Algunas palabras sobre Un Ballet de Leprosos de Leonard Cohen (Lumen, 2023)

La primera novela de Cohen. Inédita durante años. No es necrofilia, es necesidad. Es leer a un Cohen joven, es leer Montreal y poder estar leyendo Madrid. La travesía de Madrid de Francisco Umbral. Pecado, a la hoguera, muera el loco. No, por favor. Umbral y Cohen, jóvenes dandis, sin más, hambrientos y abstemios. Pero poco. Poca comida, manzanas y poco más. Pero la tensión de la carne y el coñac, el alcohol antiguo, el que no se mezcla, el que cae como una bomba atómica en el estómago. Y hablo de bomba atómica porque hace poco que la guerra ha terminado y el olor a muerto y a posguerra conviven en estos primeros libros de Umbral y de Cohen. Y vuelves a Umbral. Vuelvo porque el deambular de pensión en pensión, en habitaciones pequeñas, sábanas que se cambian muy poco, mujeres extrañas -pero apetecibles, eso siempre-, en los pasillos, la leche y la manzana, el café con mucho azúcar para llenar el agujero de la vida. Todo está ahí.

Un ballet de leprosos es una novela corta donde ya se adivina lo que está por llegar. Un narrador cargado de poesía, simbolismo, sexo y minimalismo. En Montreal, una estación de tren donde acechan los desconocidos. El ausente y el presente, la familia como iteración primera de la soledad. Son fantasmas los que conviven con el protagonista en su habitación, en su trabajo, en sus calles. No hay discusión, Montreal o Valladolid exigen al protagonista y a lector un complejo mundo interior. Habitantes fantasmas, creo que ya lo he dicho, que saben lo que les puede llegar en breve, lo que se les acerca, la muerte es una novia a la que esperan en la esquina de las calles. Mientras son espíritus en la ciudad con el que el autor conversa. Bebe de su saber durante los instantes que se lo permite. Una consigna donde esconder los bártulos, la herencia del Holocausto.

Hoy, estos días, ayer y mañana, el judío errante, de guitarra y olivetti, cantando Who by fire? Con las tropas, tras la masacre. Él no sabe que habrá treinta y dos niños secuestrados. Él solo piensa en Marilyn visitándole cada noche, dándole cuerpo y sexo, que no es lo mismo, como no lo es compañía y conversación. Nadie pregunta por esas sombras que caminan por la ciudad, hay un ambiente de óxido primerizo, de electricidad a punto de escapar. Emigración, judíos, otomanos, nadie que hoy, hoy precisamente, llegará un nuevo episodio del terror.


Las palabras del sexo, la humedad primaria de los aceites, el Mediterráneo como una añoranza, todo se vislumbra en este acorde primero en los anales de la literatura. Un abuelo, una amante, un jefe, un empleado, un compañero. Marilyn. Ella nos descubre a un torpe Cohen, con la misma obsesión, menos sencillo, cargado de un barroquismo virginal, como si quisiera, como todos los que despiertan a las palabras, poner el universo por escrito en su primera novela. Y esta es la novela cero. “Los hermosos vencidos”, donde el folklore se deslizará por todos los lados, “Los hermosos vencidos”, la novela acabada con speed y salvajismo, todavía no ha llegado. Completo la lista con la que he empezado el párrafo: perfumes, esencias, encajes, poemas y flores.

«Una novela con librerías de saldo, ¿la misma donde Cohen encontró su primer libro de poemas de Federico García Lorca? Con esas piezas de lance, donde los clásicos caen en las manos del imberbe trovador -obsesionado con afeitarse, con mantener la mirada con el espejo-, los libros donde están impresas las leyes universales sobre las que construirá un nuevo mundo».

