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Plancton, el otro pulmón del planeta

Por Mar Gulis (CSIC)

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‘Hyperia macrocephala’, uno de los miles de microorganismos que configuran el plancton. / Uwe Kils, via Wikipedia Commons.

Si decimos que el Amazonas y otras selvas y bosques son los pulmones de nuestro planeta, a nadie le extrañará. Estas grandes extensiones pobladas de árboles y otras plantas cumplen un papel esencial en la producción de oxígeno y en la captura del carbono. Pero, ¿hay otros pulmones en el planeta? Varios estudios científicos señalan al plancton como uno de los más importantes. Sí, ese conjunto de organismos –sobre todo microscópicos – que habita mares y océanos produce cantidades importantes del oxígeno que respiramos y absorbe en torno a un 30% del CO2 que generamos los humanos. Por eso desempeña un papel clave en la lucha contra el calentamiento global.

El plancton, que en griego significa ‘errante’, está constituido por seres vivos que viven en suspensión en el agua del mar. Aquí se incluyen virus, bacterias, arqueas, microalgas y animales como las medusas, si bien la mayoría son organismos tan pequeños que solo pueden verse bajo el microscopio. Pues bien, estos seres minúsculos son esenciales para el funcionamiento del ecosistema oceánico y el mantenimiento del clima en nuestro planeta.

Dado que el plancton engloba a organismos muy heterogéneos, existen diversas clasificaciones para diferenciarlos. Una de las más extendidas distingue al fitoplancton, constituido por vegetales, del zooplancton, integrado por animales como pequeños peces y crustáceos. Aquí nos interesa hablar del fitoplancton, que abarca desde bacterias menores de 0.001 mm hasta algas unicelulares de casi 1 mm. Como sucede con las plantas terrestres, el fitoplancton marino lleva a cabo la fotosíntesis. Este proceso transforma, gracias a la luz, materia inorgánica (agua y CO2) en orgánica, siendo la base de la red trófica oceánica, que incluye los peces de los que nos alimentamos. Además, durante la fotosíntesis se libera oxígeno a la atmósfera. Finalmente, el fitoplancton ejerce una función de control del clima mediante la denominada ‘bomba biológica de carbono’, que permite el ‘secuestro’ del carbono en las profundidades marinas.

Expedici—n Malaspina 2010 Im‡genes de zooplancton muestreado en el Leg 5 entre Auckland y Honolulu. Heter—poda. Hembra de la especie Pterosoma planum. Pertenecen a un grupo de caracolas depredadoras que viven en el OcŽano Pac’fico. Pueden crecer hasta los tres o cuatro cent’metros. Es una especie carn’vora que caza peces y otras caracolas y babosas. © JOAN COSTA

Hembra de la especie ‘Pterosoma planum’ que forma parte del zooplancton que habita en el Océano Pacífico.  / Imagen de la Expedición Malaspina 2010 (Joan Costa-CSIC)

El mecanismo es el siguiente: el CO2 es absorbido en las aguas superficiales iluminadas por el sol durante la fotosíntesis. Así, el carbono queda fijado en el tejido de los organismos o en las conchas de ciertos microorganismos; después esos materiales sufren una sedimentación en las aguas profundas, donde el carbono puede quedar ‘secuestrado’ durante miles de años antes de que vuelva a la atmósfera.

En otras palabras, este flujo vertical de carbono fuerza el paso de CO2 desde la atmósfera hacia la capa superficial del océano, y de ahí a las profundidades. De este modo se reduce la acumulación de dióxido de carbono de origen antropogénico en la atmósfera, causa principal del calentamiento global. Investigaciones recientes apuntan, además, que gracias al fitoplancton el océano podría actuar como sumidero del CO2 a un ritmo incluso más rápido de lo que se pensaba. Tras recoger múltiples muestras, la Expedición Malaspina, liderada por el CSIC y que se desarrolló en 2010-2011, concluyó que muchas de las células fotosintéticas que se hallaron en el océano profundo, habían estado viviendo en la superficie entre 5 y 20 días antes de ser muestreadas. Con ese dato, los investigadores calcularon que dichas células se hundían una media de 400 a 600 metros por día, cuando se pensaba que el ritmo diario era de un metro. Obviamente, eso supone una capacidad mayor a la hora de retirar el carbono de la atmósfera para su posterior ‘almacenamiento’ en el fondo del océano.

Esta tesis concuerda con lo planteado en una investigación internacional que se ha publicado en la revista Nature y en la que ha participado el Instituto de Ciencias del Mar del CSIC. Este trabajo describe la comunidad de organismos planctónicos que participan en la eliminación de carbono de las capas superiores del océano. La principal conclusión es que “el papel desempeñado por ciertos microorganismos (parásitos unicelulares, cianobacterias y virus) en la exportación de carbono había sido subestimado”, explica la delegación del CSIC en Cataluña en su revista R+D.

