Archivo de marzo, 2019

El domingo 7 de abril será la octava carrera por el autismo de Madrid, un plan familiar perfecto

Este martes, dos de abril, es el día del autismo, el día fijado para concienciar sobre este trastorno tan difícil de comprender con frecuencia. Un día para luchar contra falsos mitos y terapias equivocadas y para poner en valor a las personas con autismo, cada una de ellas individuos diferentes que no deben ser eclipsados por un diagnóstico.

El martes es un día en el que se iluminarán de azul muchos edificios, un día para poner globos azules en la ventana, para vestir de azul y hacerse #unselfieporelautismo. Ya os lo recordaré.

Y el sábado siguiente tendrá lugar en Madrid la octava edición de la carrera por el autismo que organiza la asociación Afanya TGD. Es en un estadio y un parque de Getafe, pero vienen personas de toda la Comunidad de Madrid.

Es un evento que no paro de recomendar, al que siempre he acudido, que nunca defrauda. Apenas hay que correr dos kilómetros, que se pueden perfectamente pasear tranquilamente. En esta carrera todos ganan.

Acuden corredores de todas las edades y también abuelos, familias con bebés y niños e incluso con perros. Por supuesto, también personas con autismo y otros tipos de discapacidad.

El ambiente no puede ser mejor. Todos los años es una fiesta en la que hay deporte, inclusión, música y solidaridad. Os animo a venir si andáis libres de planes ese domingo por la mañana, porque es una experiencia realmente estupenda.

Allí os espero:

“Es hora de ir buscando ‘au pair’”

A veces estás presente en una conversación que no va contigo, escuchas a los demás hablar sobre algo de lo que no sabes nada, que incluso te hace pensar aquello de “hay otros mundos, pero están en éste”.

Es fácil que a todos nos haya pasado; tal vez estén hablando de fútbol, de política o de jardinería, temas que desconocen, que no te importan, que te pillan lejos. Yo me encontré una vez así, por estas fechas, escuchando a un grupo de madres hablar de sus au pairs.

Comentaban que si a fulanita no le duran porque las pone a limpiar y una au pair no es para eso; que a una le tocó una chica que solo quería salir de marcha y luego dormir la mañana y eso no puede ser; que claro que no, porque además de dar mal ejemplo a los niños es tu responsabilidad si le pasa algo porque está en tu casa; que si das con una chica que encaje con los niños no hay mejor forma para que tus hijos aprendan otro idioma…

La conversación seguía y yo callaba. Tan obvio era que estaba solo de oyente que una de esas madres me preguntó, con mucha amabilidad, si no me había planteado nunca tener una au pair como ayuda con los niños. Añadió, probablemente recordando que habito en la periferia obrera del sur de Madrid, que apenas costaba dinero, unos 300 o 400 euros al mes.

“¿Puede dormir en la misma cama de la niña?”, pregunté obviamente en broma. “Claro que no, necesitan tener su propia habitación”. “Pues me temo que entonces tener una au pair en mi piso está descartado”, contesté.

(GTRES)



Nadie en mi entorno cercano ha tenido una au pair en casa.
Ni antes ni ahora. Nunca jamás. Sí que he tenido cerca alguna chica que se ha ido para cuidar niños y aprender idiomas, empezando por una de mis primas, con experiencias razonablemente buenas por fortuna.

Vaya por delante que me parece potencialmente un buen arreglo por las dos partes, en el que tanto la familia como la chica pueden salir beneficiados. Se aprenden idiomas, se conocen otras culturas, se tiene una ayudita con los niños, se hace turismo… Tal vez si tuviera una habitación sobrante y dinero bastante me animaría a intentarlo. ¿Quién sabe? Aunque eso de incorporar un extraño en las dinámicas familiares no me acaba de cuadrar mentalmente demasiado. Valoro mucho eso de estar en mi casa haciendo lo que me apetece, sin tener que cuidar si salgo en pelotas de la ducha al dormitorio.

Del tema au pair, además, siempre me ha llamado la atención que no parezca haber chicos. Ellos también pueden jugar con nuestros hijos, acompañar a la familia, hablar en otro idioma que aprendamos. No obstante, aparentemente no existe la figura del au pair masculino. Siempre se habla de chicas. Me da que esconde el mismo prejuicio por el que los hombres encuentran escollos para encontrar trabajos relacionados con el cuidado de los niños más pequeños; que también aquí pesa sobre ellos la sombra constante e injusta de la duda de la depredación sexual, que también son prejuicios a superar si queremos igualdad.

Preguntar si tendríais un au pair varón me da que cosecharía las mismas respuestas que cuando pregunté si tendríais un hombre como canguro. Probablemente por eso es imposible encontrar en el banco de imágenes del medio a un chico ejerciendo de canguro. Probablemente por eso también los chavales ni siquiera lo intenten sabiendo de antemano las dificultades que encontrarán. Son otros techos de cristal.

Y del tema au pair también recuerdo que, hace exactamente tres años, fue noticia que una familia irlandesa había sido condenada a indemnizar a una au pair española por explotación laboral.

El Centro de Derechos de los Inmigrantes aseguró que la sentencia judicial «envía un claro mensaje» a las familias que emplean niñeras, al tiempo que advirtió de que, «por desgracia», este no es «un caso aislado». «Sabemos que muchas au pairs reciben un trato mucho, mucho peor. Su trabajo es esencial para las familias, la comunidad y la economía. Esta decisión histórica, así como la compensación concedida, demuestra claramente que se valora su trabajo», apuntó la representante legal del CRCI, Virginija Petrauskaite.

