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Algunas palabras sobre El desierto blanco de Luis López Carrasco (Anagrama, 2023)

El último premio Herralde de novela es un texto donde la narrativa, las voces y los nombres se mezclan, juegan y discuten, haciendo dudar de la pura estructura novelesca. Personajes que se entremezclan, géneros que son una mezcolanza de estilos, donde el autor se mueve en una especie de inmensa enciclopedia, de manual… ausente la cinematografía para sorpresa del que, como yo, identificaba al autor con la realización audiovisual, me encuentro con una obra que pone el foco en lo literario, más sugerente que lineal, más distópico que retratista.

Porque si es 2011 el año donde todo comienza a terminar (y perdonen la expresión, tan difícil de masticar), qué nos queda: una cámara, un zoom, una relación. Quizá mejor vamos a 1997, cuando todos empezábamos la facultad o acabábamos la adolescencia, estirada como un chicle escaso de sabor y amenazante, superado su punto de resistencia madurativa. Aquellas dinámicas de grupo en las entrevistas de trabajo, en el máster de prevención de riesgos laborales, en la Luna, en mitad del mar. Siempre lleva agua. Y ropa interior limpia. El periodismo y el cine, la corte de la televisión, la pareja de provincias en el Madrid de las letras… ¿Qué discos había entonces? ¿Quién mandaba? John Boy u Ornamento y Delito. Las dos me valen. La creación es la Gran Mentira. Hoy, finales de enero de 2024, el vídeo de una periodista sin trabajo se ha viralizado. Yo también quería escribir y he acabado dando clases de matemáticas. No es tu historia la que nos interesa, Octavio, esto es una reseña sobre una novela. La novela de otro. La novela de todos. O de algunos. Más bien la novela de los que leen novelas. Radios locales, ilusión, oferta y demanda, el amor como trance, matrimonio, hijos, corte de pelo. Lo primero que desaparezca será el periodismo. En cualquier estructura política: si gana el estado o si es devorado. Socialismo o liberalismo. Da igual, serán teletipos. Por eso socialdemocracia y un presidente de derecha moderada al que poder criticar. Política de bloques. Nos salvó de un segundo mundial de Maradona un polémico gol de Andreas Brehme. O de la victoria de Bilardo. Y de la derecha.

Jimena, nombre bellísimo, de rosa de Lima, vive un episodio de Perdidos. Pero es 2011. En aquella época andábamos cortos de redes sociales. Lo dijo Berto Romero en un pódcast de «La pija y la quinqui»: había que ir a los foros después de los capítulos para el onanismo teórico. ¿Qué fue de aquel pie de estatua ciclópeo? El rescate es hoy, entonces, mañana, tan sencillo que hace que Julio Verne, que Robinson Crusoe, suenen todavía más antiguos. Está el GPS, tranquilas, les digo a mis alumnas, asustadas por coger un vuelo a Canarias para el viaje fin de curso. Y también, hoy, enero de 2024, vuelve la historia de los Andes. La pureza es peligrosa, aunque sea natural. Así que no deis de comer a los animales. No son dibujos animados de Disney. En una selva: ¿Si no hubiera un médico? ¿Qué prefieres, fentanilo o un veterinario? ¿Si eres vegano, morir de hambre o comida para perros? La cobertura, cuando vuelve, es un enjambre de cigarras que despiertan de pronto. Jimena todavía tuvo tiempo de presentar su ponencia. El Wifi es lo más cercano al Espíritu Santo que tenemos.

Un pueblo. No recuerdo esa parte. Quizá estaba dormido en el sofá, justo al lado de la cama del hospital. Podría ser un capítulo extra. Salgo de lector a presencia. Solo la abuela. Sí, la que nos enseña que no hay buenos y malos en las guerras. La abuela de los grises, los hijos en el escenario distópico. Fue gracioso hasta que sucedió, hasta que llegó el virus todo era Philip K. Dick. O Ballard. Y ahora, las películas, los secretos, qué eres, qué compras. El año nuevo. La cocaína, el tabaco. En 2011 todavía se fumaba. Parejas que se rompen. Parejas que nunca se forman. Pacheco en el maletero de un coche. Llego a casa de mis padres y le bajo a mi padre una de Quim Gutiérrez con sobres para amigos muertos. Peter y sus amigos. Llegó y era una mujer. ¿Es ETA? ¿ETA? ¿ETA? Catán, un juego como un laboratorio de la infancia. La TDT y mi obsesión por los canales y los programas que se quedaron atrapados al final de la ronda del mando a distancia, en su panel analógico. Perdidos, perdidos, claro. El síndrome de ir corriendo de un lado a otro. Perdidos que aparece en mitad de una peli de amigos, con cuota LGTB+ pero sin la parte étnica. Esto todavía tiene algo de localización familiar. Los amigos que marchan a Berlín sabiendo solo inglés. Esos, los conozco, los conoces. Se marcharon a Berlín. Se pensaron que eran David Bowie.

«Aguantar hasta el final, el instante en el que cambiaba la programación del Telexto. Un nuevo día. Veía una peli de terror y, de pronto, corte y el primer matutino. Ya llegó la luz, anuncios, traductores, periodistas, hacer un Erasmus para acabar jugando al asesino con tus colegas. Todos los discos, los cedés que publicaron las discográficas independientes llenando los puntos limpios de las ciudades dormitorio: crees que no me acuerdo del Atari y de los cartuchos de ET… ¿Por quién me tomas?»

El final, la línea del horizonte, es un cierre o una manera de dejar abierto el libro. Es un final cremallera. Exigente, un final que te deja con dudas: videojuegos y revistas, ámbar barato, canicas, qué son esas sagas, qué juego es el Wonder Boy, tren, vistas, ¿oculto o presente? La misma estructura de la muerte de Brian Jones, contratistas que se aprovechan de la remodelación de la piscina. Dinamarca, marchar al norte, los cortes de luz son frecuentes. Agotar el paisaje, borrar, los personajes nos devuelve esos videojuegos que se podían recorrer por completo, nada de sandbox, nada de mundos abiertos: un bug y el actor principal repite el movimiento como si estuviera con el baile de San Vito. He acabado tu mundo, he recogido todas las monedas, el movimiento de la cámara me demuestra que el programa está corrupto. La vida es un bug. Desaparecer la contaminación lumínica. ¿Qué es el final? ¿Es el momento del silencio? Dudas, ya lo he dicho. Inquietud e insatisfacción. El verdín, la desaparición de la ciudad, todas las colecciones de ciencia ficción. La casa es un personaje o el personaje es la distorsión de la realidad. Dame una pista más, dame una vida extra. Seguro que ocultas algún huevo de Pascua entre las páginas y me lo he perdido.

Algunas palabras sobre Vida de Horacio de Mercedes Halfon (Las afueras, 2024)

Dejé de escribir para alargar la vida de mi padre. Leo Algunas palabras sobre Vida de Horacio de Mercedes Halfon editado por Las Afueras. Pruebo una vez más. No abro el documento. En vez de acabar la novela, la novela que habla de mi padre y de mí, leo a Mercedes. Y allí me encuentro con ella y con su padre. Un tiempo distinto. Un lugar diferente. Pero la misma conexión vital. Un padre maestro, los guardapolvos blancos, aún recuerdo a mi padre haciendo copias de los exámenes de septiembre con su bata blanca, con la tinta del ciclostil, a final de los años ochenta, la tinta saltaba, las preguntas manuscritas, con la letra de maestro de mi padre, bella y perfecta. Recuerdo el final del verano, unos días iba al colegio de mi madre y otras al de mi padre. El suyo estaba muy lejos, al final de la ciudad, era enorme, majestuoso… el de mi madre se ocultaba en un barrio obrero, era estrecho, angosto, tenía algo carcelario.

