Volvemos al hospital, como un nido de enfermedades, al hospital hay que mantenerlo con vida, a base de importar la vitalidad de la calle. Por eso entras, donas, te vas. O los hotelitos que suministran luces submarinas, como si la noche fuera un mar profundo, sin más. En los ojos de buey de los taxis que recorren las avenidas los viajeros recién llegados de las estaciones del final de la línea pueden proteger sus equipajes mientras esperan frente a mostradores vacíos. Ejercen su papel de refugiados de una sola noche.
«La avenida América en Madrid, sin el glamour de Atocha, con sus bocadillos secos, los autobuses que más que entrar o salir parecen sorbidos o escupidos. Allí, tú lo sabes, pasamos más tiempo del que quisimos, atrapados en Alsas que prometían una nueva vida o un fin de semana de diversión».
Recuerdo la llegada a Budapest en el verano de 2012. Había dejado de fumar. Puede que no parezca un detalle importante, pero para mí sí que lo es. Nos robaron el primer transfer contratado y en el segundo recorrimos la ribera del Danubio hasta el hotel, de noche. Miraba por la ventana del vehículo y lo que veía no se parecía en nada a la luminosa ciudad que me despertó la mañana siguiente. Todo, el desayuno, la cama, el hotel, mi mujer… parecían diferentes.
La distancia enorme que hay entre Bruselas y los hoteles baratos que te permiten abordar el aeropuerto de los vuelos, baratos también. Charleroi. Lejos, muy lejos. Puedes ir en autobuses rápidos y regulares, protegidos por hombres armados con fusiles automáticos o esperar en un NH. Moqueta, cama baja. Esperar la madrugada, desayuno continental con café de máquina y bollería industrial. Bruselas se extiende como una mancha de petróleo. Entre dos estados, entre dos regiones. Es una ciudad estado.
Un poema de William Blake. Todas las ciudades son geológicas, no puedes dar tres pasos sin encontrarte investido del prestigio de sus leyendas. Imagina Zaragoza. Imagina a tu amigo. Un amigo muerto. Un restaurante cerrado. El local donde quedabais a comer. Casa Portolés. Solo queda la Plaza Santa Cruz. Cuánto tiempo tuvo que pasar hasta que dejaste de buscarlo en cada esquina del Casco Viejo, cuánto pasó hasta que asumiste que nunca más te lo ibas a encontrar.
El recorrido de Londres recuerda al olor de un curry para cenar que pide John Constantine mientras llueve. Hay toxicidad en cada bocanada de aire, la nicotina hace parapeto. Patios oscuros, patios dulces. ¿Pueden los edificios imaginar enfermedades? ¿La arquitectura puede generar vástagos hipocondríacos? Está claro que vivir es un estadio de remisión, de identificación continuada con algún arquetipo. Sin más. No se puede sobrevivir sin arquetipos, aunque sean provisionales y nos sean arrebatados unos pocos números calle abajo. Bienvenidos a Vivir con edificios y caminar con fantasmas de Iain Sinclair editado por La Felguera.
En una fascinante satirización de las calles, el caminante es un elemento con un sentido tan amplio del camino que Iain Sinclair termina convertido en una arista de la ciudad, a pesar de que su lienzo está sucio, usado, con restos orgánicos e inorgánicos, potencialmente cancerígenos, pero que terminan por ser interesantes, exageradamente apetecibles, marcando un antes y un después. En su recorrido, Sinclair, va hasta el centro más profundo de Londres -y luego lo abandona, como haremos todos-, Limehouse. Pero aprovecha para nombrar uno de los libros más enigmáticos (en mi caso solo he podido leer el tebeo), La casa en el confín de la tierra.
La ciudad, sus edificios, pueden servir como nexo de unión o estrato último entre la realidad y el sueño. Los cerdos (retomando la historia citada de antes) y las noches, el metro, el subterráneo, recorriendo las profundidades como una cuchilla afilada en un queso podrido (aquí podemos encontrar reductos de la teoría de “La Tierra plana”, muy de moda por cómo se ha retomado el universo de los titanes, King Kong o Godzilla y ese inquietante cuento de Los libros de la sangre de Clive Barker, que tuvo una nociva adaptación con Vinnie Jones de protagonista, … Los salvajes y la carne). Sinclair o su alter ego, su personaje, su muppet que camina por la ciudad es como un Simenon de segunda, da vueltas y vueltas, como un detective que investiga la ciudad, pero no tiene ningún caso que resolver.