Una noticia que se tradujo en otra serie de contenidos en 20minutos en los que otras chicas contaban sus malas experiencias. Nuestro medio recibió un aluvión de testimonios.

¿Es hora de ir buscando ‘au pair’? Pues tal vez para muchas familias así sea. Ojalá siempre familias con buen corazón, capaces de ponerse en zapatos ajenos, y que han reflexionado en profundidad sobre lo que implica, más que en las posibles ventajas e inconvenientes.

(GTRES)

¿Lleváis a vuestros hijos a esas exposiciones y museos que revuelven y entristecen?

Este pasado fin de semana me escapé a Praga junto a mi santo, un viaje exprés de aniversario. Camino al aeropuerto íbamos echando cuentas de la última vez que habíamos cogido un avión sin niños y nos percatamos de que habían pasado ya seis años. Demasiado tiempo para una pareja cuyo único ‘vicio’ fue viajar.

Praga mereció la pena, aunque la mereció aún más tener esos pocos días de desconexión juntos. Hay que cuidar a la pareja. Lo decimos mucho, lo sabemos, pero además hay que hacerlo.

Pero no quería hablar hoy aquí ni de Praga ni de nosotros. Hoy quería preguntaros si lleváis a vuestros hijos a esas exposiciones y museos que revuelven y entristecen.

‪El barrio judío de Praga encontramos uno de esos lugares. Junto al atestado cementerio hay una sinagoga reconvertida en museo cuyas paredes están cubiertas con los nombres de los miles de judios asesinados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Junto a los nombres, dos fechas, la de nacimiento y la de muerte. Y es inevitable estremecerse cuando la distancia entre ambas es corta.

Más sobrecogedora aún me pareció la sala dedicada a los dibujos que esos niños asesinados hicieron gracias a una maestra que los puso a pintar, a hacer collages y acuarelas, en un sitio tan terrible como el campo de concentración de Terezin. Una maestra que murió en Auschwitz llevando dos maletas llenas de esos dibujos que hoy reflejan la crueldad inhumana del hombre‬.

Estando allí me preguntaba si sería un sitio apropiado para Julia. Si hubiéramos ido con ella creo que, aunque la hubiera entristecido, sí que la hubiéramos llevado para que entendiera ese capítulo de la Historia. Tiene diez años, es una niña muy sensible, pero me parece imprescindible que sepan de dónde venimos, que el hombre puede ser el peor monstruo, que no se debe olvidar ni bajar la guardia.

Viendo aquellos dibujos, consciente de que no hay nada que pueda justificar matar a un niño, menos aún de esa manera, recordaba cuando Julia cortocircuitó en el memorial de Caen, hace tres años.

El mas caro y grande de los memoriales de Normandía va mucho más allá del desembarco y sus consecuencias. Lo que muestra es variado y muy duro, la ascensión al poder de Hitler, su solución final que abarcaba judíos, comunistas, gitanos, personas con discapacidad… También la resistencia y el colaboracionismo francés, la evolución del conflicto y sus antecedentes. Es imposible que no conmueva recorrerlo.

En todos los museos y memoriales habíamos estado adaptando a nuestra hija todo lo que veíamos y explicando siempre la historia sin mentir, pero simplificándola y suavizándola.

Cuando llegamos a la zona en la que contaban la solución de la Alemania Nazi para la gente con discapacidad la pobre no daba crédito. “¿Mataron a 10.000 personas como mi hermano?”, me dijo desconcertada, abriendo aun mas sus enormes ojos y, pasado cierto punto, quiso ir rápido y salir pronto.

Esa visita la superó. Aquella niña de siete años fue incapaz de manejar aquella información, de digerir que su hermano, por tener autismo, habría sido asesinado. Tal vez ella también si hubiera nacido bajo el paraguas de una religión equivocada.

Os dejo un cartel propagandístico que había en ese museo destinado al pueblo alemán en el que se justificaba ese exterminio del que no recuerdo que haya ninguna película en términos de costes puros y duros: “este paciente hereditario cuesta a la comunidad 60.000 RM. Ciudadanos, es vuestro dinero también”.

Desde el memorial de Caen siempre que visito uno de esos lugares que recuerdan la maldad del hombre, nos retuercen por dentro, recuerdo el malestar de mi hija y me pregunto si podría, si sería ya conveniente, si no habría que esperar.

Hay sitios en los que advierten de la dureza de lo que se va a presenciar, que incluso prohiben el acceso de los niños. Es el caso, por ejemplo, de los campos de concentración abiertos al público.

Pero la mayoría nos dejan a los padres decidir. Yo, al menos, creo que la decisión no puede ser escoger esconder lo que pasó.

“Pon Mozart al bebé”, “los tres primeros años son en los que más aprenden” y otros neuromitos a desterrar

De los neuromitos, de esa suerte de fake news aplicadas a cómo funciona nuestro cerebro, hace tiempo que quería hablar. Quería hacerlo porque muchas de esas falsas creencias ampliamente extendidas afectan a menudo a como educamos a nuestros hijos. También porque se escuchan con demasiada frecuencia de labios de profesionales de la educación e incluso de profesionales de la salud.

Pues bien, este mismo mes llegó al servicio de teletipos del periódico uno de EFE, firmado por Eduardo Palacios, en el que el doctor en Psicología y Ciencias de la Educación por la Universidad de León y director del Máster en Neuropsicología y Educación de la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR), Aitor Álvarez, se dedicaba precisamente a desmontar neuromitos.

