Archivo de mayo, 2024

Algunas palabras sobre Swimming underground (Mis años en la Fábrica Warhol) de Mary Woronov (Reservoir Books,2024)

Por Motel Margot han pasado Nico, Diane di Prima, Lester Bangs, la Velvet Underground, Lucy Sante y Paul Morrissey… ha pasado Andy, una y otra vez, pero recibimos con placer acelerado esta magnífica novela, ese anfetamínico diario, esta muestra de verdadera contracultura, editado por Reservoir Books, la historia de Mary Woronov, una de las Chelsea Girls, una visionaria que caminó por el verdadero lado salvaje de la historia.

Imaginad un instante, imaginad el final de los sesenta. Imaginad Europa, con los morros de Jagger, las pelis de Alain Delon, algo de la nueva ola, los Tours de Francia de Merckx. Imaginad, claro, los USA. Mucho más adelantados, embutidos en pastillas para adelgazar, leche, niños que van a Vietnam (sin saber si van a volver) y, sobre todo, la paz de los antibióticos. Mujeres en casa, hombres bebiendo destilados en el trabajo, felicidad y tarta de manzana. Nada, nadie, era imposible saber qué se cocía en lo más profundo del abismo, en Nueva York, donde sobrevivían los monstruos, donde la inocencia se cortaba con raticida y bencedrina, donde Andy, Andy caminaba y leía las revistas de moda, organizando todas las fiestas de mañana. Es que no me vale ni los desvaríos alcohólicos de Morrison, ni los últimos beatniks, por supuesto, nada del primer Dylan, asustado por el qué dirán de su metamorfosis eléctrica. Lo que pasaba en la Factory, en la fábrica de Warhol, lo que cuenta Mary, está fuera de cualquier designio, descripción o comportamiento conocido hasta entonces.

Será sencillo ser un punk en Londres, diez años más tarde, vestirse de mujer y cantar a la odisea espacial, un lustro después, quizá volver a los orígenes, a William Burroughs… pero no se puede comparar los Pegamoides, las cabezas parlantes, Jonathan Richman, Severin (y Siouxsie Sioux), las agujas australianas, las películas de Scorsese, ni siquiera los murales de Basquiat o el acid house. Me río de Irvine Welsh y sus chicos, de la soga de Ian Curtis, de Iggy Pop derribando el muro a cabezazos. Esto es puro, estas líneas, Mary, son material de primera: polaroids en blanco y negro, películas infinitas, chutas y vampirismo. Drella era la reina, Candy, Lisa, Caroline, todas querían decirle algo a Lou. Y Mary, ahí estaba, fustigada por el látigo de Gerard Malanga mientras suena Venus in furs.

 

Saco el deuvedé de “I shot Andy Warhol”, los que pensamos que el mundo era inocente hasta que llegó Bowie, con las vacunas, los peludos, los más tóxicos, superando a los Allen Ginsberg, estaban, como mucho, en un instante de Drugstore Cowboy. Gus Van Sant, perdonen el interludio, rueda la clase obrera de ese primer movimiento absolutamente farmacéutico, mientras suena Desmond Dekker. Drag Queens turbinas, epatantes hasta para el yonqui más pasado de New York, ¿Cómo llegaste hasta aquí, dulce, niña? Quizá, si pensamos en John Waters y Divine, solo en ellos, podamos encontrar las semillas (las malas) que germinaron después.

Una madre que recibe pastillas para animarse de su marido, el padrasto de Mary, y no puede dormir: teje, cocina, lee, no recuerda nada. Un tubo de esos, por cinco o seis pavos, menos si los compras en el Drugstore Adecuado… Gerard Malanga y los famosos Screen Tests, cuyos cortes originales ahora uno se encuentra en los museos más importantes de arte contemporáneo. Una vez más, los viajes a los Ángeles, en aquel castillo (ya hablamos de eso aquí, aquí… y quizá en algún sitio más), cuando el circo de freaks se dio cuenta de que el sol no les sentaba bien. Las risas con/sobre Zappa, “Venice daba lástima, llena de viejos en las últimas y yonquis acabados, juntos en los barcos y con la mirada perdida en aquel océano que les impedía seguir avanzando hacia el oeste”. ¿Cómo vas a comparar un poco de anfetamina, nasal o arterial, con el ácido? Pobre Tim Leary y pobres las chicas de Chelsea. El hotel, la película, el disco de Nico. Todas pasadas, todas aceleradas. Es sorprendente cómo se puede rodar unas películas tan soporíferas con todos los protagonistas a tal velocidad química.

