Algunas palabras sobre VIVIR CON EDIFICIOS Y CAMINAR CON FANTASMAS de IAIN SINCLAIR (La Felguera,2023) primera parte

El recorrido de Londres recuerda al olor de un curry para cenar que pide John Constantine mientras llueve. Hay toxicidad en cada bocanada de aire, la nicotina hace parapeto. Patios oscuros, patios dulces. ¿Pueden los edificios imaginar enfermedades? ¿La arquitectura puede generar vástagos hipocondríacos? Está claro que vivir es un estadio de remisión, de identificación continuada con algún arquetipo. Sin más. No se puede sobrevivir sin arquetipos, aunque sean provisionales y nos sean arrebatados unos pocos números calle abajo. Bienvenidos a Vivir con edificios y caminar con fantasmas de Iain Sinclair editado por La Felguera.

En una fascinante satirización de las calles, el caminante es un elemento con un sentido tan amplio del camino que Iain Sinclair termina convertido en una arista de la ciudad, a pesar de que su lienzo está sucio, usado, con restos orgánicos e inorgánicos, potencialmente cancerígenos, pero que terminan por ser interesantes, exageradamente apetecibles, marcando un antes y un después. En su recorrido, Sinclair, va hasta el centro más profundo de Londres -y luego lo abandona, como haremos todos-, Limehouse. Pero aprovecha para nombrar uno de los libros más enigmáticos (en mi caso solo he podido leer el tebeo), La casa en el confín de la tierra.

La ciudad, sus edificios, pueden servir como nexo de unión o estrato último entre la realidad y el sueño. Los cerdos (retomando la historia citada de antes) y las noches, el metro, el subterráneo, recorriendo las profundidades como una cuchilla afilada en un queso podrido (aquí podemos encontrar reductos de la teoría de “La Tierra plana”, muy de moda por cómo se ha retomado el universo de los titanes, King Kong o Godzilla y ese inquietante cuento de Los libros de la sangre de Clive Barker, que tuvo una nociva adaptación con Vinnie Jones de protagonista, … Los salvajes y la carne). Sinclair o su alter ego, su personaje, su muppet que camina por la ciudad es como un Simenon de segunda, da vueltas y vueltas, como un detective que investiga la ciudad, pero no tiene ningún caso que resolver.

Y me detengo en “Las ciudades invisibles” de Italo Calvino a la que he llegado a través de un libro de un escritor argentino que comienza hablando de Buenos Aires y termina escapando por el sándalo desconocido. Después de la concatenación el Kublai Khan le pide a Marco Polo que le hable de Venecia. Y es que Venecia es una parte de cada ciudad invisible y todas las ciudades invisibles tienen algo de Venecia. Volvemos a la idea fundamental: en cada ciudad nueva el turista, el que se incorpora al tráfico y al tránsito, se deja llevar por la asimilación de las caras. Las caras de los ciudadanos le recuerdan a rostros de otros ciudadanos. Estos pueden estar vivos o pueden tener rasgos de fallecidos. Está claro que eso es lo de menos. COMO SI TE NEGARAS A CREER EN EL CAMBIO DE LA CIUDAD.

Volviendo a Iain Sinclair y su visión de Londres, más bien su ejercicio sensitivo de Londres: olía al frío de la calle, las calles estrechas y desviadas, con una rugosidad reptilesca, heredada de la altísima humedad ambiental. Fría e interno es contradictorio. Pero los habitáculos más baratos usan, también, el combustible más barato para poder calentar su interior. Y cuanto menor es el coste, más posibilidades existen de envenenamiento.


Edificios de clase media que miran por encima del hombro construcciones sociales, edificios donde viven profesores de colegios concertados o ingenieros con muchos hijos. El sol eterno en Londres se llama invierno. Invierno que agota, hace sudar, pero no da calor. Sierpes y Salinos. Paz polinésica de un universo. La polinesia urbana son miles de habitantes muy juntos conformando un todo pero sin relación entre ellos. Es acabar mezclándose muertos y sombras de vivos por un pasillo, saludándose con una inclinación de cabeza, pero sin saber muy bien el estadio de cada cual.

