Algunas palabras sobre El secreto del mago de LUIS ALBERTO DE CUENCA (VISOR,2023)

El último libro de Luis Alberto de Cuenca, XXXIII Premio de Poesía Jaime Gil de Biedma, editado por Visor, es una oda a la vida, el juego del escondite con la muerte. Es un poeta que se echa al mar buscando el amor, el final. Por eso la primera parte “Cuaderno de bitácora” se mezclan el marino y el náufrago. Durante un instante el ron aviva al Mago (con M de Dios), pero lo hace en un intento de falso plástico, de ganar tiempo: “Cada vez más cercana la remota niñez”, un instante breve, no hace falta más: “Voy navegando/despreocupadamente/rumbo al silencio” y, en el mar de la vida, busca una segunda isla: Madrid. Allí donde “Se apagarán las velas de mis días”, el poeta sueña con transcribir un fragmento de H.P. Lovecraft y saber que todos, tras las ventanas y visillos, son monstruos: “Exóticos palacios debajo de los parkings”. Luis Alberto de Cuenca se lanza al mito de la ciudad sumergida, busca una habitación barata entre la torre de los siete jorobados, cambia a Julio Verne por Emilio Carrere.

Una bici, un tebeo (el primero de ellos), la niña rubia, extraño trébol de hojas imposibles, una niñez de construcción y barniz. Vuelve, de nuevo, al Mago, para que detenga el tiempo, que invierta con sus poderes, con ágil movimiento, el antiguo divagar de la Tierra y la Luna: “Y esa palabra vuela, veloz, hasta la altura del enésimo cielo/donde las negras sombras no existen/ y la noche se disuelve en el éter”. El mago, más que varita, debe usar palanca, incrustándola en el hueco mínimo del engranaje universal. La poesía tiene algo de hechicería, de paganismo sincrético. En el mar la luna nada de otro modo: “Veré desde cubierta cómo arde en el espacio/la exacta geometría de la luna/trazando con sus rayos una senda en el mar”. Y duda, el maestro, el poeta, pirata de mil mares, si vestir de astronauta… en la infancia, una y otra vez, Julio Verne, selenita en busca de un tiempo que se escapa, como la arena que se desliza al fondo del mar. Piensa… ¿Habrá en otro planeta, en otro satélite, otra muerte? Una existencia equívoca, algo a lo que ofrecerse como sacrificio o servil magisterio. Imaginería del que sueña con gigantes, gigantes para los que solo somos la espuma de su jarra de cerveza, un universo contenidos en una gota de alcohol que se calienta, un segundo antes que sople sobre nuestra humanidad. Antes, la Luna era una promesa en la distancia y el misterio. Hoy no es más que una roca muerta al que los espectrógrafos de masas han mostrado hasta la última de sus vergüenzas. Hubo décadas en las que ella, la luna, amalgama con el mar, era inspiración y sueño. Ya es imposible volver.

Y llegamos a “Oficio de difuntos”: hoy, que tacho muertos en la línea de la vida, como quien separa luz y no luz, imagino los amigos que se han marchado. Porque hay amigos de los muertos y muertos que son amigos. José Viera y José Luis Chousa nacieron el mismo año que mi madre. Y en la amistad el poeta busca un resto de la plastilina que dejó la inmortalidad olvidada: “Deja que me refugie en esta vana/sensación de creer que hay algo eterno”. Un parche y una amapola, pirata y flor, la morfina, otra vez: “Adónde iré, /rodeado de muerte/por todas partes”. La primera oración es una súplica. No al mago, al ausente. Un por favor: “Que pronto nos volvamos/ a ver los dos/en ese lugar tan estupendo/y juguemos a mil juegos distintos”. Después “Aristónico y otras antigüedades”, donde el faraón y Hades son el sol que se filtra, falso, entre las oquedades de la tierra, furioso al escapar de su cautiverio. El poeta ataca el poema como una fábula: “El recuerdo/de un cuerpo que no existe para él/ más que en otoño y en invierno”. Nueva York en Egipto, Plinio, intoxicado, se arrastra hacia el Mediterráneo, oráculo. EL tiempo de la infancia se ha convertido en un puñado de monedas que familiares y amantes se reparten para ofrecer a Caronte. ¿Es el Inserso la nueva laguna Estigia?

«Una vez más, desde el principio: “Por soleares” Aquí habita Luis Alberto de Cuenca, incómodo, en otro lugar, un risco que se suaviza: “De modo que hice un hatillo/y me fui al centro del mal/para sacar algo en limpio”. Hace unas líneas invoqué a Caronte y las lenguas, sublingual medicamento: “Iba derecho al averno/cuando recordé el camino/que me llevaba a tus besos”. El libro de Mike Mignola, el impúdico descenso de Hellboy a los infiernos. Luis Alberto, maestro, tú me permitirás esta excentricidad. Pienso en los poetas Manuel Martínez Forega y Enrique Cebrián y apunto estos versos: “Mira cómo sopla el viento: /te está diciendo en su lengua/que ningún mal es eterno”. Amor y muerte: “Era un silencio malvado./Echaba sal en la herida. Sabía cómo hacer daño”.

