Algunas palabras sobre “Un lugar soleado para gente sombría” de Mariana Enríquez (Anagrama,2024)

Citas de Jack Kerouac, de Cormac McCarthy, esencias de Clive Barker y el más acuoso de los recuerdos de H.P Lovecraft. Algo de Liliana Colanzi, Guadalupe Nettel y Marina Closs (aunque las veo más la influencia de la lectura de Mariana en ellas que ellas en la Enríquez), el látex del Dr. Alderete, las cumbias negras, las canciones de Rosario Blefari inéditas, Polly Jean. El hijo de Henry Lee. Un libro magnífico, en ese terreno del cuento, del relato, del ambiente y el instante, de la sugerencia, del terror implícito que utiliza elementos clásicos, repetidos, pero renovados, eso es “Un lugar soleado para gente sombría” de Mariana Enríquez.

Mis muertos vivos: los monoblocks como la canción regurgitada de Charly, de Sui Generis, donde Samalea tocaba la batería, entre pachanga y sueños. Esos barrios de Buenos Aires perdidos, atrapados entre lugares de geometría euclídea, diseñados por arquitectos adictos a la absenta, madre, hija, madre que es un fantasma abuela o quizá no, no lo sea. El morbo sexual queda empañado entre fantasmas. El espiritismo y Arthur Conan Doyle, entre merca y mesas voladoras, sociología del secuestro express, leo las crónicas de los montoneros. Ya hablamos de aquella rendija que llevaba a los muertos deformados y a los cadáveres frescos de vuelta, “Aterrados” de Demián Rugna, ¿lo recordáis? Barrio de casas bajas, como cantaba Andrés Calamaro en 1989. “Es la televisión Mari, métase dentro”.

Muerte y la enfermedad, antes o después. Los niños a los que se les explica qué era el cielo. Esto sé que es distinto: las niñas, su ropa barata, maquillaje y gestos, absurdos, tribales y urbanos: “Capturan con la foto, con el móvil muerto de una muerta: subirá a una de esas cuentas de personas fallecidas que nadie cierra”. Obsesionado con los muertos de Facebook. Con las cuentas de correo de los muertos. Llenándose hasta que rebotan los correos masivos. El ladrón: “Es fácil pensar con ética cuando lo que amamos no está en peligro”. Usamos hipnóticos y el tabaco. Y pienso, Mariana, que mi hijo cumple años el 23 de diciembre. Esa celebración de cumpleaños, torta y adornos. El resto del mundo ya no celebra su cumpleaños tanto como antes. Nadie abrió la puerta. Todos somos culpables. Podría buscar ejemplos en el cine y en los libros. Ya ha sucedido antes. Si alguien te escucha, todos acuden a ti. Recuerdo, Mariana, la definición de Federico Luppi en el Espinazo del Demonio: “¿Qué es un fantasma? Un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez, un instante de dolor, quizá algo muerto que parece por momentos vivo aún, un sentimiento suspendido en el tiempo, como una fotografía borrosa, como un insecto atrapado en ámbar”. También podría ser personajes no jugables en un videojuego. La mínima inteligencia, un bot de respuesta de atención al cliente en una web de venta online asiática.

Los pájaros de la muerte: recuerdo a Suárez, a Rosario Bléfari, cantando aquello de “Río Paraná” en un disco que publicó Zona de Obras. Y Rosario, que lleva demasiados años lejos de aquí, lejos de todo. Lugares inhóspitos, larguísimos viajes en autobuses de línea, revisar a algunas de mis últimas cuentistas, la asfixiante naturaleza, como las de Emilio Dueso, los lugares pantanosos, Providence, Maine de Stephen King, Nueva Inglaterra, Galicia, Edgard Allan Poe, todos los secretos del gusano, De Vermis Mysteriis, luego volveremos a ello. Lugares donde los fantasmas se revuelven, enfermos, hacia el encuentro con los vivos, pájaros y personas… un cuento que nos deja sumidos en la duda, ¿pero acaso importa?, ¿y si fuera al revés?, ¿y si tú, que me lees o yo, que te escribo, fuéramos, en realidad, personajes, invenciones, encarnaciones de Mariana Enríquez?