Leo a Mercedes y entiendo que la palabra afiche lo resume todo. La letra de su padre y la letra del mío. Su firma, de letras apretadas y picudas, pero legible. La mía, de tanto ordenador y teclado, infantil, una firma de niño, sin personalidad. Pienso en los tiempos en los que estuvimos a punto de montar una revista que se iba a llamar Afiche (y en los que íbamos a montar otra que se llamaba Santos con sombrero) y que nunca salió, que se quedó olvidada en los cajones digitales que son las carpetas en los portátiles viejos. Una letra que no se pueda imitar. Un hijo. Soy padre. Él es abuelo. Mi hijo me ayuda a dormir con el orfidal y su abrazo. Porque mi padre pasa demasiado tiempo enfermo, en el hospital o avisando de su recaída y su mujer, mi madre, agotada, maestra también, me recuerda que su escuela era más chiquita, pero fue allí donde me enseñaron a escribir, a sumar, a restar llevando, hasta que me fui a un colegio de curas. A los pies de la escalera esperaba a mi madre, que bajaba hablando con su compañera, mi maestra. Yo lloraba porque no había obtenido la máxima calificación en caligrafía y ella, mi madre, ya lo sabía. Una cruz, me faltaba una cruz en la letra.

«Mercedes escribe y yo escribo. Mercedes lo hace con más gracia y profesionalidad. Con pasión y gusto. Es de una belleza extrema. Yo escribo sobre su novela y tomo notas para mi propia historia. Por eso estas reseñas parecen ombliguistas, pero son lo mejor que puedo ofrecer, porque prefiero estar con ella, con su novela, que con la mía. Qué reseña es esta, me pregunta Mercedes (no lo hace porque le escribo por IG y no me contesta, normal), yo solo quería mandarte un abrazo, decir lo que me ha emocionado. Ya te harán frías reseñas, cartas monótonas en diarios importantes, los otros funcionarios de la crítica».

Mi padre hacía reír a sus cuñados y a sus hermanos. Y ellos a él. Siempre había risa. Ahora hay menos, mucho menos, porque mis tíos no están. Mis tíos murieron y, por eso, y por la enfermedad de mi padre, me cuesta mucho más abrir el documento. Mi padre llevó bigote. Llevo más años bigote de los que no lo llevó. Por lo menos desde que yo tengo imágenes de mi padre… tu padre también, claro, un bigote negro, muy negro, poblado y auténtico. Luego se lo afeitó, antes de que se volviera blanco o, peor, amarillo por la nicotina. Dejó el tabaco por el miedo a morir. Y sigue vivo, quizá por eso. Si bigote, pero vivo. Mi padre me ponía cintas de la Credence Clearwater Revival en un coche Renault 12 verde cuando íbamos camino de la playa. Tú, tu padre, la playa, incluso el mes. Son distintos y, a la vez, paralelos. La nafta y la gasolina, tu playa en mi invierno, mi playa en tu invierno. Y los mares, los océanos, los ríos, todos distintos. Seguro que nuestras playas, cuando los turistas se van, se parecen mucho más entre ellas. Escuchaba la canción Have you ever seen the rain? Y las versiones, yo no sabía que eran versiones: I put a spell on you y Susie Q. Lo más cerca que estaré nunca de un pantano. Sabes, años más tarde, cuando escribía en periódicos y revistas musicales, cuando tenía programas en la radio donde me pagaban por hablar de música y entraba gratis en los conciertos, mi padre fue mi más 1 en un recital en la Casa del Loco. Una banda que hacía covers de la CCR.

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Algunas palabras sobre Los idiotas prefieren la montaña de Aloma Rodríguez (La Navaja Suiza, 2024)

La reedición de este magnífico libro es una alegría para muchos de nosotros. La crónica perfecta de un momento imperfecto. La risa en la tristeza. Amigos que vuelven a verse con la excusa de la ausencia. Busco la fecha de la presentación. La de la primera edición, la de Xordica. Estamos Rodolfo y yo con Aloma, en Antígona. Guapos los tres. Aloma sigue guapa. Rodolfo y yo nos hemos dejado llevar. O la vida ha pasado por encima. Esta es la historia anterior a la nueva edición de La Navaja Suiza.

Busco lo que escribí aquel día. Casi todo sigue valiendo. Hay cosas nuevas, novísimas. ¿Dónde estabas tú el día que murió Sergio Algora? Hoy Aloma nos trae un libro sobre Algora. Mañana Aloma traerá un libro sobre Sergio. Las múltiples vidas de Sergio. Las divido en partes: 1986 Plasticland, El Niño Gusano, FNAC, Bacharach 1 Bacharach 2. Después de aquellos escribí una obra de teatro para mi amigo Saúl Blasco. La presentamos en Antígona. Fue antes de que el mundo se convirtiera en una historia de Philip K. Dick.

Quizá el Sergio más agridulce. ¿Por qué no nos gusta la palabra agridulce? ¿Por qué nos quedamos con la parte agria? No. Mezclemos. De paso hacemos un poco de honor a Sergio. Vino blanco, alguna cerveza, vino tinto en las comidas, ginebra y whisky. Y Champán. Se ponía muy pesado con el champán. No me gustaba. Pero daba igual. No había quién lo parara. Dolía tanto su ausencia que conseguí encontrar unas fotos suyas, él y yo, en la Plaza Santa Cruz, al lado de un restaurante que ya no está. Todos los garitos han desaparecido. Solo quedamos nosotros. Queda Aloma. Sobre todo queda Aloma, claro.

Sergio estaba desencantado con la música pop. No entendía a su discográfica, a los medios de comunicación, al Mondo Sonoro que no lo sacaba en portada con los discos de La Costa Brava. No hablemos mal de los ausentes, pero tampoco estamos aquí para ponernos medallas. Aquí, sobre todo, tienen que estar Joan, Joan Losilla. GRACIAS.

Sergio quería ser escritor. Novelista. Se acabaron los poemas, se terminó el invierno y los cuentos cortos. Leer y leer. La novela, otra novela. Volver a leer. Seguir amando. Casarse. Tener hijos. Escapar de Boris Vian, escapar d todo aquello. Leer el libro de Aloma, el Sergio desenmascarado, el Sergio distinto, un gran fabulador, el encantador de serpientes, el Sergio inseguro, el Sergio que tiene miedo. Miedo a morir. No poder ser feliz. Nunca iremos en autobús. La independencia se paga.

Sergio incandescente. No es una nova como en el 96. Es una estrella que madura y sigue dando luz una y otra vez. Y calor, y vida. Dio tanta vida que se quedó sin ella. Así, en aquel momento, todos descubrimos que Los idiotas prefieren la montaña era un libro de casualidades. De círculos que se cierran. Aquella tarde me pregunté, pregunté al mundo ¿todos los círculos se cierran? ¿Es un pleonasmo?

Hay tanto círculos que no quisimos que se cerrasen. Abrieron el jardín de La Harinera. Félix Romeo murió. Hemos tenido tiempo para llorarlo. Para ver sus obras reeditadas. Para contemplar que las casualidades acaban dando miedo: canciones y poemas que describían tu muerte, las visitas en sueños. Todo aquella precisión paranormal.

