Algunas palabras sobre VIVIR CON EDIFICIOS Y CAMINAR CON FANTASMAS de IAIN SINCLAIR (La Felguera,2023) segunda parte

Seguimos analizando la obra de Sinclair, la mutación de las ciudades y sus enfermos. Aquí se puede adquirir y leer la primera parte.

Volvemos al hospital, como un nido de enfermedades, al hospital hay que mantenerlo con vida, a base de importar la vitalidad de la calle. Por eso entras, donas, te vas. O los hotelitos que suministran luces submarinas, como si la noche fuera un mar profundo, sin más. En los ojos de buey de los taxis que recorren las avenidas los viajeros recién llegados de las estaciones del final de la línea pueden proteger sus equipajes mientras esperan frente a mostradores vacíos. Ejercen su papel de refugiados de una sola noche.

«La avenida América en Madrid, sin el glamour de Atocha, con sus bocadillos secos, los autobuses que más que entrar o salir parecen sorbidos o escupidos. Allí, tú lo sabes, pasamos más tiempo del que quisimos, atrapados en Alsas que prometían una nueva vida o un fin de semana de diversión».

Recuerdo la llegada a Budapest en el verano de 2012. Había dejado de fumar. Puede que no parezca un detalle importante, pero para mí sí que lo es. Nos robaron el primer transfer contratado y en el segundo recorrimos la ribera del Danubio hasta el hotel, de noche. Miraba por la ventana del vehículo y lo que veía no se parecía en nada a la luminosa ciudad que me despertó la mañana siguiente. Todo, el desayuno, la cama, el hotel, mi mujer… parecían diferentes.

La distancia enorme que hay entre Bruselas y los hoteles baratos que te permiten abordar el aeropuerto de los vuelos, baratos también. Charleroi. Lejos, muy lejos. Puedes ir en autobuses rápidos y regulares, protegidos por hombres armados con fusiles automáticos o esperar en un NH. Moqueta, cama baja. Esperar la madrugada, desayuno continental con café de máquina y bollería industrial. Bruselas se extiende como una mancha de petróleo. Entre dos estados, entre dos regiones. Es una ciudad estado.

Un poema de William Blake. Todas las ciudades son geológicas, no puedes dar tres pasos sin encontrarte investido del prestigio de sus leyendas. Imagina Zaragoza. Imagina a tu amigo. Un amigo muerto. Un restaurante cerrado. El local donde quedabais a comer. Casa Portolés. Solo queda la Plaza Santa Cruz. Cuánto tiempo tuvo que pasar hasta que dejaste de buscarlo en cada esquina del Casco Viejo, cuánto pasó hasta que asumiste que nunca más te lo ibas a encontrar.

Paisajes cerrados, puntos de referencia en el pasado: Ofelia está masticando una montaña de sandwiches de gasolinera. Junto al río hay niños que hacen caso omiso a las zonas destinadas para los juegos. Los pisos de las plantas bajas siempre serán los preferidos por los camellos. Un negocio que no busca clientes a los que les cuesta ir o venir. Moqueta de un piso de protección oficial. Unas plantas cuidadas con el mimo de la vejez en el patio interior.

Vuelvo un momento, no poner el pie en el suelo sospechoso, suprimir de esta forma los recuerdos ancestrales de ciénagas impenetrables, evitar también las patrullas de reclutamiento, que la utopía termine con túneles cegados por ladrillos y puentes peatonales rotos.

Volver, que como en la novela de Mairal, como en “El año del destierro”, cuando la intemperie avanza, lo hace de manera implacable, se ceba en Buenos Aires, cercando la ciudad y haciendo de los barrios más exteriores, del Gran Buenos Aires, del cono urbano, un descampado que vibra, definitivamente, en una frecuencia distinta al centro: se borran las costumbres y cada bloque de edificios, cada manzana, más bien cada cuadra (por usar términos precisos) se convierte en una fortaleza inexpugnable. Usando materiales arrancados del interior de los edificios, convertido cada piso en un único gran apartamento, las separaciones, los elementos que separan, dejan de ser útiles en esa función y son el contrachapado que protege esa nueva Manzana-Estado (más bien Cuadra-Estado).

