Pedro Santamaría: «El ser humano busca modelos y Alcibíades es lo contrario»

El escritor Pedro Santamaría, en Atenas (foto cedida)

Un hombre del poder que cae y resurge constantemente; un demagogo; un político poliédrico; un hombre visto por un grupo de personajes… ¿Es el último thriller político de moda o el un reportaje de actualidad? No, hoy os hablo de la última novela histórica del santanderino Pedro Santamaría que vuelve puntual a su cita de cada año con las librerías. En El ateniense (Pàmies, 2019), el autor de Godos, Al servicio del imperio y otras cinco grandes ficciones históricas, regresa para trasladarnos a la Grecia de las Guerras del Peloponeso y presentarnos a uno de sus grandes y olvidados protagonistas, Alcibíades,

¿Cuándo se encontró Pedro Santamaría por primera vez con Alcibíades y cuándo descubrió que en él estaba el germen de esta novela?

No sabría decirlo. Puede que la primera vez fuese cuando empecé a leer sobre la guerra del Peloponeso, o puede que fuera cuando me topé con el Simposio de Platón. En cualquier caso, fue en mi adolescencia. Y lo cierto es que, en un principio, el personaje me pasó un tanto desapercibido. Sencillamente era uno de los muchos hombres que marcaron esa época, y quedaba un tanto eclipsado por Pericles en lo político y lo militar, y por Sócrates a nivel filosófico. La Guerra del Peloponeso no deja de ser un período repleto de grandes personalidades y, en los diálogos de Platón, Alcibíades aparece aquí y allá (salvo en un par de ellos en los que es protagonista y que reflejo en mi novela). Supongo que la primera vez que pensé en Alcibíades como en un personaje digno de un relato fue cuando leí las biografías de Plutarco, esas magníficas Vidas Paralelas. Pero en aquella remota época yo ni siquiera me planteaba la posibilidad de escribir novela histórica.

Aunque un personaje muy conocido en la Antigüedad, Alcibíades hoy está casi olvidado, a pesar de que sus resonancias con el mundo actual son tan fuertes, ¿a qué lo achaca?

En el siglo III antes de Cristo, durante sus guerras contra los samnitas, Roma envió una legación al Oráculo de Delfos para pedir consejo. El Oráculo instó a los romanos a levantar en el foro dos estatuas: una al más sabio de los griegos y otra al más valiente. Para la primera los romanos escogieron a Pitágoras; para la segunda a Alcibíades. Más aún, Adriano ordenó levantar una estatua al ateniense y llevar a cabo sacrificios anuales en el lugar de su muerte. Su figura y sus actos eran debatidos en las escuelas y en las grandes casas romanas no solía faltar un busto del Alcmeónida. Creo que la figura de Alcibíades fue quedando sepultada a lo largo de los siglos bajo los sedimentos históricos y las obras de otros grandes hombres: Filipo de Macedonia, Alejandro Magno, Julio César, Augusto… hombres, además, que en el imaginario popular son sinónimo de éxito y, en gran medida y para muchos, ejemplos a seguir. Alcibíades, además de fracasar, fue un hombre arrogante, cínico y disoluto. Sin embargo, ni en valentía, ni en inteligencia, ni en capacidad para el mando, tiene nada que envidiar a los anteriores. En otro contexto bien podría haber sido un Alejandro adelantado a su época. Además, su historia dista mucho de ser edificante. El ser humano busca ejemplos y modelos. Alcibíades es, precisamente, lo contrario.

Llega a escribir que Alcibíades “es Atenas en carne y hueso” ¿por qué?

La Atenas de Alcibíades es rica y bella, propensa a los excesos, implacable con sus enemigos, despótica con sus aliados, cínica, convencida de su glorioso destino y orgullosa de su glorioso pasado, poderosa, vanidosa, intrépida, incapaz de aceptar la derrota, brillante en lo cultural, ingeniosa, admirada y odiada a partes iguales… todos estos adjetivos son válidos para el Alcmeónida.

Si tuviera que buscar un personaje actual que pudiera tener algo de Alcibíades, ¿diría que existe, a quién se parecería?

Habría que buscar a un hombre irresistible en lo físico, exquisitamente educado, de un magnetismo insuperable, inteligente, acaudalado, de origen y porte aristocrático, dispuesto a ocupar la primera línea en batalla (sea cual sea esta en la actualidad) y cuyo libro de cabecera fuera La Ilíada… no se me ocurre nadie.