Así que, aunque no los veamos, millones de seres vivos microscópicos que flotan a la deriva en mares y océanos combaten cada día el calentamiento global, una de las principales amenazas para la sostenibilidad del planeta.

Monstera deliciosa, ¿una planta suicida?

foto Valladares TVE 2013xiomara

 

Por Xiomara Cantera y Fernando Valladares (CSIC)*

Existe una planta que nada más germinar inicia lo que parece una estrategia suicida para un organismo fotosintético: se dirige a las zonas más oscuras de las selvas tropicales. En ese momento se comporta como una especie escototrópica –del griego escoto, oscuridad, y tropos, movimiento–, es decir, que se mueve hacia la oscuridad. Sin embargo, no busca autodestruirse sino ‘alojarse’ en la base de los árboles más altos, que normalmente son las zonas más oscuras que puede haber en una selva. Cuando localiza una superficie vertical con poca luz, sufre una metamorfosis y se convierte en una planta trepadora. Sube por el árbol y, una vez que encuentra algo de luz, vuelve a metamorfosearse para adoptar su forma adulta.

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Conocida como Costilla de Adán, esta planta es capaz de sobrevivir con los valores lumínicos más bajos / X. Cantera

Estamos hablando de Monstera deliciosa, una planta que en España conocemos como Costilla de Adán o filodendro y que en otros países es llamada manos de gigante por el gran tamaño y la forma peculiar de sus hojas. Junto con algunos musgos y helechos, esta planta es capaz de hacer la fotosíntesis con los valores lumínicos más bajos.

Los organismos fotosintéticos convierten la luz en biomasa, generando así la materia orgánica de la que nos alimentamos el resto de especies. Pero cada organismo ha evolucionado para adaptarse a su entorno lumínico y, por tanto, ha optimizado su sistema biológico para maximizar la utilización de la radiación de luz solar, potenciando su absorción cuando es escasa y disipándola cuando es excesiva.

Así, la cantidad mínima de fotones que necesita cada planta para crecer y poder cerrar su ciclo vital varía según las especies. No es lo mismo un romero, Rosmarinus officinalis, o un tomillo, Thymus vulgaris, ambos amantes del sol, que la mutante Costilla de Adán, Monstera deliciosa, capaz de vivir en ambientes muy oscuros.

Las plantas acomodan su forma y su fisiología a los niveles de intensidad con que la luz del sol llega a los distintos puntos de un ecosistema. A pleno sol la radiación ronda los 2000 micromoles de fotones por metro cuadro y segundo, pero hay factores como la nubosidad o la densidad de vegetación que la reducen. De hecho, en el sotobosque (conjunto de arbustos, hierbas y matorrales que se desarrollan debajo de los árboles) de una selva tropical la radiación es extraordinariamente baja. Aunque nuestros ojos se adapten y podamos ver bajo las copas de los árboles de estos bosques, la radiación disponible es de menor intensidad que en una noche de luna llena.

Salpicaduras de sol

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Monstera deliciosa aprovecha al máximo los destellos de sol para realizar la fotosíntesis / F. Valladares

¿Cómo logran las plantas completar sus ciclos vitales con una radiación tan baja? Pues hay truco. La luz en el sotobosque no es siempre mínima sino que hay breves momentos de mayor intensidad, cuando los destellos de sol logran atravesar la cubierta vegetal. El dosel de cualquier bosque no es continuo, siempre hay rendijas, hojas que se mueven, ramas que se rompen, huecos por los que se cuela el sol dando lugar a momentos puntuales de luz solar directa. Estos destellos –sunflecks, salpicaduras de sol, para los ingleses– suponen el extra de radiación que necesitan las plantas de estos entornos sombríos para hacer la fotosíntesis y completar su ciclo vital: florecer, crecer, reproducirse…

Las plantas han desarrollado fascinantes estrategias para aprovechar la escasa luz difusa del sotobosque y la luz directa que aportan estos destellos de sol. Para ello hay que tener una maquinaria fotosintética muy dinámica y finamente ajustada, capaz de activarse con rapidez cuando la luz solar directa incide sobre las hojas, o de mantener las tasas de fotosíntesis una vez que el destello desaparece. Estos mecanismos fisiológicos se asientan a su vez en adaptaciones anatómicas (hojas finas y extendidas) y estructurales (ramas planas y estructuras que evitan el autosombreado) que permiten que no se pierda ni un rayo del valioso sol que puntualmente alcanza el sotobosque.

 

* Fernando Valladares es investigador en el Museo Nacional de Ciencias Naturales del CSIC. Xiomara Cantera trabaja en el área de comunicación del mismo centro y dirige la revista NaturalMente.