Hacía falta un retrato así de Sergio. Como el que escribió Aloma, como el que podemos volver a disfrutar ahora. No hay tantas fotos de Sergio. Desdén tecnológico. Es la familia real del pop. Solo fotos oficiales. Ni una más. Una de las mejores cosas del libro de Aloma es que podíamos ir más allá del Bacharach, de la fiesta interminable. Los días anteriores a la presentación del libro le pregunta a Aloma: ¿Quién quería ser Sergio? Quizá no fue así la pregunta, no está bien formulada. Lo mejor era la respuesta, quién no quería acabar siendo Sergio. Ni Gainsbourg, ni Bowie, ni Foster-Wallace. Precisamente Sergio tenía miedo de acabar siendo Gainsbourg. Hay alguna anécdota que lo corrobora, pero es demasiado íntima. Si alguien le interesa que luego pregunte.

Me hice funcionario. Me casé. Tuve un hijo. Cuando decidimos su nombre le confesé a mi mujer que Román era una canción de El Niño Gusano. Escribí libros. En alguno de ellos me ayudó Javier Aquilué. Pronto llegará su momento. El de Javier.

Volvemos a lo agridulce. Lo dulce, lo bueno. La muerte de Sergio mi unió a Maribel como la de Félix a la de Rodolfo. Y aquellas noches de supervivencia en el bar, en el Bacharach, las pasábamos Aloma y yo, poniendo música, bailando, sirviendo copas. No estuvo tan mal. Marisol y París. Aloma escribía, todos los días, porque era una escritora de verdad. Yo escribía sobre su obra: Siempre quiero ser lo que no soy y Puro Glamour. Una vez estuvimos de charla con Christina Rosenvinge gracias a Fernando Sanmartín. Fue lo más.

Me acabo de dar cuenta de que vino a la radio, cuando yo aún estaba en Comunidad Sonora. No sé si seguirá colgado el programa. Nos rebelamos contra lo que llega. Demasiado jóvenes para enfrentarnos a la muerte. Cantamos las canciones. No queremos que el vinilo llegue al final de la cara así que ponemos una y otra vez las mismas canciones. No queremos que esto acabe. No quiero acabar esta presentación porque será otro capítulo cerrado con Sergio. Aloma me contó el martes pasado el dolor que viene al terminar la novela. Inocente de mí pensé que terminar la novela sería una buena arnica, un buen yodo. No, seguimos escribiendo. Las mismas canciones, las mismas historias. Las mejores tapas de cada bar.

El día que Aloma presentaba su libro nacía mi sobrino. Estaba con Javier, con Aquilué. El heredero. El más inteligente de la clase. Hace muchos años escribí esto sobre él. Y me encanta que estén juntos. Haciendo cosas hermosas. Estoy seguro de que Sergio lo hubiera aplaudido:

«La única risa comparable a la de Sergio Algora es la de Javier Aquilué. Avanza en mitad de la mediocridad para crear una burbuja beatificadora. Me senté junto a Javier y aprendí dónde estaba la belleza entre los restos de una naranja. He inventado leyendas urbanas inspiradas en su persona, con cassettes y estrellas del pop envejecidad. Javier ha grabado discos sobresalientes junto a Kiev cuando nieva. A veces imagino a Javier y Antxon, como dos gemelos de Kollwitz envían señales desde el pasado. No hay abonos para las vistas que se han perdido. Junto a Orencio Boix y Antonio Romeo construyen frágiles armatostes en En vez de nada. Javier Aquilué toca el banjo, la armónica, bebe la sangre de los ferroviarios, Javier Aquilué solo pinta las escenas que sucederán. Pitoniso postmoderno en un el pantano del situacionismo. Javier baila música proto punk en un pueblo del Somontano, pinta portadas para Copiloto y Ornamento y Delito. Javier Aquilué enseñaba a los niños a no pintar fuera de las líneas, pedía litros de ginebra y tónica en mitad de una verbena, ilustraba fantasmagorías de vapor zaraguayo, colecciona cromos con portadas de vinilos de piedra, predica en la habitación del pánico, lleva zapatos de dandy, fabrica muebles con sus propias manos».

Este sábado, junto con Antxon Corcuera y Lorién Vicente realizan una exhibición de spoken word, de canciones y de fiesta para presentar la nueva edición de este libro, que publica La Navaja Suiza. Será a las 19:30 en el Centro Cívico Río Ebro. Hace unos años Aloma puso la semilla en el Festival Perpendiculares. Ahora ha mejorado la idea.

Me iba a ir a dormir. Pero he encontrado otro texto. Buscando cosas sobre Aloma y sobre el libro. El título de la entrada es Interino 17. Quizá iba a ser el capítulo 17 del libro, de la novela, de Interino, el manuscrito que pelea contra el corazón de mi padre, enfermo de la misma muerte y vida que fue vida y muerte de Sergio.

Estoy escribiendo una reseña sobre Los idiotas prefieren la montaña de Aloma Rodríguez para la revista Afiche. Me doy cuenta que el día de la presentación no pude contar todo lo que quería. Me doy cuenta de que sigo en un exorcismo continuado y prohibido. ¿Quién cerrará este círculo? El pleonasmo, el pleonasmo. Cuando operaron a Sergio Algora pasó semanas en una habitación de hospital. La peor abstinencia -puesto que estaba lo suficientemente medicado- fue la sexual. Su amigo Andrés Perruca le llevaba revistas de mujeres desnudas y artículos ilegibles para provocarle. Sergio contaba que cuando la enfermera le quitaba las grapas que mantenían su cuerpo unido el simple olor de su perfume lejano le producía una erección. Dolorosa, como todo lo que fuera sangre y carne. Y todo era sangre y carne en aquella época, sangre y carne dolorida.

Sergio Algora murió a la misma edad que su admirado Boris Vian. 39 años. Vian, tal y como me contó el mismo Sergio un domingo que comíamos en su casa, falleció de un infarto horas después de ver lo que él considerada una inefable adaptación cinematográfica de su obra Escupiré sobre vuestras tumbas. El corazón. El órgano de la sangre y la carne dolorida. Sufrí el Sergio enfermo. El de las latas de atún de madrugada y la cola del sintrom. Me levantaba, a veces sin haber dormido más de una hora o dos, e iba a la fábrica. Sergio se quedaba durmiendo y me decía que le llamara a mitad de mañana, cuando parara para el almuerzo. Que entonces él se despertaría, se ducharía y, sin lentillas, iría al hospital. No lo hizo nunca. Sergio me prestó la única biografía que existía en español sobre Boris Vian. Nunca pude devolvérsela. También se dejó una chaqueta, una cazadora en casa. Había sido de Andrés Perruca y la llevaba el día que le presentó su primer libro a Aloma. Ana me hizo tirar aquella cazadora. No sé porqué le hice caso. El amor es más fuerte que el olvido. En casa dejaste olvidado también el manuscrito con la letra de El hombre que perdió los papeles, una canción del último disco de la Costa Brava. No sé si esto es un pleonasmo pero sí que es una casualidad de narices. Luego seguimos con las casualidades. Una más, antes de que se me olvide. El día que murió Sergio me puse tan nervioso que terminé en un centro comercial muy lejos de todo, en el Actur. Me pasé la mañana comprándome pantalones para ir su entierro. Carmen vino a buscarme con su coche. En una horrenda librería clónica que había en la planta calle de aquel centro comercial encontré, aquel mismo día, en la sección de poesía, un ejemplar de Envolver en humo, el primer libro de Sergio, editado por Manuel Martínez Forega, antes del crack de Panero que trajo Nacho Vegas. El ejemplar estaba firmado.