Y llegamos a “Creo en ti”, la segunda oración dice: “Enciende los hachones de cera del pasillo” como si fuera un espíritu fantasma, un gótico prócer, una rosa fúnebre que recorre, como yo, como algunos años menos, prendiendo fuego a los recuerdos, y el poeta que escribe: “Y mientras el tebeo y el niño que lo mira/van desapareciendo entre las llamas”. El fuego es la llama, la llama es la fiebre y la fiebre la niñez. Así que estar vivo es tener fuego, pero, también, la fiebre es señal de muerte, así que apagamos las luces del pasillo y recorremos junto al poeta el camino hacia un funeral vikingo improvisado. ¿Quién es el anciano que se despierta? Es el poeta o son sus amigos ausentes. Son los contemporáneos que se convierten, de pronto, en cigarrillos olvidados, prendidos en un cenicero que nadie quiere vaciar. ¿Importa acaso?.

Es en la tercera oración, donde encontramos un nuevo fuego: allí está el cuerpo, el que masticas, el que te lleva, en el interludio de la extrema unción, evitar ser presa del olvido. Perder todo lo que fuiste por el insultante capricho de la muerte. Y es que la triste es la ausencia de todo: “Llévame al lugar donde nadie/se enamore de nadie. Donde nadie se bese. Da miedo ser feliz. El amor, a la larga, degenera en dolor. Protégeme, Dios mío”. Pide protección al divino prestidigitador. No quiere volver a sentir el placer ni la risa. No compensa.

Leo “La caseta” y recuerdo aquella canción de Gabriel Sopeña, “Un fogonazo”: los lugares donde la niñez fue semilla de una vida, ahora vuelve a cobrarse una venganza extraña, más sabor que emoción. Yo que todavía quiero, en esta reseña, en esta vida, atrapar lo bello, ofrecérselo en ámbar a mi hijo, encuentro incómodo cómo las mismas palabras del poeta podrían colocarse en los labios rematados de mi padre, enfermo. El poeta está sediento, como la banda que pide un último baile, vuelve a Emmanuelle, a Sylvia Kristel en la frontera con Francia, Perpiñán y aledaños, sabe apreciar el tejido de “La butaca”: “Pide a gritos un nuevo tapizado/, pero sigue en su sitio a pesar de la edad”.

Luis Alberto de Cuenca vendió sus recuerdos de madurez a un precio desorbitado. Tuvo buenos compradores. Lo valían: los viejos amigos, los perfumes de la Castellana, la malcasada que debía ir al gimnasio… todo aquello lo pagamos con gusto. Ahora la mina de plata, como en una película de John Ford, se ha agotado. No más. La vida y el mundo se transforman en un único día. Está llegando la tarde, cae a plomo, oscura: “Pero cae la tarde/ y en tu jardín los pájaros duermen, como las flores, /mientras la oscuridad va ensanchando su reino/ a costa de la luz”. Tiempo y espacio son cómplices. Pero, iluso, sueña el poeta con una más, una para el camino, un beso en los labios secos y ácidos de la muerte.

En la lectura de Shakespeare, en la playa pútrida de los seguidores de Dagon, en Innsmouth, le escribo al poeta y le cuento que Tintín no volvió después de aquella foto junto al infecto y fungoso hongo gigante, que el corazón de Poe se quedó sin electricidad, que bajo las tablas vuelven, con voracidad, las piezas blancas y las negras, y son devoradas: “Por todas partes tú, por todas partes, /compartiendo mi selva misteriosa/mis abismos marinos/ y las cumbres heladas de mi vida/en una orgía de calor y luz”. El amor es un libro y es un cuerpo, un olor, el tacto, el sexo. Pero está Julio Verne, está mi hijo, cuando caminamos, venturosos y apócrifos, por los escenarios enigmáticos de la Tierra Hueca, por los fondos marinos, el verdín, poeta, tú eliges el Nautilus, porque sabes que el abismo que se llevó a Nemo es un monstruo sediento, un tiempo de morfina y también, de nuevo, vuelves al mar, Ulises y sirena, sirena de mar y sirena de noche: “Tú emerges de la mar con lágrimas de duelo/plegarias en los labios y orfandades recientes”.

Quiere marcharse con ella, se el último ancla, contra “El rumor asesino de las olas”. Ahí, en el poema final, en el “Amor perpetuo”, el poeta mata a la muerte y revive en el amor. Qué tránsito, qué fuerza, qué enumeración. Más bien, qué cuenta atrás. El gran truco final.

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