En esta novela ha dado una vuelta de tuerca más y ha decidido crear una estructura distinta: el personaje central es un secundario constante, pero es visto por una pléyade de personajes que se van sucediendo capítulo a capítulo… ¿Era un personaje tan poliédrico y complejo que era imposible hablar desde él mismo o desde un solo punto de vista?

En un principio pensé en recurrir a una primera persona, a un Alcibíades contando su vida cerca de su final. Pero, al hacerlo, tendría que haberme mostrado, en cierta manera, apologético, ya que son pocos los que hablan mal de sí mismos y, si lo hacen, procuran excusarse de sus acciones de algún modo. Alcibíades, efectivamente, es un personaje protéico, muy difícil de definir y con gran cantidad de aristas, rugosidades y anécdotas. Disponemos de las biografías de Plutarco y Nepote, tenemos los diálogos de Platón en los que aparece, tenemos las comedias de Aristófanes y algunas tragedias coetáneas que, de un modo u otro, hacen referencia a él. Y luego está la monumental Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides. En esta última obra, el historiador parece haber entrevistado a Alcibíades en persona para construir su relato y puede que estemos leyendo las propias palabras del Alcmeónida. Y, claro, cada texto nos da una visión matizada y diferente del ateniense. Es como ver a alguien en una niebla que tan pronto se espesa como se disipa. Es por ello que, al final, y después de muchos quebraderos de cabeza, decidí abordarlo de esta forma. Bien es cierto que siempre le estoy dando vueltas a nuevas estructuras.

Decía Carlos García Gual en este blog hace unos meses que, pensando si los occidentales de hoy somos más griegos o romanos, que “los griegos están más al fondo, pero están más firmes”. Tras haber trabajado y escrito sobre unos y otros, ¿coincide o disiente?

Coincido firmemente. La Grecia Clásica, y en particular los años que van desde la batalla de Platea hasta el fin de la Guerra del Peloponeso, son el Big Bang de la sociedad occidental. Filosofía, historia, arquitectura, escultura, política, teatro… todo lo que nos define como sociedad de progreso nació en Grecia. He oído decir que toda la filosofía occidental no es más que una serie de notas a pie de página de los diálogos de Platón, el padre de la Historia fue Heródoto de Halicarnaso (aunque Tucídides es un autor mucho más analítico, más denso, y menos dado a las “habladurías”), el Partenón es el modelo de perfección arquitectónica (imitado pero nunca igualado), la escultura griega, copiada por Roma, inspiró el renacimiento, en política la pregunta ¿cuál es el mejor sistema de gobierno? fue sembrada por los griegos. Y qué decir del teatro… me haría falta un artículo entero para hablar de lo que significó el teatro.

¿No se debería insistir algo más en que la sociedad actual conociera más el mundo y la cultura clásica? ¿No cree que en la enseñanza actual se trata demasiado poco?

En el primer canto de la primera obra de la literatura occidental, La Ilíada, Aquiles se enfurece con Agamenón. Es la famosa ira del Pélida Aquiles. ¿Por qué? Porque un rey, por muy rey que sea, debe gobernar con justicia y, si no lo hace, aquellos que le obedecen tienen derecho a oponerse a sus deseos. Este primer canto, y lo que transmite, supone el germen de la teoría política occidental, de lo que es un gobierno justo. Habla de que, hasta un rey, tiene sus límites y sus obligaciones. Aquiles incluso llega a insultar a Agamenón. Y esto es solo una ínfima muestra de lo que nos marca como sociedad en busca de justicia y de belleza. Caminamos a hombros de gigantes. La cultura clásica constituye los cimientos de lo que somos. Y todos sabemos lo que pasa cuando se socavan los cimientos.

En estos tiempos que hemos vivido en Europa y en España un ciclo electoral tan tenso y momentos de inestabilidad, hablar y escribir la democracia originaria, de Atenas, es fácil que haga reflexionar y establecer paralelismos para los lectores… En ese viaje de ida y vuelta, ¿salimos ganando los demócratas del siglo XXI?