 

 

Botiquines, el mítico Max´s Kansas City (con todas las grabaciones posibles de bootleg de The Velvet Underground). Dominic besando a un travesti, Ondine, que uno nunca descubre su sexo, tienes que leer las páginas varias veces, Mary, eres fabulosa, ¿por qué no te sientas a mi lado? No me llaman la reina de hielo porque sí. Todas las historias para niños tienen algo de Pervitin en la corriente sanguínea. Y es que el texto de Mary Woronov comienza como una especie d

e memorias para adentrarse, poco a poco, en un camino de desquiciamiento yonqui, de literatura de adicciones y visiones propias de una adelantada heredera de William Burroughs. Princesita de las tinieblas, se hace fuerte con sus compañeros de intoxicación en cualquier baño. Como si se fueran a terminar los días.

Ondine y la gente Topo, sacado de un remedo de Interzone, de la parte de la ciudad habitada por los insectos humanoides o los humanos que contienen insectos. Alejada de Drella, la mezcla entre Drácula y Cincerella (que dará título al disco Songs for Drella de John Cale&Lou Reed, minimalismo desacelerado para la época MTV), perdida, pero sabiendo lo que quiere, lo que necesita: química y acelerante de mamíferos. Jóvenes efebos que mueren electrocutados tras un atraco a la casa de un amigo, la casa de un amigo donde fallece una aspirante a modelo por una sobredosis de narcóticos y, unas horas más tarde, se produce una inesperada resurrección, de labios amoratados y visiones.

 

 

Ella es una más entre la colección de polillas que va desde las luces de los baños donde se chutan hasta los vidrios de las ventanas cuando se aparece la luz del día, confundidos, en un círculo infinito, como empalme entre frames de luz y oscuridad. Llegará el Quaalude para aliviar los episodios de pánico de las pobres amas de casa, llegará el momento en el que las líneas blancas serán la causa científica de la conversión de los topos en vampiros, María Callas y Ondine, siempre Ondie, capaz de encontrar los vasos arteriales en su propio ojo, mientras un poeta recita versos recortados de las babas de aquella chica que dejamos en la bañera, no hace mucho. ¿Un chute de leche? Equilibra lo tóxico con lo sano. Le daremos un funeral vikingo y seguiremos, iremos a por más, nos mandaremos en cajas de cartón repletos de sustancias y un millón de sellos en el exterior. Es más barato y rápido que volver a casa en autobús. Y es que el oscuro túnel siempre está cubierto de la tormenta de la familia. Es una historia de desarraigo, de encontrar un lugar donde sentirse parte de algo. Una muchacha con formación universitaria, unos padres de clase media alta y, ella, acaba como un proyecto de estrella adicta y sin ilusión. Hoy se habría hecho influencer, pero entonces, bastante hacía con llevarle la cajita con las pastillas amarillas, las especiales de Andy.

Había cruces para esa gente topo, pelos que se introducían bajo la piel y cruces sobre la espalda que hay que transportar día tras día, noche tras noche. No era fácil entrar, era casi imposible salir. La prosa de Mary Woronov tiene algo de terror, mucho de pánico, una pizca de amor no correspondido… el terciopelo está cubierto de fluidos. Cualquier persona con labios, con dientes negros, posee un aviso social más poderoso que una sirena, una alarma de peligro nuclear. No coma galletitas, fúmese mejor un cigarrillo. Por esa misma cultura las alucinaciones de Mary son refinadas, pero eso no le sirve de nada cuando comienza a compartir las zarpas de la vida con Twiggy (la de la portada de Pin Ups de Bowie, por cierto) o acaba almorzando en una cosa donde vive un cocodrilo (y digo almorzar cuando me refiero a chutarse, claro), encontrando, en su penúltima visita a casa, una plaga de insectos en la cocina familiar. Fumigar a los invasores invisibles un domingo, antes y después del asado, es una buena manera de obtener entradas en el panteón de los almuerzos sin ropa. Duquesas, Ondine, camellos, Mary, son las dos del mediodía y el cielo te parece negro, quizá no estés viviendo una vida, quizás estés experimentando un naufragio. Deja que uno de tus vecinos, sí, ese mismo, te lleve hasta casa de tus padres.