En realidad, hay un momento en el spin-off de The Walking Dead, la extraordinaria Dead City, en el que dos de los protagonistas viajan hasta Nueva York, hasta Manhattan. En los edificios, en los pisos más altos, como en la novela de Pedro Mairal, se pasa de un lado al otro en tirolina o utilizando placas de metal a modo de puentes precarios, en una pelea constante con los fundamentos más básicos de la física y el momento de inercia. Mientras vuelvan cadáveres reanimados, en la planta calle conviven cucarachas y remanentes visuales extraídos de la imaginería de 1997: rescate en Nueva York de John Carpenter.

«Moreras negras, buscar lo exótico en la ciudad. Zoológicos de pobres. Mi amigo, el escritor Rodolfo Notivol, me habló del oso triste y avejentado que constituía la única atracción del parque Bruil. Donde están los únicos playground de la ciudad. Ahora nada. Poco más que dos escritores creyéndose detectives salvajes, uno de ellos huyendo de su propia ciudad, sin saber que la bacteria ya está inoculada para siempre. Ojos viejos o serpientes confusas. Pero la morera negra y da fruto. Una vez más parece que son las dosis homeopáticas de polución las que otorgan las fuerzas para seguir adelante».

Antonio Muñoz Molina, hoy esclavo del régimen, es un referente para Iain Sinclair, imaginó una Lisboa poética, de jazz y ginebra, desigual, perfecta en su decadencia en su obra magna “El invierno en Lisboa” y que sirvió de definición para todas las otras Lisboas literarias del mundo, haciendo innecesario el viaje de cualquiera hasta la capital lusa si quiere una ambientación exógena, pero válida. Documenta queda excesivamente científico y, vuelve, recordando cómo era, en “Como la sobra que se va”, calmantes y más ginebra, el libro sobre un escritor que da vida a su obra cumbre y vuelve a ella o, quizá, no se ha marchado nunca.

No será el único escritor español que sirva de unión con Sinclair. Perímetros cerrados, como unos juegos olímpicos, el mayor desastre natural (o movimientos urbanísticos no naturales, pero igualmente catastróficos) que pueden acelerar o dar rienda suelta a una mutación. Y vuelvo a Lisboa. Como volví durante años cada dos o tres veranos, asumiendo que la historia de la reconstrucción racionalista de la ciudad, convertida en una urbe domada por la geometría euclídea era cierta.

 

Limpiar la ciudad. Utilizar, como en la entrevista sobre Gamópolis, Personajes No Jugables. Esperar que las nubes carcinógenas, levantadas por las mangueras inadecuadas, en el polvo de las calles, asfixien puertas y pubs, creando una costra sobre las ventanas y entradas del aire que permitan un original aislamiento de otros productos tóxicos distintos. Es como el óxido naranja sobre el metal que impide que este vaya siendo devorado por nuevas capas de óxido.

«¿Qué composición tiene esa polución? Células muertas de habitantes, células muertas de edificios (fisuras, grietas, pedacitos, polvillo de los ladrillos que se genera al arrastrar los cuerpos ebrios o los cuerpos cansados por las esquinas), si son históricos inhalan historia. Era el clima de la nueva ciudad para los ciclistas con mascarilla y para una nueva especie evolucionada la humanidad que ya estaba desarrollando branquias a modo de preparación para abandonar el plan».

Londres: “De la devastación surgen torres” las sombras de los escuadrones de bombardeos de Hitler habían seguido el surco repentino del Támesis a fin de allanar el terreno para los discípulos descarriados de Le Corbusier. La ciudad radiante de Antonio Muñoz Molina me persigue. Lisboa de hachís y ginebra. Busco en Amazon, en Iberlibro, en Todocolección, incluso en Wallapop y solo encuentro un libro que puede ser mediocre a un precio desorbitado para mi economía. Por razón de Iain Sinclair me viene a la cabeza la canción de JLF, de aquel final de los noventa, Radiant City, con esa manera estúpida de cantar en inglés de Enrique Bunbury.