Simenon, el hombre que usaba las teclas de su olivetti desdentada como una fábrica de seriales, el vilipendiado vendedor de novelas al borde del pulp, de las historias intercambiables. Simenon y Maigret, de la Bélgica pobre que aguanta a duras penas despertar cada mañana con los recuerdos de las Ardenas ardiendo. Simenon recorre Europa y recorre el siglo. Pero es mucho más que una máquina productora de folletines. Es un hombre excesivo, un hombre que es literatura pura, destilada. Por eso es necesario a esta pequeña joya, La muerte de Belle con respeto y dispuestos a disfrutar con un ejercicio de narrativa psicológica, de fenotipos humanos, de realidades que se distorsionan hasta quebrarse en un simple instante. Acompáñenme en este deslizar supino al vientre de una bestia desconocida, escondida a simple vista, en la casa de al lado.
Hubo un tiempo en el que parecíamos adolescentes esperando la fiesta de Navidad de un frenopático, hacer que el silencio fuera fanfarria psicodélica y así, con las sinapsis aceleradas, confabular el free jazz con el silencio, el ruido blanco, las guitarras desmagnetizadas. Hay algo de luz entre tanta oscuridad de saxo, me hiere la boca como una cuchilla deslizándose por una pizarra, el blanco de la tiza es un desarrollo melódico abstracto, ritmo asonante para las olas que se terminan. No hay más olas, no está Justo, no está Suso, no está la geometría esplendorosa de un theremin que se cruza (bíblicamente) con una vieja radio de válvulas. Mutantes agazapados tras los amplificadores, una banda sonora terrible, una banda sonora muda o mercurial, hambrienta, muy hambrienta, para una novela inédita de William S. Burroughs.
Instrumentos imposibles y juegos para iniciados, algo más de ruidismo y pop desquiciado, sonido de anticuarios para una sociedad que ha terminado. Ruidismo y sintetizadores, sueños donde germinan las cuchillas, esos aires áridos de un cuarto lleno de soledad y vacío de vida. El sonido de Hulm es agrio, cortante, siempre al borde del ruido y, a pesar de todo, su capacidad de seducir permanece, desequilibrando al oyente, haciéndole responsable de sus pecados, sin ser condescendiente, se retuerce como un animal encerrado, donde las voces parecen extraídas de una grabadora de psicofonías. Jugando al escondite con la vida, armado de ideas, dibuja las melodías como si estuviera escarbando en los sedimentos tóxicos que dejan los ríos que nunca llegan hasta el mar. Ninguna de las antiguas normas valen cuando la historia es vieja… Deslizándose entre líneas de saxo y erupciones de electrónica esquemáticas, luz de lava descendiendo por las montañas: ya no queda nada. Tango roto, tango reventado, percusiones afónicas, cajas de música… Por qué me has dejado así, solo… La fiera adentro, un túnel bajo la autopista, un barco pirata cubierto de polvo, una canción infantil de esas que se cantan los otros cuando tú te alejas
Así, el susurro es tormenta y se caerán todos los aviones que no lleven una foto de Daniel Melero presentando sus revox inversos al mundo. Entre tanto ramalazo de rabia estilística se distinguen algunas cosas más personales del combo: voces discordantes procesadas en diales imposibles, elementos ruidistas que juegan sobre fragmentos de electrónica y un saxo que ocupa el espacio habitual que tiene la guitarra en el rock más clásico. Bienvenidos a la dimensión elegida. Estáis tan cerca que os guiará el olor. Y el ruido.
Mártires con sombrero segunda parte: justo después de comer, mirándose el estómago crecido y barriga… Le vienen a la cabeza la estupidez humana y aun cuando durante unos instantes tiene muy clara la solución que la eliminará definitivamente de la faz de la tierra. Y él se mira el vientre y las lorzas que se desbordan y entre el ruidismo de las ventosidades y los vinilos rotos: se sacaron de su funda, se escucharon brevemente y sacados del plato fueron al suelo para ser primero manchados por la huella sucia de un pie descalzo y finalmente machados sin perdón… ¿Pero se alimentaban de cadáveres de adictos al emparedado de plátano y mantequilla de cacahuete o de complejas aleaciones metálicas más ligeras que el papel y el bambú? Que no se olvide la bencedrina… cómo se me podría olvidar.
Pensarías que el camino de la Rosenvinge estaba totalmente trillado y encontramos una banda sonora de un espectáculo teatral que es una de las mejores colecciones de canciones pop del lustro: guitarras, cajas de ritmo, bossa nova, folk a lo Vainica Doble, pianos y rumba, incluso trip-hop. Yo no espera tanto, pero me arrepiento de haber dudado de ti, Christina. Como si alguna vez me hubieras fallado. Aquí se puede comprar El libro de canciones editado por Primavera Labels.