Una oportunidad demasiado buena como para no aprovecharla.

Seguro que muchos os suenan estos neuromitos. Creo que el más extendido es aquel de que hay que poner Mozart al bebé, incluso antes de nacer, para estimular su pequeño cerebro en formación. Otra muy frecuente es que el azúcar puede retrasar el aprendizaje de los niños o ponerles tan nervioso que no aprendan nada, que no se centre, que es otra manera de decir lo mismo. Ojo, que sí conviene reducir el consumo de azúcar de nuestros hijos, pero los motivos son otros. También que en los tres primeros años hay que estimular a tope a los niños porque es el momento de la vida del ser humano con más potencial, en el que más capacidad tenemos para aprender.

Todo falso. Todo mitología, pero no ciencia contrastada.


(GTRES)

El doctor Palacios asegura que «cualquier chaval puede aprender y educarse creyendo estas cosas», pero, «si de verdad queremos calidad en la enseñanza y métodos efectivos, hay que basarse en la ciencia y no en neuromitos”.

«Los neuromitos son creencias que no tiene ningún fundamento», añade, aunque «se relaciona esos conceptos con la investigación de la neurociencia» y, «por eso, se han trasladado a la educación y han entrado en las metodologías docentes».

Totalmente de acuerdo.

El primer neuromito que el doctor desmonta es ese que afirma que solo utilizamos el diez por ciento de nuestra capacidad cerebral. «Para nada está comprobado, simplemente no se puede decir que es cierto», pero, «como sucede con los neuromitos, se apoya en algo que sí lo es», en este caso, «la investigación de un psicólogo que trató de demostrar que en las actividades cotidianas se emplea el diez por ciento del cerebro».

Las fake news, con frecuencia, tiene una base de verdad.

Respecto a eso de que los tres primeros años de vida son los más importantes en el aprendizaje, el experto apunta que «lo que está demostrado, en realidad, es que a lo largo de toda la vida un ser humano crea neuronas».

Vayamos con la música de Mozart: «lo cierto es que no necesariamente esa música provoca ese efecto, eso ocurre con multitud de estímulos». Es decir, que lo que hay que hacer es estimular a los niños, no meter Mozart con calzador cuando ni siquiera los padres lo disfrutan.

Otro más que desmontó este experto es el que asocia al hemisferio izquierdo del cerebro el racionamiento y al derecho todo lo que es más intuitivo. «La verdad es que el cerebro funciona como un todo y, aunque algunas funciones se encuentren en un hemisferio determinado, necesitan todo el conjunto para ser realizadas», ha detallado este experto, que señala que «este concepto falso se asocia a un experimento sobre la epilepsia, en el que se afirmaba que esa dolencia estaba en un lugar concreto del cerebro».

Y además de que el azúcar reduce la atención, que no está de alterado, tampoco hay evidencia científica en que el ejercicio mejore la comunicación entre los hemisferios cerebrales o que la falta de hidratación encoja el cerebro.

Conclusión, fuera neuromitos. No nos lo creamos todo, menos aún si va a traducirse en cómo educamos o qué hacemos con nuestros niños.

¿Das demasiada carne a tus hijos? ¿Qué tipo de carne les das?

Soy vegetariana desde hace varios años. Bien es cierto que soy una vegetariana bastante flexible. Por ejemplo, hay algunos animales marinos que sí que como. Siempre defenderé la flexibilidad; que cada cual pueda acercarse a la opción vegetariana o vegana de la manera que más cómoda le resulte. Me parece estupendo que se sigan las directrices a rajatabla, pero exigir con rigidez a los demás que obren igual no es de recibo.

Cuando la gente descubre que no como carne me suelen preguntar si a mis hijos también les tengo alimentándose con una dieta vegetariana. Imagino que la curiosidad por saberlo responde a distintos motivos.

(GTRES)

Podría hacerlo y de ser así sería una decisión merecedora de respeto, pero lo cierto es que ellos sí comen carne. Menos que la media con toda seguridad porque en casa la que va al mercado y cocina suelo ser yo, y al final eso se nota en que se reducen las cantidades y procuro que lo que entre en casa contemple el bienestar animal siempre que puedo.

No he querido tomar esa decisión por ellos. Julia sabe que yo no la como y los motivos, éticos, medioambientales y de salud. Tiempo tiene por delante para decidir qué hacer. Jaime tiene autismo, un alto grado de dependencia y no podrá decidir, pero no quiero restringir su dieta en esa dirección. No obstante, lo cierto es que mi rubio es mucho más de verduras y pucheros por inclinación natural.

Hoy, 20 de marzo, es el día sin carne. Un día para concienciar sobre la importancia de que reduzcamos nuestro consumo de carne. Y es importante por cuestiones medioambientales, de Salud y también filosóficas y éticas como ya he apuntado antes. Motivos no faltan y cada cual puede alinearse más con uno o con otro. Pero tranquilos, que no voy a echaros la chapa vegetariana. Voy a proponeros simplemente que os planteéis comprobar cuánta carne le dais a vuestros hijos. También qué tipo de carne les dais.

Una buena manera de hacerlo es intentar no ofrecerles nada de carne durante una semana. Vale, huevos y lácteos sin problemas, pero nada de carne en solo siete días. Así es como he comprobado mejor se toma conciencia de la cantidad de carne que compramos, cocinamos e ingerimos. Podéis aplicaros el experimento a vosotros mismos también. Con frecuencia me he encontrado con gente que afirma que come muy poca carne. Lo creen sinceramente. Pero si la intentaran erradicar unos pocos días de su dieta se darían cuenta de que no es así.