 

La desgracia en la cara: la madre bebe vino blanco para no estropearse los dientes, otros vodka para evitar el aliento potente, la trama que se arrastra desde el pasado, que no llegará hasta el futuro. Más allá, siempre hay algo más bajo la historia. Tienes que tener las uñas preparadas, afiladas, rotas de tanto rasgar carne y sangre y llevarse a la boca corazones que todavía palpitan. La mujer que se deshace, es una maldición heredada, en el tiempo del folklore las voces gritan hasta que ya no queda nada por lo que gritar -o nadie que te escuche en el bosque asesino. Mira la máscara de Michael Myers, en un diorama imposible, como si la distancia no fuera más que lo que se contiene en un selfie: registro completo de la atrocidad humana. La máscara como reflejo de una realidad que termina por atrapar lo invisible. Una imagen, 010101, se descarga, se borra, se pierde, ese es el mundo que nos rodea.

Julie: un espectáculo de inmigración inversa. La película “El ente”, que tenía algo lúbrico y pernicioso en la carátula del VHS, en el videoclub de los ochenta, la desesperación es una manera de medir la distancia con tu familia. Juega con el tabú del sexo en las personas obesas y este Julie, con nombre de cantante de jazz, es un cuento que nos devuelve, durante unos minutos, a los pretéritos tiempos de internet, en los que aviesas tribus digitales surgían en los foros más profundos de la web. Ahora, todo está demasiado expuesto, ahora todo está admitido en algún lugar, en ese país que no es ningún país, en el que todo son aguas internacionales. Ese inquietante y magnífico final que, como en todo el libro, se niega a usar el giro sorpresa /sorpresivo (tan habitual en el prestidigitador cuentista novato) y nos deja en el Uruguay. Tengo fotos, fotos de verdad, de las que ganan con el sepia, en Colonia, con Celeste, toda la arquitectura española a unas pocas horas de Buenos Aires. Recuerdo esas veredas, en Buenos Aires, claro: “No les gustaban las veredas rotas (no realidad no estaban rotas, en Buenos Aires son irregulares, las raíces de los árboles desencajan las baldosas), no son lisas y de cemento”. Igual, ahí, solo por un instante, Mariana, quisiste deslizar tu pasión por las malas semillas (Bad Seeds para los que han pillado el guiño). Allí, CHAU (y, de pronto, vuelvo a las sectas de la Guayana, en vez de los Niños de Dios, el mismo día que empiezo -y no acabo-, el documental de Netflix sobre los Raelianos).

Metamorfosis: el cuerpo de la mujer entre la cuarta y la quinta década, es esplendoroso, pero llega el calor hormonal, el déficit de calcio, las ventanas abiertas de noche. El hombre se convierte en un ser con pechos, como un pollo pasado de esteroides, reteniendo líquidos. Pero no es una carrera de sacos, es cómo la autora es capaz de usar las herramientas que le enseñó Clive Barker durante su estancia en Cabal o el mismo Cronenger cuando volvían una y otra vez a pensar en un reboot de “El almuerzo desnudo” cuando abrió el coxis al mundo. Esos ejercicios para fortalecer las partes bajas tras el parto, como una manera grupal de agonía, músculos extraños para el hombre, que escucha y calla, sintiéndose un poco culpable, pero, en realidad, igual de enamorado o más. Pero eso no interesa. Interesa el proceso de acercamiento a los cenobitas, a los tendones rígidos, a los clavos mioma, restos de huevos rosas, mis libros de diseños de H. R. Giger, sus vulvas como alienígenas rellenos de ácido. Y, sobre todo, lo he avisado antes, Deborah Harry guiando a todos los hombres del mundo hacia el proceso vital y último de introducirse una cinta VHS en las entrañas. Hay que registrar todo lo que hoy en día acontece en el mundo.


Un lugar soleado para gente sombría: Un canto, un disfrute, un disgusto. En un libro de Lester Bangs ya hablaba sobre el horror de Los Ángeles. Él prefería el Nueva York del metro pintado de grafitis y la aguja de la no-wave, como todos los ángeles pasados de anfetaminas de la Velvet Underground. Habla del olor metálico de Nueva York, de los locos y las chutas, de Basquiat y Lydia Lunch tocando la guitarra usando un vidrio roto. Buscaré en Google, pero estoy casi seguro de que el Hotel Cecil me suena de American Horror History (no he visto todas las temporadas).