La democracia ateniense era una democracia radical. Todo ciudadano tenía voz y tenía voto y todo ciudadano podía hablar y decidir sobre cualquier tipo de materia. Bien es cierto que todo ciudadano, en este contexto, significaba varón adulto ya que quedaban excluidas las mujeres y los esclavos. Las democracias occidentales actuales, en cambio, son representativas. ¿Es mejor una democracia radical que una representativa? Responderé como el gallego: depende. La democracia, en cualquiera de sus formas, dista bastante de ser un sistema perfecto, por mucho que se canten sus alabanzas día sí y día también. Por ejemplo, en democracia el político necesita buscar conflictos continuamente para marcar diferencias con sus adversarios, y eso crea fricciones y tensiones en la sociedad. La democracia es, por naturaleza, cortoplacista. El político aspira a ganar unas nuevas elecciones y está dispuesto a sacrificar objetivos a largo plazo a cambio de un rédito político inmediato. En este sentido, una monarquía hereditaria, o una dictadura, es mucho más estable. En democracia nosotros, como votantes, no tenemos ni idea de lo que votamos ni de los asuntos que se nos consultan, tan solo una ínfima parte de los electores leen los programas electorales y muy pocos tenemos la formación necesaria en asuntos de legislación, política exterior, economía o política social como para opinar y, si la tuviéramos, sería tan solo en uno de los campos, nunca en todos. En este sentido puede que una oligarquía sea más eficiente a la hora de tomar decisiones. Lo que sí garantiza la democracia es la libertad de expresión, el más valioso de los tesoros y el más inalienable de los derechos de todo ser humano. Eso es lo que hace que la democracia sea el mejor de los sistemas de gobierno con muchísima diferencia.

Hacía mucho que no leía una nota de autor con tanta enjundia y con tanta intención. Tras leer la novela, casi resulta un manifiesto. En él, parece recordarnos que para defender las democracias, ese terreno de juego de “demagogos y votantes hooligans”, pero que “merece la pena”, hay que ser siempre consciente de sus debilidades…

Es que a veces me caliento… de hecho, estuve a punto de borrar por completo esas reflexiones finales. Por mucho que se intente convencernos de que la democracia es el sistema de gobierno perfecto, y por muy convencidos que estemos de ello, el sistema tiene muchísimos puntos débiles. No debemos dejar de ser críticos con ella ni de ser críticos con nosotros mismos. Tampoco de asumir la responsabilidad que nos toca como votantes activos y como ciudadanos libres e iguales ante la ley.

Tras siete novelas históricas a sus espaldas, ¿qué ha significado El Ateniense para Pedro Santamaría?

Esta ha sido mi novela más difícil, tanto por estructura como por período, como por personaje. Y debo confesar que estuve a punto de tirar la toalla varias veces por su complejidad. Siete novelas ya… es increíble. Cuánto me queda por aprender.

¿Qué ha sido lo más satisfactorio del proceso para escribirla? ¿Y lo más complicado?

Dentro de lo más satisfactorio: releer a Tucídides y volver a dormir con La Ilíada en la mesita de noche. Lo más complicado: seguir con la estructura que me marqué desde el principio y hacerla viable, esa idea peregrina de convertir al personaje principal en un secundario. Ocurrencias que tiene uno.

Cuando se ha sentido más cómodo… ¿escribiendo de romanos, espartanos o atenienses?

Te faltan los cántabros (Sonríe ampliamente). Me siento cómodo con todos. Siempre he vivido más en el mundo clásico que en el actual.

Cuando el escritor Pedro Santamaría descansa, ¿es lector de novela histórica?

Por supuesto, aunque últimamente leo mucho menos de lo que me gustaría.

¿Cuáles son los tipos de novelas históricas que más le interesan como lector?

Aquellas que rezuman pasión.

Si tuviera que quedarse con una novela histórica, ¿cuál sería?

¡Esta sí que es difícil! Del panorama nacional y actual tendría que elegir entre tres: Salamina, de Javier Negrete; El último soldurio, de Javier Lorenzo; y la nueva de Yeyo Balbás, una novela que he tenido ocasión de leer como lector “zero”, que estará disponible dentro de poco y que aúna y entrelaza, como solo Yeyo sabe hacer, historia, documentación, humor, ácida crítica, batallas, combates y reflexiones…

¿Cuál cree que, a día de hoy, es la gran virtud del género en España y su gran defecto?

Curiosamente diría que la virtud es la misma que el defecto: la amplísima oferta.

Y vosotros, ¿habéis leído la última novela de Pedro Santamaría?

¡Buenas lecturas!

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