Comemos demasiada carne y damos demasiada carne a nuestros hijos. Un estudio de 2014 elaborado por 200 pediatras con 2.000 niños de hasta 36 meses concluía que al 95% se le daba hasta cuatro veces más carne de la recomendada. ¿Y cuánta es la carne recomendada? Buena pregunta. La OMS en sus recomendaciones para una alimentación saludable (un texto que todos, padres o no, deberíamos leer) habla de menos de un 10% de grasas saturadas en la dieta de los adultos:

Las grasas no saturadas (presentes en pescados, aguacates, frutos secos y en los aceites de girasol, soja, canola y oliva) son preferibles a las grasas saturadas (presentes en la carne grasa, la mantequilla, el aceite de palma y de coco, la nata, el queso, la mantequilla clarificada y la manteca de cerdo), y las grasas trans de todos los tipos, en particular las producidas industrialmente (presentes en pizzas congeladas, tartas, galletas, pasteles, obleas, aceites de cocina y pastas untables), y grasas trans de rumiantes (presentes en la carne y los productos lácteos de rumiantes tales como vacas, ovejas, cabras y camellos). Se sugirió reducir la ingesta de grasas saturadas a menos del 10% de la ingesta total de calorías, y la de grasas trans a menos del 1%. En particular, las grasas trans producidas industrialmente no forman parte de una dieta saludable y se deberían evitar.

¿Cuánto lío, verdad? ¿Cómo calcular porcentajes? ¿Cuánto como al día de todo? ¿Cuántas grasas saturadas tiene el filete de ternera que tengo en el plato? El problema con frecuencia para los padres que quieren hacer bien las cosas es que las recomendaciones no se han bajado a tierra, son difícilmente interpretables y requieren de unos conocimientos básicos previos.

También pasa que hay demasiadas indicaciones, a, veces contradictorias.

Cuando se busca en Google «¿Cuánta carne debe comer un niño?», el primer resultado (seguido de otros muchos de fiabilidad discutible) es un comunicado de 2015 de la Asociación Española de Pediatría con las siguientes recomendaciones:

La dieta debe estar basada sobre todo en el consumo diario de alimentos a base de cereales u otro tipo de granos, junto con fruta, verdura y hortalizas en cantidad suficiente. Además, debe incluir alrededor de 400 ml de leche u otros derivados lácteos y 2 raciones diarias de carne magra, pescado, huevo o legumbres (una ración equivale aproximadamente a 100 gramos de carne o 125 gramos de pescado o un huevo mediano), como desde este Comité y desde la Asociación Española de Pediatría se aconseja.

Las carnes –pero también los pescados y los huevos– son fuente de proteínas de alto valor biológico, y también de fósforo, hierro y vitaminas del grupo B. Generalmente se aconseja que los niños tomen sobre todo carnes blancas, por su menor contenido en grasas. No es necesario que todos los días el menú de los niños contenga carne, pues puede alternarse con los otros grupos de alimentos proteicos ya comentados. Por ejemplo, en el patrón tradicional de la dieta mediterránea, las carnes casi forman parte de la «guarnición» del plato principal, a base de pasta, arroz o legumbres. Tan importante como la carne en sí es su forma de cocinarla, siendo aconsejable limitar su consumo en forma de fritos; y, por supuesto, usando aceites de calidad –el de oliva es un buen ejemplo-, sin reutilizarlos para otros días.

Me consta que hay nutricionistas fiables y expertos (de hecho, sin individualizar, los nutricionistas son los verdaderos expertos en la alimentación, no los pediatras) que puntualizarían estas afirmaciones, desde la obligatoriedad de los 400 mililitros de leche o lácteos a las dos raciones de proteínas diarias.

No, definitivamente no nos lo ponen fácil a los padres.

Pero asumamos que es cierto ese mantra en el que todos los expertos coinciden y que es que damos demasiada carne a los niños (y tomamos demasiada nosotros) aunque no tengamos claro cuánta debemos darles. ¿Por qué? Por un lado porque hay determinada carne que resulta muy accesible, que es muy barata. Por otra parte, tal vez la más importante, porque es rápido y fácil. Toca cenar. ¿Qué haces? Pues ese filete vuelta y vuelta, ese pollito empanado, esas chuletillas o esas salchichas les gustan y están en un pispás.

Y lo rápido y fácil no siempre es el mejor camino. Ir al mercado, cocinar, tener como base de la dieta verduras, legumbres y frutas, reducir todo lo posible los alimentos procesados y olvidarse de súperalimentos es lo que recomiendan absolutamente todos los nutricionistas de bien como Boticaria García, Juan REvenga o Julio Basulto, cuyos blogs, redes sociales y libros os recomiendo (nada más lejos de mi intención con este humilde post que querer entrar en su terreno). Y lo hacen pensando sobre todo en nuestra salud y la de nuestros niños.

De hecho desde aquí les lanzo un reto (que es también una petición pensando en la tranquilidad mental de muchos padres): contestar por la vía que prefieran y de forma clara a esa pregunta de cuánta carne debe comer un niño.

Termino recordando que aquí, como en todo, la mejor manera de enseñar a comer es dando ejemplo. Que nos vean alimentarnos de manera saludable, que les ofrezcamos de todo, sin forzar, con paciencia y respetando sus gustos.