Así podrás contarlo unos cuantos años más tarde. Andy walking, Andy tired, Andy pinchándose cemento para construir la historia del mundo.

Cotidiana de Cigüeña (Repetidor, 2024)

Vivimos en un mundo aparentemente contemplativo, pero que asume la necesidad de una música contundente. Los discos de guitarras agresivas son la fuente primordial de un ritmo ajeno, de una sociedad desbordada, como una presa peligrosamente sobrepasada. De eso trata el LP de Cigüeña, con solo escuchar “La inclinación del sol”, el tema que abre el disco, uno se da cuenta de lo que tiene entre manos. Una batería que aplasta, unas guitarras que parecen promotoras de azotes eléctricos, la voz al borde de la explosión arterial, llega “El marqués” y llega la disrupción rítmica en “A la caza del octubre rojo”, casi de un virtuosismo heredado de los canónicos Picore, pero con un punto melódicamente clásico que los aleja de la experimentación purista para alcanzar espacios de punk rock, incluso de los dientes que raspan el metal. Pero, en un alarde de quiebro, una pieza instrumental, “Extraño lugar para la nieve”, parte por la mitad, antes de volver al trabajo, astilleros de la canción, altos hornos en “Movimiento (des)conocido”, con un fraseo mesiánico que no acaba de engancharme. Se escapan las letras bajo la capa de bajo enfadado en “Cosas que pasan”, casi en mitad de proclama que se ha quedado olvidada en una esquina, siendo, de todas maneras, mi preferida de esta grabación. Me gusta: “Las calles es casi nuestra/improvisé”. Me acerca a sus lugares, me hace compartir sus instantes y, en “Tras el velo” parece que existe unos segundos de calma, de saber llegar hasta el final de la jornada, turno de ocho horas y acabar en “Pantano corrupto”, casi un camino de Sonido Washington, de retumbar, de dar y de no recibir. Nadie te está pidiendo nada, Octavio. Cansado de esperar, cansados de las mentiras cotidianas. Reseñas de lugares y de tiempo en los que empiezo a sentirme ajeno. Sea “Fresquito y Mango” o sea Cigüeña.

Horizontes de Crisálida (Autoeditado, 2024)

Las historias van más allá de la distancia. En 2011 Crisálida sobre un escenario junto a Lana Lee. Canciones que son nebulosas, distancias, astronomía, festividades extrañas, el giro de que nos devuelve el día y la noche, pero druidas y sacerdotes, del tercer planeta. Qué habrá, agua, hombres, gravedad aumentada o disminuida. Crisálida, que recorrieron los caminos polvorientos (Náufragos en la ciudad en 2007 o La revolución de terciopelo en 2013 , ahora, van, con baterías y con vapor, con electricidad y acústicas, más allá de la Vía Láctea en su nuevo disco Horizontes.

Foto de Jaime Oriz

Crisálida nos habla de nómadas, vida microscópica, autómatas, nos presenta las historias de otros planetas, como si volviéramos a los años setenta, a la ciencia ficción de libros baratos. Como una especie de SOAP OPERA, una voz replicante, una voz que no sabemos si superaría el Test de Turing nos ofrece un texto, una introducción. Cierra los ojos y sumérgete. El primero lugar, la primera parada, Cortocircuito (número cinco), en los ochenta, el robot que tiene corazón, que quiere hacer neurología en sus resistencias codificadas, unas guitarras acústicas, un slide, un piano, todo se abre camino hacia la atmósfera cero de Lori Meyers, el recuerdo de los noventa, cuando David Bowie tenía miedo de los americanos, con una inflexión de intensidad sobresaliente en la voz de Alejandro, que es un salto cualitativo. La señora azul, las pastillas para el Mayor Tom, unas guitarras rítmicas entomológicas, nos adentramos en el terruño, donde los insectos tienen apetito, mezcla los delirios de Alicia. Sobrevive, para cualquier araña, mosca, gusano, la ciudad es un laberinto ineludible. Es curioso cómo trabajan, con los coros y los arreglos, para citar a Lorca y hacer rock en “Insectos en el aire”.

