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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Confesión y muerte en el G8

Roberto Andó comparte con Paolo Sorrentino su admiración por Toni Servillo, lo cual a nadie puede sorprender porque este cómico italiano está a la altura de los más grandes actores de la escena internacional. No hablo sólo de ahora mismo, me refiero también a cualquier tiempo pasado. No sé si citar los dos Premios del Cine Europeo o los cinco David di Donatello, estatuilla italiana más estilizada, ciertamente, que nuestro cabezón de Goya, o el Globo de Oro. Para dar lustre a su carrera mejor me limitaré a recomendar volver a ver –y si es por primera vez, que sea urgentemente- La Gran Belleza (2013) y gozar con el retrato de un Marcello Mastroianni que a través del túnel del tiempo hubiera llegado a Roma siguiendo órdenes de Sorrentino para reescribir La dolce vita y no para ser “simplemente un hombre mundano sino para ser el rey de la mundanidad”. Esa cara de alucinado descreído en la secuencia de la fiesta inicial y la del compungido y anonadado solidario del viudo cuya mujer siempre estuvo enamorada de él, son cimas monumentales de la interpretación. La Gran Belleza es uno de los ochomiles del cine y Servillo el sherpa y el oxígeno para coronarlo.

En Viva la libertad (2013) Roberto Andò nos regalaba el placer de ver a Toni Servillo batiéndose con dos personajes por el precio de uno, dos hermanos gemelos que lucían como la luna y el sol. El primero de ellos era el secretario general del principal partido de la oposición que se hundía en la depresión al haber precipitado a su organización en un agujero electoral; el segundo, un viva la virgen, un optimista volcánico recién salido de una institución psiquiátrica, paradoja equivalente a un desahuciado celebrando su cumpleaños. Un recambio de uno por otro a espaldas de la opinión pública y el partido recuperaba el tono vital y comenzaba a subir como la espuma. Vean el tráiler y prueben a establecer paralelismos con la situación española…

No hace mucho se paseaba por este blog la figura de los directores gerentes del FMI, más en concreto la de Dominique Straus-Kahn en el traje a medida que le hizo Abel Ferrara poniendo de modelo el cuerpo serrano de Gerard Dépardieu, y nos encontramos de nuevo esta semana en Las confesiones, que se estrenó el viernes pasado, con el pájaro mayor de ese nido de buitres encarnado por Daniel Auteil (que, todo hay que decirlo, le deja las plumas, las alas y el pico bastante más apañados). Convendrán conmigo que entre la clase y elegancia de Daniel y el barrilete de Gerard no hay color. El Auteil de Las confesiones  recuerda de lejos a Mario Conde en sus tiempos de esplendor, cuando lucía toga y birrete y la Universidad Complutense de Madrid le investía como doctor Honoris Causa en 1993. ¡Jajajaja! No me digan que esto no estaba a la altura de la imaginación de Rafael Azcona… Cuando más tarde disfrutó de plaza reservada en prisión, me imagino al señor Conde contándolo sin poder evitar partirse de risa.

Daniel Auteil y Toni Servillo en «Las confesiones»

¿Y saben ustedes quien recibió la misma distinción por la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid en 2009 y estuvo a punto obtener la de la Universidad de Alicante? ¡Rodrigo Rato! El mismo que también comparecía en el post citado. La suerte para los despistados académicos alicantinos es que el caso de las tarjetas black estalló antes de que se hubiera celebrado la ceremonia y la UA revocó el acuerdo. No desgloso la lista de ilustres semejantes porque los casos de Jordi Pujol, Gerardo Díaz Ferrán, José María Aznar o Francisco Franco darían para cubrir de guasa  y pitorreo todo el espacio de este post.

