el otro.

Si no te convertían en víctimas, vivías sabiendo (o temiendo) que podían hacerlo en cualquier momento. No había manera de salir del país. Y, entre sus fronteras, no se podía escapar de las garras de la acaparadora (flächendeckend) Stasi. Reivindicar otra cosa (como están haciendo muchos cuando dicen que, en la RDA, la gente disfrutaba de modestas comodidades materiales a cambio de obediencia política) es querer limpiar una supuesta «idea humana» de consecuencias inhumanas. Es pretender romper otra lanza a favor del totalitarismo.

La obediencia política se imponía con toda clase de métodos siniestros. Entre ellos, el uso de las fake news. En nuestra era, cuando los totalitarismos y los aspirantes a dictadores denigran la verdad con sus fake news, nos conviene recordar que el SED y la Stasi eran maestros en este campo. Podían utilizar las noticias falsas para destruir a una persona, por ejemplo.

No existe una palabra inglesa para lo que en alemán se llama Zersetzung. Encontramos términos algo similares como «derrumbe, descomposición, degradación». Así pues, me quedaré con «descomposición». Y era eso lo que les hacía el Gobierno del SED, a través de la Stasi, a quienes querían destruir de facto: les provocaban crisis nerviosas sin necesidad de encarcelarlas o condenarlas al exilio. El procedimiento era el siguiente, tal y como describe con gran detalle una directiva de Erich Mielke de 1976:

Enero de 1976, directiva n.º 1/76 sobre el Desarrollo y Gestión de Procedimientos Operacionales:

2.6. Utilización de medidas de descomposición

2.6.1. Objetivos y áreas de aplicación de las medidas de descomposición

Las medidas de descomposición han de aplicarse contra las fuerzas enemigo-negativas tanto suscitando como explotando las contradicciones y las diferencias a través de las cuales se dividen, se paralizan, se desorganizan y se aíslan, consiguiendo asimismo que sus acciones enemigo-negativas, y sus efectos, se eviten de forma preventiva, queden en lo esencial restringidas o totalmente impedidas.

[…]

2.6.2 Formas, medidas y métodos de descomposición

Las mejores formas prácticas de descomposición son:

· La desacreditación sistemática de la reputación pública, de la estima y del prestigio, a través de la combinación de información verdadera, verificable y comprometedora, así como de información falsa, creíble, irrefutable y, por lo tanto, también comprometedora.

· La organización sistemática del fracaso profesional y social para socavar la autoconfianza de los individuos […].

Para ejecutar las medidas de descomposición, ha de darse prioridad a informadores de confianza y eficacia probada que se adecuen al buen fin de esta misión.

[…]

La directiva se extiende página tras página con detalles y más detalles.

Pero ¿quién nos dice cuando se están «perfeccionando» las cosas y llevándose demasiado lejos? Desde luego, no serán los «informantes de confianza y de eficacia probada», ni la gente corriente leal o asustada, ni los arribistas o los apparatchiks. Será gente como Miriam, Julia, frau Paul y Klaus…, así como decenas de miles de personas que vivieron en la RDA. Es la gente en la que confiamos para que nos alerte del coste humano de la «perfección».

Un sistema «perfeccionado» (antes como ahora) antepone el orden a la justicia. Acepta destruir vidas humanas al servicio de una «gran» idea. Y el orden sin justicia tiene un nombre: «tiranía».

¿Qué significa que una sociedad elija el orden sobre la justicia en relación con las víctimas? Uno de los ejemplos más pasmosos de ese privilegiar el orden (en este caso, la continuidad administrativa) sobre la justicia es la contratación de antiguos miembros de la Stasi en la Oficina de Documentación de la Stasi, la BStU. Se contrató a antiguos empleados de la Stasi para custodiar las puertas por las que tenían que pasar quienes solicitaban ver sus expedientes. Y también se los fichó para ocupar puestos donde tenían acceso a los expedientes. De hecho, en niveles muy altos de la jerarquía interna, empleados que ocupaban posiciones de poder en el régimen del SED han ocupado (y lo siguen haciendo) puestos en los que pueden acceder a los expedientes que contenían pruebas de la criminalidad del régimen. Para justificarlo me hablaron de la complejidad del sistema de archivado. Pero si la Stasi pudo aprenderlo, también podría hacerlo gente que no tenía interés alguno en destruir o impedir el acceso a los expedientes.

Miriam sigue esperando, en silencio, con prudencia y pocas esperanzas, encontrar en esos expedientes algo sobre cómo murió su joven marido, Charlie, en 1980, cuando la Stasi lo tenía detenido. Espera encontrarlo ahí o en los quince mil sacos de papeles que la Stasi desgarró a mano mientras los manifestantes se concentraban a las puertas de su sede en el otoño de 1989.

Cuando en el año 2000 visité el Projektgruppe Manuelle Rekonstruktion, en el Außenstelle Zirndorf, el encargado del archivo me pasó una nota en la que calculaba que, a la velocidad actual de reconstrucción a mano de esos expedientes, llevaría trescientos setenta y cinco años terminar los puzles. Desde entonces, el brillante e infatigable doctor Bertram Nikolay y su reconocido equipo del Fraunhofer Institut IPK de Berlín han inventado un escáner especial y un programa informático que podría hacerlo en unos diez o quince años. Sin embargo, las sucesivas agencias del Gobierno se han negado a financiar la reconstrucción. Todo apunta a que nadie quiere saber qué hay en esos expedientes.