foto de Jaime Oriz

¿Qué es “Veterno”, son percusiones casi tribales, son, otra vez -qué bellas-, una pared de guitarras acústicas, un órgano que sostiene el acorde perfecto? Este planeta me recuerda a una ínsula, a las canciones con las que La Búsqueda se convirtieron en perfectos desconocidos, aunque plenos de plata y de serpientes. Belleza, así, sin más en “El verano”, canción para la lista de lo mejor del año. Una armónica dylaniana, oxímoron, centeno y cobijo, la luz que se abre como un cuchillo afilado en mitad de la pantalla que separa el día de la noche, así suena “El guardián de la noche-Centinela nocturno”. Nos recuerda que, más allá, puede haber un asteroide donde la noche dure para siempre y el alcohol se reparta entre los vasos y las lámparas. Hablaba la voz de “El jardín-hortus”, de esos destellos rítmicos, del crujido de la quitina, de las guitarras que entrecruzan eléctricas con acústicas. Suavidad, no ñoñería. Hay algo de casas del sol naciente, de imágenes que no había conocido en la obra de Crisálida. No pierden la esencia, pero ofrecen un salto cualitativo, atrevido y bello, cargado de inflexiones inesperadas. No es soft-rock espacial, no es la marca blanda de Vetusta Morla o Love of Lesbian, casi pienso más en los discos más oscuros de Gram Parsons o algunos de los momentos del final de los noventa, cuando se creía en la carretera con saturación y con limpieza, Uncle Tupelo o los Beachwood Sparks. Estribillos y puentes. Jazmín que deja un aroma magnífico, hasta llegar al final, al planetario último, la simulación perfecta, la que uno fabrica para no escapar, una canción que tiene algo de incendio, “Ojos siderales”, ¿te enamoraste de ella? ¿Y, ahora, qué? La Vía Láctea es tan grande como un garito al encender las luces, más cuestión de suerte que de matemática.

Algunas palabras sobre Habla terreña de Frank Stanford (Pre-Textos, 2024)

Mira cómo apunta alto mi propio nacimiento. Allen Ginsberg y James Joyce y Frank Stanford en su “Habla Terreña” editada por Pre-Textos, la muerte apuntando una cita en 1978, el mismo año de mi nacimiento, sin respetar puntuación ni ausencia, así que: ¿Qué lugar reclamas en este asterismo de emociones que se despliega a través de las páginas de la edición de Pre-Textos? En edición bilingüe y con la estupenda traducción de Patricio Ferrari y Graciela S. Gublielmone.


Lo encuentras, lo lees, lo saboreas, el óxido y el pantano: “Encontré a la muerte y al amor/colgados como perros en mi huerto/no tenía ni escoba ni agua fría”. La serpiente de leche, se enfrenta al fuego en mitad de la noche: “El esplendor de la luna sin lazos/ coagulando en el asiento del cupé”, se desliza la piel de la Humanidad cambiante y “Un cementerio muy cerca de la habitación del sordomudo” es como la equis del veneno destilado en un mapa de la mente del poeta.

Suena a culto de la Virgen del Pantano. Inhalando fuegos fatuos, metano y poco más, pero el borracho piensa que respira almas, así la lista crece, de pecados y frugales perdones, a duras penas, asmática la virgen y, de repente, un Diablo amable, acude a su encuentro, con un ventolín recién comprado. Todo parece cerrado, así que tuvo que buscar un lugar de guardia, le mordió el pezón y sus dientes tenían algo de papel de lija y todo aquel humo que emanaba del balde de plumas recogía los restos inservibles de la piel de la Humanidad. “Sunflowers abundant”.

