Los años subterráneos de Christina Rosenvinge (Primera parte)

Una nueva entrega de la colección Elepé de EfeEME, en esta ocasión dedicada al primer LP en solitario de Christina Rosenvinge, “Que me parta un rayo” me anima a volver al comienzo. Sí, este libro me ha provocado una hinchazón emocional de la que no tengo muy claro cómo voy a salir. Porque , «Que me parta un rayo. La mirada eléctrica de Christina Rosenvinge» de Carlos Hernández Vázquez, recorre la génesis de uno de esos discos que se merecen llamar generacionales. Un disco en el que está todo: el cine, la nueva literatura, el rock eléctrico, la pérdida de la inocencia, los últimos estertores de la Movida, Dylan, Gainsbourg y, claro, Leonard Cohen. Y la Hardy, Kerouac, García-Alix, las agujas de los chatarreros, el theremin y la pluma de Silvia Grijalba y las guitarras de Gonzalo Lasheras y Suso Saiz. También, aunque no lo diga nadie, está Charly García. Porque Charly siempre está. Como Félix Romeo. Que también está siempre. Y un personaje oculto, alero, con nombre de pez y gafas molonas. Pero eso me lo reservo para más adelante.


Todas las fotos son de José Vizcaíno


Mi hermana en la habitación compartida. En la cama nido. Debajo de la mía. Todos los días, a las diez, sacaba el colchón y levantaba las patas. Ella era muy pequeña, siete años menos que yo. Se metía a la cama y yo me ponía el flexo y estudiaba. Estudiaba mucho. Y ponía el cedé de Christina y los Subterráneos. Y ella lo escuchaba. Y no dormía, escuchaba las canciones. Se lo aprendió de memoria. Iba en el coche con mis padres. Camino de Salou. La cinta de Física y Química. Con Antonio García de Diego y Pancho Varona. A la orilla de la chimenea. Peor para el sol. Las pastillas, los guitarristas de Loquillo. Y Sabina. El primer gran Sabina. Y el nombre de Christina Rosenvinge en aquellos créditos. Me ha costado unos años entender el porqué.


Lou Reed paseando con traje desde el lado salvaje. En el primer tema. Fito Páez componiendo un tema sobre Thelma y Louise en El amor después del amor. En 1992. Creo. Todos salen corriendo. Mientras escribo esto vuelvo a leer “Crónicas de Motel” de Sam Shepard. La colección de compactos de Anagrama nos salvó la vida. Eso ya lo dijo Andrés Calamaro muchos años después de llegar a España: “toda mi cultura europea, mis libros compactos de Anagrama, con Bukowsky, con Burroughts, con Jack y con Sam” . Dice Shepard en el libro: ¿Estoy en Texas o en Berlín Occidental? Editado en 1982 en la editorial Golden Lights de Frisco. La de los beatniks. Luego hablaremos de sus camisas a cuadros. De Lou Reed, recoge el satélite del amor. Luego volveremos a Berlín. Pero ahí estaba ya Lou. Completamente limpio, caminando de la mano con Laurie Anderson por el parque de atracciones de Coney Island.

Cuatrocientos golpes. Un póster de “Al final de la escapada”, Godard&Truffaut. Los dos, el vídeo de Cádillac Solitario. Un pedazo. Mil pedazos. Estuve años usando la metáfora, acabo estando tan manida que no sé qué valor puede tener. La de un cristal roto contra el suelo. Por mucho que agarres los trozos y los vuelvas a pegar nunca quedará igual. La señal que te devolverá será deforme, como las de la casa magnética o como coño se llame la atracción del parque de atracciones.

En el disco ponía: “Para Ray, él sabe por qué”. En mi edición de bolsillo de “Lo peor de todo” de marzo de 1995 pone: “Para Christina, ella sabe por qué”. Funcionaba perfectamente. Aquel libro de Ray Loriga lo compré en una Feria del Libro. Pensaba que estaba descatalogado. Había muchas iniciales y gente jugando al fútbol, y algo de boxeo… pero sobre todo pringados y balones. Me gustaba más “Dibujos animados” de Félix Romeo. Lleno de iniciales y de fútbol. Y de boxeo. Pero Félix no le daba tanto al rock and roll por entonces.