La muerte del padre de Sergio, aquel personaje pícaro que protagonizaba el Día del Cielo fue unos años después. Nuestros padres, el abrazo protector y cómplice que ha sido nuestro mejor combustible. El día que mi madre conoció a Sergio fue en su casa. En casa de mis padres. Habíamos estado comiendo y Sergio quería imprimir sus nuevos poemas. Había ganado un premio con ellos. No teníamos impresora. Ninguno de los dos. Mi madre sí, claro. La independencia se paga. Otra vez tenía que ir al programa de Borradores. Se nos hizo tarde. Le propuse coger el autobús. Un hombre de tren y taxi. La independencia se paga. Todos tenemos vicios adquiridos, de nuevos ricos, de antiguos pobres. Yo compartía uno con Sergio, usar coche con chófer femenino. Lo he tenido que abandonar con el tiempo. La independencia se paga. Había estado en pocos funerales antes que el tuyo. La pérdida de la inocencia no la suministra el sexo ni la droga, la pérdida de la inocencia la trae la muerte. Y toda la vida habla de la muerte. La muerte nos sorprende siempre. Es inoportuna. Llega a la casa sin haber sido invitada y cuando se marcha no hay nadie capaz de acabarse las copas, tan calientes y sin hielo. ¿Cómo me voy a morir me decías? Ahora podría morirme, delante de ti, como un pajarico. Llevabas las piernas hinchadas y el vaso de vino estaba vacío.

Unos días antes de la presentación recuperé unas fotos que nos hicieron en la Plaza Santa Cruz. No hay muchas fotos de Sergio. Una mezcla de desdén tecnológico y oficialidad pop. Sergio era de la nobleza y solo tenía fotos oficiales. Me gusta recuperar esas fotos, en una terraza, después de comer. Más allá del Bacharach y de la fiesta interminable. Los dos vestimos igual: unos pantalones demasiado anchos con los bajos rotos y sucios. Calzado mestizo, ni zapatilla ni zapato. Hay momentos en los que reímos y otros en los que bebemos champán tibio. Ya no está Sergio ni está el restaurante donde comimos aquella tarde. El Portolés se llamaba. Tampoco está el alcalde que se convirtió en personaje involuntario de las columnas de Sergio en el Heraldo. El Heraldo y su manual de estilo para cómo se sobrevivir a una guerra. Hay gente que nos bajamos del barco y otros siguen que subidos mientras escupen el agua que les entra por el culo.Quería hablar el día de la presentación de Gainsbourg, pero no me dejaron. Se hacía tarde, me estaba pasando de tiempo. Antón Castro le preguntaba a su hija: ¿Quería ser Sergio Gainsbourg? Yo no quise leer la respuesta. Yo sabía la respuesta. El tenía miedo de convertirse en Gainsbourg. Guardo el recuerdo de una confesión a ese respecto que creo demasiado íntima para cualquier vía pública, si le interesa a alguien que pregunte.

La precisión paranormal con la que describe la muerte en sus poemas, sus amigos (Richi, Jesús, Aloma y yo mismo por ahora) con los que contactó en sueños después de muerto. Las botellas lanzadas al mar de la red (y vacías, en todo lo virtual), contenían el manuscrito Algora, el que hablaba del segundo Sitio de la ciudad. Y que sobrevive en distintas versiones en distintas manos.Hay más casualidades. Como que Javier Corcobado recuperara en su repertorio solista su versión de Getsemaní de Jesucristo Superstar la última vez que tocó en Zaragoza. El dolor llega al terminar las historias. Por eso nunca nos detenemos. No hay yodo ni arnica en ninguno de los finales que usemos o que intentemos. Ana me dice que detenga la riada, como si hubiera diques suficientemente resistentes. Son como chispazos en la memoria que lo desbordan todo. Imagino que tiene que ver con el alejamiento emocional de mi ciudad. Y también físico, no seamos estúpidos. Hay sitios que solo conocí gracias a Sergio, sitios donde la barra todavía tiene una huella de su codo, de su torso inclinado en busca de un trozo de bacalao rebozado. Tan sencillo como eso. La mejor de las prosas atrapada por la grasa, entre los dedos.

Volverme a enamorar de Russian Red (Sonido Muchacho, 2024)

Más allá del inglés, de los karaokes, las versiones, la untuosidad del disco en ropa interior, del corazón como una fruta madura y cercenada en mil trozos, más allá de la empatía que cualquier persona con alma lanzó hacia Lourdes después de la bravuconada del vendedor de pescado pasado, el ya viejo Nachín Vegas, fuera de todo aquello, de Jeanette, de La Bien Querida, de las nuevas compositoras llegadas de México o Argentina, ella ha estado aquí desde hace décadas. Sí, décadas ya. Y hoy, mañana, pasado, diremos que estuvimos el día que regresó, sin maquillaje, con una guitarra, con dos voces, las mismas, con coristas como hacía Leonard Cohen, con callos por su labor de baterista en directo. Es Russian Red y entrega un nuevo LP. En vinilo, retractilado, con canciones en español, editado por Sonido Muchacho.

Abre con «Me gustan todos los chicos», con una bossa nova de toques lounge, el mito de la devoradora de hombres, pero eso es sensual, no te quedas ahí: escucha la percusión, los efectos de las voces, la belleza del roce de los dedos sobre el nylon y los trastes, las fotos de Astrud Gilberto en los pósters de los chicos de su habitación. Como Cyndi Lauper quitándose los abalorios porque parecía un murmuro de gente al grabar. Ritmo engalanado, los coros que crecen, sabíamos que Sergio Pángaro había vendido su alma a todas las mujeres del mundo. En el crowdfunding Lourdes se llevó una parte. Llegamos las burbujas de «No entiendo nada», con coros inversos, entre Perla Batalla y Leonard Cohen, ahora es el turno de ella, con el frío… la electricidad va tan cara que habrá que meter los dedos en el enchufe mientras se jadea. Melón o sandía, en las guitarras acústicas de «Intelectual sexual» se mezcla el recuerdo de la siempre recordada Rosario Blefari con el aislamiento en la era de TikTok o IG. Era Carla Bruni pidiéndole derechos de autor a la última mujer de Gainsbourg, es Teresa Iturrioz dando tiempo a sus músicos para sacar los temas que les ha tarareado.

Conocíamos «This is un volcan», construida fonéticamente a lo Bigott, con esquematismo melódico y salseo de amor y silbidos. Llegó en un momento en el que el olvido estaba más cerca que el recuerdo y hoy, como una maqueta convertida en canción lustrosa, es parte del nuevo material. Tiene esa paleta entre bossa nova y nana que rodea al disco completo… pero más compacta, aunque sea por longitud. Mientras recita bajo el auspicio de las enviadas de las tabernas más profundas de Centroamérica, llega, como una Paquita la del Barrio postmoderna, para, en menos de dos minutos y con sinuosos teclados, percusiones y voces cruzadas, entregar «Una fresca». Un poco de electricidad rebosante, grillos y boleros, Gloria Lasso y todas aquellas minifaldas que se combinaban con chaquetas vaqueras, por si acaso refresca, en la noche de cualquier verano: las guitarras de «La última vez» son nutricias, el fraseo, con esa técnica que sobrevuela toda la grabación, con la multiplicación casi divina, de la voz de Lourdes, convirtiéndola en una banda angelical, siempre con un poco de maldad. Estamos hablando de Naivë, de Siesta, de todo el catálogo de canciones de la historia que han usado del Shalalal para marcar el paso del tiempo, para ponerle letra, sonidos más bien, al paso del tiempo. Más agreste es «Tus putos labios», se nota en la manera de masticar los versos, cierto punto macarra, que no resulta impostado, y esa música de ascensores convertida en no-wave hasta que entra estribillo y, entonces, es más tropicalismo, jazz ácido de aquellos tiempos donde lo más cool era Miss Moneypenny. El eco es lúcido y lúbrico a la vez (perdón por el uso del diccionario, pero a veces funciona). Terminar con «Yo me lo invento» en los tiempos en los que hemos recordado que Juan Antonio Bayona juntó a Tulsa y Jeanette en un videoclip de Bunbury puede que no tenga mucho sentido o conecte contigo, lector, pero, hazme caso… había mucho en aquella Jeanette, rabia y furia, amores asalvajados. Por eso este el nuevo comienzo, un corazón hinchado, a punto de reventar