Rodrigo Rato, doctor honoris causa. EFE

Daniel Auteil, como decía, en Las confesiones es un director gerente del FMI que preside una reunión del G8 en un fastuoso hotel, como está mandado. Lo que se sale del libreto, o mejor dicho, lo que el guion de Roberto Andó introduce haciendo uso de una licencia argumental parabólica es un monje italiano, nuestro inigualable Toni Servillo, que nunca hubo un monje con aire más monacal que él, ni siquiera Sean Connery en el convento de El nombre de la rosa, que filmara Jean-Jacques Annaud en 1986. Daniel Roché (Auteil) tiene un ataque de conciencia, algo muy perjudicial para la salud de los banqueros, según él mismo admite, y desea que el religioso le confiese.

Toni Servillo en una imagen sorrentiniana de «Las confesiones»

Hay varias cuestiones argumentales cuya improbabilidad toleramos entendidas en clave de fábula. A saber: Una, el reconocimiento de culpa de las fechorías que como buen financiero ha cometido el señor Roché. Dos, que en semejante escenario, la catedral coyuntural del capitalismo, se introduzca alguien que es la espiritualidad personificada para cantar las cuarenta a los que dictan las leyes que destrozan las economías del mundo. Tres, que una vez descubiertas las cartas, el monje permanezca en aquel escenario arriesgando gravemente su integridad. Roberto Andò apura sus cartas para denunciar la inmoralidad consustancial a aquel cónclave y no se corta un pelo en dejarlo claro, tal vez demasiado explícita y verbalmente, aunque esto, sin que sirva de precedente, a mí no me molesta lo más mínimo, que no hay munición que sobre para derribar a un monstruo, aunque éste tiene la piel más dura que el acorazado Potemkin.

Además de Toni Servillo hay otros detalles que delatan la proximidad entre Roberto Andó y el director de La juventud: un evidente aroma sorrentiniano y algunos planos marcados por su sello irónico y surrealista, como ese monje en el aeropuerto desconcertado por una estatua viviente que parece estar suspendida en el aire, en el arranque mismo del filme; pero también otros muchos detalles en el tratamiento del suspense que recuerdan a Las consecuencias del amor (2004) o Il divo (2008).

Las confesiones no vuelan tan alto, lastradas por la escasez de sutileza, como el aguafuerte vaticano de la serie de HBO El joven Papa (2016), creada por Sorrentino, pero su cluedo político financiero es un trago refrescante para estos días de calor.

Michael Caine no era Michael Caine

Michael Caine no era Michael Caine. Su nombre de pila fue otro hasta que decidió cambiarlo porque a algunos funcionarios de aduanas obstusos se les cruzaban los cables cuando les mostraba su pasaporte donde bajo su fotografía, la fotografía palpablemente de Michael Caine, decía Maurice Joseph Micklewhite. Y venga de interrogatorios, de molestos retrasos en los trámites… ya se sabe, en época de atentados terroristas de todo tipo, cualquiera puede disfrazarse de Michael Caine, aparentar ser Michael Caine y mostrar un pasaporte claramente falsificado a nombre de un tal Maurice. Todo esto lo contaba el año pasado el diario The Sun añadiendo que el grandísimo actor británico había decidido cambiar legalmente su nombre para nominarse como es debido y terminar de una vez por todas con el fastidioso asunto de quién soy y cómo me llamo.

Michael Caine en La huella, 1972

En sus comienzos más remotos ni siquiera él sabía que era Michael Caine y pretendía ser Michael White, vaya usted a saber de dónde extrajo semejante peregrina idea, cuando todo el mundo conoce su verdadera identidad. Pero la razón se impuso y tuvo que cambiar el apellido de su nombre artístico, que no vendía un pimiento a decir de su agente, para lo cual tomó la inspiración de su admirado Humphrey Bogart, protagonista de El motín del Caine, filme de Edward Dmytryck estrenado en 1954, cuyo cartel puso el azar a su vista mientras se encontraba en una cabina telefónica disputando los detalles de su personalidad con el representante.