“Lo peor de todo” era mi cuarto libro de Ray Loriga. “Héroes”, “Caídos del cielo” y “Días extraños”. Luego contaré cómo llegó a mis manos “Días extraños”. No tenía dinero para todos aquellos libros. Mi madre me regaló un libro con las letras del disco recopilatorio “Singles” de David Bowie. Ahí le di fuerte. Ahí aprendí quién era Ziggy y qué tenía que ver el Muro con los héroes. Para mí los únicos héroes de la época eran los de la Marvel. Fui a ver una representación de “Héroes” en un colegio mayor. No estaba mal. Pero no me mató. Me gustó que usaran para cerrar la versión de Parálisis Permanente.

Hasta que no leí los créditos de “Pulgas en el corazón” no entendí que hablaba de “Should I stay or Should I go” de The Clash. Era una de las canciones que se repetía en la mixtape que podías hacer con los libros de Loriga. No es la mejor canción de The Clash. Trasegábamos bourbon en chupitos. No conocíamos a ninguna chica como la Rosenvinge. Mejor, porque si la hubiéramos conocido nos hubiera mandado a la mierda. Estás mintiendo, Octavio. Han pasado qué, ¿treinta años? Y sigues mintiendo. Tenían nombre, una se llamaba Victoria y tocaba la guitarra. La otra se llamaba Cristina, pero tenía el pelo rizado y pelirrojo. Y tú mirabas. No tenías ni los poemas para defenderte.

«Victoria tocaba los teclados y la guitarra acústica. Normalmente no lo tocaba todo a la vez, sólo sacaba la guitarra cuando la cosa se ponía tranquila. Sabía que el ruido que hacía al mezclar las negras con las blancas conseguía excitarnos mucho más que cualquiera de los chiquillos jóvenes de flequillo recortado que se agitaban frente a nosotros. (“Ella se puso a cantar con una voz que parecía estar agarrada a una cornisa con una sola mano” Ray Loriga)»

Y llegamos a Señorita. Ray Loriga prometía escribir canciones. Loriga le lleva a Dylan. Usaba bonita, un adjetivo prohibido. Luego apareció Christina, unos cuantos años después, cantando con Sabina en el programa de Miguel Bosé. Parecían Joan Baez y Dylan. No mientas, Octavio. Daba pena ver a Sabina. Sabina canta bien sus canciones. Sabina canta bien Princesa. Lo mejor era el acordeón de Begoña Larrañaga. Enrique Urquijo sí que hacía de faquir con Los Problemas. Hace unos años estuve con Gabriel Sopeña. Tomábamos café cerca del canal Imperial, donde siguen bebiendo las brujas, me enseñaba sus canciones, sus sombreros con pluma, el acordeón de Begoña Larrañaga. Unos años después Christina y Diego Vasallo acabaron grabando un tema de Enrique Urquijo.



Christina Rosevinge
quería una banda detrás. The Band. Crazy Horse… y consiguió una mezcla entre Viceversa y los Problemas. A mí me sonaba de maravilla y a la gente en la radio también. Y hoy sigue sonando estupendamente. Y a los de Virgin también. ¿Qué tiene que ver con esto, Octavio? Dentro de unos párrafos os lo cuento. Una anécdota que, por conocida, no hay que olvidar: el nombre de Los subterráneos viene de un libro de Jack Kerouac. Un compacto de Anagrama, otra vez, por cierto. Y, además, era el nombre que tenían Jota y Florent en la cabeza antes de tenerlo que cambiar por Los Planetas. Lo leí todo, entonces y ahora lo he vuelto a leer, “Gente nocturna” de Barry Gifford, “Los subterráneos” de Jack Kerouac y “Crónicas de Motel” de Sam Shepard. ¿Está todo en el libro? Está todo en el aire, en ese aire de principio de los noventa.

Llaman a la puerta de casa de mis padres. Es un paquete. No era tan habitual como ahora, ni mucho menos. Lo abro con voracidad. Con mi primera hambre atrasada. Es un libro comprado contrarrembolso. El Europeo/La Tripulación.

No sabía que estaba haciéndome con una rareza que años después guardaría como un tesoro. Días extraños de Ray Loriga. Frases cortas. Directas al estómago. Congrio y cocaína. Las playas en invierno. A la vez estaba leyendo Raro y Cobijo contra la tormenta de Benjamín Prado. Podemos mezclar y confundir fechas. Es lo de menos.