Cezanne y Emily Zola, mi mujer mira por encima del hombro lo que escribo. Apunto ideas de otros libros, de mi colección particular de rarezas de Alan Moore que ha aparecido por aquí, de Rodrigo Fresán asqueado de Buenos Aires, seducido por Ciudad de México, México DF, Esperanto o Martín Mantra.

Rodrigo Fresán atrapado en Barcelona recordando los tiempos en los que estaba de joda con los Hermanos Arizona. También la línea clara belga, en revistas semanales o mensuales, ciudades que aparecían y desaparecían, que el lector medio olvidaba cuando pasaba el tiempo, los días, las horas, pero existía un hilo conductor y subterráneo que asustaba, que impregnaba la memoria. Y mientras escribo y leo, más escribo, la lectura ha terminado, me llegan las fotografías de Jaime Oriz y su exposición (y no es una casualidad, y me recuerdan las ciudades de videojuegos, el Bioshock y también, ya la he nombrado antes.

Y leo que en la misma editorial está Carrere y Baroja. Que espero hablar sobre ellos. Y me encuentro a Felipe González con la foto de Bowie y me doy cuenta de que yo ya conocía a estos delincuentes editoriales y kamikazes porque dieron voz al francotirador José Luis Moreno Ruiz. No hay nada que defina mejor una ciudad que las emisoras y los programas nocturnos.

Escribo sobre Jaime y su ciudad de videojuego, su ciudad repetida, en una hoja arrugada, en una nota de voz en la puerta de la escuela de mi hijo, en preescolar o infantil o primaria, da igual, en Salem´s Lot. Porque vivo en un pueblo, ya lo he contado que tenía la misma población exactamente que el pueblo al que me trasladé.

Walter Benjamin escapó o se marchó de París. Cuando aparecieron ante nosotros los muelles y los almacenes entendí una idea de que Marsella es “La ciudad donde termina Europa”. Laberinto de callejuelas, escaleras, cafés, hoteles baratos o caminan. Calvino habla de Pentelesia, escondida en una bolsa o en una arruga de la piel de alguno de sus habitantes más mayores, una Pentelesia reconocible y recordable solo para los que han estado aquí: es Pentelesia todo periferia en sí misma y tiene su centro en cualquier otro lugar. Fuera de Pentesilea ¿existe un fuera? ¿O por más que te alejes de la ciudad no haces sino pasar de un limbo a otro y no consigues salir de ella?

Llegamos por fin a Southampton, el verdadero centro de la geopsicología de la cultura alternativa desde los años ochenta. Porque allí está Alan Moore. El aprendiz de Iain Sinclair. Y allí Ian se pregunta: ¿durante cuántos años después de su desaparición conserva un edificio su potencia, la capacidad para situarnos en lugares donde el tiempo tiene un registro distinto? No es suficiente con creer en fantasmas, necesitas descubrir si esos fantasmas creen en ti. O si creían, porque llegado a un momento enésimo, comunidades de creyentes utópicos, que acaban siendo anodinas, pero son los ladrillos sobre los que se construirá la Nueva Jerusalén.

Si antes hablábamos de Antonio Muñoz Molina, Sinclair no se detiene ahí, también acude a Javier Marías. Salir de la autovía y encontrar un país evacuado o vaciado por la peste. Como el territorio de H.P. Lovecraft y siempre que está Howard tiene que haber agua, agua de océano, pero también agua pestilente, agua atrapada bajo tierra, agua encharcada (ver, por favor, una de las más turbadoras escenas en la saga de Providence de Alan Moore. Sí, volvemos a Alan Moore). También vientos aullantes y, para los más modernos, un Ferry a las 4 AM y otro a las 2 AM.