Cal viva de Sr. Chinarro (Eclipse Mélodies,2024)

Hablamos de violines, más violines, de disparos eléctricos, de Burt Bacharach y Sergio Pángaro, Antonio, estás aquí, cerca de mí, ¿todo de su gusto? Sí del mío, no sé si le importará, Exvoto. Valentín, déjame así. Se acabó la onda fría y The Cure. ¿Y qué importa? Tenemos edad para pedir metales y cuerdas. Lo que no sé si tenemos dinero. Y ahora, en el segundo paso, “V de Victoria”. Me pregunto si el Chinarro de comienzos de siglo hubiera hecho una broma con Diana, los reptiles, las gominolas con forma de gusano. Pero lo cierto es que entra con un bajo a lo Peter Hook que ya parecía ser más bien de la familia Stone. Ácido y acelerado, con pedales sueltos, de guitarra y bicicleta. Como vuelvas a hablar de surrealismo te diré que te montes en una máquina del tiempo estropeada y no regreses. Es bello, es cera derretida, es luminosidad con una sección rítmica sacada de ese tiempo, entre el Bowie, Duque Blanco y funk y cuando anunciaban los ochenta en la Motown. Antes de lo hortera está lo elegante. Y Chinarro sabe qué cuento contar. Llevo dos temas y un párrafo largo. Pero es que la variedad tiene el gusto, imagina ahora “Fliper”, como un cantautor de final de década al que le han dejado tener una producción Costa Fleming. Y hablas de delfines. No sé si es una metáfora sobre la libertad o un momento detenido en el tiempo, pero los arreglos sin absolutamente evocadores.

Los agentes buscan al Antonio Luque monótono. Su cadáver está en el fondo de un punto limpio, bajo los recopilatorios de rockdelux que los cuarentones hemos tirado porque no caben en casa: son los Superthings o los cedés. Te va el rollo “Bufón”, con ese comienzo afónico, con un momento en el que volvemos a envasar al vacío las melodías que soñamos. Una trompeta que se eleva como si fuera un angelito que vigila los accidentes y las ejecuciones. Me voy a dormir. Pero qué metal, qué arreglo, escribes ETA y escribes como si fueras William Burroughs, recortando y pegando. Anda, vente conmigo, te enseñaré cómo escribo poesía con mis alumnos de matemáticas. ¿Y por qué iba a hacer eso, Octavio? Tienes razón, seguimos: estamos en “El muelle 1”, no es ni la mitad del disco y ahora me recuerdas a Pablo Und Destruktion haciendo Gijón, en vez de Málaga, en vez de Amsterdam de Brel (o de Scott Walker). Quizá más bien Pablo quiera ser como tú. Recuerdo a Isabel Bono soñándome, a mí, a mi mujer y mi hijo, contándonos la historia de “La decoración”. Caída mucha agua el día que llegué a Málaga. Fue un aviso. En el Monkey Week hay conciertos y una vez también estuvo Bunbury (él hubiera hecho algún arreglo parecido en un momento oscuro de su carrera) y Annie B. Sweet. A veces las confundo, a ella, a Russian Red, alguna más. Espero no sonar machirulo. No tengo el vinilo, me dejo llevar por mi instinto de ingeniero y asumo que si es el sexto tema de doce, estamos a punto de darle la vuelta al vinilo. Una de esas canciones perezosas de la escuela Chinarro: “El alto mando”. Sergio Algora me hablaba de los náuticos de Antonio Luque. Se la sudaba todo entre 2005 hasta 2008. Yo me ponía los pikis de mi padre. Como Julio Iglesias y mi abuela. Los cuatro llevábamos. Rima en consonante y le damos la vuelta, pequeño revolucionario sin amigos con ganas de juerga.

De nuevo el violín, de nuevo la paz, “Altavoz Bluetooth”, sobre las cuerdas de un cuarteto de uno (como una orgía que tiene más de masturbatorio que de percusión sexual). Y esos ritmos de bossa psicótica, ese amigo tropical, demonio y carne. Escucho “Carlos Haya”, con una guitarra inicial, con una sección rítmica sencilla, un cuentito corto, una biografía inventada, o no… ¿Lo busco en Google, no sé, dejemos la idea para los demás? Entra el estribillo y la pandereta y las voces de acompañamiento son buenos para los que extrañan a los desaparecidos. Tenías un poco de color sepia en el iris, en la córnea, donde guardes los recuerdos, Ramón Gómez de la Serna, el momento de ayer para volver a hoy, qué guapas eran todas y qué poco caso mi hicieron, “Comunión”. Si todo fuera verdad, si fuera mentira, qué importa. ¿De verdad has conseguido ponerle música a unos pedazos del pasado? Tiene algo de saudade… nadies esperaba esto de ti. Las guapas. Los solos. No los de guitarra, los abandonados. Subimos las revoluciones con “Una escena”, las guitarras cortan, buenas cuchillas en el momento previo al previo del final. Es una realidad, es una canción, es Antonio Luque más perezoso que enfadado, es difícil decirlo. Un Aute pasado de vueltas, con la camisa cerrada, con los botones adecuados… turismo en sus historias, quién te lo iba a decir. Antonio Luque, Sr. Chinarro, volviendo una y otra vez atrás. Qué es verdad, qué es mentira, ¿acaso importa? Mira yo escucho “La excursión” y nadie frasea como el Chinarro del último lustro. Así de claro. Sí, el Chinarro que no se entendía, el que nos hacía flipar, ahora baja la base y dice: “Aquí estoy yo”, entre París y Londres. Doce canciones como los discos de verdad. Lo demás son EP´s o recopilaciones de maquetas. No puedes hacer tantas buenas del tirón. Se llama “Me acaricio” y hay un poco de guitarra Gram Parsons, narcótica, como Fernando Navarro en “Malaventura”, como los desiertos de Almería, como esos vaqueros de película falsos haciendo versiones de Desire. Dímelo, me lo merezco: ¿versiones? ¿Es que no has aprendido nada? Tú hablas del negro de Bañolas y yo me atrevo a casi todo, con la chulería del que tiene los discos originales desde los tiempos de la brumosidad. Han caído los dos y solo te has levantado tú, Antonio.

Algunas palabras sobre Los guapos de Esther García Llovet (Anagrama, 2024)

Cuando uno vigila sus sueños, evitando que escapen por la ventana, confía, ciegamente, en que ningún extraterrestre, agazapado y hambriento, esté en la repisa, presto a coleccionarlos. No sé a qué viene esto, Octavio. Viene a que “Los guapos” tiene una selección de especias y pócimas que me han dejado noqueado. No quiero que se quede nada por el camino: quiero recordar a Rafa Cervera y la apócrifa visita de David Bowie -e Iggy Pop-, a la Valencia de finales de los setenta en “Lejos de todo”, editado por JEKYLL & JILL, quiero atrapar el deambular mesiánico de Chirbes y su construcción de otra Valencia, mis veranos en Vinaroz, junto a mi hijo, leyendo ciencia ficción en una playa con piedras, arroz y Vicente Blasco Ibáñez, afiliado a mil partidos desaparecidos en los tiempos de políticas decimonónicas…

¿Te has quedado solo con eso? No, con un camping misterioso, con picos gemelos en la Albufera, el calor asfixiante, la química que queda, como un metal pesado, atrapado en los restos urbanísticos y sociales de “La ruta del bakalao”, los agujeros en las cosechas, castizos y necesarios… se acabó, amigo Iker, es momento, como diría Ripoll en “Humo y heridas”. Estamos esperando encontrar “COSAS”. Algo. La idea de olvidar una niña en unas vacaciones y dejar que se críe, como un Tarzán postmoderno, una tarzana, más bien, llena de grasa y herramientas. Me gustan el olor a gasolina y las palizas de los dueños de un Airbnb a un okupa puntual. ¿Se puede ser Okupa puntual, Octavio? Se puede, se puede.