Frank Stanford, con sus poemas que cortan como una hierba afilada, como el barro del motel, como los ojos que se rebanan al ver pasar el río, intoxicados por los viales de veneno que cruzó la leche materna de contrabando, desde el pezón hasta el beso, frío plata, párpados cerrados y monedas: escucha el eco de Caronte en pleno corazón de América. Apunté quemaduras en el libro, una mosca verde que se ahoga, voluntaria, en el licor, para darle el sabor especial que la muerte le pide a los que comparten trago con ella: dulzón, mareante, la piedra del jinete es metálica. Jesucristo, en el porche, desdentado, pide besos y ofrece perdón, lleva haciéndolo año tras año, desde antes de que llegaron los franceses, incluso antes que los españoles: “Lidia me lo escribió en una carta que encontraron después de que tomara el veneno”. Lo importante es saber si lo leyó antes o después, si lo escribió antes o después. Jesucristo, la cerilla, el veneno. ¿Quién avisa a la muerte de que las casas están vacías? ¿Quién le avisa que rebosan de enfermedad y juventud? Como los ladrones, los que aprovechan vacaciones y celebraciones, dejando marcas en la madera de los portales: “Tú temblabas/como quien cincela la fecha de un cementerio/las sombras se filtran densas como humo/cuando las tocaste/hasta respirar les quitaba sangre a los árboles”

«Voy a hacerte varias preguntas, Frank, espero que acudas raudo, atrevido, muerto en vida, vivo en sueños y las contestes: ¿Qué historias cuentan los perros bajo la luna? ¿Quién era el que silbaba las canciones? ¿Quién calmó su sed bebiendo durante un verano entero pipas del Paraíso? Espero, sobre todo, recordarlas al despertar».

Un libro sobre la muerte. Adolescente que se encuentra perdida y desorientada. Poemas de calor húmedo, de piscina municipal, de cincuenta habitantes y los chicos, sin camiseta, recogiendo colchones en el vertedero, es hora de construir el templo de la última infancia, que se inaugure con la sangre de la forastera, la que prometía lenguas extrañas, lenguas de los que caminan hacia el instituto, esos. Nada de vidas abotargadas, de tiempos que se mueven en miles de direcciones. En la noche: “Hasta que jadeaba como esposa de pescador/cepillándose el cabello”. En el anochecer solo hay luz artificial, el reflejo de la luna es peligroso, como los sueños, como las sombras. Cazadora de un bestiario incómodo: “Rompo botellas de gaseosa en la carretera/cerca de la curva/atrapo a los muertos/riéndose de las picaduras del yanqui”.

En los sueños, en los sueños vuelvo a ellos: hay humo negro: “Raíces lentas ardientes y adormecidas”. En el pantano, en el río, en el mar, de cualquier lugar, de los tipos de Barry Gifford, de los de Jack Kerouac, de los de Walt Whitman y Sam Shepard, demasiado alejados de la ciudad como para utilizar sus neones, mejor las lunas, las llenas, las jorobadas, da igual, no es lo que importa: “Uno lleva una hermosa chalina afirma que la luna engaña/debajo del parche que le cubre el ojo izquierdo/rosas salvajes les cubren las bota/que sin andar hicieron camino”. La casa arde antes de que el río crezca, porque no hay nada dentro que salve la vida: “Antes que yo caminara sobre estos diques/largas tumbas de mi padre que él mismo levantó como faraón”.

Algunas palabras sobre Cúbit de Vicente Luis Mora (Galaxia Gutenberg, 2024)

Historias 16, Vicente Luis Mora (revisión 0a) presenta Cúbit, editado por Galaxia Gutenberg. Un libro, Cúbit, exigente, como una radio sin sintonizar, que mezcla la belleza de las voces, perfecto, con el encuentro del ajeno, la estructura social (sentimientos vs lenguaje). Para adelantados en el tiempo, lustros y décadas, que queremos ser partícipes de muchos restos, símbolos que no son más que lo que queda al despejar una incógnita. Encontramos permanencia en los libros, en los periódicos, en los alimentos… huimos del pavor de lo intangible. Antes de empezar voy a volver a la distopía más profunda de Chile. La encontré por casualidad. No es Zona Cero de Gilberto Villarrol ni es la película de Netflix con Pinochet vampiro, “El conde” de Pablo Larraín. Hay que ir más hasta el fondo, hacia Santiago, casi más allá que la versión de The Office con acento de chileno, más allá de Gustavo Cerati escribiendo y grabando las demos de Amor amarillo, enamorado de Cecilia Amenábar, esperando el nacimiento de su primer hijo. Es una novela dramática, una radio digital que pelea con una analógica. Un problema sencillo de oposición para profesor de secundaria. En qué base quieres vivir, ¿volver al 10? Qué aburrido, estamos tan cerca del final que, en realidad parece un comienzo. Diez dedos de las manos, diez de los pies, ¿base 20?.