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«El mundo chabola. Aquí volveríamos al conourbano bonaerense, pero nos quedamos en los barrios del norte de Edimburgo, donde jugaban Rent y Sick Boy y Spud… los procesos de oxidación, la formación de herrumbre y el descascarillado de la pintura que se aliena muy bien con ciertas manifestaciones, casi marcas de historia que son perversidades, improvisados códigos de barras para la trazabilidad de un improvisado desierto con gangrena».

Vivir con esos edificios: ex-edificios, cuasiedificios, parece consistir en marcharse y no volver más. Nunca más. Vivir en una ciudad en la que cuando un miembro de la familia enferma, se culpa al edificio.

Ciudades atrapadas en una isla. Ciudades cerca de playas. Como Canciones Tristes. Volvemos a “Ciudades posibles” y a Rodrigo Fresán, que creó Canciones Tristes. Una de las ciudades ficticias más impactantes en la literatura de una generación. Sugerente, cuando uno piensa en la influencia de Ciudad de México o, como mucho, en Buenos Aires, Fresán afirma que él olvidó Buenos Aires en el mismo instante que marchó a finales de los noventa. Quizá, como mucho, en el perpetuo ADN porteño, las canciones de Andrés Calamaro, sobre todo las que hay entre “Nadie sale vivo de aquí” y la vuelta con “La lengua popular”. Evitar Madrid. Canciones Tristes, CT, es una de presencia, es un espacio, un lugar de mi propia narrativa, en mi primer intento de novela seria. Donde conviven Plastilina Mosh y El Santo. Tiene mar y aeropuertos.

Ciudades Tristes es como la Trude de Italo Calvino, puedes remontar el vuelto cuanto quieras, pero llegarás a otra Trude punto por punto, el mundo está cubierto de una única Trude, que no empieza y no termina, cambia solo el nombre del aeropuerto. Canciones Tristes es como la Springfield de los Simpsons (ahora volvemos a la exposición de Gamopolis), que tiene de todo, incluso barrio ruso. Pero la playa de Canciones Tristes es una playa con agua helada, océano del sur, pegada al Bajofondo tango club, una playa de estación confusa. Cuando en Europa se celebra la Navidad, en Argentina el calor es sofocante. Playa de julio, de agosto, playa de Malvinas.

Fresán revisa Berlín, dándose cuenta de la canción de Lou Reed “Sad song” y lo descarta, está mucho más cerca de las ciudades futuristas de las lunas de Saturno, en la sirena de Titán de Kurt Vonnegut o, como mucho, en Kandor, la ciudad metida en una botella, miniaturizada última ciudad de Kripton, el planeta natal de Supermán, sometida a cientos de vaivenes de la continuidad de DC, entrando, saliendo, aumentando… pero por lo menos lo alimenta en el recuerdo de la editorial Novaro, que publicó las aventuras del hombre de acero en México y Argentina, y que en sus anuncios prometía la compra de Sea Monkeys, la conversión en Charles Atlas, enfrentando con su nueva musculatura a los malotes de la playa.

Evita Buenos Aires, eso ya lo he dicho. Pero lo retomaré en unas pocas líneas, como retomaré a Iain Sinclair. Por primera vez Fresán encuentra la posibilidad de la contemplación. Potencialmente podría haber sido un personaje de Laura Ramos. En realidad fue un personaje de “Buenos Aires me mata” junto a los hermanos Bang-Bang, marchándose de allí poco después o poco antes -una década, en realidad,- como Andrés Calamaro. Uno a Madrid y otro a Barcelona. Amigos de la infancia. Calamaro se queda con Madrid y Fresán encuentra el DF en Barcelona, sin hablar nunca de la Ciudad Condal, más cerca del Londres de los Vengadores (Peel y Steel, como en la serie de Slow Horses o John Constantine) y, así, se convierte en ferviente lector y vividor de los Jardines de Kensington, así que más podría colocarse en el camino de Iain Sinclair.