Esther García Llovet promete misterio y entrega disrupción. Es como un momento atrapado en el tiempo. Como una isla construida fuera del tiempo y del espacio, con trozos de sociedades perdidas (Seguridad Social y “Comerranas”) o gasolineras y pitillos y billetes de cincuenta y un abogado que no es más que un icono, un referente, un macguffin… como la promesa de una cerveza fría o un dulce de leche de pantera. Leo a mi querida Aloma Rodríguez. Leo a mi admirada Mariana Enríquez y me doy cuenta de que los efluvios de los ochenta se pueden mezclar con los bitcoins, fiestas y recitales, novela negra, microdosis, El Saler, Vicente como un personaje sacado de una película de David Lynch ambientada en un parque de caravanas. NO, Octavio, no has entendido nada. Las caravanas para los americanos, estamos en Valencia, cruising y paella (no arroz con cosas), una piscina de madrugada, el mar antes del amanecer, los peligros de las fosas sépticas, la Navaja de Ockham contra los extraterrestres… me cuesta respirar, díselo a Tina Turner, a las psicofonías de Madonna en un hotel en primera línea. Es fácil edificar, pero complejo tirar abajo lo construido. Es como hacerse un tatuaje. La primera línea de playa, la monstruosa primera línea de playa y los mosquitos, como proteína potencial cuando los extraterrestres se lleven todos nuestros recursos.

Todos en el camping comen. cartones Es un buen resumen. Sobre la playa flotan los muertos. En el agua se ahogan los vivos. Un libro notable.

Algunas palabras sobre “Un lugar soleado para gente sombría” de Mariana Enríquez (Anagrama,2024)

Citas de Jack Kerouac, de Cormac McCarthy, esencias de Clive Barker y el más acuoso de los recuerdos de H.P Lovecraft. Algo de Liliana Colanzi, Guadalupe Nettel y Marina Closs (aunque las veo más la influencia de la lectura de Mariana en ellas que ellas en la Enríquez), el látex del Dr. Alderete, las cumbias negras, las canciones de Rosario Blefari inéditas, Polly Jean. El hijo de Henry Lee. Un libro magnífico, en ese terreno del cuento, del relato, del ambiente y el instante, de la sugerencia, del terror implícito que utiliza elementos clásicos, repetidos, pero renovados, eso es “Un lugar soleado para gente sombría” de Mariana Enríquez.

Mis muertos vivos: los monoblocks como la canción regurgitada de Charly, de Sui Generis, donde Samalea tocaba la batería, entre pachanga y sueños. Esos barrios de Buenos Aires perdidos, atrapados entre lugares de geometría euclídea, diseñados por arquitectos adictos a la absenta, madre, hija, madre que es un fantasma abuela o quizá no, no lo sea. El morbo sexual queda empañado entre fantasmas. El espiritismo y Arthur Conan Doyle, entre merca y mesas voladoras, sociología del secuestro express, leo las crónicas de los montoneros. Ya hablamos de aquella rendija que llevaba a los muertos deformados y a los cadáveres frescos de vuelta, “Aterrados” de Demián Rugna, ¿lo recordáis? Barrio de casas bajas, como cantaba Andrés Calamaro en 1989. “Es la televisión Mari, métase dentro”.

Muerte y la enfermedad, antes o después. Los niños a los que se les explica qué era el cielo. Esto sé que es distinto: las niñas, su ropa barata, maquillaje y gestos, absurdos, tribales y urbanos: “Capturan con la foto, con el móvil muerto de una muerta: subirá a una de esas cuentas de personas fallecidas que nadie cierra”. Obsesionado con los muertos de Facebook. Con las cuentas de correo de los muertos. Llenándose hasta que rebotan los correos masivos. El ladrón: “Es fácil pensar con ética cuando lo que amamos no está en peligro”. Usamos hipnóticos y el tabaco. Y pienso, Mariana, que mi hijo cumple años el 23 de diciembre. Esa celebración de cumpleaños, torta y adornos. El resto del mundo ya no celebra su cumpleaños tanto como antes. Nadie abrió la puerta. Todos somos culpables. Podría buscar ejemplos en el cine y en los libros. Ya ha sucedido antes. Si alguien te escucha, todos acuden a ti. Recuerdo, Mariana, la definición de Federico Luppi en el Espinazo del Demonio: “¿Qué es un fantasma? Un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez, un instante de dolor, quizá algo muerto que parece por momentos vivo aún, un sentimiento suspendido en el tiempo, como una fotografía borrosa, como un insecto atrapado en ámbar”. También podría ser personajes no jugables en un videojuego. La mínima inteligencia, un bot de respuesta de atención al cliente en una web de venta online asiática.

Los pájaros de la muerte: recuerdo a Suárez, a Rosario Bléfari, cantando aquello de “Río Paraná” en un disco que publicó Zona de Obras. Y Rosario, que lleva demasiados años lejos de aquí, lejos de todo. Lugares inhóspitos, larguísimos viajes en autobuses de línea, revisar a algunas de mis últimas cuentistas, la asfixiante naturaleza, como las de Emilio Dueso, los lugares pantanosos, Providence, Maine de Stephen King, Nueva Inglaterra, Galicia, Edgard Allan Poe, todos los secretos del gusano, De Vermis Mysteriis, luego volveremos a ello. Lugares donde los fantasmas se revuelven, enfermos, hacia el encuentro con los vivos, pájaros y personas… un cuento que nos deja sumidos en la duda, ¿pero acaso importa?, ¿y si fuera al revés?, ¿y si tú, que me lees o yo, que te escribo, fuéramos, en realidad, personajes, invenciones, encarnaciones de Mariana Enríquez?

 

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Algunas palabras sobre El secreto del mago de LUIS ALBERTO DE CUENCA (VISOR,2023)

El último libro de Luis Alberto de Cuenca, XXXIII Premio de Poesía Jaime Gil de Biedma, editado por Visor, es una oda a la vida, el juego del escondite con la muerte. Es un poeta que se echa al mar buscando el amor, el final. Por eso la primera parte “Cuaderno de bitácora” se mezclan el marino y el náufrago. Durante un instante el ron aviva al Mago (con M de Dios), pero lo hace en un intento de falso plástico, de ganar tiempo: “Cada vez más cercana la remota niñez”, un instante breve, no hace falta más: “Voy navegando/despreocupadamente/rumbo al silencio” y, en el mar de la vida, busca una segunda isla: Madrid. Allí donde “Se apagarán las velas de mis días”, el poeta sueña con transcribir un fragmento de H.P. Lovecraft y saber que todos, tras las ventanas y visillos, son monstruos: “Exóticos palacios debajo de los parkings”. Luis Alberto de Cuenca se lanza al mito de la ciudad sumergida, busca una habitación barata entre la torre de los siete jorobados, cambia a Julio Verne por Emilio Carrere.