A todos esos padres

A esos padres que querrían haber podido estar más tiempo con sus hijos cuando eran recién nacidos, pero a los quince días o antes tuvieron que reincorporarse al trabajo dejando el corazón en casa.

A esos padres que han peleado reducciones de jornada, excedencias o incluso el mero hecho de disfrutar el permiso de paternidad que les correspondía.

A esos padres que nunca creyeron que acabarían poniendo la foto de sus hijos, cuando los tuvieran, de fondo de pantalla. Y ahí están, con los morros llenos de chocolate bajo los iconos de las apps. Para comérselos, con cobertura y todo.

A esos padres que aplauden a rabiar en las funciones escolares y también a los que se las pierden y tienen que conformarse con verlas en el vídeo que otros les mandan. Incluso lo enseñan orgullosos a algún compañero de trabajo.

A esos padres a los que un diagnóstico de autismo, de diabetes, de síndrome de Down, cáncer o parálisis cerebral no los postró en la negación o el negativismo y luchan de forma constructiva y sensata por sus hijos.

A esos padres que nunca soñaron con aprender a hacer purés de verduras y ahora incluso disfrutan con ello.

A esos padres que se dejaron las cervicales aupando a sus hijos pequeños para que vieran pasar a los reyes magos, a las princesas Disney o tuvieran las nubes mas cerca de sus pequeñas cabezas.

A esos padres que han empujado el columpio y han lanzado por los aires hasta quedarse sin brazos.

A esos padres que se comen a besos a sus hijos y no dejan de repetirles “te quieros” y a los que les cuesta un mundo esas demostraciones de afecto pero no por ello les quieren menos.

A esos padres que jamás aprendieron a poner los endemoniados bodies cruzados o hacer trenzas en condiciones, pero al menos lo intentaron.

A esos padres que conservan sus libros infantiles como oro en paño, esperando el día que puedan ofrecérselos a sus hijos.

A esos padres que tienen las canciones de baby shark, huevi, vámonos en bici, Purón o para dormir a un elefante incrustadas en el cerebro.

A esos padres que quieren que pediatras y maestros también se dirijan a ellos en consultas y reuniones.

A esos padres que cargaron con el carrito del niño hasta lo alto de la torre, del castillo o del pueblito en cuesta aquel verano con cuarenta grados a la sombra.

A esos padres que perdieron a sus hijos y darían su vida sin dudarlo por recuperarlos.

A esos padres que han desafiado las piscinas y los mares más fríos para reír en el agua junto a sus niños.

A esos padres que no pueden resistirse a comprar camisetas y vestidos infantiles de AC/DC, El señor de los anillos, StarWars o Led Zeppelin a sus vástagos.

A esos padres que intentan comprender el lío de recomendaciones vacunales de la Asociación Española de Pediatría para que su hijo no se pierda una.

A esos padres que negocian en el trabajo poder ir a las jornadas de puertas abiertas y elegir un buen cole.

A esos padres que saben que el bienestar de sus hijos es más importante que cualquier rencilla, que el fin del amor, que el rencor que duele.

A esos padres que paladean imaginariamente pastelillos de barro, pizzas de plastelina y tartas de arena.

A esos padres que supieron entender que cómo les educaron a ellos no es ahora la mejor manera y se guardaron los cachetes en su pasado.

A esos padres que, cuando se equivocan, saben darse cuenta y pedir perdón.

A esos padres que construyeron un fuerte comanche, arreglan muñecas rotas, ponen pilas y recogen las piezas de Lego que han disfrutado junto a sus hijos.

A esos padres que dominan el arte de camuflar el apiretal y el dalsy.

A esos padres que empiezan a sentir complejo de taxista por andar llevando a sus niños de una extraescolar a otra.

A esos padres que dejaron volar cuando llegó el momento, sin dejar de ser viento bajo las alas de sus niños eternos.

A esos padres que no conciben ya no serlo.

A todos esos padres perfectamente imperfectos; a los que están y los que ya partieron. A todos esos que se merecen nuestro amor y reconocimiento, no solo un día sino todos los del año.

Feliz día del buen padre.

 

Imagen de la serie de animación ‘Sweetness and lightning’.

Una madre desesperada pide desde Change unidades especializadas para tratar la anorexia y la bulimia en Andalucía

Hoy solo soy el altavoz de una petición que me han hecho llegar por Twitter. La petición de Patricia Cervera desde Change solicitando nuestra firma para poder llegar al presidente de la Junta de Andalucía.

Tiene una solicitud legítima, que en Andalucía haya unidades especializadas para tratar trastornos de la alimentación como la anorexia y la bulimia que se suelen manifestar siendo muy niños.

La puso en marcha hace dos semanas y ya tiene más de doce mil firmas.

Patricia cuenta que no las hay. En ninguna en la ocho provincias andaluzas. En otras Comunidades Autónomas, por ejemplo en Madrid, sí. Hay desigualdades generadas por la transferencia de competencias que son sangrantes.

Os animo a firmar y difundir (el hashtag es #tratemoslaanorexia) esta llamada de auxilio de una madre desesperada, con la que os dejo:

Las personas que sufren anorexia, bulimia o cualquier otro trastorno alimenticio, niñas adolescentes, en su mayoría, debido a la ausencia de tratamientos adecuados de la enfermedad, siguen padeciendo el abandono del sistema público de salud, en algunas Comunidades Autónomas, como es el caso de Andalucía, dando lugar a la cronificación de la enfermedad con resultados irreversibles: grave deterioro tanto físico como mental, llegando incluso a la propia muerte, bien por suicidio, bien por fallos en órganos vitales.