Vamos al siguiente paso, Vicente, porque ya todo el mundo ha cantado las excelencias de tu libro. Yo, ya lo digo aquí, me ha encantado. Pero, lo sabes, me gusta ir más allá, me gusta estar cerca, continuar, buscar, sentirme parte. Así que escribo sobre Cybersyn, «sinergia cibernética» (del inglés Cybernetic Synergy), o Synco. Synco, la primera internet desarrollada en el Chile de los setenta, con palancas y teclados duros, tarjetas perforadas. Sé que sabes de qué estoy hablando. Sé que es parte de Cúbit aunque no se nombre en ningún momento en tu novela. Y todavía hay más, lo sabes, es 2010 y el director Nicolás López presenta el teaser de una película basada en la novela de Jorge Baradit. El 11 de septiembre de 1973 Pinochet defiende La Casa de la Moneda del ataque de los militares para mantener en el poder a Allende. Aquí la portada del día después.

«Es como esos vídeos de Youtube, en los que la I.A realiza tráileres de los cincuenta, sesenta, setenta, de las grandes películas de éxito. Podría ser lo anterior una manera de elaborar Cúbit por una I.A ambientado en los setenta. ¿Cuándo empiezas a hablar de mi libro, Octavio? Ahora, ahora mismo, lo prometo».

Alcio es gordo e inteligente. Cúbit y Nadia. Tania y los Itrios. Y si nos han engañador y Cúbit es una novela sobre padres e hijos, sobre la relación paterno-filial. Y si los Itrios son hijos de los Sapiens y las I.A hijas de los hombres. Estuve en Atapuerca cuando mi hijo estaba en el vientre de su madre, estuve en Altamira con mi padre recién salido de una operación, mi hijo, agotado, lo sostuve para que viera la imitación de la cueva. Cúbit, con su español práctico, anglosajón, robótico, un español en sistema binario, de base 12. Siempre está la duda, el diez o el doce. Con el diez están las manos y los pies de nuestra parte, pero tiene pocos divisores, el doce nos ofrece el dos, el tres, el cuatro, el seis… sero, sere, todoe es presente, sin irregularidades. Pero, creo que Vicente lo sabe, de esas pequeñas máculas se consigue la humanidad, no hay que ver más que los personajes sintéticos de las películas de los ochenta. Hasta un androide puede llorar, como la Visión (y la Bruja Escarlata). Todo es presente, el pasado se olvida y el futuro lo estamos definiendo. Me doy cuenta de que la narrativa temporal de Vicente Luis Mora en Cúbit sigue la estructura de construcción del cuerpo de los números reales, a partir de la convergencia de sucesiones, a través de las Cortaduras de Dedekind.

Un momento, el del “Cero absoluto” (Cero en conducta, cero en gimnasia, como cantaba Antonio Luque), cuando se produce la detención molecular y atómica, cuando no hay muerte, pero tampoco vida porque cualquier función está parada. Una recta que te dice dónde la puedes encontrar exactamente, allí donde los superconductores reducen la gran falla de la transmisión eléctrica, la energía libre y eficiente la puedes encontrar cuando ya no queda nada, cuando, directamente, no puedes realizar ninguna actividad. Universalidad y criogenia atrapada por principios básicos de entropía, la señal de STOP que puso DIOS o los Ingenieros como aviso.

Ibris vs. Cúbit, la posibilidad de un millón de neuronas, de las potencias de diez elevadas a cifras que capaces imponerse a los campos eléctricos que definen el ser humano. Cuestión de números, de estructurar en serie o en paralelo, como las resistencias de los problemas de física que hacíamos en BUP. Itrios sin consciencia propia, son todos emisarios, frente al control de la Reina Madre, los aliens contra los que peleaba Ripley, los droides de la Federación de Comercio, panal, entomología Deux Ex Machina para salvar la narrativa de la mala ciencia ficción setentera. ¿Aquí dudas, Octavio? Un poco. Es una estructura social fallida, lastrada, se ha demostrado en los libros de sociología ucrónica, distópica, anticipativa, que la colmena no mola. ¿Has escrito que “no mola”? Sí, lo individual es la mejor garantía de la supervivencia.