Tomo nota para un cuento que presentaré a un concurso importante o a una novela para una editorial de las que me gustan, las que salen en este Motel Margot: cada ciudad genérica tiene una orilla. Esa orilla no tiene que ser necesariamente de agua. Puede ser un desierto (Las Vegas) o pude ser un borde que se encuentra en otra situación, montañas, riscos, en mi ciudad, en mi antigua ciudad, está el valle. El valle de Zaragoza, que ignora, engaña, modifica todo el aprecio que le mostramos. No existe ciudad que no tenga una posición cercan a la escapatoria. Y esa posición debe de ser la mejor garantía para el disfrute. Incluso en mi pueblo, en el lugar donde vivo ahora, existe ese límite. La incorporación a la autovía. Hacia un lado, Madrid, al otro Zaragoza. No necesitas, aparentemente, nada más.

Resistir la ciudad que te lanza química y más química. Asbestos, como la canción de uno de esos discos de Suede (London Suede, por cierto, fuera de UK) mediocres después del “Coming UP”, con beatniks ya viejos que todavía loan la belleza del camino, pero no tienen fuerza para salir de casa. Motel y autopista, pero terminan siendo moradores de los lugares más infectos. ¿Lo hacen eso impagables viviendas para fetichistas de una sociedad moribunda? Julian McLaren-Ross, como dandi en ejercicio, vive desde 1940 alimentándose con café rebajado y una infusión de la benzedrina que puedes extraer con un sencillo proceso químico de los inhaladores que venden sin receta para los enfermos del asma o los que sufren la fiebre del heno. Pienso en el uso que le he dado durante años al Disneumón Pernasal y toda la efedrina que podría haber ayudado en la realización de este artículo.

La verdadera ciudad se oculta entre sus avenidas. Son, a la vez, extremidades y circuitos de sangre arterial y venosa, allí está su estatus. Si las avenidas clarifican el urbanismo es que la ciudad es demasiado racional, casi aburrida. El camino tiene que ser laberíntico, atravesar callejas y esquinas que desbordan la mecánica y la maniobra de un autobús de línea: “La ruta que lo llevaría hasta el piso de Chepstow Palace” donde lo esperaba con paciencia la culminación de esa larga enfermedad que es la vida.

Las referencias a la literatura más pulp y más canónica se entremezcla con las esquinas y los desbordados funcionarios del sistema municipal de limpieza. ¿Dónde colocamos a Edgard Allan Poe? ¿Cuántas casas de protección oficial tienen bajo sus anémicas paredes prefabricadas algún corazón delator oculto? ¿Y las ratas?, ya no sabemos si es Lovecraft en la humedad harapienta de la capital o Stephen King imitando Providence desde un aparcamiento de caravanas en los arrabales de la ciudad.

Definir habitante. No se patea uno la City (bueno, quizá sí John Constantine en busca de un curry decente para cenar si es su única comida diaria o, quizá, semanal) en busca de figuras de colección y sencillos de bandas punk para vender a los millonarios rusos, cuyos padres en 1977 y 1978 bastante hacían con conseguir algo de pan y vodka con el que alimentar a los que acabarían comprando el centro de Londres. Corazón delator, corazón maltratado. Desayunos ingleses aderezados por anfetaminas, puros de proxeneta y torrentes de alcohol. Combustible para todos los elementos vitales del cuerpo. Transmutación, bilocación, integración entre ciudad y habitante. Un metro, un buen sistema de cercanías. Ya hemos hablado antes de los trenes de Clive Barker. Y de la corrección política y de las otras clases sociales.



Otros edificios. ¿Hospitales de Londres? ¿Hospitales, con la teoría de la tierra plana, con túneles bajo el sótano, llenos de terroristas, potenciales terroristas, supuestos terroristas, usando escudos humanos? No bombardeen Buenos Aires cantaba Charly García, con miedo a la aviación británica, a Margaret, a la Dama de Hierro: hospitales, centros de salud y farmacias. Dispensarios de drogas. Universidades, escuelas y parvularios. Lugares donde esperar o depositar al individuo molesto. Normalmente por cuestión de edad. O mucha o poca.