Una bici, un tebeo (el primero de ellos), la niña rubia, extraño trébol de hojas imposibles, una niñez de construcción y barniz. Vuelve, de nuevo, al Mago, para que detenga el tiempo, que invierta con sus poderes, con ágil movimiento, el antiguo divagar de la Tierra y la Luna: “Y esa palabra vuela, veloz, hasta la altura del enésimo cielo/donde las negras sombras no existen/ y la noche se disuelve en el éter”. El mago, más que varita, debe usar palanca, incrustándola en el hueco mínimo del engranaje universal. La poesía tiene algo de hechicería, de paganismo sincrético. En el mar la luna nada de otro modo: “Veré desde cubierta cómo arde en el espacio/la exacta geometría de la luna/trazando con sus rayos una senda en el mar”. Y duda, el maestro, el poeta, pirata de mil mares, si vestir de astronauta… en la infancia, una y otra vez, Julio Verne, selenita en busca de un tiempo que se escapa, como la arena que se desliza al fondo del mar. Piensa… ¿Habrá en otro planeta, en otro satélite, otra muerte? Una existencia equívoca, algo a lo que ofrecerse como sacrificio o servil magisterio. Imaginería del que sueña con gigantes, gigantes para los que solo somos la espuma de su jarra de cerveza, un universo contenidos en una gota de alcohol que se calienta, un segundo antes que sople sobre nuestra humanidad. Antes, la Luna era una promesa en la distancia y el misterio. Hoy no es más que una roca muerta al que los espectrógrafos de masas han mostrado hasta la última de sus vergüenzas. Hubo décadas en las que ella, la luna, amalgama con el mar, era inspiración y sueño. Ya es imposible volver.

Y llegamos a “Oficio de difuntos”: hoy, que tacho muertos en la línea de la vida, como quien separa luz y no luz, imagino los amigos que se han marchado. Porque hay amigos de los muertos y muertos que son amigos. José Viera y José Luis Chousa nacieron el mismo año que mi madre. Y en la amistad el poeta busca un resto de la plastilina que dejó la inmortalidad olvidada: “Deja que me refugie en esta vana/sensación de creer que hay algo eterno”. Un parche y una amapola, pirata y flor, la morfina, otra vez: “Adónde iré, /rodeado de muerte/por todas partes”. La primera oración es una súplica. No al mago, al ausente. Un por favor: “Que pronto nos volvamos/ a ver los dos/en ese lugar tan estupendo/y juguemos a mil juegos distintos”. Después “Aristónico y otras antigüedades”, donde el faraón y Hades son el sol que se filtra, falso, entre las oquedades de la tierra, furioso al escapar de su cautiverio. El poeta ataca el poema como una fábula: “El recuerdo/de un cuerpo que no existe para él/ más que en otoño y en invierno”. Nueva York en Egipto, Plinio, intoxicado, se arrastra hacia el Mediterráneo, oráculo. EL tiempo de la infancia se ha convertido en un puñado de monedas que familiares y amantes se reparten para ofrecer a Caronte. ¿Es el Inserso la nueva laguna Estigia?

«Una vez más, desde el principio: “Por soleares” Aquí habita Luis Alberto de Cuenca, incómodo, en otro lugar, un risco que se suaviza: “De modo que hice un hatillo/y me fui al centro del mal/para sacar algo en limpio”. Hace unas líneas invoqué a Caronte y las lenguas, sublingual medicamento: “Iba derecho al averno/cuando recordé el camino/que me llevaba a tus besos”. El libro de Mike Mignola, el impúdico descenso de Hellboy a los infiernos. Luis Alberto, maestro, tú me permitirás esta excentricidad. Pienso en los poetas Manuel Martínez Forega y Enrique Cebrián y apunto estos versos: “Mira cómo sopla el viento: /te está diciendo en su lengua/que ningún mal es eterno”. Amor y muerte: “Era un silencio malvado./Echaba sal en la herida. Sabía cómo hacer daño”.

Y llegamos a “Creo en ti”, la segunda oración dice: “Enciende los hachones de cera del pasillo” como si fuera un espíritu fantasma, un gótico prócer, una rosa fúnebre que recorre, como yo, como algunos años menos, prendiendo fuego a los recuerdos, y el poeta que escribe: “Y mientras el tebeo y el niño que lo mira/van desapareciendo entre las llamas”. El fuego es la llama, la llama es la fiebre y la fiebre la niñez. Así que estar vivo es tener fuego, pero, también, la fiebre es señal de muerte, así que apagamos las luces del pasillo y recorremos junto al poeta el camino hacia un funeral vikingo improvisado. ¿Quién es el anciano que se despierta? Es el poeta o son sus amigos ausentes. Son los contemporáneos que se convierten, de pronto, en cigarrillos olvidados, prendidos en un cenicero que nadie quiere vaciar. ¿Importa acaso?.

Es en la tercera oración, donde encontramos un nuevo fuego: allí está el cuerpo, el que masticas, el que te lleva, en el interludio de la extrema unción, evitar ser presa del olvido. Perder todo lo que fuiste por el insultante capricho de la muerte. Y es que la triste es la ausencia de todo: “Llévame al lugar donde nadie/se enamore de nadie. Donde nadie se bese. Da miedo ser feliz. El amor, a la larga, degenera en dolor. Protégeme, Dios mío”. Pide protección al divino prestidigitador. No quiere volver a sentir el placer ni la risa. No compensa.

Leo “La caseta” y recuerdo aquella canción de Gabriel Sopeña, “Un fogonazo”: los lugares donde la niñez fue semilla de una vida, ahora vuelve a cobrarse una venganza extraña, más sabor que emoción. Yo que todavía quiero, en esta reseña, en esta vida, atrapar lo bello, ofrecérselo en ámbar a mi hijo, encuentro incómodo cómo las mismas palabras del poeta podrían colocarse en los labios rematados de mi padre, enfermo. El poeta está sediento, como la banda que pide un último baile, vuelve a Emmanuelle, a Sylvia Kristel en la frontera con Francia, Perpiñán y aledaños, sabe apreciar el tejido de “La butaca”: “Pide a gritos un nuevo tapizado/, pero sigue en su sitio a pesar de la edad”.

Luis Alberto de Cuenca vendió sus recuerdos de madurez a un precio desorbitado. Tuvo buenos compradores. Lo valían: los viejos amigos, los perfumes de la Castellana, la malcasada que debía ir al gimnasio… todo aquello lo pagamos con gusto. Ahora la mina de plata, como en una película de John Ford, se ha agotado. No más. La vida y el mundo se transforman en un único día. Está llegando la tarde, cae a plomo, oscura: “Pero cae la tarde/ y en tu jardín los pájaros duermen, como las flores, /mientras la oscuridad va ensanchando su reino/ a costa de la luz”. Tiempo y espacio son cómplices. Pero, iluso, sueña el poeta con una más, una para el camino, un beso en los labios secos y ácidos de la muerte.

En la lectura de Shakespeare, en la playa pútrida de los seguidores de Dagon, en Innsmouth, le escribo al poeta y le cuento que Tintín no volvió después de aquella foto junto al infecto y fungoso hongo gigante, que el corazón de Poe se quedó sin electricidad, que bajo las tablas vuelven, con voracidad, las piezas blancas y las negras, y son devoradas: “Por todas partes tú, por todas partes, /compartiendo mi selva misteriosa/mis abismos marinos/ y las cumbres heladas de mi vida/en una orgía de calor y luz”. El amor es un libro y es un cuerpo, un olor, el tacto, el sexo. Pero está Julio Verne, está mi hijo, cuando caminamos, venturosos y apócrifos, por los escenarios enigmáticos de la Tierra Hueca, por los fondos marinos, el verdín, poeta, tú eliges el Nautilus, porque sabes que el abismo que se llevó a Nemo es un monstruo sediento, un tiempo de morfina y también, de nuevo, vuelves al mar, Ulises y sirena, sirena de mar y sirena de noche: “Tú emerges de la mar con lágrimas de duelo/plegarias en los labios y orfandades recientes”.