Ahí estaban todos, en la misma playa, en la misma playa fría de inviernos. Camisas a cuadros y vaqueros. Yo estaba pasado de peso y las camisas las tenía que llevar por fuera. En aquellos años la ropa se llevaba de varias tallas más grandes. No sé cómo se mezclaron los beatniks paletos como Jack Kerouac con los de Seattle. Los que se miraban las zapatillas. Cuando uno está tan delgado como los chicos del grunge se puede permitir llevar la ropa ancha. Le queda bien. Le queda bien cualquier jodida ropa, chaval. Los libros del cuervo, así se llamaba la colección. Constaba de dos libros publicados: el de Loriga y “Los planos de la demolición” de El Ángel. Podría haberme pillado los dos y ahora tendría una buena herencia para mi hijo. Los textos están escritos entre 1992 y 1994. Todas las carreteras se parecen. Una vez me desperté en una gasolinera. Era la época de las carreteras y era la época de las gasolineras. Todo aquello duró hasta comienzos del siglo siguiente. Hasta que nos dimos cuenta de lo ridículo que era todo aquello.

Cito, de nuevo: “No todo es Neil Young. Aunque siempre hay algo de Neil Young o Leonard Cohen por alguna parte”

Así que Christina, como anda corta de repertorio para el directo, decide grabar Rockin’ in the Free World de Neil Young. El tema, por cierto, lo produjo Niko Bolas, el tipo con el que la Rosenvinge grabó su segundo LP, “Mi pequeño animal”. Steve Jordan, el tipo de confianza de Keith Richards, el tipo que sustituyó (no sé si es el mejor verbo que se puede usar) a Charlie Watts tras las baquetas de los Stones, era el segundo de a bordo.

Otra cita: “Entramos en Berlín rodeados de ángeles. Salimos de Berlín escoltados por ángeles. En todo el tiempo que estuvimos en Berlín no vi más que ángeles, y un circo. Entre un Berlín y otro no había un muro, había un parque larguísimo. Berlín es tan negro como la suerte de los ángeles. Elvis se fue, el circo se fue, nosotros nos fuimos y los ángeles se quedaron. En Berlín los ángeles son los únicos que no están de paso”.

Y una canción: “Yo no soy tu ángel”. Pero es más el rollo ángel y demonio, más Hardy y más Gainsbourg. Pero eso lo escondía un poco. No eran los ángeles de Peter Handke. Esos tenían un siglo por delante para dejarse matar. Hablé de Shepard. Pero deberíamos haber hablado de Wenders, ¿Verdad? Y de Peter Handke. Y de las agujas de Nick Cave. Pero Cave estaba lejos todavía. Solo había ángeles, como Félix Romeo.

En el disco de la Rosevinge, en la película de nuestras vidas aquellos días había tres directores: David Lynch con Barry Gifford en el guion, Win Wenders en trío con Sam Shepard y Peter Handke y el tercero, Álvaro Fernández Armero. Jordi Mollá haciendo de Ray Loriga y Christina haciendo de Christina en 1994. Me aprendí trozos enteros de aquella película. “Todo es mentira”, con Coque Malla. Coque canta en el disco. Voy a repasar los créditos. No, el que hace los coros es Alejo Stivel, el de Tequila, el productor dueño de los mejores estudios de Madrid, en “Ni una maldita florecita” -ya llegaremos a Tequila y llegaremos a esa canción, tranquilos-, Coque le da algo. No está muy claro el qué.

«Ha muerto Bowie. Supongo que ya te habrán avisado. Vuelvo a leer a Ray Loriga: Cualquier idiota puede herir a una mujer, pero sólo un hombre grande se la lleva para siempre. Escucho dos temas clásicos del repertorio, Mi chinita y Berlin. Los amantes de verdad se recuerdan antes de volver a encontrarse. En la tele pasan la segunda temporada de Fear the walking dead. Uno de los secundarios tiene un aire conocido. Está como fuera de lugar. ¿Qué hace Rubén Blades en una serie de zombies? ¿Qué hace Coque Malla haciendo versiones de Rubén Blades?»

