Algunas palabras sobre Lento y salvaje de Ricardo Lezón (Plaza&Janés, 2023)

Ricardo Lezón nos habla. Lezón nos escribe. Nuestra respuesta es leer su «Lento y salvaje» editado por Plaza&Janés. Notar la iteración de la playa sobre San Sebastián, sobre Manchester. La playa de frío, la noche de sentencia, la manera el que la otra noche soñé que alguien pensaba en mí. Ricardo Lezón es una estrella del pop atípica, sus inseguridades evocan una belleza descosida, donde los únicos hilos básicos son sus hijos, sus mujeres, sus amigos de la banda. El tabaco. El humo de los discos. Sobre la cama hay un primer bajo, luego añadir electricidad y olvidarla, dos cuerdas más. ¿Ricardo, por dónde empiezo? Ese, Octavio, es tu problema.

 

El desorden en la escritura es el reflejo del orden vital. Es la melancolía de los días frente al mar, el estar fuera de todo, aislado entre la nieve soriana o el bullicio de Ciudad de México. Bajar y sentirse una isla. Solo quedan las canciones. Y los besos dados y la ausencia de besos que faltan. Pienso en Subterfuge, en cómo nos rompió la cabeza en 1996. No tenía ni veinte años y ahora leo a Ricardo y no me reconozco, como no reconozco al Carlos que salía en las películas de Jess Franco. Es el Carlos Galán que se toma una caña con Ricardo Lezón, salvándose las vidas como buenamente pueden. Un libro, el de Lezón, que mezcla a Cioran con los diarios de un artista en el filo del fracaso, más bien del miedo al fracaso. Un libro lleno de colillas, de colillas en latas de cerveza, con un dedo de líquido caliente, mezclado con restos de cigarrillos, sobre los amplificadores de un local de ensayo.

Y los autobuses de Alsa. Zaragoza-Madrid o Bilbao-Madrid. Parecía, hace veinte años, que aquellas líneas regulares eran la perfección vital para los que no teníamos carnet de conducir y sí muchas ganas de aventuras. Los sueños de una vida a punto de entrar en erupción con los sueños que provocaba el cansancio, las horas en la autovía, en la nacional. Llegar con el hatillo lleno de ilusiones. Con el discman sin batería, con el walkman sin pilas. Algún colega que ya vive en Madrid. ¿Qué llevabas en aquel reproductor? ¿Era una mezcla de canciones o escuchabas el mismo disco en el orden pautado? ¿tenías ya uno de esos iPOd de 1GB? Parecía, verdad, Ricardo, que ahí cabía el mundo. Todo lo que te gusta estaba en su interior, en las entrañas de aquellos aparatitos. Pero Malasaña no era tu sitio. Recuerdo a Ursula y el Tanned Tin. Recuerdo que, en los viejos fanzines del cambio de siglo, escribíamos sobre ellos. Sobre las atmósferas brumosas. Sobre las acuarelas y los vacíos. Malasaña no era para nadie. Hasta Josele acabó con una acústica dando conciertos solo por Conde-Duque, sin escupir, ni mastica. Acabó, como todos, susurrando. Así se os escucha mejor.

 

El amor minuto cero. Lezón es de amores largos. Pero también de algún proyecto paralelo, de discos en solitario. Lezón escribe siempre sobre el mismo tema y suena distinto. Porque el tema tiene tantas aristas como esos poliedros inexistentes que se utilizan de ejemplo en los problemas de álgebra avanzada. Es melancolía exponencial. Y todas las aristas, todas las esquinas, todos los vértices, todos piden una canción.

 

 

 

Y leo el origen. Y todos partimos de lo mismo. De las cintas de los coches, de los padres afrancesados. Tú, Gilbert Becaud y  yo George Moustaki. David y Nacho publicaron las letras completas de Mark Kozelek y yo me compré un ejemplar. Y mi mujer, antes de ser mi mujer, se compró otro. Ahora tenemos dos en casa. Yo ni siquiera lo conocía, no conocía Red House Painters ni Sun Kil Moon. Noches en tránsito. Y venía con un cedé incluido. Un disco en directo: Find me, Ruben Olivares (Live in Spain). Lo busco. La penúltima canción se llama Tonight in Bilbao.

 

Me pasa lo mismo contigo, Ricardo. Quizá soy el único que me he puesto a leer tu libro sin haberte escuchado. He rebuscado entre cintas y recopilatorios, cedes que regalaban las revistas hace diez, quince años. Pero luego, sí, te he encontrado. Tú nunca morirás, “Cuando suene this night”, aquella tarde que vi el documental “Moz and I”. Era una canción bellísima. No paré hasta encontrarla.

 

 

Aquí estoy, sigo escribiendo sobre tu libro, sigo buscándote entre las canciones de las que hablas, entre los violines tristes y las acústicas que hacen callo en el corazón. Ricardo, de nuevo, disculpa, no te conocía y estoy escribiendo, también, sobre otras bandas que hacen que te sientas feliz: Joe La Reina, Tulsa o Invisible Harvey. Y las estoy escuchando. Pienso en escuchar tu disco en solitario. Lo pongo en favoritos. Prefiero seguir con los otros, con las canciones que te emocionan, las que son paño y son almohada.