Un piano, un piano de teclas como las que hicieron soñar a los oyentes de Golpes Bajos, a los susurros de Françoise Hardy, con coros que se confunden con efluvios de sintetizadores. Musas en “Ligera como el aire”, más bien oráculos, donde los gases nobles se introducen en el cuerpo de las sacerdotisas hasta que el tiempo se fragmenta en décimas de segundo. Como el aliento de Aute, ¿recuerdas, Christina, aquel cielo mediterráneo, tan protector? Entre Hydra y Tánger, entre Diane di Prima y Sharon Robinson hay un “Poema de pasión” con guitarras eléctricas y acústicas, con melodías de los noventa, olvida los versos, dame una década más, una década menos. Llevas conmigo desde el principio, te devolveré cada moneda que puse bajo la lengua de mis amigos ausentes. La interpretación vocal, con el ruido tras el estribillo, con el órgano que amamanta, es puro pop, es, como usar “Morir de amor” en una canción. Hubo un momento en el que la Rosenvinge trazó una línea con mano firme entre la calle de la Cera de Barcelona y el Albaicín de Granada, con la rumba psicofolk al modo de los tocadores con los que se acompaña Lorena Álvarez y la tradición de sangre y púas negras de Violeta Parra, siempre esperando que los caballos traigan un órgano hammond sobre el que reposar el estribillo, la voz de María Arnal es un rugido calmo, como la madre que tributa a los dioses por sus hijos, Canción de boda son palmas, auroras y barro. ¿Qué tiene la copa más que veneno? Una belleza absoluta que deja la garganta con sed de vida y hambre de muerte.
Las programaciones de Himno a Afrodita son tan hipnóticas que uno no sabe si está buceando en el helio de Anita Lane o rezando a la Santa Muerte en una esquina de Bristol junto a la sobrina de John Constantine. Súbito papel de plata ennegrecido en el camino hasta que todo flota, como una carroza animada por la tierra negra, por Odetta jugando con una caja de ritmos robada a Beth Gibbons. Fría y acompasada, como una chatarrera de sangre y cielo, ¿extrañas a Justo, Christina? Y con Fragmentos, una guitarra limpia y eléctrica, lúbrica, de palabra única, potasa que pide ácido, hasta que se abre el bosque como si fuera una plaza donde convergen todas las mentiras del mundo, con un juego vocal, sacrificio de minimalismo, como un disco de Sugarbabes, de esos que todos decimos haber escuchado alguna vez, cuando en realidad nos pegamos las horas escuchando los cantos de Yocasta que compuso Rafa Berrio. Arreglos imposibles, voces de malas semillas, teclados que suenan como violines moribundos. La última vez que vi a la Rosenvinge en directo ya parecía tener a Warren Ellis en la banda. Ahora va mejor acompañada con Irene Novoa en bajo, teclados y coros.
Será ese cabaret de Jessica Lange con piano y vodevil arreglado por Lucía Rey, pregunta a la luna, donde dicen que Jesús duerme la mona desde que volvimos a creer en las solícitas y vengativas gorgonas. Las criaturas del bosque, pequeñas hadas en endecasílabos se ríen en Hoy duermo sola, ¿quieres ser vampiro o manzana que morder? Rock entomológico, rock de República de Weimar en la Selva Negra. No necesitas más que los arpegios de una guitarra, un mordisco de rojo en “La manzana”, la banda con la guitarrista Amaia Miranda funciona hasta en los momentos más íntimos. Ya sabíamos que a la Rosenvinge se le dan muy bien contar pequeñas fábulas, “Pajarita”, casi ha creado un canon que han seguido otras intérpretes, un simple silbido y un chau, nos vemos pronto. Alpiste y amplificadores de un watio, y una percusión minimalista de Xerach Peñate y casi con el ritmo de bossa nova. Estaba Teresa Iturrioz y estaba, sobre todo, Andrea Echeverri, así, sin más, encontrando El Dorado dentro de su propio vientre.
Cerrar el disco con una máquina de ritmos y haciendo spoken word en Contra la épica, con una fría comisura de sintética estrofa sáfica, un fraseo que pensarías que sigue a León Benavente, pero que, en realidad, ya la hacía Lydia Lunch en Nueva York al frente de Teenage Jesus & the Jerks, cuando no había olas y se juntaban con Lucy Sante y Patti Smith, apartando jeringuillas para leer a Rimbaud como si fuera un clásico griego. Sube la intensidad, como un italo-disco con voces de Siouxsie Sioux saliendo de una catacumba, gritos del Olimpo, la mujer maravilla con cuero negro y botas de tacón, percusión, besos y virtudes. Toda esa belleza se desliza, como nuez amarga, como nata de adormidera, hasta el sueño de las Amazonas. Se acaba y quieres volver a empezar