Me fascina, como siempre, momentos de Vicente Luis Mora, me deja KO, la escritura y la reescritura en tiempo real, por estilo y por presión mediática, esa sería la última, la penúltima frontera. Entonces, Ibris funciona bien en red, pero Itrios tiene que separarla y aislarla. En la página 43 vuelve la entropía (nunca se marcha, es una cuestión de definición) para general canales de afección, entrelazamientos cuánticos, pero temo que también se aburrió.

Vicente Luis Mora 0b. Los líderes falsos son los mejores. Se pueden permitir errores y deserciones. El Mago de Oz cibernético, el enemigo perfecto, contra él vivíamos mejor. Al final todo resulta ser una cuestión de tiempo, espacio y energía. Ibris como una escalada de la propia Internet. Una nube, una red, un theremin emocional, un campo magnético girando que genera corriente eléctrica. Pero al final, al final, tenemos que tener una gran casa/edificio/local donde depositar los servidores. Una caja negra, una entrada y una salida, un soporte físico. ¿Dónde está la música? ¿En los cables?

Homínidos de la cueva del Ciervo Rojo (Altamira) y Klarion (habitante de una comunidad subterránea conocida como Limbo Town, habitada por las brujas puritanas descendientes de la población perdida de Roanoke. Limbo Town se encuentra en realidad debajo del sistema de metro de la ciudad de Nueva York) de los Siete Soldados de la Victoria de Grant Morrison. El Yeti, el Sasquatch, los peludos y bellos, los atlantes, lemurianos, descendientes de Hyperbórea, rocas erosionadas que son, en realidad Land Art (espera que se lo cuente a mi mujer), estructuras jerárquicas verticales y horizontales.

 

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Algunas palabras sobre Vidas perras. Cuentos musicales del Sofá Sonoro de Alfonso Cardenal (Sílex, Ediciones. 2023)

Una magnífica recopilación de anécdotas, vivencias, discos raros, arte subterráneo, sociología, racismo, intoxicación y talento. Todo mezclado a través de la coctelera de un erudito como Alfonso Cardenal que demuestra ser capaz de pasar de la voz a la pluma con agilidad y buen gusto. Indagar en las historias, aprovechar la enorme biblioteca digital a nuestro servicio, es el complemento perfecto. Pero, claro, la primera pista la da el que sabe. Por eso unos cuentan y otros escuchamos.

En el libro hay mucho blues perdido, espirituales que se pierden dos siglos atrás, los supervivientes de los pactos en las encrucijadas, los que estaban todavía más escondidos que los que fueron copiados por los Stones o Elvis. Abuelas y nietos. Nietos y abuelas. Pero también delirantes proyectos familiares llevados con mano de hierro por padres déspotas, como si fuera una versión primeriza del progenitor que quiere ser rico a través de un hijo influencer. Como no había directos en internet, les obligaban a usar guitarras eléctricas.

También esa aura de fuera de la ley que queda en el que deambula entre los honky tonk de los Estados Unidos: personajes anónimos de Sam Shepard o Barry Gifford que tiran de bourbon barato y alguna centramina. Gente que se hace famosa durante un segundo (no les dan ni un cuarto de hora) en lugares que parecen elegidos al azar, como Suecia. O los momentos anteriores a que David Byrne fundara Luaka Bop y decidiera recuperar el tropicalismo… cuando lo más cerca que estábamos de África era por Paul Simon. Oneyabor, entre Nigeria y Cristo. Funk puro, más puro que la vida. El funk de los Grandes Lagos, el Afrobeat… todavía más atrás que los recogedores de algodón, más allá de Island Records y Lester Bangs emborrachándose por la verdad de la música.

