Javier Romero es periodista y amante de la canción pop. Sus relatos han sido premiados en distintos certámenes literarios, en ellos esconde guiños solo para los más selectos apasionados de la cultura popular. Por eso con su Tristán el salto es cualitativo: sigue siendo cómplice en gustos pero ha demostrado a sus lectores su capacidad como narrador. Un golpe de derecha, otro de izquierda, y la boca con sabor a sangre y el rostro cubierto de lágrimas.
«Tristán lo tiene todo: es una novela con regusto generacional, tiene elementos de terror, de romanticismo puro -o de romanticismo terrorífico-, sabe gestionar la localización para llevarnos a un mundo de promesas incumplidas, el paisaje rural, la vida en los pueblos, sin resultar forzado y, además, la radio suena con una selección de temas que siguen poniendo la piel de gallina».
No hay juegos de manos, no hay exigencias dramáticas: personajes que se construyen sobre el costumbrismo, que el autor da forma con calma, generando expectación. La presencia del monstruo triste, el decimonónico, atrapado en la maldición que lo consume, de un modo distinto al que se consumen los pueblos donde la narración avanza, establece un paralelismo emocional que no resulta forzado. Descripciones de la opresiva sencillez, de los caminos oscuros donde la luna es compañía y sosiego, fuegos en el interior del teleclub de la plaza, carajillos, mujeres de cuerpos rotundos que se enfrentan a la sangre como otras lo hacen a la vida. La sensación de tener entre las manos el rumor básico de las llamas: aceite de motor, trigo de color fuego, labios como cuchillas, sangre de perro, como la canción de Corcobado. Lo mejor del libro es que no fuerza una trama de malditismo, que solo hay añoranza como en la novela rural de los cincuenta, que la luz es un bien escaso, donde Tristán podría sentirse ajeno por mil razones, las mismas que sus compañeros, que sus quintos… desperdigados en las tardes eternas del invierno, donde el silencio es el peor de los enemigos.
Un guardia civil a comienzos de los ochenta es uno de esos personajes que se deben trabajar con mimo, un sagrado elemento de nuestro paisaje, con matices variados… años de plomo, restos de la Dictadura, tristeza en la machadiana búsqueda del exilio geográfico. Pueblos donde todavía corrían los niños, donde lo misterioso tenía algo de habitual y cualquier intruso, lleno del elixir urbanita, se convertía en un grial. La muerte entendida como un elemento más de la vida, animales u hombres, los mismos que los ejecutan los lloran y conseguir eso es de un orfebre muy dotado. Javier Romero nos deja con ganas de más, sapiencia máxima, la búsqueda de los ancestros, la forma y la tradición de estos hambrientos, compañía sin futuro, pieles que se borran los tatuajes de la desesperación con potasa.