Mi madre, cuando se casó, decoró su hogar blanco y moderno. No por nada el negocio familiar era una tienda de muebles. Aún recuerdo el sofá, blanco y como de peluche. En ese sofá dormía, leía, jugaba y saltaba. Si tengo que identificar un mueble con mi infancia, sin duda era ese refugio claro y blandito.
Un refugio que hubo que jubilar antes de que cumpliera los diez años.
«Las casas son para vivirlas», ha dicho siempre mi madre. Yo, mientras, colocaba un mantel sobre una silla del comedor, servilletas a modo de orejas y cola, y cabalgaba sobre el parqué , acompañando a Gary Cooper, John Wayne o Gregory Peck en las películas vaqueros de la sobremesa de los fines de semana.
Mi madre nunca entendió que en pisos urbanos de metros contados se reservase un comedor solo para las ocasiones señaladas. Ella movió tabiques y nuestro hogar de menos de setenta metros cuadrados se quedó en dos dormitorios y un salón enorme en el que disfrutar en familia sin miedo a manchar y romper. O a dejar pequeñas muescas de mis cabalgadas en el parqué que era visibles aún muchos años después.
Y tiene razón. Le gusta tener la casa recogida, su umbral de tolerancia al desorden es mucho menor que el mío («claro, es que es Capricornio como mi padre», diría una amiga que tira mucho de los horóscopos y a la vez se ríe de ellos), pero sus nietos ahora revuelven en su casa igual que lo hacía yo de niña.
En mi casa revuelven mucho más. A veces tenemos el sofá despiezado por el suelo, Jaime coge el papel higiénico con el entusiasmo del perrito de Scottex y organiza una que ni en la final de la champions, se traen cuentos y juguetes al salón… Y nosotros no somos distintos. Los juegos de mesa rebosan la estantería del salón de un modo muy poco minimalista, mis libros nos invaden y se desperdigan, a veces llegamos tan cansados que nos tiramos al sofá, nos descalzamos y no caemos en dónde estaban los zapatos hasta que nos tenemos que poner en marcha al día siguiente.
Las casas están para vivirlas. También están para jugarlas.
De los tres dormitorios que hay, el más grande es el de los niños, en el que Julia duerme y están los juguetes de todos, los cuentos, los disfraces, la cocinita y la pizarra… Mi decisión adjudicando habitaciones extrañó a algunos en su día. «Los adultos con una cama y los armarios tenemos bastante», les decía yo, «los niños necesitan más espacio y para los adolescentes, su cuarto es su refugio».
Y es una habitación que alegra ver, cuando vienen amigos con niños a casa, te asomas y están cinco o seis niños disfrazados e inventándose una obra de teatro con todo revuelto mi reacción es sonreír, no poner el grito en el cielo.
Entonces me acuerdo de las redes sociales en las que me muevo como la madre reciente que soy, sobre todo en Instagram y las madres que allí triunfan con fotos perfectas, salones y dormitorios impolutos y ordenados, niños siempre bien peinados, vestidos sin manchas ni arrugas.
No, tampoco es lo mío lo de tenerles bien peinados y con ropa como de catálogo de Benetton.
Veo esas fotos perfectas, en casas perfectas y me pregunto si es que para esa gente las casas no están para vivirlas ni jugarlas, sino para fotografiarlas y subirlas a Instagram.
«Están para que la interna filipina la recoja mientras la au-pair entretiene a los niños», diría otra amiga que no es andaluza pero tiene gracia gaditana.
No sé, seré rara, pero a mí me gustan otras cosas: risas, cotidianidad, manchas de helado y chocolate, juguetes desperdigados, trenzas deshechas de tanto saltar, momentos capturados sin preparar… niños que juegan en casas que en unos años echarán de menos sus risas y su desorden.