Y, no afecta sólo a la salud de la persona enferma, es toda la familia la que se encuentra completamente agotada y destrozada. Estos «enfermos» desatendidos por nuestro sistema sanitario son (o pueden ser) nuestras niñas y niños, nuestros jóvenes; a quiénes se les niega el derecho a la vida, un derecho fundamental de todo ser humano.

Necesitan un tratamiento real y no «parches», que no son más que una falsa apariencia de que «algo se hace»: así no se va a solucionar este GRAVE PROBLEMA.

(CHANGE)


Soy madre de una hija con anorexia desde los 13 años; ahora va a cumplir 21. Todos estos años las opciones de tratamiento han sido consultas ambulatorias, esporádicas, en salud mental, primero en unidades infanto-juveniles y, posteriormente, en unidades de salud mental de adultos.

Sólo y, exclusivamente, ante mi insistencia, se le ingresaba en el hospital, cuando estaba muy grave. Son batallas continuas para que la atiendan; la otra opción es dejarla morir en casa, lentamente.

No solo tienes que lidiar con la grave enfermedad de tu hija sino que además tienes que estar continuamente batallando con el propio sistema sanitario que debe proteger nuestra salud y nuestra vida.

Esta situación me ha generado un importante deterioro en mi salud y afectado a mi otro hijo. Somos una familia monoparental y mis ingresos son los únicos que entran en casa. Me he tenido que endeudar para intentar ayudar a mi hija, acudiendo a especialistas privados, porque la SANIDAD PÚBLICA no garantizaba ningún tratamiento real a mi hija.

Por desgracia, incluso yendo a profesionales privados (lo que no ha podido ser con la frecuencia necesaria por falta de medios económicos, ya que requiere un tratamiento intensivo) no funciona, porque en los casos más graves, necesitan hospitalización y atención profesional las 24 horas del día.

HACEN FALTA UNIDADES ESPECIALIZADAS EN TRASTORNOS DE LA CONDUCTA ALIMENTARIA ¡YA!. Es la única solución real para poder ayudar a estas personas que tienen toda una vida por delante.

Estas unidades ya existen en otras Comunidades Autónomas (en Castilla- La Mancha hay dos unidades para cinco provincias. En Andalucía hay ¡CERO para OCHO PROVINCIAS!. ES UNA VERGÜENZA ¡POR FAVOR! ¿Cómo pueden los políticos darle la espalda a esta realidad tan cruel?.

El Sistema Sanitario Andaluz está dejando que estas pacientes se mueran en sus casas. Lo único que existe es una pantomima. Sólo las familias que tienen mayor capacidad económica pueden acudir a centros privados «especializados».

La enfermedad, que se ha cronificado por la desatención de nuestro sistema sanitario, tiene dos vías: poder asumir los más de 2.000 euros mensuales, que cuesta un tratamiento en un hospital de día (ineficaz para los casos más graves, ya que las noches, fines de semana, festivos, incluso puentes vuelven a casa y sirve de muy poco o nada) o dejar a estas jóvenes que se consuman poco a poco hasta su desaparición silenciosa: nadie se va a enterar; sólo una familia completamente rota por el dolor y el abandono de su hija por quienes podían y debían haber prestado la asistencia necesaria.

¡¡SON NUESTRAS NIÑAS Y NIÑOS!! ¿CÓMO SE LES PUEDE ABANDONAR DE ESA MANERA?

‘La polilla tramposa’, el juego de cartas que permite a los niños (y a los mayores) divertirse haciendo trampas

Como familia aficionada a los juegos de mesa que somos, era lógico esperar que el pasado sábado, por el décimo cumpleaños de mi hija, le regalasen algún juego. Este año han sido dos, ambos del tipo pequeño, de esos que puedes llevar en el bolso y que te permite pasarlo bien en casa pero también en vacaciones o durante cualquier tiempo de espera.

Uno ha sido Torre de gatos, de Tranjis Games (los mismos de ese exitazo que es Virus). Un juego de lo más cuco del que ya os hablaré en un futuro.

 

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Atención a la cucada que es #torredegatos, uno de los regalos de cumpleaños que recibió Julia. Ya os hablare de este #juegodecartas de @tranjisgames en el blog.

Una publicación compartida de Melisa (@madrereciente) el 13 Mar, 2019 a las 11:56 PDT

Hoy os quiero recomendar el otro, La polilla tramposa, de Emely y Lukas Brand y editado por Devir. no es ninguna novedad (apareció en 2012), pero ya sabéis que eso no me guía en mis recomendaciones, sólo que el juego nos haya gustado en casa de verdad.

Es, en realidad, un juego de cartas. No hay dados, no hay nada más que una baraja repleta de hormigas, arañas, mosquitos, cucarachas, polillas y una chinche guardiana (ya, bichos, ecks). Y las ilustraciones están bien, son correctas, pero no tiene ni de lejos el componente cuqui de Torre de gatos. Por eso el primero que probamos fue el de los gatitos de grandes ojos que nos gustó. Pero al que acabamos jugando partida tras partida media tarde y entre risas fue a la feúcha polilla.

Se reparten ocho cartas por jugador numeradas del uno al cinco y pinta una carta. Hay que colocar una que sea un número superior o inferior a la que hay descubierta. Si es un cinco puede ser un cuatro o un uno. Si es un uno puede ser un dos o un cinco. El objetivo es quedarse sin cartas y una manera prácticamente obligada de lograrlo es tirándolas o escondiéndolas. Eso sí, de una en una.