Quiere marcharse con ella, se el último ancla, contra “El rumor asesino de las olas”. Ahí, en el poema final, en el “Amor perpetuo”, el poeta mata a la muerte y revive en el amor. Qué tránsito, qué fuerza, qué enumeración. Más bien, qué cuenta atrás. El gran truco final.

EL SUEÑO FANTASMA de RIPOLL (Lunar Discos, 2024)

Después de la salida de su anterior EP (Marinero sentimiento) por fin llega el esperado LP, el largo, el debut solista de Ripoll. Decimos solista para un compositor que se deja acompañar, que se cubre de instrumentistas eficientes y voces de amigos, de gente que eleva de manera cualitativa la aventura de abordar el pop eléctrico de autor. Con solo escuchar Podemos seguir nos hacemos una idea de que el menú va a ser variado, con castañuelas y percusiones de ron, con una guitarra acústica que trae hambre atrasada, porque «septiembre» es un contagioso punk rock, un power pop donde se desliza la electricidad y los teclados contagiosos, en un apunte vocal de excelencia, Paul Collins mediante, cuando llega el momento del baile entre fantasmas con la garganta que escupe tormenta por parte de Olaya de Axolotes Mexicanos. Estamos casi sin aliento y solo llevamos dos temas: el siguiente, Marinero sentimiento Ripoll feat. Raúl Querido, ha ocupado varias de mis mixtapes en el último año, y es que Raúl Querido y Ripoll tienen un rollo que va más allá de la batería sucia y la manera de fraseo de los León Benavente, casi como si se despertara Fernando Alfaro en varias de sus encarnaciones. Es uno de esos temas bíblicos, al que volver una y otra vez.

Mientras leía «Los Guapos» de Esther García Llovet y la frase «Sé que esperas la señal de algo paranormal como un yonqui lleno de luz» escuchaba esta canción, escuchaba Humo y heridas de Ripoll & Algora. Lo hacía con el deseo final del vampirismo bien entendido, como si se hubieran puesto de acuerdo, desde la Valencia del libro hasta el Sueño Fantasma de Ripoll. Amanecer en mitad de los tiempos donde La Habitación Roja iban por el cuarto disco, ya sabéis por dónde voy. Sabes que lo eléctrico no está reñido con la realidad. Saca el teclado, afílalo, saca la aguja para el corazón, claro, el amor… desde las galaxias alejadas, ahí está el cuerpo de ella, marea y luna, sirena de Titán, con Frankie CAMELLOS Ripoll canta Historia universal. Un medio tiempo sibarita, casi marítimo, «Episodio nacional», mar hambriento, contar los pasos, recordar el humo del cigarrillo que no volverá. Es sencillo, un arreglo de pop vibrante con puente bien construido. Llegamos a «Luna rosa» y aumentamos las revoluciones, el bajo trepida, las cuerdas piden voces que las acompañen, yo tenía un mes favorito, yo quise, como Ripoll, tener un cielo especial, del que cayera una tormenta de ángeles. Y agarrarte de la mano y pensar que mezclar sangre con agua es una manera de engañar a los sedientos que se quedaron sin lengua.

Yo caí enamorado de Ripoll por su primer material, conocía “Insomnio”, gaviotas mutantes en el sur de Madrid, confesional, con una cama con un hueco que nadie va a cubrir. El silencio es una manera de entender la soledad. Al final llegan los ochenta y golpean la puerta, es la ola más fría que puedes encontrar. Ya te lo dije, amigo, me gusta la situación porque te regaló una canción excelente. Y lo mismo con «Tienen que arder», ese sonido siniestro de los primeros Gabinete Caligari, con un toque de chatarreros de sangre y cielo. Recuerdo el amor y el odio, la revuelta que comenzó ya perdida. Todas las cerillas se han quedado sin fósforo. Hijodeputa. Penta es cinco en un idioma prohibido. Y el final llega con «El sueño fantasma», un aviso, una base rítmica incontinente, romper la cuarta pared, deformar las flores hasta que puedes hacer hervir lo que nos viene encima. Nadie quiere compartirlo si es bueno.

Ya dije, en su momento, que Ripoll nos ayuda a convivir con nuestros fantasmas. Hoy, con este larga duración, nos ha presentado alguno nuevo. Y yo, personalmente, estoy dispuesto a quedarme de fiesta con ellos. Aunque sea sin salir de mi habitación.

Algunas palabras sobre ANTE DIOSES INDIFERENTES de Iván Ledesma (Dolmen, 2024)

España necesita autores así. Necesitamos terror del terruño, de la regional cortada por nieve, necesitamos más Teruel y menos Providence. Que la despoblación nos mantenga peligrosamente desprotegidos frente a las hambrientas manifestaciones de la tradición. Este libro, Ante Dioses Indiferentes de Iván Ledesma nos ofrece todo eso. Y más.

Porque cuando uno piensa que ya nada le puede sorprender se encuentra con un manuscrito de terror, un regalo para un profesional, para un seguidor de Clive Barker, un heterodoxo del Círculo Lovecraft. Una narrativa multipista: moviéndose por lo cotidiano, las historias breves y ausentes de un pueblo de Teruel, un instante de aislamiento, la lucha entre lo pagano y lo formal… tenemos capítulos superpuestos donde encontramos una operación de encubrimiento, el Gobierno de España actuando bajo protocolos abisales, tenemos psicópatas y esquizoides, tenemos una plaga de ranas. Fuerzas dormidas, teoría de la Tierra Hueca, Julio Verne pasado de orujo, el Mignola de las primeras entregas de Hellboy y de la última A.I.D.P… tenemos esa esencia de libertad húmeda y fungosa que llegará cuando los derechos de H.P. Lovecraft queden definitivamente libres.

El espacio cercano, el rumor de viento que seca jamones, que atrapa entre Orihuela del Tremedal y Valdelinares, entre Roberto Heras y el vampiro Tristán que, con tanto gusto, dio forma Javier Romero. Claro, ahora pienso en el cuento corto que servía de secuela tardía al misterio de Salem´s Lot, ¿Te acuerdas? Se llamaba “Una para el camino” (One for the Road) que aparecía en “El umbral de la noche” de Stephen King. Dientes afilados en una ceguera de setas, humedad y hambre. Unos dioses olvidados, los abuelos de los abuelos de los Titanes.

«Un interino camino de Monreal del Campo, duerme con su mujer, están recién casados. Unas noches mientras él piensa en incorporarse a la rueda que va desde Zaragoza hasta el instituto todos los días. Ella le dice: “llegarán los hielos y las nieves, piénsatelo bien”. ¿De qué hablas, Octavio? En mis reseñas, en mi visita al Motel Margot siempre buscamos un espacio para los recuerdos. Creo que el autor podría situar a alguno de los personajes que vienen y no se van, algunos consiguen escapar, en la Mudéjar, entre capitales de provincia solo hay silencio. Y esos grupos electrógenos, que encarnan como nada el aislamiento. Perderte en Teruel es como hacerlo en mitad del océano. Pero puede que tengas mejor cobertura».

Un ayuntamiento, un cura, dos extraños, los ancianos, siempre esa población envejecida… la homosexualidad oculta, el alcoholismo funcional… más allá del potencial narrativo de la historia está la sensación de autenticidad que es lo que exhala cada página. Nos deja con ganas de más. De un apocalipsis de Mortinatos, de una estirpe de híbridos demoníacos, del despertar de otras fuerzas dormidas.