Existe en “Un ballet de leprosos” la búsqueda de una democracia de la lujuria, una obsesión por lo mundano (heces, sudor, olores, fluidos) que acabará siendo parte del material básico sobre el que el poeta construirá sus palabras. Porque Leonard Cohen nunca será un autor pop, no encontrarás referencias en sus páginas, sus obras son canon en sí mismas, herederas y partícipes de un mundo que ya no existe, sin fascículos coleccionables, juguetes con personajes de películas o cromos de deportivas. El mundo de Cohen es un mundo detenido en el que solo hay sexo, tabaco y pan. Y una pluma, una guitarra, una hoja de papel. Amor marital, amor fuerte y violento, caballos, los idiomas europeos en Canadá. Francia e Inglaterra estrujan al hombre que acabará en Los Ángeles trasegando coñac y saliendo por la televisión en series que son un altar al paroxismo de lo perecedero. Sí, de nuevo, el afeitado, la intimidad, un Cohen que no le preocupa arar una tierra que nunca dará fruto. Él es un poeta que escribe buscando el respeto. Como Jacques Brel o Jack Kerouac, no hay nada a su alrededor que supere la propia luz del escritor. Por eso no son necesarias las lámparas para leerlo.

Se detiene en el odio, en los horarios de los trenes, en el sadismo, en la masturbación y la fealdad. Se detiene en el sexo, la realidad, la crueldad. Es un judío en Montreal. Un oficinista sin más. ¿Y quién digo que llama? Un abuelo que escupe, sencillez cubierta de pobreza, la pensión en Montreal, la pensión en Madrid, en un pueblo de Aragón, un empleado de Caja Rural en una población de dos mil habitantes mal contados. Un ecosistema que se repite en “Travesía de Madrid” y que se repetirá en los primeros fragmentos fallidos y mentirosos de la crónica de Umbral. Miseria transitoria, leer lo que se escribe con una máquina desdentada, como decía el autor de Valladolid. Oficinistas o amanuenses, vendedores de enciclopedias, con mucha hambre y con muchas ganas de hembra. Un con Carmen Sevilla y el otro con una imitadora de la Monroe. ¿Es un cuerpo, son dos cuerpos y un miró o solo es imaginación? ¿Onanismo o folklore?

Me doy cuenta de que estoy escribiendo sobre el primer Cohen. Pero hago trampas. Porque ese Cohen luego será el otro Cohen, el que guiará generaciones a través de las aguas procelosas de las décadas: los coches baratos de los padres españoles, progres, los millones de votantes del PSOE, con sus cintas, los ochenta y los teclados, Miami Vice, Rebecca De Mornay, la película con Everybody Knows, los noventa con “Asesinos natos”, los que esperábamos el milagro y los que se creyeron las mentiras de Jeff Buckley y su Aleluya. De pronto Cohen estaba ganando con la mano a todos. Y bebíamos de sus poemas hasta caer derrumbados, ebrios y entrenados en el fracaso y la sinceridad, la fealdad y las canciones. Un fanzine con su nombre, los libros de canciones, los discos que me regaló mi madre, los vinilos que me regaló mi mujer. Las décadas recuperadas. Mi primer sueldo, el primer dinero que gané, con él me compré “Ten new songs”. Y el hombre de bragueta fácil, la timadora, y el concierto de 2009. Y la bandurria de Javier Mas. Y el poema que le escribió Gabriel Sopeña el día de su cumpleaños. Y Carlos Castán. Castán se acuerda de él. Y yo me acuerdo de Carlos Castán.

«Volvemos al “Un ballet de leprosos” para encontrar el torturador y el torturado como elementos mínimos en la historia del mundo. Mínimos pero imprescindibles: “Si la ciudad tenía muros, muros entre los puros y los impuros, muros entre los débiles y los fuertes, muros de dedicación y violencias, muros que se caían y se reparaban solos. Los ojos del abuelo, oráculo invisible, quizá mentía incluso. Fantasma que habla solo, como ventrílocuo de su pasión”.