Fantomás en París o la tierra de la pimienta, el submarino amarillo, Edimburgo en Irvine Welsh o la multitud de ideas de Italo Calvino. Una Buenos Aires en la que contempla, intuye más bien y, por primera vez, se encuentra con esa posibilidad, la de contemplación. Buenos Aires como una ciudad con un millón de barrios, cada uno capaz de generar una mitología propia: Belgrano, Abasto, San Telmo, barrio de la Boca, Palermo…

Así que la autora Esther Cross en el libro, se encuentra más libre, pero sale a la calle y nota que existen movimientos, pero no encaja del todo en la marea. Todo está lleno de kioskos 24h. Le dan tantos volantes que podría acabar montando una editorial cartonera o emparentar en la distancia con los niños de Charles Dickens, con todos aquellos cartones y restos mojados.

En Zaragoza, durante unos años imprecisos (recuperados en una visita breve realizada durante la escritura de este artículo) me encontré cerca de la esquina donde un tipo se dedicaba a pasar octavillas de un Kebab enorme. Era el mismo personaje que repartía otras octavillas de compra/venta de oro en la esquina de la calle Alfonso, a una considerable distancia de allí, frente al Banco de España. Ambos negocios daban la sensación de utilizar un modelo de pago basado en latas de cervezas. La ciudad se ha llenado de flechas y señales y uno, como habla Cross, no tienen muy claras las reglas del club entre los que salen a la calle en Buenos Aires.


Esa sensación de señales equívocas la he experimentado en celebradas y civilizadas ciudades europeas, desde tamaño medio hasta grandes capitales, en las que las direcciones y las indicaciones parecían preparadas para la burla del turista, contradictorias e inútiles, indicando circunvalaciones y sentidos imposibles para alcanzar los estadios de referencia del lugar.

Sinclair termina el libro alejándose de la ciudad, de los males, en busca del mito perdido, del mar. El oceáno que rodean Gran Bretaña promete más queda. Alejados de la ciudad, la radiación disminuye, la maldición remite, pero las familias aisladas enferman de manera distinta. Con la sensación de una aventura que ha salido mal y de la que nunca se habla en los cuentos. En su lugar, donde las casas junto al mar son devoradas por la sal, encontramos la proliferación de los cobertizos, que tienen mucho más de pinta de mataderos, de hongos producto de la humedad, plantas de procesado que se colocan en la orilla para obviar la tristeza que provocarían en la ciudad, como si el sentimiento no se transportara, una y otra vez.

Plantas de procesado a la que un mar muerto, un océano famélico, han dejado sin nada que procesar. La choza del buscador de oro de Mojave era una carcasa abandonada tras varios ensayos nucleares y, despedazada por los buitres, se escuchaba la voz de Moshé Dayán y Robert Oppenheimer lanzando obscenidades a la Santa Muerte, como si los dos quisieran llevársela al catre.

Unas sombras se infiltraban en la arena, como vertidos de alquitrán y usando una lupa, anciano Sinclair, puede distinguir alguna proclama de la época en la que existían dudas de si Manson era un enviado o un loco. Cualquier Manson, en realidad.

La ciudad es una constante en cambio perpetuo. La ciudad guarda en su interior un pentagrama, un salón de baile para la vanidad de sus habitantes, una tienda 24horas que ofrece comida químicamente nociva, sin valor nutritivo, como las publicaciones que están en sus estantes, ciudad de productos vacíos, con un pentagrama en el que ha estado trabajando el gran mago Alan Moore, conjuros espectrales que intentan obtener el jugo máximo de paganismo a este siglo que se abalanza sobre nosotros sin pedir permiso.

James Joyce cumpliendo su sueño de ser un camarero en un pub cerrado por la crisis, como mucho parte de «O’Malley’s Bar» que cantaba Nick Cave en sus balladas del asesinato. Más de catorce minutos de esfuerzo y locura.

Un libro excelso

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