Yo sí que vi la grabación de la chica, el ascensor, el blanco y negro mal definido. En un programa de misterio o en Youtube, no importa. Pero lo más inquietante es cómo se le quedaría el pelo, pegado, muy pegado a la cara, como una segunda piel o una máscara y cómo podría salir del depósito del agua, con los cabellos, repito, no sé si eran oscuros, pero seguro que sí estaban sucios, como el agua del depósito. Y cómo saldría de la pantalla del ordenador, hacia ti, hacia mí, hacia todos.

Leo el libro de Nick Cave, pienso en la muerte de su hijo y, luego, en la muerte de su otro hijo. Y en la canción Hollywood (me gusta más con la que empieza el LP, la que habla de Elvis y Priscilla) y entonces, al leer la letra en sus obras completas, encuentro el puma y encuentro el fantasma, y al bueno de Cave dejando el guante, lleno de piel con heridas. Parece que las aguas de Los Ángeles, las de sus playas, son cálidas y bellas, pero puede que allí habiten criaturas marinas, en las zonas donde desemboca la putrefacción de la ciudad, urbe monstruosa. Y allí, entre los vidrios y los desechos, crezcan anfibios de alma cenagosa, piel cetrina, herederos de los hoteles baratos cuando se quedan vacíos y no hay dinero para derruirlos. Catorce minutos de canción, me he tomado un orfidal, estaré dormido cuando termine. He recordado esa canción que tanto le gustaba a Antonio Luque y a Félix Romeo, una de New Order, “Leave me alone”.

Los himnos de las hienas: los fantasmas atrapados en los centros de detención y los monstruos detenidos por sus jefes infernales. Allí, aquel que torturó permanecerá allí, no tiene sitio en ninguno de los Círculos del Infierno o, como en las películas de George A. Romero, “Cuando ya no quede más sitio en el infierno… las almas y los muertos volverán”, repite y repite, como una araña famélica que se deja llevar, narcotizada de veneno y muerte, en una ceremonia de deglución y zombificación, o momificación o zombie o momia, todos los jugos digestivos, toda la evisceración… a veces lejos de Buenos Aires parece que el terror se detuvo, pero la ausencia de polución siempre tiende a concentrar la maldad. Un zoo ridículo, una de mis obsesiones, como el oso triste, Copito de Nieve (que aparece en la última novela de Rodrigo Fresán, cubierto de heces, llagado, acabado) o el oso, único espectáculo, en el zoo de mi capital de provincia.

Más que zoo, parque… hablas de hiena y yo vuelvo, claro, a Roger Rabbit. Inquietante aquel humano, aquel ex-detective, huelebraguetas con su compañero muerto y las hienas que, cuando arrancaban a reír, no se detenían hasta su muerte. Fuego, como en todo el libro, fuego que no purifica y agua que no limpia. ¿Estabas internado o estabas en otro cuento? Durante un segundo he dudado. Usaron como centro de retención palacios y centros culturales, garajes y aquella cinta adhesiva que retenía a los prisioneros hasta que llegaban las hijas de la noche. Qué flojos vienen ahora, exclama el monstruo, y ahora, solo ahora, me viene a la cabeza esos personajes de Silent Hill (la película, por supuesto, no he caído en la pesadumbre del videojuego todavía), esas imágenes de falsa nieve, ceniza que cae desde arriba, evitemos la palabra cielo, nieve de ceniza, mientras en la pantalla, entre un fotograma y otro, las dimensiones cambian: el mismo espacio, el mismo tiempo, ocupados a la vez y sin posibilidad de cruce.



Diferentes colores hechos de lágrimas:
hay mucho más material embrujado a la venta que en los cajones de las casas. Por eso volvemos al terror victoriano, a las casas encantadas, allí están los mejores botines. Incluso el malvado que recibe en la historia de la Enríquez tiene mucho del elegante Drácula, decadente pero aguantando. Todos sabemos que existe maldad en cada palabra tecleada y que los negocios ventajosos son una tapadera para el dolor. La tienda, claro, la tienda, cualquier tienda maldita tiene sus proveedores. La que iban a abrir en Salem´s Lot, por ejemplo. Los vestidos, el grito invisible, el arte de la muerte, el dolor de un sexo cortado, introducir con sapiencia en la narrativa ella violencia de género, terror puro, terror destilado, terror de alambique. Noé Seidel escribe: “¿Ya se los probaron, putas?”