Si eres un melómano de notable, como espero que pueda ser mi caso, conocerás a Tom Wilson por los créditos del disco de Velvet Underground. Descubrir que era un productor de color es un directo en la mandíbula de los prejuicios. Te imaginas a un lacayo de Warhol al borde de un desorden alimenticio, basando su dieta en anfetas y ocasionales incursiones en la heroína. Pero ahí estaba Tom acercándole el enchufe a Bob, Oldmanbob, animando a Al Kooper a tocar ligeramente retrasado del tono general de “Like a rolling stone” para que sonara a HISTORIA. Sí que sabíamos de Betty Davis. Más de Ángela. Pero, al final, la pantera de mi generación fue Grace Jones. Que el Davis fuera de Miles no es baladí. Pero que fuera una mujer que escribiera sus propios temas, anima a buscar las canciones. Porno y Disney en la misma frase. Como la fiebre. La del que escribió la canción. Little Willie John. Un coche, un amigo, una cinta con temas de psicobilly. Pero esta mierda de versión de Elvis, quién la canta… pues los putos Cramps, Sergio, le dije. Soy una de esas personas que escuchó Fever antes en la voz de Lux Interior que en la de Elvis. Y los Beatles grabaron “Leave my kitten” y él decía que su versión era mejor.

«Hablamos de lo más puro, lo que sale del alambique, el licor de patata, el fermento más indigesto. Arthur Alexander, conductor de autobús. También grabaron sus temas los Beatles. Iban cortos de canciones al principio. En Inglaterra, crisol de culturas, está el mejor curry. Eso te lo dirán John Constantine. Un psiquiátrico y un renacer. Por lo menos internet sirve como cueva profunda para que los puristas y los adoradores se reencuentren».

Pasamos de Norteamérica y de África. Y llegamos a Magín Díaz. Colombia. El ritmo, el recuerdo, el anciano, todo va tranquilo. Realismo mágico. El hacedor de canciones. El que las toma del aire, de los antiguos, el que las hace suyas, pero sin registros legales. De Colombia a El emperador de Tremé. Si Sun-Ra ha tenido homenajes, un tipo que escribió Mother en law tiene que dominar el mundo. Esa canción la he pinchado mil veces en el Bacharach, cuando Moreno Campeón se calentaba, cuando los dos nos calentábamos e íbamos a lo básico, a las cintas de casete con buenos temas, mierda de los cincuenta, recopilaciones… de Nueva Orleans al cielo, allí donde las licorerías están abiertas 24/7. El dolor de Sweet Georgia. La alimentación demencial y el hambre, el pollo frito, el hambre, las cocinas, embarazos de adolescencia, casi niñas, la Iglesia, mucha Iglesia pero poca prevención. El diablo entra por la ventana con su piel de gospel, pero, en realidad, es todo blues. Como la historia de Vera Hall: con un sample de Moby en aquel disco de final de siglo.

Un fuera de la ley homosexual. Los machotes del sombrero. Patrick Haggerty. Busco sus canciones. Esa no te la esperabas, chaval. Hace tiempo que no juzgo. Estoy en el lado correcto de la calle. Porque todos son correctos, Como Andre Williams, entre la Motown y ser chulo de calle. Al final el sombrero es el mismo y los horarios parecidos. Tienes el ritmo en el cuerpo. Los Sadies los recuperaron en los noventa. Una vez los vi, a The Sadies, en la sala Oasis de Zaragoza. Tocaron de teloneros de Jayhawks. Y antes Dos Lunas, tengo la entrada por algún sitio. El siglo comenzaba, la cirrosis nunca descansa. Volver a Nashville, como un sitio perdido con Leo Welch y recordar aquella voz del ángel, Tammi Terrell. Y esas canciones que también sonaban en mis sesiones. No sabía que la habían violado con catorce años. No sabía que James Brown le había golpeado absolutamente sacado cuando era su esposa, no sabía que había sido parte de la caravana de sueños con The Supremes o Marthan and the Vandellas. Tammi sobre el escenario, para siempre, inmortal, hada del recuerdo.

Llegando al final, como un vendedor de crecepelos, como un tipo que no hubiera desentonado junto a Ginsberg, Mick Ronson y los coyotes de Dylan en la gira de los ojos pintados de blanco, Abner Jay. Tónicos para ser feliz y discos que ahora cotizan como si los hubiera sellado el demonio. El capítulo final, lo leí mientras vigilaba el ensayo de mis alumnos para el festival de Navidad. Era el 21 de diciembre. No sabía que mi padre había tenido un infarto unas horas antes. Esta es mi historia. Una manera como cualquier otra, de no olvidar este libro.