¿Y funciona “Voy en un coche”? Supongo que sí. Supongo que, como dice Carlos en el libro, hay mucho, ahora sí, entre medio de estas dos sugerencias, del “Adiós papá” de los Ronaldos. Habían grabado con John Cale, con el tipo de la viola de The Velvet Underground en 1990, pero les había salido un disco casi latino. Así que hay que decir que “Voy en un coche” como macarrada para cuarentones que quieran gritar camino de las vacaciones en la playa puede funcionar. Tipos duros, chicas y santos, la frontera. Volvemos a Barry Gifford de Perdita Durango y las botas de piel de serpiente de Nicolas Cage en “Corazón Salvaje”. Más auténtico “Ni una maldita florecita”, la feria en las afueras, el rollo de Corto Maltés: limpios y guapos, caídos del cielo. Demasiado perfectos. Cito otra vez a Loriga: “Tengo miedo de que las cosas no sean ni la mitad de buenas de lo que parecen a veces”. En la música la eficiencia de las guitarras de Pancho Varona y Antonio García de Diego sonaban al estándar de Sabina. ¿Es eso malo? Cuando lo escuché yo, ni de coña, me parecía lo más. Pero con el tiempo los solos parecen sacados de una fotocopiadora estropeada.

«La portada de Héroes, con Loriga y su melena larga sobre el rostro y los botellines de cerveza en la mano, es icónica, generacional. Es una de esas estampas
Recuerdo la primera vez que vi la portada de “Caídos del cielo”, estaba en casa de mis abuelos maternos, mi madre me había comprado el libro en el Corte Inglés, en la famosa sección de libros de la planta baja donde relucían como carbón de alta calidad, como petróleo para producir energía que alumbrar una década entrada, como linimiento que impregnara la literatura española hasta el advenimiento del empalagoso sabor de la nocilla».

En uno de los primeros números de la edición española de la Rolling Stone sale una foto de Coque Malla y Christina Rosenvinge. Está hecha por Alberto García-Alix. Sin García-Alix no hay nada. Aguantaba el tirón con la chuta, con la insulina comprada al por mayor, con las revistas, con el recuerdo de Ana Curra, con todo: la foto de la portada es de García-Álix. En el libro Carlos H. Hernández, el autor, nos cuenta que fue muy fácil para Alberto hacer aquella portada. No te jode. Pero también está García-Álix en las fotos que encumbran a Loriga con su pelo largo y sus anillos robados a Keith Richards.

Hablar es barato, chaval, demuéstramelo. Y en la portada de “Caídos del cielo”. Durante muchos años pensé que era una foto de la época. Soñaba con Madrid. Pero me compré un libro sobre la Movida y descubrí que eran unos rockers en la puerta del Rock-Ola. Mi foto favorita de García-Álix es una sacada de la sesión para el primer disco en solitario de Germán Coppini. La portada del single de “Despierta escuela”. Ahí esta todo. Incluso el tupé de Coppini.

Antes de regular el uso de armas, ya salía una pistola en la portada de “Días extraños”, también había una pistola en “Caídos del cielo” (o ya, sin obligar al mundo a darle muchas vueltas, en el título de la película “La pistola de mi hermano”). No sé si es la misma pistola. Elvis tenía una pistola. Y también Peret. Los dos tenían sus propios enemigos. Cuánto le debe “Mercado negro” o “Botas de terciopelo” de los primeros discos de Amaral a “Tengo una pistola” y a “Las suelas de mis botas”. No es casualidad que el primer LP de Eva y Juan (de 1998, recuerden) esté producido por Pancho Varona y aparezcan Paco Bastante y Sergio Castillo, incluso unas guitarras profesionales de Gonzalo Lasheras o la colaboración de Álvaro Urquijo. Prácticamente son los Subterráneos sin Antonio García de Diego. Por lo menos sonaba más beatnik “1997”, el año que Allen Ginsberg murió con Fernando “Chucho” Alfaro en los coros. Los dos discos son estupendos, pero el paralelismo es evidente y, claro, lo mejor son las canciones, las canciones puras. “Las suelas de mis botas” es un pedazo de tema. Todos queríamos tener unas botas como las de Ray o las de Nicolas. A mí me las regalaron en 1996 y me duraron hasta el año que nació mi hijo y aprobé las oposiciones de funcionario. Sí, lo admito, son un meme andante.

En directo: las fotos de José Vizcaíno, que no se os olvide. Perfecta. Entera. Salvaje. Con INK en La Chimenea de Zaragoza. Sonido Washington. No pude verlos en aquella gira. Estaba estudiando. Pronto segunda parte.

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