Caballos y galletas

A Ana le toca escribir pero cuando mira afuera encuentra la realidad demasiado gris, pesada y llena de cosas irrelevantes. Entonces decide mirar dentro. También lo que hay es gris, pesado y tal vez irrelevante. Claro interno y externo se tocan. “¿Qué te pasa mamá?” le pregunta Julieta. “Nada mi amor, estoy encallada. No sé sobre qué escribir.” Julieta dice “Mamá podrías escribir sobre caballos. Como montarlos, lo que comen,…O sobre galletas”. “Caballos y galletas” dice Ana con una sonrisa. “Gracias Juli, ahí voy.”

La sintonía de Ana con los caballos empezó en la treintena. Ocurrió durante un largo verano en una finca rural, hospedada en una cabaña al lado de un cercado con cuatro yeguas jóvenes, salvajes, sin domar. Justo entonces empezó su interés por la fotografía. A Ana le fascinaba observarlas durante largo rato. La forma en cómo estaban en sus cuerpos, cómo se movían. En el atardecer se quedaban serenas, como meditando juntas. La tarde caía y la luz toscana cargaba de dramatismo la escena. Las fotos fueron testigo de ello. Una vez, contrariada porque no conseguía activar el flash, Ana manipulaba la cámara al lado del cerco. Concentrada como estaba no vio a las yeguas acercarse. Al levantar la vista las tenía literalmente encima. La impresión fue brutal, se quedó paralizada, no podía ni quería moverse. Algo de ellas envolvió a Ana y noto como si se hubiese roto una protección invisible que hacía demasiados años que cargaba. Se sintió desnuda y vulnerable. Las yeguas permanecieron al lado de Ana, mientras ella, sin saber porqué, lloraba.

(Foto: Magda Barceló)

Después de este episodio vinieron más. Largos paseos a caballo. Dar formaciones de fin de semana en un rancho de caballos. En un paseo al amanecer, a pie por el rancho, donde los caballos campaban a sus anchas en varios acres de terreno de las montañas de Colorado, de nuevo la cogieron de improvisto. Se paró un momento y varios caballos se acercaron, mucho. Quietamente, Ana se quedó entre ellos, como una más. Sentía el frío helado de la mañana, el calor de su cercanía, su aguda sensibilidad. Permaneció un largo rato envuelta en la calma arraigante de su presencia. Luego, durante la formación, al compartir la experiencia con las participantes, una de ellas dijo, “claro, los caballos te quieren agradecer todo lo que nos estás dando.”

Al reflexionar sobre ello, Ana reconoce un patrón que se repite sin saberlo en su vida. Pasar tiempo en entornos rurales con la presencia de animales, en concreto en granjas agrícolas de caballos, vacas, cabras, ovejas… Cuando está allí, se siente en casa, lo que no es de extrañar pues humanos y animales han vivido cerca los unos de los otros durante miles de años. Y desde hace figurativamente dos días, que ya no. Y algo se ha perdido con esta distancia, con esta desconexión. Como humanos es como si en lugar de alimentar el alma de luz, de aire, de contacto con los animales, con los árboles…hubiésemos pasado a alimentarnos de…¡galletas!

Galletas, ese constructo culinario tan tentador para los golosos, especialmente si es crujiente y contiene chocolate. Una galleta anima la tarde, pero alimentarse solamente de galletas es una pésima idea. El cuerpo y el alma lo sufren. ¡Claro, es eso lo que le pasa a Ana! Está hinchada de galletas: galletas de demasiado trabajo, galletas de lo virtual, galletas del estrés, galletas del móvil. Galletas de un ritmo frenético y galletas de no tener tiempo. Ahora lo comprende.

Afortunadamente los caballos y todo lo que representan, permanecen sin importar cuantas galletas coma. Y con la mera conciencia de ello, Ana vuelve a casa.

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