Escucho, claro, “This charming man”, pero eso no cuenta. La llevo en el bolsillo (eso es literal, llevo un llavero con esa inscripción que me acompaña siempre), y, cuando ponía música en el bar de un amigo, un amigo que ya no está, en el bar de Sergio, cuando aparecía mi mujer (ella sí que está), siempre la ponía. A ella le encantaba. La guardaba hasta el final de la noche porque muchas veces mi mujer no aparecía, pero siempre terminaba poniéndola. Era un cedé recopilatorio. Llevaba todas las buenas. Todas eran buenas, en realidad. Pero así pasaba que no tenía miedo de que no hubiera noche suficiente como para poner una de The Smiths. Creo que, leyendo las páginas de tu libro, a ti te ha pasado algo parecido más de una vez.

 

«Amigos que son canciones, canciones que son para amigos, salas de medio aforo, seguidores desconocidos frente a los que te quedas callado, con un poco de vergüenza por su animosidad al conocerte. Esperar una cerveza o dos para que te ayude a responder con la misma alegría lo que te están regalando ellos. No eres maleducado, eres vergonzoso».

 

Un ordenador afónico con unas maquetas, como si cada canción fuera el boceto tembloroso de toda una vida. Pero hay algo de magia, Ricardo, porque las canciones y la luna son parecidas, vuelven y vuelven una y otra vez. Y no hacen falta aullidos ni lágrimas, ni siquiera rezar, solo esperar el tiempo suficiente. Y la melodía, apretar los dientes, los dedos sobre las cuerdas, la nieve sobre Soria… Quizá algún día nos conozcamos en persona y pueda contarte cómo descubrí que Peter Handke había vivido en Soria un tiempo, huyendo de los ángeles o buscando otros o quizá, si nos hacemos amigos, amigos de verdad, te hable de mis sesiones semanales peleando contra la ansiedad anticipatoria, a cincuenta euros la hora y de cómo mis amigos se fueron a Burdeos, con todos los gastos pagados por el sello de Dominique A y Yann Tiersen para cubrir su concierto y yo, el que grapaba el fanzine, me quedé en Zaragoza, con las benzodiacepinas y las botellas de agua caliente.

Rincones de arte y hamburgueserías. No tocar la música, la música es sagrada, como el balón, decía “El Diego”, maquetas y demos, grabar con Paco Loco, verle la raja del culo a Paco Loco, poner la misma cara que pongo yo cuando voy al taller mecánico y me hablan de lo que falla en el coche, poner esa misma cara cuando Paco Loco te ofrecía sus amplificadores, sus previos y sus compresores.

 

Yo te he acompañado a lo largo del libro que es, otra vez, como ir recibiendo tus cartas, sin serlo, desde una baraja gastada con la que juegas a algo que desconocía. Los años desordenados son, para un escritor, todo como un desagradable incidente, un oyente que pone la canción en orden desordenado. New Raemon, Proyectos paralelos (Viento Smith, solista, David Cordero -vuelvo a David, al que una vez pedí una versión de Leonard Cohen-, bandas sonoras… recopilación de rarezas). Tus hijos, mi hijo, el Burger King. Se hacen mayores cuando tienen más hambre que ganas de abrir la caja por el regalo. Es otra manera de medir el tiempo.

«Un zolpidem me vendría genial. Son las dos de la mañana, he tomado mucho café, me muero de sueño, pero no voy a poder dormir tranquilo. Tengo tebeos sesudos y novelas de tipos delgados hace treinta años. ¿Te acuerdas de Irvine Welsh y Bret Easton Ellis? Qué jóvenes éramos».

Mujeres con nombre como luz y sol. Mariposas, dejar de fumar, el frío de la calle La Palma. Esperar que comience la presentación de tu libro en la Arrebato. Qué delgado salgo en las fotos. Muy poca gente, claro. El abrazo de un amigo, pagar la cena, no preguntar, más guitarras, Gualberto (un segundo solo). Volver a Valencia. Pensar en David Bowie. Aquel libro de Rafa Cervera que imaginaba el viaje de Bowie en 1976 a Berlín, pero en vez de Alemania, Iggy y él se van a la ciudad del Turia. Los libros del Casco Viejo, las de tebeos de segunda mano junto a los restaurantes chinos y las tiendas de pirotecnia, la pólvora, el Deluxe, el Roxy. Empezar el concierto con un recitado. Una declaración de intenciones. Fosforescente. E-bow y saturación.

 

El FIB, el Tanned Tin. Tomo media docena de pastillas de Zaldiar en los días buenos. O en los malos. Gracias a Dios soy funcionario y quizá, solamente quizá, escriba una novela, Ricardo. Huesca. Bonnie Prince Billy en Huesca. Todos los garitos chulos de Huesca los han abierto después de que dejara de ir. Seguro que te gustan los Kiev cuando nieva. Son de allí, hacen canciones donde el espacio y el silencio son belleza y melodía. Y llegará Madrid y llegará la sala, y se llenará o no. Pero seguro que se vaciará después del concierto. Y eso es parte de la vida, de la música, de la escritura. Algo simple e inamovible. El amor de un hijo y la sala vacía después de un concierto.

 

Leer a Cioran y Claudio Rodríguez. Volver a barajar las cartas. Formentera y Getxo. Recordar el día que grabaste “Un rayo de luz”, el día que acabaste este libro, el día que se grabaron sobre ti las armonías de la vida. Recordar el día que yo acabé de escribir sobre tu libro.

 

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