La gracia que tiene el juego es que invita a hacer trampas. Y decía que el juego obliga a ello porque la carta de la polilla tramposa no se puede jugar, no puedes colocarla sobre la mesa para deshacerte de ella. La única opción que tienes es hacerla desaparecer sin que te pille el jugador que tiene la chinche guardiana. Si nos cazan con las manos en la masa, recuperaremos la carta tirada, el jugador que nos ha pillado nos entregará una carta de su mano y nos tocará ser la chinche a partir de ese momento. La gran ventaja de ser chinche es que, en ese caso, sí que podemos jugar las polillas con normalidad.



La mecánica es extremadamente fácil.
Tanto que niños de a partir de unos seis años pueden jugar sin problemas. Tanto que es el típico juego que los niños pueden disfrutar sin un adulto delante, como sucede con el Virus o el Uno, al que también recuerda.

Vayamos a los bichos que os mencioné antes. Hay una mayoría de cartas neutras (20 de 72) que simplemente se juegan con normalidad (o de las que nos deshacemos haciendo trampas). También bastantes que implican jugadas especiales. La hormiga obliga al resto de jugadores a coger una carta del mazo, la cucaracha permite colocar inmediatamente otra carta con el mismo número encima a cualquier jugador, la araña permite al jugador que la ha depositado señalar a un jugador que tendrá que coger una carta y si alguien deja un mosquito hay que correr a poner la mano encima, el último en hacerlo recibirá una carta de la mano del resto de jugadores.

Las tres palabras que lo definirían serían sencillo, portátil y divertido.

Se nota bastante el salto de tres a cuatro personas jugando. Y me refiero a que se nota para bien. Con cuatro jugadores la atención de la polilla está dividida y las risas arrecian. Con tres funciona muy bien pero es un poquito menos divertido. Con dos no funciona. Con más de cuatro no lo he probado pero creo que funcionará bien, aunque la chinche va a sentirse tal vez algo sola ante el peligro.

Se puede encontrar por unos doce euros.

‘Mirai, mi hermana pequeña’, el niño que saltaba a través del tiempo

Este viernes Sherlock Films estrena en los cines españoles una de las cintas de animación más relevantes del último año. Se trata de Mirai, mi hermana pequeña (Mirai no Mirai, no entiendo que no hayan traducido el título de manera más literal, como Mirai del futuro), la última película de un director japonés al que conviene no perder la pista: Mamoru Hosoda, del que tal vez os suenen La chica que saltaba a través del tiempo, Los niños lobo o El niño y la bestia. Sobre todo las dos últimas son películas que se pueden disfrutar mucho junto a niños a partir de unos siete u ocho años.

Decir que es una de las películas de animación más relevantes es algo evidente cuando uno se da cuenta de que fue una de las nominadas en la categoría de mejor película de animación de los Oscar, en los Globos de Oro y en los Critics’ Choice Awards. En nuestro país fue la ganadora de la Sección Anima’t del Festival de Sitges y se llevó el premio al mejor guion y el premio del público del festival Nocturna.

Yo tuve la oportunidad de verla hace unos días y me pareció una plasmación magistral de la cotidianidad de una familia en la que ya hay un niño pequeño y acaba de llegar un bebé. Su protagonista es un niño de cuatro años, cuyos perfectamente imperfectos jóvenes padres acaban de tener otro bebé, una niña que le hará sentirse príncipe destronado. Un cambio que coincide además con tener a su joven padre, un arquitecto con muchas inseguridades, asumiendo una mayor responsabilidad en la crianza de los hijos para que su mujer, periodista, crezca profesionalmente.

Hosoda es un maestro de lo que se llama slice of life, mostrar fragmentos de la vida del todo cercanos, en su caso siempre salpicados de elementos fantásticos. Esta película no escapa a ello, aunque en este caso queda la duda de si en verdad estamos ante un universo con sus propias reglas más allá de la lógica o ante la imaginación desbordante de un niño superado por las circunstancias y marcado por los álbumes de fotos familiares.

Los viajes imposibles del pequeño Kun, cuyo detonante es la morena de su pequeño jardín, le llevarán a conocer a su hermana pequeña siendo mayor, pero no solo eso. Nada más lejos de mi intención que estropear la sorpresa de ese dejarse llevar tan distinto con el que el pequeño aprenderá y crecerá, pero atención a la conmovedora parte en la que el viaje es al pasado, a un Japón de posguerra.

Mostrar lo más cercano, situaciones que a todos nos resultan familiares, es la mayor maravilla de esta película, por encima incluso del componente fantástico, que en gran medida también se dedica a enseñarnos eso. Tiene más de Los niños lobo en ese sentido que de otras películas de Hosoda. Con pulso firme Mirai, mi hermana pequeña logra conmovernos, hacernos sonreír reconociéndonos en lo que vemos en la pantalla, darnos cuenta de nuevo de cómo pequeños detalles aparentemente insignificantes pueden marcar una vida y otras muchas sucesivas, algo que también está en todas sus obras.

Hay muchas lecturas en esta película a poco que se esté atento y se reflexione al respecto. La más obvia tal vez sea el valor de la familia, del amor que sus miembros se tienen y cómo están todos, incluso los que ya no están presentes, relacionados. También algo tan obvio pero que se nos olvida como que todos fuimos niños, que todos seremos jóvenes y ancianos.