Cuando visité el lugar donde están almacenados algunos de ellos, en Berlín, esos enormes sacos encorvados me parecieron grandes bolsas de cadáveres. Me dijeron que su contenido empezaba a desintegrarse: los bordes rasgados de los fragmentos que el ordenador del doctor Nickolay necesita reconocer para encajarlos están perdiendo la forma. Es la versión en papel de la vieja «solución biológica»: esperar que la posibilidad de justicia muera, junto con las pruebas. El archivero de Zirndorf tenía razón: trescientos setenta y cinco años es una buena forma de decir «nunca».

Entre tanto, va arraigando una versión higienizada de la memoria, separada de las pruebas y de los testigos oculares. En el Gedenkstätte Berliner Mauer de Bunnenstrasse, se erigió una réplica del Muro de Berlín, con su zona de arena y su torre de vigilancia, justo donde se derribó el muro real.

En Leipzig, se construyó, con fondos federales, un moderno museo. Eso provocó que el museo regentado por antiguos activistas de los derechos civiles (ubicado en el antiguo cuartel general de la Stasi en la Runde Ecke) pareciera viejo, decadente e infradotado.

Una plaga de flamantes museos y monumentos conmemorativos se extiende por Berlín y por toda la antigua RDA: la imitación se vuelve más digerible que la realidad, porque nos distancia de ella. Como una rara mariposa muerta claveteada en una caja, se contiene lo real, para poder ser llorado de una forma segura y bonita.

Pero la llama de esos valientes resistentes sigue viva. No quieren que se los silencie tras un cristal ni que se les exhiba junto a suvenires kitsch de ese pintoresco país, con sus estrambóticos coches, con el quitamanchas especial y con un servicio secreto de comedia de enredo.

En el Gedenkstätte Berlin-Hohenschönhausen, la antigua cárcel de la Stasi para presos políticos, silenciar las voces reales de las víctimas y de los opositores no es tan sencillo: ellos son los guías de las que en otros tiempos fueron sus celdas. Sin embargo, hay quien se empeña en decir que no son suficientemente «objetivos». Dicen que son monoperspektivisch, como si el punto de vista del preso político no fuera el más importante de todos a la hora de hablar de una antigua cárcel política de una dictadura.

Es más, el que fuera durante muchos años director de Hohenschönhausen, el doctor Hubertus Knabe, un eminente historiador que en sus primeros días supo defender hábilmente el Gedenkstätte contra los intentos de cerrarlo de los ex-Stasi (y que vivió el gran aumento de las cifras de visitas nacionales e internacionales) fue despedido en circunstancias polémicas en octubre de 2018. Independientemente del resultado del juicio sobre su despido, una de las voces más prominentes y articuladas de las víctimas ha sido parcialmente silenciada.

Hace un par de años, se rindió homenaje a Stasiland con una edición especial de The Folio Society, una editorial británica que trabaja con unas bonitas e ilustradas ediciones en rústica. Cuando me lo propusieron, enseguida pensé en Miriam, que es una fotógrafa de extraordinario talento. Recordé las fotos que me había enseñado de Charlie y de ella, que guardaba sueltas en una vieja maleta. Me pregunté si querría prestármelas para el libro. También le solicité permiso para reproducir el poema de Charlie de su puño y letra. Mientras esperaba a que me respondiera, yo misma saqué once cajas de material propio que tenía almacenadas. Había cosas de hacía quince años, otras de hacía casi veinte.

Hurgué con cautela en las cajas de Stasiland: libretas, casetes y cintas de audio digital, fotografías, diapositivas y negativos. Mientras fuera material para Stasiland, no había problema. Pero, en el proceso, también encontré fotografías más personales, postales y cartas de gente que ya no está en mi vida. Volver de este modo a tu propio pasado supone darte de bruces con pruebas fotográficas de los caminos que no escogiste, de los amigos que no conservaste, de un tiempo trágicamente desperdiciado. Seguramente, sea desenredar la delicada narrativa de ti misma, cosida con el tiempo, historia a historia. ¿Iba a caer ahora en el abismo entre esa joven y yo misma, con casi cincuenta años? Puede que, al igual que los hombres de la Stasi, tuviera que armarme de valor para creer en la virtud de mis elecciones que cuestionaban aquellos recuerdos enterrados en cajas.

Cuando le pedí a Miriam que abriera aquella maleta, sabía que le provocaría un dolor inimaginable. Pero, aun así, lo hice.

Stasiland gira en torno a una pregunta: ¿qué es mejor, recordar u olvidar? Para un individuo, no lo sé. Personalmente, me inclino por la memoria…, pero a mí no me ha intentado destrozar la vida ningún Estado. Para una nación, creo que es mejor recordar. La memoria real de una tiranía no puede encontrarse en la voz de sus criminales, de sus sucesores y de sus defensores. Sólo puede descubrirse si se escucha a las víctimas y a los opositores que vieron al régimen como lo que era, que supieron que, si perfeccionas un sistema al servicio de una idea, el coste se traduce en vidas destrozadas, en muertos.

Al final, resultó demasiado complicado añadir las fotos de Miriam en aquella edición. Si hubieran reconocido su resistencia y su ejemplo, tal vez le hubiera sido más sencillo. Pero no lo hicieron. Yo conté su historia lo mejor que pude. Sin embargo, la realidad sigue escondida en un pobre y oscuro piso situado en las afueras de Leipzig. Guardado en la maleta de aquella chica con madera de héroe.

Se ha cometido un gran error. Espero que el tiempo lo repare.

Anna Funder, junio de 2019

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