El amor, la carne, el baile, la mezcla, la mentira, la mutación, el extracto gélido que cubre la lista. Una lista más, una lista que se desprende como una mentira, como una costra. Cohen avisa del advenimiento del superhombre. Dispuesto a desposarse de lo antiguo, seguir siendo mediocre, pero desangrando al contrario. El abuelo es violencia o locura o las dos cosas, es un arte de la mentira pintado en la habitación, en las páginas de esta novela, una novela novicias, como era Marilyn antes de la venganza. Siempre hay espejos, siempre hay mujeres desesperadas, feas, hambrientas, hartas. La manera de simplificar a los personajes resulta evocadora y tiene un punto de fascinante, porqué sus propiedades sencillas nos avisan de ese primer Cohen, que titulará sus discos como lo que son, canciones. Pero que será violento y sexual en los asesinatos que se cometan en sus poemas, con títulos que son carne y tierra, flores y esclavismo. Cohen, que ya empieza a avisar de la mezcla inseparable entre la ficción y la autobiografía, valiente duende de sexo constantemente endurecido.

Pronto la colonia del dinero y el aroma de la mujer. Pronto la culpa y los estimulantes, pero, por ahora, solo un alma en la maleta. Una máquina de escribir, Montreal sin transporte público, sin manera de escapar.

Después de la novela el libro se completa con una serie de relatos cortos, algunos donde vela armas el novato y otros donde las chispas de genialidad sirven para prender un fuego. Todos, de todos modos, resultan nutritivos. Para el fanático y para el lego. Hombres que aman con dinero y sin dinero, Montreal y su escena de jazz, limitada por la mala cerveza y las anfetaminas, el sexo en distintas frutas, todas poco maduras, todas llenas de sublimes prohibiciones, el Talmud, la fantasía de los hermanos que ven cómo todo desaparece a su alrededor, Euemer, confundido por los jovencitos, engañado, de los chaperos a la mujer barbuda, como un personaje distorsionado frente a un espejo. Un amor de siete días, como velas que se apagan, la misera de Cohen asomándose como un breve pajarillo de culpa. Los primeros aceites de oliva y el primer queso feta de la isla griega donde se construirá su leyenda, el experimento salmódico de “He tenido muchas mascotas”

 

Una radio quizá, un transistor donde atrapar una emisora de música clásica. Es tan pronto en la vida de Cohen que, quizá por eso, solo exista Keats y Bach. Porque eso es lo mejor de este libro: Cohen no sueña que se va a convertir en Leonard Cohen. Incluso en la casa del misterio, la primera vez de Nancy, un niño raro con un martillo, uno busca la letra de Seems So Long Ago, Nancy y encuentra: “Nancy llevaba medias verdes/y dormía con todos/Aunque se sintiera sola/creo que se enamoró de nosotros/En mil novecientos sesenta y uno”. Los muy cafeteros, los que vivimos gracias a Cohen, unimos los puntos en la casa del misterio: 1961 el año de la canción, el mismo año del cuento y 1969, el año de “Songs from a room”. Es la aparición de Nancy en la mitología de Cohen. Quizá no tan conocida como Marianne, Suzanne o incluso Rebeca, pero ahí está, el niño raro, con el martillo, en la casa del misterio.

Hay judaísmo, padre y madre, matrimonio, ausencia y presencia de figuras familiares, intuición de un joven por lo sencillo, metafórico y espiritual, lo mínimo necesario para construir versos: pubis y vinagre. Relatos en los que no existe el pop, ni la canción protesta, donde todavía llega el aroma del exterminio, la química de la curación tiene pocos ingredientes. El sexo es constante y abrumador. Tiene más piel que palabras. Cohen es inocente porque es joven. Porque conoce el amor. La pubertad solo está a unas pocas paradas. Se le nota dispuesto a prender fuego a la biblia con la cerilla del speed y el coñac. Locura y tratamiento. Montreal, santas que fueron indias, pezones que llegan envueltos en flores. Un prólogo a la mayor aventura vital del siglo XX.

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