La mujer que sufre:
Uno de los mejores relatos del libro, las dimensiones compartidas, el dolor siempre dispuesto, “Crisis en Tierras infinitas”; el Flash reverso, la llaga que se expande, volvemos a esa película, de la que hemos hablado antes, los trazos de los otros, llevarnos a la duda, de qué lugar estamos hablando, de la realidad o de la muerte, dónde estamos nosotros, qué lado del espejo nos corresponde, es otro lugar o es el futuro. El uso de la mensajería, del teléfono móvil, de los ruidos familiares, de las alucinaciones olfativas, ese celular que ejerce de ouija digital. El espejo que atrapa un reflejo de otro mundo, dimensiones que vibran en frecuencias distintas, ya lo hemos hablado antes: mismo espacio, mismo tiempo, solo cruzan los olores, los sonidos, los ceros y los unos. Y mejor, porque lo que está allí es mejor que allí se quede.


Cementerio de heladeras: aquí está Stephen King y Thomas Ligotti, claro. Frigoríficos como en la mala película de Indiana Jones, cadáveres de niños como en “Stand by me”, el cuento de King que da más miedo que uno de terror. Entrar para no salir, restos tóxicos que mutan, como esas películas de broma de los muertos vivientes, esas películas que no eran canon, pero conseguían recaudar buena plata… todos tienen pinta de usar el mismo líquido anticongelante y mutagénico. Atrapados por dentro, el que queda es el desgarbado, el enfermo, el ausente, el que nadie sabe que está, orinado, con el olor, la muerte. Es “Sé lo que hicisteis el último verano” pero sin rubias tontas ni asesinos con cuchillos. La única venganza es la que uno se impone a sí mismo.

Un artista local: el nombre de Lautaro me resulta familiar. Demasiado. Otro de los grandes relatos del libro, con esa mezcla de “Los niños del maíz” con el saturnismo que llevó a las pinturas negras. Entomología y folklore. El Dios de la Sangre, el Dios de la Tierra. Siempre piden lo mismo: sacrificios. El que llega cuando el interino se marcha, aburrido, desesperado, hacia la Capital, para no volver, en el último tren que pasa. Un final desolado, de bungalow abandonado, de insectos que reptan, de huevas bajo el polvo y las sábanas, hambrientas de sangre menstrual. El tiempo cambia, se aparta de la física oficial cuando hay un nuevo Dios-Sheriff en la ciudad. En el pueblo más bien. El parte, la Pampa como un gusano (recuerdas, Mariana, que hablamos de sus misterios en un fragmento anterior), una babosa, una oruga procesionaria, abrir el interior del relato y encontrar que está podrido por las larvas. Y aquella tormenta, y aquella agua, que empapa pero no limpia. Magistral.

Ojos negros: volvemos a los lugares bajo los lugares, donde no llega la luz de las farolas, donde el olor de la humanidad es diferente, tiene el ácido de la locura y el almizcle de la violencia, de la desesperación. Hambre y sustancias, muy cortadas, el Paco y la Base. Unos pasos más allá, hacia arriba, al otro lado de las vías, todo es luminoso y fértil, pero la miseria atrae a la pereza y nadie es capaz de moverse de los colchones desgarrados como las vidas de los que los utilizan. Aquí, en esos lugares, las historias son un cementerio de la dignidad humana, un crisol perfecto para la eclosión de los seres que habitan las pesadillas y entre la humedad, acuden, voraces y educados, en busca de sus víctimas. Monstruos de crujir arácnido, de modos vampíricos, de tradición pulcra. Y la huida y la inocencia, y buscar a la víctima hasta su barrio, otro barrio, mejor, un poco mejor, pero vacío, ausente, donde no existe el vecindario, donde todo el que está contempla la calle desde el otro lado de la ventana, de la persiana, adormecido, narcotizado por el miedo, por la abulia, inoculado, entre la desesperación y el olvido, el que se emborracha por los licores de la ceguera, allí habitan los que atraen, los que sirven de alimento a los monstruos de ojos negros.

Una muestra más, un hito más en la narrativa, en la obra, en el universo único y majestuoso de Mariana Enríquez.

Más en Motel Margot sobre Mariana aquí, aquí, aquí y aquí.

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