No es una película apta para todos los paladares en cualquier caso. Hay que apreciar la animación japonesa; no esperar el ritmo vertiginoso de otras producciones que nos llegan para toda la familia, como el reciente estreno de Capitana Marvel sin ir más lejos. Tal vez los niños (y los mayores) que estén más acostumbrados o deseosos de historias que transcurren a esa velocidad, más convencionales en su desarrollo, se sientan algo desconcertados ante las andanzas del pequeño Kun, porque no es que la cinta de Hosoda sea lenta, pero sí es muy íntima, y no sigue una línea argumental clásica.

No obstante, es una cinta de animación de una calidad muy superior a la media de la oferta que nos llega en todos los sentidos (atención por ejemplo al nivel de detalle de los escenarios), por lo que bien merece el intento. Puede resultar especialmente interesante acudir con niños que vayan a tener o tengan hermanos y experimenten o hayan experimentado esos celos imposibles de contener, para ver si son capaces de reconocerse en Kun y aprender a reírse de sí mismos y comprender que la dedicación de los padres puede tener límites, pero no su amor.

Va siendo siglo de dejar de justificar que a los niños se les puede educar a bofetadas

Es una de las noticias del día. Una madre en Pontevedra ha sido condenada a dos meses de cárcel, que se van a traducir en dos meses de servicios sociales, y también a no aproximarse a menos de doscientos metros del menor durante seis meses. Sinceramente, a priori y desde el desconocimiento de las circunstancias de esta familia, la segunda pena sería para mí la más dolorosa con diferencia.

Por lo visto el niño, de diez años, no quería ducharse. De ahí se pasó a una discusión verbal que acabó con dos bofetadas que causaron al niño unos eritemas que precisaron asistencia facultativa. Es decir, que no fue el típico cachete que apenas sienten más que en el orgullo y los adultos solemos decir que nos duele más a nosotros que a ellos.

Muchos habrá que consideren exagerada la sentencia, pero me parece que sobra opinar sobre este caso del que poco más ha trascendido. Desconocemos las circunstancias que lo rodearon, la relación que tienen madre e hijo, pero el juez sí tiene esa información y hay que confiar en que haya obrado en proporción según lo percibido. Tal vez haya más que no sepamos.

«Nunca puede justificar el uso de la violencia que el acusado ejerció», dice la sentencia. Igual que añade que la facultad de los padres de corregir a sus hijos «solo puede concebirse orientada al beneficio de los hijos y encaminada a lograr su formación integral. Tiene como límite infranqueable la integridad física y moral de estos«.

Me consta que hay magistrados de familia que imponen sentencias pequeñas, como ese par de meses, a modo de toque de atención a los padres. Es una manera de decirles «ponte las pilas, que así no se educa», de hacerles ver que sus hijos no son de sus propiedad para hacer con ellos lo que quieran. Y esto último es algo que deberíamos tener todos más que claro.

Lo he dicho con frecuencia en este blog en el pasado. Nada, absolutamente nada, justifica que le pongamos la mano encima a un niño, da igual el poco o nulo daño que le hagamos. ¿Algo justificaría ponerle la mano encima a nuestra pareja o nuestro padre? Por supuesto que no. Imaginemos que la noticia en lugar de tener como protagonista a un niño tuviera a la madre anciana, que esa señora pegó a su madre de ochenta años por no querer ducharse. Muchos que justificarían la bofetada al niño se escandalizarían si fuera la abuela por el respeto debido a los mayores.

Pues los niños no son personas de segunda división, son seres humanos de pleno derecho que, además gozan de una especial protección. Son también merecedores de respeto.

Ni siquiera a los animales hay que enseñarles a golpes.

El castigo físico, en el mejor de los casos en el que un padre amantísimo ha perdido la paciencia y ha soltado un cachete sin consecuencias, es un fracaso como educadores. Simple y llanamente. No hay que hacer penitencia si hemos fallado en alguna ocasión. Es humano y entendible, pero sí deberíamos reflexionar al respecto y aprender a controlarnos, que para eso somos los adultos. Deberíamos armarnos de paciencia y también aprender otras estrategias: ser firmes en lo que decimos que va a pasar, cortar las conductas indeseadas siempre y de raíz, alabar sus buenos comportamientos, explicar el porqué de las cosas y sus consecuencias cuando aún tienen capacidad para escucharnos, reconsiderar nuestras expectativas o delegar en otra personas si nos vemos superados o esperar respirando hondo a que transcurra un poco de tiempo.

No podemos seguir justificando nuestros errores con aquello de que a nosotros nos soltaron alguna bofetada y bien que nos vino. No nos vino bien, nuestros padres no deberían haber obrado así y no deberíamos repetir sus equivocaciones educando. No les estamos atacando al asumirlo, probablemente lo hicieron más que bien y es lógico en todos los aspectos de la vida meter la pata a veces, pero es importante no perpetuar la creencia de que a un niño se le puede pegar.

Deberíamos también dejar de creer aquello de que no hay otra forma de controlar a veces a los niños, porque no razonan. Uno de mis hijos tiene doce años y un autismo severo que le ha privado de lenguaje. Razonar con él es imposible, pero hay otras técnicas para controlarle o calmarle. Jamás, nunca, estaría justificado pegarle. Ni a él ni a ningún otro niño con discapacidad. Por supuesto, tampoco a ningún adulto con discapacidad. A nadie en realidad. Los conflictos se resuelven de otras formas.

(GTRES)