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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Alucinantes sombras de una pesadilla

Hay algo estremecedor en el visionado de Treblinka (Sérgio Tréfaut, 2016) en el marco del Festival Internacional de Cine Documental de Navarra Punto de vista (al que me referí en el post anterior) que se cerró ayer. El nombre de esa aldea polaca, ubicada a unos 100 kilómetros al norte de Varsovia, arrastra la maldición de asociarse a uno de los lugares en los que el infierno se materializó en la Tierra.   En los mapas y conciencia del mundo su existencia fue sustituida por el campo de exterminio nazi que operó entre julio de 1942 y noviembre de 1943 hasta dejar un rastro de muerte que se cifra en 780.000 personas, pues sabida es la tendencia a redondear las dimensiones de las catástrofes inimaginables.

En los oídos del portugués Sérgio Tréfaut resuena el traqueteo de los trenes en su caravana de ganado humano dispuesto al sacrificio al por mayor. El tren y las vías por las que discurre seguirá circulando y suponemos que muchos de los actuales viajeros ni siquiera pensarán en las espantosas condiciones en las que en otros trenes, más de medio siglo atrás, se hacinaban compartiendo angustias, dolor y terribles presagios.

El filme esquiva la tentación de evocar imágenes tan lacerantes y no recurre ni al archivo, ni a la reconstrucción realista. Las voces en off de algunos supervivientes, lánguidas, melancólicas y rotas reviven los fantasmas de aquellos cientos de miles de seres condenados que sin saberlo se acercaban a la aniquilación. Algunos actores desnudos posan en los vagones vacíos como estatuas simbólicas del despojamiento absoluto de la dignidad al que fueron sometidos aquellos a quienes representan. Una anciana mira a través de las ventanas y recuerda lo innombrable.

¿Qué es lo estremecedor en el filme de Tréfaut? Por supuesto: que nos recuerda hechos escalofriantes. Pero no es de eso de lo que hablo. Lo más estremecedor es que el filme no me conmueve. Lo terrible es que vivimos en una cultura que devora imágenes que han de superar en el sentido del espectáculo a las antes consumidas para causar un impacto duradero. La poesía con que narra Tréfaut lo espeluznante, sus bellas composiciones, la profundidad y sinceridad de las voces encuentran dificultades para atarnos a sus palabras. La renuncia a las imágenes de choque debilita el propósito de la película. La renuncia a la mercantilización de la memoria apaga los ecos de la memoria destrozada.

¿Cómo resolver tan envenenada ecuación? Si renuncio al sensacionalismo no consigo zarandear las conciencias, si lo utilizo pervierto las razones que me mueven… El año pasado László Nemes lo consiguió con El hijo de Saúl y obtuvo la recompensa del Oscar a Mejor Película extranjera y el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes.

Imagen de El hijo de Saúl, de Lásló Nemes

El hijo de Saúl es la más sobrecogedora inmersión en el infierno de la mente humana, la película más dura sobre el genocidio nazi (o cualquier otro) que he visto nunca. Pero, como Treblinka, tampoco exhibe la infamia de algunas imágenes conocidas y cargadas con toda su pornográfica mezquindad. La cámara pegada a la nuca del protagonista deja fuera de foco todo el horror que contempla y en el que él participa como miembro de los “Sonderkommando”, cuya misión es la de la limpieza de las cámaras de gas y la cremación de los cadáveres de los prisioneros gaseados.

Saúl es un judío que conduce a los judíos a su exterminio, para prolongar su vida durante un tiempo colabora como un perro servicial en el campo de concentración de Auschwitz, no es un héroe, ni siquiera se alinea con quienes en el campo preparan la rebelión y la fuga, se ve envuelta en ella pero su obsesión está por encima de cualquier otra necesidad. Su obsesión es de origen religioso, dar sepultura según el rito judío a un niño al que toma por su hijo. Por esa obsesión arriesga las escasas posibilidades de supervivencia que tienen él y quienes están a su lado.

El director húngaro no se limita a introducirnos en la vorágine de los pasillos del horror, sino que lo hace desde la perspectiva de una víctima que no es del todo inocente, a semejanza de El pianista de Polanski (2002), la triste historia de un judío cobarde e insolidario. Sin perder su condición de víctima también Saúl tiene sus miserias.

Imagen de El pianista, de Roman Polanski

¿Cómo es la no imagen de El hijo de Saúl? Como decía, la cámara acompaña todo el tiempo al protagonista en sus labores de operario del infierno, continuamente pegada a su nuca, dejando muy escasa profundidad de campo, permitiendo entrever difuminados los cuerpos, ora vestidos, ora desnudos de los prisioneros que van a morir, circulando atropelladamente de un lado a otro hasta llegar a las cámaras de gas.

La imagen velada, la presencia prohibida del espectador a salvo del espanto, cómodamente instalado en el asiento, un asiento que sin embargo es zarandeado, como si lo aferraran las garras de Satanás, hace que la experiencia tenga una intensidad sensorial y emocional irrepetibles.

Nemes deja que los sonidos  sordos e ininteligibles, los gritos de las víctimas y las voces de los verdugos, y el rostro trastornado de Géza Röhrig, un actor colosal, nos fuercen a una inmersión privadora de la inocencia. ¿Cómo sentirse ajeno a la culpa de la ruin condición humana? La imagen es la clave. La imagen de lo conocido y no mostrado más que como alucinantes sombras de una pesadilla.