Edificios que son muestras que no deberían salir en el catálogo. Pasarelas peatonales elevadas. Edificios de protección oficial que, en su función de colmenas, protegen del tráfico borracho e impaciente de las zonas inferiores. Es un escudo para la infancia. Elevas a tus vástagos por encima del peligro. Quedan, por otro lado, enemigos microscópicos en las excéntricas y prostibularias moquetas familiares.

«Desde arriba, los helicópteros de las noticias capturan las noticias en las revueltas de Los Ángeles a principio de los noventa y que inspirarán The Future, el tema de Leonard Cohen, todo el disco en realidad. Niñitos de los bloques haciendo el gamberro sin supervisión alguna, en patios de hormigón azotados por el viento. EL CONCEPTO DE LOS BLOQUES, INCLUSO ETIMOLÓGICO, LLEVA A LOS BLOQUES DE PIEDRA».

Y las plagas anuales se purgan con fuego y también con las propuestas de geometrías racionales para una ciudad nueva, como en la Lisboa de después del incendio. Urbanismo británico, que se tiene que someter a la insularidad, que lleva al orden y también a la degradación de la especie por los problemas de endogamia, que acaban, de manera transitiva, en la mutilación de la originalidad arquitectónica. Una pureza que tiene que desistir, ahumada, racial, dejar que se descontrole todo un poco. Dejar espacios libres. No caer en las estructuras fálicas del Tokyo recalcitrante, siempre bajo la amenaza de Godzilla (ver la serie Monarch) o, todavía peor, el ejemplo de ciudad-vertedero en Manila, en Filipinas en general.

Bloques Pepys. Como una performance de arte contemporáneo desquiciante, en los sextos pisos de la protección oficial. La heroína en Edimburgo, donde se fabrica, directamente, opio y morfina en estado puro en una central química en pleno centro de la ciudad. Y así, Irvine Welsh, a su vuelta de Londres tras claudicar ante el movimiento punk, dará lugar a la saga de Trainspotting, siendo la mezcla de melaza y sudor de los pubs con el material de cartón piedra con el que se construyen las viviendas. Un simple corral de ganado. Donde el calor y el frío se intercambian, pero siempre en posiciones extremas.

Ciudades geológicas, puntos macados por los fantasmas. Asesinados por el alcohol, el láudano o por los consumidores de ese alcohol y ese láudano o por los criminales enloquecidos por el alcohol y el láudano. En realidad la sencillez de la huida se complica. Los horarios de los trenes que abandonan la ciudad no coinciden con la salida de los mismos. Estamos atrapados por guerras de la droga que obligan, extorsionando al funcionariado, a construir cubos de basura donde quepa un cuerpo humano.

Vuelvo a las Ciudades Invisibles, a la mentira de las mil y una noches, a las distribuciones de costumbres de los habitantes, el encuentro entre Marco Polo y el Kublai Khan. Caminar por ciudades esquemáticas, ciudades construidas sobre la base de una única idea, poéticas, excéntricas, pero sin la necesidad acuciante de la variedad mediocre. Excepciones de la norma, ciudades de catálogo. Calculas las combinaciones posibles de los elementos que la constituyen, permutaciones sacadas de una bolsa de recortes. La ciudad se consume, se transforma en otra sus habitantes no la cambian, prefieren irse y cambiarla por otra.

Como en aquel episodio de Los Simpsons cuando la basura bajo tierra hizo que todo Springfield se desplazara. La basura de Leonia poco a poco invadirá el mundo si en el desmesurado basurero no estuvieran presionando, más allá de la cresta extrema, basurales de otras ciudades que también rechazan, lejos de sí, montañas de desechos. Límites donde las ciudades se apuntan, amenazan, la una a la otra.