El caso es que este hombre es todo un mito viviente al que no le restan gloria ni los actos fallidos, que como todo dios también tiene unos cuántos. Ganador de dos Oscar de Hollywood (Hannah y sus hermanas, Woody Allen, 1986, y Las normas de la casa de la sidra, Lasse Hallström, 1999), aunque son muchos los títulos por los que también le recordamos, entre los más de 150 que tienen el honor de contar con su presencia:  La huella, Joseph Leo Mankiewicz, 1972; El hombre que pudo reinar, John Huston, 1975; Lío en Río, Stanley Donen, 1984; El cuarto protocolo, John Mackenzie, 1987; Shiner, John Irvin, 2000; El americano impasible, Phillip Noyce, 2002; y entre las más recientes sobre todo La juventud, Paolo Sorrentino, 2015 (ver reportaje en Días de Cine de TVE).

En ese entrañable director de orquesta y compositor llamado Fred Ballinger, que se resiste numantinamente a aceptar la invitación de S.M. La Reina de Inglaterra para que dirija la maravillosa composición Simple Song en la corte, he creído reconocer al Michael Caine que confiesa tener miedo a la muerte por haber llevado “una vida de destrucción”, según The Sun On Sunday. A ver, no es que se parezcan en ese aspecto concreto porque Ballinger está de vuelta de todo, ve la vida pasar junto a su amigo Mick Boyle, sospechosamente trasmutado en la piel de Harvey Keitel, y sólo lamenta ante la proximidad del final haberse quedado con las ganas de beneficiarse a Gilda Black, un anhelo de juventud que permanece atravesado como una daga en su memoria a la altura de las ingles.

Pero hay en los entresijos del personaje tantas raciones de soledad que parecen haber servido de banquete indeseado para el inmenso actor que lo interpreta. Caine, como Ballinger, elogia a su esposa, Shakira Baksh, de 70 años de edad (catorce menos que él) porque “sin ella habría muerto hace mucho tiempo”. Para el director de orquesta de La juventud su mujer fue el faro, impertérrito ante las tormentas, infidelidades y otros accidentes de la carretera vital. Y negarse a dirigir Simple Song porque ella no puede interpretarlo es su forma de rendirle un último homenaje. Ballinger le debe el curriculum y la estabilidad a su pareja. Caine dice que le debe la vida a la suya.

Michael Caine con su esposa Shakira Caine. Foto EFE

Les diferencia cómo afrontar la amenazante visita de la parca, contra la que Ballinger no se protege y a Caine le ha hecho renunciar a las tasas de alcohol que antaño acostumbraba y adoptar costumbres dietéticas no muy compatibles con el disfrute de algunos placeres, aunque sigue teniendo por debilidad comer “bacon”.

¡Qué pareja, dios, Keitel y Caine, qué homenaje a la amistad eterna! Amigos que sólo se cuentan las cosas buenas, pues el resto ya no valen la pena. Amigos que analizan las gotas de micción diaria, fuente de preocupación o alivio, según la cantidad de ellas con que hayan  salpicado las paredes de la taza del váter y discuten sobre el valor de las emociones, sobrevaloradas, dice el músico, entonando una canción melancólica y triste. Pero Mick-Keitel le enmendará la plana: “las emociones son lo único que tenemos”.

Michael Caine y Harvey Keitel rendidos ante Miss Universo

¡Y qué paradojas contiene el oficio de actor! Y cuanto más grande el cómico, más inabarcable el contrasentido. Michael Caine tiene miedo a sus 84 años de edad a morir de un cáncer. A mí me gustaba tanto, me entusiasmaba hasta tal punto Fred Ballinger con la voz, el rostro y las expresiones de Michael Caine, tan sereno, tan humano, tan rendido a la belleza de Miss Universo bañándose desnuda ante los ojos atónitos de los dos amigos, que creía que no había disfraz, que era él mismo jugando a ser otro sin poder escapar de su propia piel. Me cuesta salir de la pantalla y aceptar que la vida real a veces es eso: llegar a una edad provecta, vislumbrar las costas del más allá y tener pavor de que la barca se estrelle de un momento a otro.