José Manuel García Gil construye la exégesis de “Entre amigos” de Luis Eduardo Aute. Uno de los discos en directo más importante de la historia de nuestra música, el primer amago de que el cantautor palizas dejara la guitarra de palo y metiera electricidad, una mezcla entre el rock de autor europeo con la delicadeza de la onda más siniestra y elegante de la movida española. Como siempre magníficamente editado por Efe Eme a través de la colección Elepé.
¿De dónde salieron todos aquellos discos, papá? No lo sé, un amigo que cerró su bar, alguien que murió y escondimos su nombre para siempre, un sarcófago, un rito, un poeta comunista que daba más miedo que pasión. Rojo sobre negro. Aute que canta muy bajito, con los ojos cerrados, con la camisa abierta para mostrar los pelos del pecho, sensual y gratificante. Carlos Saura y Antonio Saura. Los ojos grises de la muerte, tan aburrida, que se encienden con fuego ante el deseo lúbrico del sexo atemporal. Los Alphaville, Godard, La Habana (la buena, la de Pablo y Silvio, donde hay ron y mujeres y el hambre se pasa durmiendo) y Las Marquesas, las islas de los piratas, pegadas a Albanta, donde los sueños son esculturas que cobran vida de día y devuelven muerte de noche. Aute recoge a los pintores flamencos, sus flores sobre el agua que hoy es limpia y con los años que están por venir se encharca. Aute con el pecho frondoso y la guitarra en el acorde FA, el difícil, el que no sabía hacer Javier Krahe.
Camisa de Cuba, muerte en el silencio, las zapatillas blancas de Serrat, las islas de Aute: Cuba y Las Marquesas, Albanta y Filipinas. Ahí donde Jaime Gil de Biedma fue jefe del padre de Aute mientras escribía los poemas que envidiaba Bob Dylan. Dylan y Gil de Biedma, Truffaut y Jacques Brel. Aleluya antes que el de Leonard Cohen. El pintor que se acerca a la Bardot de otro hermano Saura, el primer Saura.
Volver a ese Aute, el que jugaba con el sexo y la espuma, con el humor y la pintura hecha con acordes, que habla de maldecir las prisiones, que se rodea de la imaginería del niño: Aute con Suburbano y con Olga Román. Olga con la voz que acompaña robusta, inigualable, la Olga que no había partido hacia Buenos Aires con Sabina. Los metales que arrasan todo lo que encuentran a su paso. El PSOE que arrasa en los corazones de los españoles, que atrapa a los cantautores y los escupe llenos de larios, cocacola y millones municipales. Por eso Aute se protege con surrealismo e imaginería contestaria. Mientras Sabina se hace canalla de dientes negros, de ducado y farlopa, mientras Serrat se abandona al recuerdo de Marisol, con su jersey rojo…Aute deja afónica a la vida, sedienta a la muerte.
Mis disco de Aute, mis vinilos de Aute son Fuga, Rito y Espuma. Luego llegará Slowly, donde el diario de viaje y vida será completo, pero en los tres, en Fuga, Rito y Espuma, solo el delirio de plomo de Francisco de Goya, Aute acabará en el mismo saturnismo, enterrado en el fuego negro de la locura, pero en “Entre amigo”, como muy bien explica José Manuel García, la voz de Aute es un susurro de saliva y recuerdo. Recuerdo cuando Aute era joven y la muerte una metáfora para explicar lo magnífico de los demás. El fraseo de “Queda la música” con los teclados susurrantes, la melancolía en tango, Fuster y Mendo, rótulos finales de los primeros ochenta en cualquier pantalla de televisión y cine. La versión de “Al alba” es un estallido de palomas cubiertas de alquitrán, la percusión de Semana Santa, como una saeta ácrata, resuena al arranque del acorde, hasta que los dedos de Luis Eduardo se cubren de sangre. Voces y voces.
Que el rock y el pop de mediados de los noventa dejara sobrevivir a Aute, que convocó a su Jane Birkin particular en la mejor Christina Rosenvinge, dejó a los Silvio y a los Pablos en iconos de algo que se desmenuzaba entre los dedos de la crueldad. Luego estábamos los seguidores en paralelo, los que no le pedían a Fito Páez que contara más y más mentiros. En la paranoia presencial evitamos el ochentero “A vivir” y volvemos al gusto de “No te desnudes todavía”. Era el Aute más cinematográfico, el de James Dean pero también el de Volver a empezar. Con flautas y baterías que son siempre una ola.
La documentación de José Manuel García Gil es delicada y nutritiva, porque selecciona perfectamente el antes, el durante y el después, con todos los elementos artísticos y del negocio que justifican y aclimatan el éxito masivo de Aute. Aunque alguno está más cerca del pudor que de la curiosidad, con este disco, que llega a la vez que otra década muy distinta -ya he comentado antes, mi primer tocadiscos es de mediados de los noventa-, pero seguía siendo material del que está hecha la belleza: cristal de mujer, hielo de hombre, todo mezclado. La infidelidad, las relaciones tumultuosas, verbalizar el final del cuento de hadas, del amor absoluto, es uno de los elementos narrativos más potentes de Aute, “Solo pasaba por aquí” o “Las cuatro y diez”.
Narrador de los primeros embates del aburrimiento burgués, Aute no quería ser maldito, quería ser feliz. La poesía de Luis Antonio de Villena con ese deje de islas paradisiacas o de el costumbrismo canalla de corbata de Luis Alberto de Cuenca… todos los poetas, como Aute, como Gil de Biedma, de nombres compuestos. Casi más aristócratas que vendedores de folios grapados.
«Pero el consumidor de su música, el matrimonio con su R12 camino de la playa en agosto, se sabían en un mundo cambiante y muchos, quizá tus padres o los míos, deseaban que aquella poesía, que aquellas historias, lixiviaran en sus hijos, sentados en el asiento de atrás, convertidos veinte, treinta años más tarde en amanuenses de la palabra, que vuelven, una y otra vez, a Luis Eduardo Aute».
Pero yo no me despido sin esta macarrada. El Teddy, el de los Canarios, con Aute, con Dylan, los demonios eléctricos… y Javier Gurruchaga, otro de los grandes.