De muchas de estas cosas hablaba con Jaime Oriz y Jorge Omeñaca en su exposición Gamopolis. ´


LAS CIUDADES OSCURAS. EL ECO DE LAS CIUDADES de François Schuiten / Benoit Peeters UN VIAJE INOLVIDABLE AL CORAZÓN DE LAS CIUDADES OSCURAS

Si quieres más, más de todo: Este álbum propone una antología de grandes reportajes ilustrados extraídos de El eco de las ciudades, la publicación más célebre del mundo oscuro. El mensual fue durante mucho tiempo breviario de viajantes y una extraordinaria mina de información para los más curiosos.El eco de las ciudades narra curiosidades de todo tipo de manera extremadamente amena. Se evocan en él diversos casos célebres como “el Misterio de las Esferas”, “los Olvidados de Blossfeldtstad”, o “el escándalo del Enlace Viario Universal”.

Leo “El año del desierto” de Pedro Mairal y escribo: “El Buenos Aires del Eternauta antes de la crisis de 2008. La Argentina en crisis económica y social constante, una forma de vida, una enfermedad degenerativa, la fibromialgia social. Mairal desbroza Buenos Aires, elimina Argentina, desde su centro, los barrios del lunfardo, el microcentro, Rivadavia, el Obelisco, las calles arrasadas en un mapa de Buenos Aires que se traza como sacado de una secuela de Mad Max. Buenos Aires llena de ambientadores extraños, una muchacha que acude a su trabajo en uno de los grandes edificios de oficinas donde el producto, el negocio, es la riqueza y la pobreza. La metáfora es Ménem y su pelo teñido, los teléfonos móviles, las vacaciones en Miami, la paridad».

 

Poco a poco la electricidad falla y el trabajo sigue siendo etéreo, entre las casas más alejadas del centro se filtran los monstruos como en “Aterrados” de Demián Rugna. Mairal Convierte Palermo Hollywood en Palermo Bagdad, como la enésima fundación de la ciudad de Buenos Aires, como Manuel Mújica Martínez introduciendo la magia entre los primeros habitantes del Río de la Plata. Cuando los vecinos se hacinan por cuadras -manzanas en español-, todo alcanza niveles postapocalípticos, como en la novela gráfica de Leonardo Oyola, Kryptonita: los chicos de la villa se convierten en señores de la guerra.

Mairal recoge la tradición barrial de Roberto Arlt y su “Juguete rabioso” o del Buenos Aires imaginario, del que no existe: Buenos Aires entelequia como si en las televisiones desconectadas solo pasaran repeticiones de “60 minutos antes de la medianoche”, el programa imposible que aparecía en “Historia de lo oculto” de Cristian Ponce. Mairal comienza su novela removiendo los jirones últimos de coherencia a la ciudad ausente de la que hablaba Ricardo Piglia y haciendo de la chatarra, de los villeros (enemigo invisible está siempre presente), los chicos asesinados por la autoridad invisible, el enemigo invisible es la realidad más irrealidad, la presencia más ausente, como en “Chicos que vuelven” de Mariana Enríquez.


La mentalidad de una sociedad, unas veces en estructura de colmena y otra individual de la protagonista, que no cae en el delirio y la locura y es capaz de superar la adversidad de la debacle tecnológica: el avance del vacío se lleva por delante el barrio de Liniers y el de Devoto, que se alimenta de la carne de vacuno, el alma de la Argentina, un país hambriento con cuerpo de carne. No hay electricidad y, conforme se apagan la red, los barrios de la ciudad, órganos del cuerpo de Buenos Aires, dejan de funcionar.

Leo “La infancia del mundo” de Michel Nieva y escribo: “Directo y salvaje, con mapas explicativos, como esas antiguas revistas de videojuegos a casete. Con guiños a George Langelaan y otras historias del Antimundo. Como un Cronenberg austral: cuando las Malvinas están sumergidas no le importan a nadie.

Ahora el mundo es un compendio de simulaciones truchas que uno puede comprar en un tianguis. El tiempo detenido en un espacio sensitivo y artificial. Michael Nieva juega con los años y la sangre. Y el hambre: los alimentos prefabricados, la comida chatarra, las conservas con química, los excitantes saborizantes. Entre la incontrolable utopía de privilegio y las pasiones entomólogas del siempre tóxico William S. Burroughs”.

Seguimos, no se preocupen. Queda mucho por recorrer.

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